8. El Recuerdo

Pese a saber dónde estaba y por qué, la Génesis invisible que estaba viajando al pasado sonrió al ver a Summer. Hacía muchos años que no pensaba en ella, y tenerla tan cerca le recordaba lo mucho que la quiso, que la amó y lo mucho que su vida cambió en consecuencia a su relación que, si bien no fue demasiado larga, fue demasiado significativa.

Intentó recordar lo que era tener diecisiete años, estar enamorada y sentir que todo era posible. Miró entonces a la Génesis adolescente y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Era tan... extraño verse a sí misma. Era una adolescente tan bonita, pensó, pese a que durante todos esos años estuvo llena de inseguridades. Era un poco más bajita de lo que terminó siendo, pero eso sí, más delgada y de piel más lisa. Su cabello era brillante y largo sin necesidad de que lo cuidara demasiado, su sonrisa estaba un poco torcida porque usó ortodoncia dos años después, a sus diecinueve años, pero ese brillo de felicidad en los ojos... La Génesis adulta no recordaba haber visto en algún espejo ese brillo después de su temporada con Summer.

Cuando las adolescentes entraron a la casa de Génesis, la presencia invisible entró detrás de ellas y se ubicó en el extremo exterior de la sala de estar, dispuesta a enfrentar ese momento, pero no tan valiente como para entrar más y estar muy cerca de sus padres. De hecho, la Génesis adulta evitaba mirarlos a toda costa; había un límite en su disposición de seguir con esta tortura.

Génesis dejó de pensar con la nostalgia bonita del pasado cuando su representante adolescente habló:

—Ma, pa, quiero contarles algo.

El corazón de la Génesis intrusa se aceleró. Deseó con todas sus fuerzas que las adolescentes la vieran, poder advertirles que se callaran, que era mejor seguir siendo pareja en secreto, que no arruinaran su vida de esa manera. Pero no podía, solo era capaz de observar y padecer cada segundo.

—¿Pasó algo? —preguntó el padre de Génesis, su rostro preocupado.

El contacto físico de Génesis y Summer se acabó cuando la primera dio un paso al frente y dejó a la segunda tras ella, como si muy dentro de sí sintiera que debía protegerla. Sin embargo, Génesis adolescente sonrió.

—Nada malo, pa. Yo... ¿recuerdas que me dijiste una vez que cuando tuviera pareja podía presentarla para que ustedes la conocieran?

Las palabras pasadas de su padre habían sido "cuando tengas novio", pero eran detalles que Génesis quería obviar. Era lo mismo, ¿no? Sus padres, en especial su padre, le decían desde que empezó a crecer que no querían que ella hiciera nada a escondidas, que podía contarle lo que quisiera.

La mamá de Génesis rió con cariño.

—Te dije que iba a enamorarse antes de los dieciocho —le dijo a su padre, palmeando su pecho.

—Pero si ayer le cambiaba los pañales —respondió él, risueño y cariñoso.

Los cuatro presentes rieron, disipando en parte la tensión que Génesis adolescente sentía en su corazón. La Génesis adulta ya estaba llorando porque sabía lo que venía.

—Quizás enamorarme sea una palabra demasiado grande —dijo Génesis, su voz dulce y un poco avergonzada por tener tras ella al objeto de su amor—. Pero sí, es más o menos eso.

—Mi primer amor también fue a tu edad —dijo su madre con cariño—. Puede que no sea para toda la vida, pero sí lo recordarás toda la vida. ¿Quién es?

El momento de la verdad.

—No... —susurró la Génesis adulta.

La Génesis adolescente con su mirada llena de ilusiones dio un paso a un lado y señaló a Summer, como un mago que revela a su asistente apareciendo viva luego de cortarla por la mitad. Sus padres miraron a Summer sin entender, ella dio un paso al frente y se quedó quieta, incómoda, mirándolos y esperando que alguien dijera algo. Ya había saludado, así que no podía romper el hielo con un "hola".

—¿Tú sabes quién es, Summer? —preguntó su padre, intentando cortar la incomodidad.

