22. El Ciclo
«Puedo hacerlo» se volvió el mantra de Génesis durante toda la noche.
Si en Cronalis podían hacer que el tiempo se moviera a su antojo, no entendía para qué le daban ocho horas nocturnas de sueño, mejor acabar con esto pronto. De todas formas no pudo dormir, así que fueron ocho horas de vela angustiosa.
Desde su lugar en el sillón vio cómo lentamente la luz iba entrando por la ventana a medida que el día llegaba. Cuando oficialmente la oscuridad se retiró, Minutena apareció en la estancia. Las dos mujeres se miraron sin hacer gestos.
—¿Lista? —preguntó, pese a que era mera cortesía. Lista o no, era el momento de actuar.
—Voy a ir con Támesis... si no te molesta.
—Como quieras, solo me alegra no tener que ir yo. ¿Dónde está?
—Acá, ¡acá! —Támesis, claramente somnoliento, salió de la habitación con el cabello revuelto. Génesis supuso que fue la voz de Minutena lo que lo despertó... o quizás tampoco había dormido bien, quien sabe—. Dame dos minutos, ¡dos minutos! ¡No te la lleves sin mí!
Corrió hacia el cuarto de baño y cerró de un portazo. Génesis lo siguió con la mirada, un gesto cariñoso y anhelante, sin darse cuenta de que la atención de Minutena estaba en ella. Cuando se percató, la humana se sonrojó, bajando la mirada.
—No lo hagas —le murmuró Minutena.
Génesis apenas reparó en que su voz era tan baja, que era adrede para que él no la escuchara. Fingió indiferencia.
—¿El qué?
—Ya conociste a Johha. Las relaciones entre atemporales y humanos no pueden ser.
Por un segundo Génesis se sintió como una adolescente a la que sus padres le dicen que no debe juntarse con el chico malo del vecindario. De ese mismo modo, con terquedad, respondió entre dientes haciendo un puchero infantil:
—Es medio humano.
—Con esa mitad no basta para ofrecerte lo que los humanos esperan de sus relaciones.
—¿Tú qué sabes? —replicó, terca.
—Lo suficiente. —Génesis levantó la mirada, la de Minutena era intensa y fija—. No lo ates a este mundo.
—Quizás él prefiera estar acá.
—Acá no existe, Génesis. Acá no nació, acá es un ser mágico e imposible, no conoce nada de las costumbres humanas. Támesis no es humano.
El aludido salió del baño ruidosamente, se ubicó junto a las mujeres, ajeno a su conversación y exclamó:
—¡Estoy listo!
Minutena lo miró.
—Intenta no tropezarte más en este plano —le espetó.
—¿Podrías hacer que sea invisible en toda esta visita? —preguntó él, ignorando la pulla—. Génesis me necesita y si me ven, no puedo acompañarla.
—Podrías esperarla lejos.
—Por favor. Si no la acompaño, puede que esta misión se demore más de lo esperado. —Támesis sabía que el interés de Minutena era acabar de una vez por todas con la misión—. Solo será esta vez.
Minutena lo miró con cara de pocos amigos, reticente a decirle que sí a lo que fuera, pero segura de que el caminante tenía razón. Sacó de su bolsillo una esfera pequeñita y se la tendió a Támesis.
—Mientras la tengas contigo serás invisible. —Luego desapareció.
Támesis guardó la esfera y miró a Génesis, intentó sonreírle, pero él sabía lo duro que se avecinaba, así que solo se acercó a ella y le tocó el antebrazo con dulzura.
—Vamos a salir de esto pronto.
Al acabar de decirlo, el ambiente cambió. Dejaron de estar en la sala del pequeño apartamento y a cambio quedaron muy juntos, de pie dentro de una bañera. La bañera del apartamento que Génesis compartía con Fred.
—¿Por qué estamos en el baño con tu yo del pasado? ¿Y la privacidad? —dijo Támesis, volteándose hacia la pared.
Génesis, por su lado, no violaba privacidad mirándose a sí misma, así que detalló la imagen que veía frente a ella. Una Génesis en pijama, descalza y despeinada, sin duda recién levantada en la mañana, estaba frente al espejo, mirándose el rostro pálido y aterrado. Génesis supo entonces en qué momento estaba y su garganta sufrió un pequeño temblor.
