21. La Lluvia
Algo que Támesis estaba aprendiendo de los humanos era que después de un momento de profunda vulnerabilidad... viene uno peor.
Luego de que Génesis hablara de su bebé, de sus miedos, de su dolor, y de que dejara salir todo el llanto, lo normal sería dejar solamente el vacío tranquilo que queda al soltarlo todo, pero Támesis percibía en ella una especie de apego hacia él, una necesidad de mirarlo y de tener la certeza de que estuviera allí. Era como si Génesis quisiera asegurarse de que quien había visto cómo los trozos de su corazón se rompían, no cambiase la percepción que tenía de ella antes del quiebre.
La vulnerabilidad visible, la que viene con llanto y desesperación externa no es tan íntima como la vulnerabilidad silenciosa, la que viene de las inseguridades, de una voz interna que no se puede ignorar y que te dice que cuando son amables contigo solo lo hacen por cortesía, que no eres merecedora de auténtico amor.
Por suerte para Génesis, Támesis no era humano... al menos no del todo y esto lo eximía de sentir reparos en expresar lo que sentía en voz alta por el miedo de ser juzgado, de modo que se limitó a decir:
—Me sigues pareciendo el ser humano más extraordinario del mundo.
Y Génesis le creyó, pese a ser consciente de que el caminante no conocía a más humanos y de que la palabra extraordinario era muy grande para definir a cualquier humano.
Tras el momento de llanto, Génesis pidió para llevar los postres que quedaban en la mesa y salieron juntos rumbo al apartamento temporal. Tomaron, sin embargo, el camino largo que atravesaba un extenso parque lleno de verdes hojas, aire libre y gente disfrutando la tarde.
El vecindario de la infancia de Génesis era residencial y tranquilo. Este lugar, sin embargo, era una ciudad grande y ruidosa y todo era un sobreestímulo para Támesis. Miraba a los niños corriendo en un arenero amplio por el que pasaron, veía a los perros correr tras los frisbees que sus dueños les lanzaban, observaba las bandadas de pájaros que pasaban cada tanto y sonreía. Génesis se fascinaba con sus gestos y se preguntó si alguien como ella estaría así de poder visitar Cronalis. Se preguntó si Johha había estado así de fascinada alguna vez o si la desaparición de su pareja le había oscurecido todo el panorama.
Un grupo de burbujas de jabón fue traído a ellos por el viento y varias explotaron en la cara del caminante. Este se rió y volteó para mirar de dónde venían; un niño a lo lejos soplaba el agua jabonosa y las producía.
—Quiero eso.
Pronto localizaron al vendedor que las tenía y Génesis compró un frasco de burbujas con forma de Batman. De todo lo que había vivido en esos días, enseñarle a un adulto a lanzar burbujas fue lo más extraño de todo.
De repente la luz del sol se empezó a ocultar. Grandes nubes negras se fueron colando en el cielo y una brisa fría envolvió todo el parque. Los padres empezaron a llamar a sus hijos, los dueños empezaron a poner correas a sus perros.
—Parece que va a llover. Vamos, Taim.
El agua con jabón ya se había terminado y la sonrisa de Támesis no hacía sino extenderse en el tiempo.
—Solo es agua —dijo tras caminar un poco.
—¿Qué?
—La lluvia solo es agua. Todos huyen del agua.
—No es solo agua. A veces la lluvia puede resfriarte y estar enfermo es muy desagradable. Además, estar mojado de pies a cabeza no es agradable tampoco.
—En Cronalis no llueve —explicó con añoranza—. En Cronalis todo es... estático. Inmóvil. Rutinario.
—Es irónico, ¿no te parece? Tienen todo el tiempo del universo y nunca cambian de rutina ni de escenario.
—Y ustedes, con tan limitado tiempo, son un nido de variedad.
Cuando Támesis decía "ustedes" para referirse a los humanos, dibujaba clara la línea natural que los distinguía. Cada vez que Génesis lo escuchaba, era crudamente consciente de quién y qué era Támesis, de cuánto tiempo estaría con ella... de cuánto lo extrañaría. En ese momento esa angustia invadió su cuerpo y dijo:
—Cuando solucionemos esto... ¿vendrás a visitarme?