La sonrisa de Summer fue titubeante y aclaró la garganta. No dijo nada, sino que miró a Génesis. Ella también estaba congelada en el tiempo, en el miedo, pero logró moverse lo suficiente para tocar a Summer, alcanzar su mano y pegarse a ella tanto que resultara evidente que eran más que amigas.

Génesis susurró:

—Es ella.

De su propia memoria, la Génesis adulta no recordaba mucho de ese encuentro. Sabía cómo había salido, sabía el aspecto general de toda la situación, pero le era imposible rememorar detalles específicos. Ahora, sin embargo, mirando la escena como un fantasma del futuro, lo vio todo tan nítido como estarlo viviendo. Sus ojos fueron por primera vez a los de sus padres, tan jóvenes, tan vivos, tan... reales. Los padres que tuvo antes de perderlos.

Vio con claridad las reacciones. La de su padre fue mirar a su esposa, la de su madre fue sonrojarse completamente y fruncir el ceño lentamente hasta que no había duda de que estaba enojada.

—No es gracioso, Génesis.

—No es un chiste —dijo Génesis, empezando al fin a notar que las cosas no irían tan bien como ella supuso—. Estoy... estamos juntas, con Summer. Es mi... mi pareja.

La palabra novia sonaba a detonante y Génesis ya sentía que estaba andando en un campo minado.

—No, no lo es —negó su madre—. No lo es, porque tú no eres así.

—Magnolia... —intentó decir su padre, sintiendo la electrizante tensión en la piel.

—No es nada malo, ma. Summer es... tú misma dijiste que es adorable, que es una excelente chica.

—¡Tú no eres así! —gritó. Luego miró a Summer—. ¡Vete de mi casa!

—¡Mamá!

—¡Que te largues, Summer!

Summer se negaba a moverse, su mano aferrada a la ropa de Génesis. Ya no era un ser temeroso, sino parte del frente unido que formaba con Génesis. Summer no se iría si sentía que la chica a la que amaba iba a pasarlo mal, que estaba en peligro.

El cuerpo de la Génesis adolescente se sacudió con un escalofrío, pero miró a Summer intentando lucir calmada.

—Está bien, ve.

—Pero...

—¡Que te vayas! —tronó Magnolia.

Los tres presentes se sobresaltaron.

—Sí, sí, Summer. Por fa, vete, ya hablaremos —le susurró.

Summer, dudosa, pero sin saber qué más hacer, dio media vuelta y salió de la casa. El silencio de la sala fue aplastante luego de escuchar el cerrojo de la puerta. La Génesis adulta lloraba como una niña pequeña en su invisible presencia, pero la Génesis adolescente tenía una mirada desafiante propia de la rebeldía de la edad.

El silencio fue roto en mil pedazos como un cristal arrojado al suelo, no por una voz, sino por el ruido chocante de una mano contra una mejilla. La bofetada tomó a todos por sorpresa, Génesis trastabilló sintiendo un zumbido en los oídos y su sangre acumulándose donde había recibido el golpe. Su padre detuvo la mano de su madre que iba a por una segunda bofetada.

—¡Mamá! Yo no hice nada malo... —gritó, aún sin lágrimas, pero con la voz rota.

—Magnolia, por favor —masculló su padre—. ¡No es para tanto!

Génesis notó que su padre evitaba mirarla pese a que al parecer estaba defendiéndola. La Génesis adulta no recordaba eso. En su mente ese día los perdió a los dos, no tenía memoria de que su papá hubiera hecho algo por ella, no una palabra, mucho menos una acción.

La madre de Génesis logró propinarle otra cachetada que le aturdió unos segundos más los oídos, impidiéndole retener en la memoria todas las palabras que su madre gritó. La Génesis adulta, sin embargo, escuchó cada una y esta vez sí se le quedaron grabadas a fuego en el corazón.