En la mano del recuerdo había una prueba de embarazo positiva.
—Puedes voltear —le dijo a Támesis—, no hay nada inapropiado.
El caminante obedeció y miró el recuerdo.
—¿Qué le pasa? ¿Qué te pasa? —corrigió—. Se ve... te ves aterrada. ¿Qué tienes en la mano?
—Una prueba de embarazo. Tenía dos semanas de retraso y me la hice esta mañana. Dio positivo cuatro veces, esa que tengo en la mano es la cuarta.
Génesis recordaba la secuencia de emociones que sintió: con fe rezó que no saliera positiva porque no tenía planeado traer hijos al mundo aún; con incredulidad miró la primera prueba positiva y se dijo que era un falso positivo; con miedo se dio cuenta de que en efecto estaba embazada y que no había vuelta atrás; con inseguridad pensó en todo su futuro, preguntándose si estaba lista para ser madre; finalmente con alegría aceptó el regalo que la vida le estaba dando. Era más pronto de lo que había planeado cuando pensaba en ser madre, pero era deseado desde que era niña e imaginaba a su propia familia.
Todas esas etapas desde la incredulidad hasta la aceptación fueron evidentes en el rostro de la Génesis del recuerdo, que al final estaba sonriente y llorando de alegría.
Génesis y Támesis miraban la escena con una sonrisa en los labios. Y entonces la escena mutó de repente, tan rápido como había llegado. Estaban ahora en la sala de estar del apartamento, era de noche, había dos globos contra el techo, un pequeño pastel y una Génesis vestida con su mejor ropa y muy arreglada, hermosa, esperando.
—Así le dije a Fred que seríamos padres —relató Génesis a Támesis, perdiendo la sonrisa poco a poco—. Va a llegar... ahora.
Y llegó. Fred entró al apartamento, traía un gesto cansado de trabajar y absorbió lentamente la imagen que encontró en su sala. Primero miró confundido, fue entrando lentamente al apartamento y cerró a su espalda. Dejó su maletín a un lado, le sonrió a Génesis con un amor profundo en sus ojos, porque así era Fred cuando estaba de buen humor. Se acercó a Génesis, la tomó de la cintura y la abrazó para darle un beso en medio de una sonrisa.
Tanto Támesis como Génesis desviaron la mirada. Era algo desagradable de ver para ambos, aunque por motivos diferentes.
—¿Qué celebramos? —dijo Fred, feliz—. Sé que nuestro aniversario no es... y mi cumpleaños tampoco.
—Tengo un regalo para ti —anunció ella, soltándose de Fred. Tomó una caja con listones de la mesa y se la tendió—. Ábrela.
Con una sonrisa en sus labios, Fred obedeció. Levantó la tapa de la caja y se quedó congelado mirando su contenido. Miró a Génesis, luego al interior de la caja y a Génesis de nuevo. Ella le sonreía, sus ojos húmedos y sus dedos de los pies enroscándose dentro de sus sandalias. Fred metió la mano en la caja y sacó un mameluco diminuto, leyendo en la tela "la bendición de papá". Acarició la prenda, sus ojos se pusieron brillantes antes de mirar de nuevo a su pareja.
—¿Es en serio? Génesis, ¿es cierto? ¿Vamos a ser padres?
La emoción en su voz entrecortada y en su gesto, le dio una paz indescriptible al corazón de Génesis, que asintió efusivamente y se llevó sus manos al abdomen bajo.
—Es cierto. Lo supe esta mañana.
Fred se acercó a ella, la tomó en brazos y la alzó en el aire, dando vueltas con ella, besándola y sonriendo como nunca antes ella lo había visto. Cuando la dejó en el suelo, se arrodilló y depositó un beso en el abdomen de Génesis.
—Vamos a amarte tanto —susurró.
El corazón de Génesis se derritió y tuvo esa sensación huidiza y extraña de sentir que la vida es perfecta y que todo será felicidad. Paz y alegría plenas, eso era.