—Creí que ya no vivías en esta ciudad.
—Hablo de este plano, Taim.
La sonrisa de Támesis se desdibujó. ¿Cómo era posible que a él se le olvidase con más frecuencia que a ella que su tiempo allí era limitado? Haber crecido y vivido en un lugar donde el tiempo no se mide le hacía pasar por alto que Génesis y su compañía no eran eternos.
—Oh... pues no hemos solucionado nada aún.
—Pero lo vamos a hacer. Y entonces... te irás.
—Me iré —repitió sin convencerse a sí mismo de que era lo correcto—. Sí, debo volver y conseguir un nuevo empleo.
—¿Me visitarás? —preguntó de nuevo.
Támesis suspiró. Con su tropiezo tan reciente en las mentes de los atemporales, dudaba que solicitar permisos al Consejo y más aún permisos tan relevantes como viajar al plano humano, fuera algo prudente. E incluso si pecase de imprudente y lo intentase, las probabilidades de que fueran indulgentes con peticiones que él pudiera hacer eran muy pocas. A ese punto, Támesis dudaba siquiera de que le permitiesen entrenarse en alguna otra profesión. Su destino era incierto.
Y él podía esperar: el tiempo no era un problema, pero Génesis era humana, era fugaz y para el momento en que pudiera viajar con libertad entre planos, aunque él seguiría siendo, sintiendo y recordando lo mismo que ahora, Génesis iba a ser diferente. ¿Y si solo iba a poder visitar el plano humano cuando Génesis tuviera cincuenta años? ¿Noventa? ¿Cuando ya hubiera muerto?
No quería hacerle promesas vacías, pero tampoco quería cerrar la puerta a volver a verla.
—Jamás me voy a olvidar de ti.
Eso era cierto.
Una gota cayó en la mejilla de Génesis, luego otra en la nariz de Támesis. En lo que ocurren dos latidos el cielo estalló en un aguacero repentino. El instinto de Génesis fue salir corriendo a buscar resguardo, poner su mano en la cabeza y protegerse, pero cuando miró a Támesis se quedó quieta. Él estaba con la cabeza levantada al cielo, los ojos cerrados y las palmas extendidas a sus costados; el tarro vacío de burbujas yacía en el suelo.
El primer pensamiento quiso obligar a Génesis a halar a Támesis y correr. Decirle que no se mojara, que iba a enfermarse, que le daría mucho frío cuando estuviera empapado. Luego reflexionó que era la primera vez que Támesis veía lluvía, que podía sentirla en la piel, que experimentaba este fenómeno. Pensó en los niños, en cómo siendo muy pequeños se fascinan con la lluvia y con saltar en charcos e imaginó que así se sentía Támesis en ese momento.
No podía quitarle la dicha y además, quería compartirla con él. Si eventualmente se iban a convertir en meros recuerdos el uno para el otro, mejor que fueran buenos. Así que cerró los ojos, levantó la cabeza y también cerró los ojos. El agua lamió sus mejillas, bajó por su cuello y por sus brazos, hasta alcanzar la bolsa con los postres que, afortunadamente, estaba bien cerrada y era de plástico. Y ella sonrió por la primitiva sensación de felicidad que la mera lluvia podía brindarle.
De repente sintió las manos de Támesis tomando las suyas, envolviendo incluso la que sostenía la bolsa, y abrió los ojos. Él estaba frente a ella, extasiado.
—Vi en una película que hacían esto.
La bolsa fue puesta en el césped empapado para poder sostenerse sin obstáculos en medio. Támesis levantó sus manos, las de Génesis entre ellas y empezó a moverse en círculos. Sus pies torpes iniciaron una danza sin música que intentaba replicar su único acercamiento al baile que había tenido en la vida: las películas. Cerró los ojos mientras giraban, el agua les impedía ver más allá de medio metro, pero eso era suficiente porque a menos distancia estaban el uno del otro.