Le dijo que era una pecadora, que lo que estaba haciendo era un completo error contra la naturaleza, que no sabía en qué se había equivocado para tener una hija así, que era asqueroso e imperdonable que tuviera una pareja mujer, que solo las putas se comportaban de esa manera siendo tentadas por el diablo. Le dijo que no quería saber nada de ella porque le avergonzaba tener que llamarla su hija, que no iba a someterse al castigo divino que era tener a una lesbiana por hija. Cuando Génesis intentó decirle que no era lesbiana, que también le gustaban los hombres, su madre gritó más indecencias, le dijo que era una cualquiera, que no tenía respeto por sí misma, que ellos le dieron todo desde que nació y que no entendía por qué les pagaba así.

—¡Te vas ya mismo de esta casa!

—¡¿Qué?! Tengo diecisiete años, ¡a dónde voy a ir!

Su madre levantó la mano para golpearla de nuevo, su padre se lo impidió.

—¡Si eres lo bastante adulta para portarte como una cualquiera, lo eres para resolverlo todo! ¡No te quiero en mi casa!

Génesis no creía lo que escuchaba, no sentía que su amor por otra chica fuera algo digno de tal castigo. ¿Enojo? Lo entendía. ¿Que la echaran de la casa? Su madre no era una mujer violenta, no era grosera ni odiosa. Hasta ese día, lo más que había hecho era levantarle la voz a Génesis por nimiedades, pero era como si la noticia de las preferencias de su hija la hubieran transformado en un monstruo. Por eso más que todo era chocante la situación.

Escuchar tal veneno de una voz que jamás dio muestras de ni una mínima parte de odio, era impactante. Génesis no podía procesarlo en ese momento, pero la Génesis adulta sí y se sorprendió de verse asustada por esa mujer que tantas cosas le gritó, pese a saber que su presencia ahí era invisible y que estaba a salvo. Era peor que lo que sus escasos recuerdos le mostraban; ahora tenía la versión completa y era mucho, mucho peor. El dolor, la ofensa, el odio, todo era multiplicado por mil al verlo de ese modo en persona.

Lamentó muchísimo tener que revivirlo. Hubiera preferido quedarse con su versión llena de huecos que solo rescataba lo más importante: que la habían abandonado.

La Génesis adolescente miró a su papá esperando apoyo, pero este no la miro, sino que dirigió sus ojos al suelo. Un silencio que decidió a quién apoyar. Génesis dio media vuelta y salió corriendo de la casa.

La Génesis adulta se quedó y vio lo que su yo adolescente jamás había sabido.

Vio a su mamá tirándose al suelo, incapaz de sostenerse con sus piernas, como si el monstruo de repente se hubiera quedado sin energía, y echarse a llorar como si le acabaran de decir que su hija había muerto. Vio a su padre, siempre tan callado y reservado, apretar los labios y alejarse. No consoló a su esposa, sino que se sentó en el sofá a metros de ella, clavó su mirada en la nada y se quedó ahí, como congelado, pensando. Su madre era ruidosa. Su llanto, sus palabras de odio, su alteración siguió y siguió por varios minutos hasta que se fue escaleras arriba a su habitación y Génesis no la vio más.

Pudo ir tras ella para saber qué había hecho a continuación, pero no lo hizo, sino que se quedó con su padre, observándolo pensar mientras Génesis lloraba con el recuerdo.

Tras unos minutos largos de soledad, el hombre tomó aire con fuerza y al exhalar sollozó. Dos lágrimas se resbalaron por sus mejillas y se perdieron en su bigote. Apretó los puños sobre su pantalón y lloró más. Esa imagen fue la que más destrozó a la Génesis adulta. Ella nunca vio a su padre llorar o mostrar la más mínima debilidad, ni siquiera le dijo nunca que la amaba, pero ella lo sabía.

Su padre era emocionalmente cerrado, pero demostraba su amor con actos de servicio y tiempo de calidad. Y en ese momento, ese hombre grande, con entradas en el cabello, la piel tostada de trabajar bajo el sol por años y de tupido bigote estaba ahí, soltando las únicas lágrimas que Génesis vio en su vida de su parte. Destrozado... por su culpa.