La Génesis que observaba el recuerdo mostraba, por el contrario, un gesto triste. Ya no desolado, no enojado, solo... triste, porque recordaba la plenitud de ese momento y también sabía lo efímera que había sido.
—Va a ser el bebé más amado del mundo —dijo Génesis en el recuerdo.
Fred la besó en los labios, en las mejillas, en la frente. Asintió y sonriendo, soltó:
—Cásate conmigo. —Génesis quedó por un momento de piedra, pero el entusiasmo de Fred era contagioso y supo que esa sensación de que el mundo está en tus manos también la sentía él en ese momento—. Cásate conmigo y empecemos nuestra familia. Nos mudaremos a una casa más grande, con un jardín para que nuestro hijo juegue y una cocina luminosa donde puedas hacer galletas mientras él juega. Cásate conmigo, Génesis. Te amo más que a nada en este mundo.
Ella asentía mientras él hablaba, imaginando el mundo de colores y felicidad que él le dibujaba y viéndose a sí misma perfectamente adaptada a él. Dijo "sí" varias veces entre dientes y entre uno que otro beso que se colaba entre palabra y palabra. Estaba comprometida, estaba enamorada, estaba embarazada y con todo el futuro por delante.
El ambiente cambió de nuevo. Misma sala, pero era de día. Los globos seguían en el techo —se notaba que tenían menos aire por el paso de los días—, pero el regalo y el pastel ya habían desaparecido. Fred entró por la puerta con un ramo de flores amarillas y llamó a Génesis, que se encontraba en la habitación; era su día libre.
Ella salió descalza, tenía un vestido azul y, fuera por el embarazo o por la felicidad general, irradiaba un brillo especial en su caminar. Al ver las flores su sonrisa se expandió.
—Feliz día de las madres —dijo él con tono dulce.
Era mayo y ese fin de semana se celebraba el día de la madre. La felicidad que sintió por que Fred le deseara un feliz día aún cuando su embarazo era tan temprano, no le cabía dentro del pecho. Lloró y quiso atribuírselo a las hormonas, pero la Génesis de futuro mirando la escena, supo que las lágrimas eran por el anhelo de que Fred fuera así de dulce y hermoso todo el tiempo y no solo durante esos pocos días de utopía.
—No tenías que darme nada —exclamó ella con la voz quebrada.
—Te amo.
—Yo a ti.
Génesis recibió las flores y las puso en un hermoso florero de vidrio esmerilado, regalo de su abuela, que llevó al centro de la mesa en el comedor. Se veía precioso.
—Amo las flores —dijo Génesis a Támesis.
—Te ves tan feliz —comentó con un tinte de tristeza porque era obvio que no iba a durar.
La escena cambió y toda la vibra mutó a una oscura. Era de nuevo de día, la sala era la misma, pero el brillo de Génesis había desaparecido. Estaba agachada en el suelo llorando, recogiendo trozos de cristal del florero esmerilado; había un charco de agua y las flores estaban esparcidas en el suelo. No estaban marchitas, de modo que ese momento no pudo ser mucho después de que las recibió.
—¿Qué pasó? —preguntó Támesis. Fred no estaba a la vista, pero era de suponer que era su culpa.
Génesis miraba a su yo del pasado con unas ganas inmensurables de correr a abrazarla, de sacarla de ese lugar y protegerla a toda costa. De decirle que no estaba sola... aunque sí lo estaba.
—Él... él salió esa noche a celebrar la noticia con sus amigos. Iba a ser el primero de todos ellos en ser papá. Se emborrachó. Cuando llegó en la madrugada le dije que tenía que dejar la bebida para darle un ambiente sano a nuestro bebé. Se enojó, me gritó, forcejeamos. El jarrón cayó al suelo y él se enojó más, tomó sus llaves y se largó otra vez. Ese día iba a venir mi abue a visitarnos, le iba a dar la noticia de mi embarazo, así que tenía que limpiar y cubrir lo que había pasado.
—¿Ella nunca supo? ¿Que tu ex era un abusivo?
Génesis negó.
—No quería preocuparla. No quería decepcionarla... sentía tanta vergüenza de estar en esa situación porque yo elegí a Fred, yo me había enamorado de él, yo le di el poder de...