Cuando se detuvieron, sus ojos se cruzaron. Tenían la respiración acelerada, la ropa empapada, las manos resbalosas y los corazones a punto de salirse del pecho. No se soltaron, el aguacero no mermó. El instante se fue alargando a medida que ellos se acercaban uno al otro, al ritmo en que soltaban sus manos solo para poder posarlas en un lugar más íntimo del otro. La temperatura externa descendía con cada segundo, pero por dentro sus pieles ardían. No se sabía, pues, si era el calor o el frío el que condensaba sus alientos al salir de entre sus labios al hablar.
—Nos vamos a resfriar.
Támesis sonrió y las gotas que resbalaban por su nariz acariciaron sus labios.
—Estoy enamorado de esto. —Génesis lo miró, calculó cuánta distancia había entre su rostro y el de él, intentó predecir si sería él o ella el que se acercaría al otro hasta que no hubiera ni un poco de espacio—. De los sentimientos. De la lluvia. De la comida. De la forma en que sueltas carcajadas. De los postres de tu pastelería favorita. De las burbujas.
Génesis sentía que su corazón iba a explotar y dejó de mentirse a sí misma para al fin aceptar que sentía cosas por el caminante. Sí, al comienzo eran cosas malas, rencor y ganas de matarlo, pero eso había muerto hacía mucho. Desde entonces había aparecido la empatía, la amabilidad, la amistad, la atracción, la tentación, el deseo y ahora, bajo la lluvia, el anhelo.
Quería quedarse con él en ese parque, o en el apartamento temporal, o en el pasado o en el futuro o donde fuera, cuando fuera, pero con él a su lado. Quería mostrarle lo poquito que conocía ella del mundo y recorrer con él lo que ninguno de los dos conocía aún. Quería verlo maravillarse, sonreír y enamorarse de la vida.
Quería besarlo y que él le dijera una vez más que ella es el ser humano más extraordinario que había conocido.
—Entonces no te vayas nunca.
Dicho eso, lo tomó por el cabello rizado que tan tierno se veía en las mañanas y lo besó.
Génesis se preguntó si en Cronalis se besaban, si Támesis lo había hecho alguna vez, si se iba a espantar o a sorprender con el contacto. Luego recordó que era un fanático de las películas y que sin duda había visto en algún momento un beso. También se dijo que Támesis era muy buen autodidacta, porque la forma en que envolvió su cintura con una mano, aferró su mejilla con firmeza con la otra y entreabrió los labios para recibirla, no era la de un novato en absoluto.
Támesis rodeó el labio inferior de Génesis, lo acarició dulcemente con los suyos. En medio de sus bocas gotas de agua se colaban y el calor del beso chocaba deliciosamente con el frío del ambiente. Pronto se les cortó el aliento, sus labios se separaron lo justo para respirar, sus narices seguían unidas y el aguacero no daba tregua.
—Wow —musitó Támesis—. Estoy enamorado de hacer esto también.
Génesis soltó una risa que él acompañó y antes de que el gesto muriese en sus labios, los unieron de nuevo en otro beso dulce, pero apasionado, tal como Támesis era respecto a todo en su vida. Un beso se convirtió en dos, dos en tres y tres en todos los que podían robarse mientras la lluvía seguía resguardándolos de la realidad. Susurraban entre beso y beso, se reían y se acariciaban suavemente el cuello, las mejillas, las yemas de los dedos.
La humedad de sus ropas y del clima ya había empezado a ser incómoda, pero ninguno de los dos daba el paso atrás para romper el momento y buscar refugio seco. De modo que se quedaron allí en medio de un parque desolado siendo invisibles por las cortinas de lluvia que los rodeaban, entregándose uno al otro de una manera que ninguno de los dos había experimentado. Tan íntima, tan extraña, tan imposible... tan pasajera. Y no se soltaron. No se soltaron ni un segundo.
Él no quería soltarla porque disfrutaba el presente, ella no quería soltarlo porque temía al futuro. Y ambos, a su manera, no dejaban de pensar en el pasado que debían visitar, un pasado que, sin que ellos lo supieran, era evidencia de que estaban destinados a encontrarse a través del tiempo, a través del espacio, a través del dolor... a través de todo.
Hola, ¡gracias por leer! ♥
Personalmente, este es de mis capítulos favoritos. Soy una partidaria a muerte de los besos bajo la lluvia. Espero que lo hayan disfrutado tanto como yo ♥
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