El pecho de Génesis era invisible como toda su imagen, pero sus sentimientos eran vívidos y sólidos. Su alma estaba rota, un dolor tan fuerte que no recordaba haber tenido uno igual, un odio latente en su cuerpo por tener que ver eso contra su voluntad. La aceptación de que esto no era un sueño o una pesadilla, sino la cruda realidad fantasiosa en la que había aterrizado sin ser culpable de nada, laceraba sus entrañas.

El padre de Génesis se secó las mejillas y fue como si hubiera cerrado la llave del lavabo: las lágrimas cesaron de inmediato. Se dirigió al teléfono fijo de la mesita junto a la puerta y marcó rápidamente un número. Génesis no supo quién era el receptor, hasta que escuchó la conversación, al menos la parte de su papá:

—Mamá, ¿cómo estás? —Hacía una pausa cada vez que decía algo para escuchar la respuesta—. Pasó algo.

Génesis supuso que si las personas del pasado no podían verla, tampoco podían sentirla, así que se acercó lo suficiente a su padre como para poder poner su oreja cerca de la bocina y escuchar la conversación que ahora sabía que era con su abuela Ágatha.

—¿Qué pasó?

—Magnolia ha echado a Génesis de la casa.

Un silencio corto.

¿Qué? ¿Cómo así? ¿Por qué?

—Estoy seguro de que ella llegará a tu casa pronto, no tiene más a dónde ir. Ella te contará, pero quería llamarte primero.

Hijo, ¿qué sucedió?

—Sé que tú vienes de otra época, madre, sé que puede resultar chocante lo que te voy a decir, pero necesito que no se lo hagas saber a Génesis mientras esto se soluciona.

Me estás asustando.

—Génesis llegó hoy con una amiga... bueno, resulta que es su novia. Magnolia no lo tomó bien. Ma, sé que es difícil de entender, pero...

¿Qué es difícil de entender? ¿Que tiene novia? ¿Magnolia la echó de la casa por eso?

—Sí.

¿Y tú no dijiste nada?

El gesto adolorido del hombre tomó por sorpresa a la Génesis adulta. Recordaba lo que pasaría los días siguientes: en efecto acudió a casa de su abuela, le pidió perdón antes de hablarle de Summer, lloró por días enteros, pero su abuela nunca le dio la espalda. Ahora se preguntaba si fue por petición de su padre o si realmente fue su gran corazón.

—No. No es... no es normal, madre.

Mi nieta es de las mejores de su clase, es hermosa, carismática y tiene un corazón hermoso. ¿Y vienes a decirme que no es normal? Yo amo a Génesis, no a lo que ella decida hacer con su corazón. ¡Qué estupidez hizo Magnolia! Génesis tiene las puertas de mi casa abiertas y te juro por Dios que nunca tendrá que pedirles nada a ti o a su madre mientras yo viva. No me di cuenta de que había criado a un cobarde que le da la espalda a su hija.

La abuela de Génesis sonaba furiosa por el teléfono y cada palabra parecía generarle un dolor físico a su padre; Ágatha era la única que lograba afectar emocionalmente a su padre con meras palabras. Pero Génesis no se sintió mal por él, porque lo que su abuela decía era cierto, con tantas cualidades, ¿podía rechazarla por lo que decidía hacer con su corazón? ¿Qué padre hace eso?

La llamada terminó abruptamente, la abuela de Génesis había colgado. Su padre estuvo con la bocina en su oreja por unos segundos escuchando la línea muerta, cómo deseaba Génesis poder decirle algo.

Al principio pensó que de poder hacerlo, le pediría perdón, pero con el paso de los segundos y analizando la situación, solo quería gritarle que era un cobarde que nunca la quiso. Le dijo a su abuela que no rechazara a Génesis mientras esto se solucionaba, pero nunca nada se solucionó. Desde ese día Génesis no volvió a ver a sus padres más que de lejos y muy ocasionalmente. Como Ágatha prometió, nunca tuvo que pedirles nada, ella le dio todo.