—No es tu culpa.
Génesis suspiró. Támesis que llevaba meros días en el plano humano entendía más sobre las relaciones abusivas que la mayoría de humanos adultos. Qué irónico resultaba.
—Lo sé ahora. —Miró a su yo del pasado y sonrió con tristeza—. Ella no lo sabe. Esto va a pasar varias veces, ¿sabes? Discusión, pelea, pedir perdón, flores, sentirme feliz de nuevo y entonces pelea, perdón, felicidad, flores otra vez y el ciclo se repite.
La escena cambió de sopetón y esta vez encegueció a ambos visitantes porque el lugar había cambiado, la luz también, el olor y hasta la vibra del ambiente eran totalmente diferentes. Paredes muy blancas, pisos inmaculados, techos claros y un aroma a desinfectante. Cuando los ojos de ambos se adaptaron al lugar, vieron el consultorio médico con claridad.
Génesis estaba en una camilla con su abdomen, ya grande, descubierto. Fred a su lado estaba sonriendo y tomaba su mano. Támesis no tuvo tiempo de detallar más del lugar, porque el jadeo de los labios de Génesis a su lado lo distrajo.
—¿Qué pasa?
Génesis no respondió, sino que empezó a retroceder hasta que llegó a la pared del consultorio. Miraba fijamente a su yo del pasado con un gesto de desesperación absoluta, pero estaba muda y enajenada de la sutuación.
Unos segundos después, una doctora de mediana edad, bajita y de sonrisa amable llegó a ellos.
—¿Estamos listos, papitos?
Génesis asintió, la sonrisa no cabía en su rostro.
—Queremos saber qué sexo es —dijo Fred, ilusionado.
—Ya debería verse con veintiocho semanas. ¿Tu última ecografía?
—A las veintitrés semanas, doctora. No se dejó ver la entrepierna, nos dejó con la duda.
—Por eso creemos que es una niña pudorosa —añadió Fred con cariño.
La doctora rió y se acercó a Génesis. Tomó asiento frente al ecógrafo, le puso un gel frío en todo el abdomen y empezó a mover el transductor sobre su piel. Génesis y Fred no distinguían nada en las imágenes blanco y negro de la pantalla. Era normal que en una ecografía el doctor se quedase unos segundos en silencio mientras revisaba a rasgos generales al bebé, así que la pareja esperó... pero cuando la doctora no dijo nada tras varios minutos, empezó a ser extraño.
—¿Todo está bien, doc? —preguntó Génesis.
La doctora miraba fijamente la pantalla, movía el aparato una y otra vez.
—¿Te dijeron algo en la última eco, Génesis?
—Nada fuera de lo normal. Lo pesaron, lo midieron y todo estaba normal. ¿Qué pasa?
El corazón de Génesis empezaba a acelerarse. Era ese gesto en la doctora, ese silencio que no precede nada bueno. Fred soltó su mano, se enderezó en su lugar y miró la pantalla, como si mirándola más fijamente pudiera saber qué pasaba o entender las imágenes.
—¿Has sentido que se mueva?
—Muy poco, los doctores me dijeron que era normal sentirlo poco en esta etapa. ¿Qué pasa, doctora?
—Esta es su cabeza —dijo la doctora entonces, señalando la pantalla—. Este es su tórax. Este es su corazón... no late, Génesis. Lo lamento mucho.
—¿Qué? No puede ser. —Sus ojos ya estaban húmedos, su corazón tan acelerado como era posible. Las palabras se iban asentando muy, muy lentamente en su cabeza—. Yo escuché su corazón hace un mes, estaba perfecto. ¡Mire de nuevo! Está equivocada.
La doctora ya había quitado el transductor de su abdomen, la miraba con tristeza, pero no mucha, porque su profesionalismo era mayor.
—Lo siento mucho, Génesis. Tu embarazo se ha interrumpido.
Génesis gritó. Se levantó de la camilla, pero perdió el equilibrio así que volvió a sentarse en ella. Gritó con desgarro, se agarró el cabello, sostuvo su panza como si así pudiera cambiar las cosas. Lloró, perdió el sentido del lugar y del espacio, pero no podía moverse de su lugar.