Con la cara llena de lágrimas, el pecho lleno de dolor y la cabeza llena de rabia, Génesis decidió que ya había visto suficiente. Salió de la casa corriendo, teniendo la misma necesidad que tuvo a los diecisiete años de aterrizar en los brazos de su abuela, pero con la certeza de que eso no podía hacerlo ahora.

Sin darse cuenta, quien apareció frente a ella fue Támesis; la estaba esperando desde que entró en su antigua casa. Un instinto demasiado humano, pensó Támesis, hizo que Génesis se refugiara en sus brazos para llorar con fuerza. Otro impulso, este más lento y dubitativo, hizo que él le rodeara la espalda con incomodidad.

—¿Qué pasó?

—¿Puedo volver ahora? —suplicó Génesis contra su pecho. Ya había cumplido su parte, era justo que ya pudiera regresar a su presente—. Déjame volver ahora.

Támesis no tenía respuesta. No sabía cómo funcionaba. ¿Debía ir a avisar a alguien que Génesis ya había enfrentado el pasado? ¿Firmar papeleo y esperar respuesta? ¿Debía esperar a que Minutena apareciera para regresarlos a cada uno a su lugar? ¿Ya había pasado eso de "hacer que Génesis cambie la percepción del tiempo"?

Antes de que Támesis pudiera decir algo, un hombre se acercó a ellos.

—¿Todo está bien?

Su voz era grave. No debía tener más de cuarenta años, su piel era morena clara, como la arena húmeda en un día soleado. Miraba intensamente a Génesis y a Támesis con sus ojos marrones oscuros. Sin separarse uno del otro, fue ella quien asintió.

—Sí, gracias.

—¿Segura?

El hombre miró a Támesis con los ojos entrecerrados y Génesis supo qué veía él: una mujer evidentemente destrozada, en medio de la calle, con un hombre que se negaba a soltarla. Lo último que necesitaban ahora era que ese hombre del pasado llamara a la policía acusando a Támesis de violencia familiar o algo similar. Génesis intentó sonreír.

—Sí, señor, estoy bien. Solo... un familiar acaba de morir —musitó, pensando en su madre. O en su padre. O en ella misma.

—Lo lamento mucho, espero que encuentres resignación pronto en tu corazón.

Ya la había encontrado, pensó Génesis con amargura, pero la obligaron a reabrir la herida.

—Le agradezco.

—Que tengan buena tarde.

El hombre les asintió y tras dedicar una mirada más larga de lo normal a Támesis, se retiró. La sospecha seguía ahí, pero Génesis imaginó que lo dejaría pasar.

Génesis estaba cansada, rota, abrumada y perdida. Quería irse de ese pasado, quería dejar de ver tan claramente el rostro de su madre antes de darle una bofetada, el silencio revelador de su padre cuando ella más lo necesitó. Empezó a andar sin rumbo con el mero deseo de alejarse de sí misma, sabiendo que sin importar qué tanto corriera, no podía dejar los recuerdos atrás.

Ahora sabía a qué se refería Támesis, ahora sabía qué había pensado en ese momento de su adolescencia. Bueno, en realidad lo que sabía era lo que su yo adulta sentía respecto al tiempo por lo que pasó en su adolescencia.

Génesis pensaba con rencor que el tiempo era una ilusión dolorosa; le tomó a su madre diecisiete años hacerla sentir querida, diciéndole a diario que la amaba, que estaría ahí para ella, para hacerla sentir segura y tranquila. Diecisiete años le tomó a su padre cultivar en ella el amor más puro enseñándole a montar bicicleta, a pescar, a colocar un chazo en la pared y dándole cada noche un beso de dulces sueños.

Diecisiete años fue el tiempo que Génesis necesitó para saber que sería amada incondicionalmente durante toda su existencia... y tan solo quince minutos para sentir el corazón destrozado en mil pedazos, para entender que el amor sí tenía condiciones y para adquirir la convicción de que estaba completamente sola.

Había perdido a sus padres para siempre.

***

Muchísimas gracias por leer ♥

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