—No, no, no...
—Les daré unos minutos.
La doctora salió del consultorio y entonces solo quedó el sonido de los sollozos de Génesis. El dolor era demasiado grande para su cuerpo, demasiado pesado y demasiado denso, intentaba escaparse por sus ojos en forma de lágrimas, pero no salía lo suficiente como para quitarle la sensación de asfixia del pecho. Estaba hiperventilando. Su vida se partía en dos en un consultorio a donde había ido para examinar la nueva razón de su existencia.
Entonces miró a Fred buscando consuelo, buscando la ruptura del alma que ella percibía en sí misma para poder sentir que su pena no era solitaria. Pero lo que vio no fue dolor, fue ira. Fred estaba serio, mirando al suelo, sus dientes apretados.
—Fred...
—Es tu culpa —masculló él entre dientes.
Génesis creyó no oír bien.
—¿Qué...?
—¡Es tu culpa! ¡Te dije que debías guardar reposo y te fuiste a la caminata con tu abuela! ¡Salías cada día a caminar! ¡Ibas al puto gimnasio, Génesis! ¡Qué te costaba quedarte en cama!
—No... no hacía ningún esfuerzo, caminar dos calles no... no es peligroso. El ejercicio fue todo bajo... bajo consejo médico, ¿de qué hablas?
Cada palabra de Fred era sal en la herida.
—No sirves ni para mantener a un bebé en tu cuerpo.
—No digas eso, no...
—Mataste a mi hijo.
Esas palabras la apuñalaron, la dejaron callada, derrotada, destrozada. Al decir eso, Fred tomó su chaqueta y salió como un vendaval del consultorio.
Támesis miró a Génesis a su lado, había caído arrodillada al suelo, su llanto era permanente, pero no tan desgarrado como el del pasado. Solo estaba reviviendo y eso la rompía por dentro, más por verlo desde afuera y notar lo cruel que Fred había sido. Como ella misma le había dicho, ahora tenía las imágenes nítidas para atormentarla durante toda la vida.
Támesis se agachó junto a ella, sus lágrimas también se habían asomado a sus ojos marrones.
—Lo siento mucho.
—Yo no lo maté. Yo no...
—Claro que no.
—Solo tuve seis meses con él. Seis meses y se me fue. Pensé que iba a tener toda la vida para amarlo y el tiempo me lo quitó. No es justo.
La doctora regresó, vio a Génesis sola, pero decidió no preguntar el motivo. Le dio de nuevo el pésame, le explicó lo que venía: exámenes para saber si era posible sacar a su bebé por medio de un legrado o si era necesario inducir un parto por demás doloroso física y emocionalmente. Génesis asentía, recibía las órdenes médicas, pero no entendía nada.
La escena cambió, aunque no mucho. Era el mismo hospital, pero era uno de los pasillos con sillas de espera. Génesis estaba ahí, la cabeza gacha, las lágrimas negándose a detenerse. La carpeta con sus documentos estaba a un lado, pero ella estaba desorientada e intranquila... y sola. Sollozaba y sollozaba, y nadie se acercaba. Era un hospital, era normal ver a gente llorando, a gente sufriendo, a gente de luto y usualmente estaban acompañados de familiares, pero Génesis estaba sola y a nadie le importaba.
—Recé como nunca antes para morirme —dijo Génesis a Támesis, mirando desde el otro lado del pasillo—. Morir con mi bebé era mejor que vivir sin él. En mi presente me sigo preguntando por qué no me morí con mi bebé.
—No hay nada que pueda decir ahora para hacerte sentir mejor, Génesis y lo lamento mucho. —Támesis la abrazó y ella se dejó envolver. Puso su cara contra el pecho del caminante y sollozó sin vergüenza ni reparo; mientras tanto, Támesis miraba a la Génesis del pasado sola y desesperada, rota y sin nadie a su lado. Entonces decidió hacer algo al respecto—. Génesis.
Ella se separó de él al escuchar su nombre y no protestó aunque sí se extrañó cuando él la alejó para soltarla completamente. Támesis miró a un lado y a otro del pasillo para asegurarse de que nadie veía, luego sacó del bolsillo la esfera que Minutena le dio y se la dio a Génesis: en ella no hacía efecto, pero sí perdió el que tenía en él.
Támesis se hizo visible y caminó lentamente hacia Génesis. Ella no levantó la mirada, ni siquiera cuando sintió que alguien se sentó a su lado.
—Hola —dijo Támesis. Génesis no reaccionó—. Lamento mucho lo que sea que te esté pasando.
—Perdí a mi bebé —dijo ella en un sollozo, su voz irreconocible de tanto llorar—. Lo perdí...
—Lo siento mucho. Sé lo dura que puede ser la pérdida y no hay nada que la justifique. Está bien que te duela, no limites lo que sientes.
—Mi vida se ha acabado.
Génesis no levantaba la mirada y aunque lo hiciera, vería borroso. Sus ojos hinchados y empapados no le permitían ver más, su cerebro no podía reconocer nada más allá de su dolor.
—No es así. Es un mal momento, no una mala vida, ¿sabes? El tiempo... el tiempo lo cura todo.
Génesis sollozó.
—No quiero vivir más.
Támesis le puso una mano en el hombro y ella se estremeció. El contacto con otra persona la hacía sentir más sola que nunca.
—Tu bebé es un angelito ahora y nunca perderá el lugar en tu corazón. Vas a seguir viviendo y vas a encontrar la dicha. Vas a crecer, vas a sanar. Algún día serás una gran madre, te lo prometo.
Génesis se inclinó hacia Támesis sin verlo y este aprovechó para abrazarla con suavidad, pero con firmeza. Le dejó un beso en el cabello y acarició su hombro por lo que pareció una eternidad.
»Eres fuerte, eres resiliente, eres una excelente mujer que merece lo más bonito de la vida. Este momento es duro, pero no define toda tu existencia. Tienes toda una vida por delante, eres tan joven y tan valiente por todo lo que vas a vivir de acá en adelante.
Génesis asintió sin soltarse de él, puede que fuera una reacción instintiva, pero de algún modo las palabras del caminante iban a hacer mella en su corazón, consciente o inconscientemente.
Finalmente, Támesis la soltó y ella regresó a su posición de cabeza gacha y desilusión total. En silencio Támesis se puso de pie y tomó la esfera de la mano de Génesis. De nuevo se hizo invisible, justo cuando la Génesis del pasado levantó la mirada, observó a lado y lado buscando a su consejero y no lo encontró en ningún lado. Un par de minutos después, se puso de pie y fue a la recepción para agendar las citas médicas y continuar con el proceso.
—Fuiste tú... —susurró Génesis al caminante antes de lanzarse a sus brazos y apretarlo contra sí—. Fuiste tú.
Porque había sido ese hombre misterioso el que le había dado fuerzas para levantarse de la silla y, cuando el tiempo pasó, lo agradeció cada día y rezaba poder encontrarse de nuevo con él para decirle gracias en persona, para explicarle lo importante que fue su intervención, lo valioso que fue su apoyo a una desconocida, lo vital que fue para sacarla del vacío en el que la culpa, el dolor y Fred la habían dejado cuando perdió a su bebé.
Así que solo lo abrazó, le agradeció de nuevo, le dijo que él y sus palabras fueron pilares de la mujer en la que se convertiría, la que se iría de esa relación con Fred, la que encontraría valor en validar sus propias emociones negativas en lugar de ignorarlas.
Támesis cerraba el ciclo de dolor de Génesis porque le había dado una salida para dejar de repetirlo. Para la Génesis del pasado fue un extraño que llegó enviado por el cielo para aconsejarla, pero la del presente ahora sabía que era un caminante torpe que había colisionado en su vida y de quien se estaba enamorando sin que hubiera ni una sola posibilidad de que las cosas salieran bien.
Para Támesis, además, hablar con la Génesis del pasado era una deuda con la del presente. Por haberla obligado a viajar en el tiempo, por hacerla revivir sus dolores... y por estar enamorado de ella y no saber qué hacer al respecto.
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