2. El Caminante
"Dale tiempo al tiempo, porque el tiempo todo lo soluciona".
Génesis leyó el papelito de la galleta de la fortuna y tuvo ganas de destrozarlo tanto que no se supiera que solía ser un trozo de papel. Qué estupidez. El tiempo era una basura, nunca era suficiente o era demasiado, no ayudaba, sino que jodía las cosas. El tiempo, para Génesis, era un ataque contra su persona.
Arrugó el papelito, demasiado pequeño como para ser destruído al nivel que ella quería y lo arrojó al suelo tras de ella. La comida oriental de su caja se le antojó asquerosa ahora que venía acompañada de esa frase tan básica y mentirosa. Cerró la caja, guardó los palitos chinos y llevó todo al refrigerador. Cuando la puerta imantada se pegó al marco, lloró.
No lloraba por la galleta motivadora, por supuesto, sino por el refrigerador. O lo que había en él. Solo lo tuvo abierto tres segundos para meter la comida, pero había logrado ver un trozo del pastel de manzana de su abuela, lo que le hizo recordar —como si fuera posible olvidarlo— que ella acababa de morir.
Génesis había perdido a sus padres desde muy joven y su abuela fue la única persona que le brindó su corazón, apoyo y tiempo desde entonces. Hablaban a diario por teléfono, a veces en videollamada —aunque a la anciana le costaba entender cómo hacer funcionar las aplicaciones de video de su smartphone—, a veces por correo tradicional porque en cada cumpleaños, Génesis recibía una tarjeta impresa con dedicatoria y un billete enredado en el doblez, como si siguiera siendo una niña de once años. De un modo u otro siempre estaban en contacto.
Y ahora ya no estaba.
Por eso el tiempo era cruel y malvado: no le dio suficiente a Génesis con su abuela. Durante años de su adultez, Génesis vivió en otra ciudad mientras trabajaba y se mantenía a sí misma; ahora, a sus veintisiete años, siendo una nueva integrante del club de desempleo nacional, en luto por su gato que se murió de viejito y estando en lo más bajo de su existencia, había decidido —¿puede llamarse decisión si las circunstancias te orillan a hacer algo?— volver a vivir con su abuela para empezar de cero.
La perspectiva de convivir con su amada abuela, su consuelo y el único refugio que le podían brindar, era lo que la había mantenido esperanzada de que la vida tenía solución. Siete días le tomó la mudanza, porque como no tenía el presupuesto para rentar un camión que hiciera el trabajo, debía llevar todas sus cosas en su pequeño automóvil rojo, lo que le tomaría muchos viajes y un gasto significativo de gasolina, pero menos que el gasto de un camión de mudanza.
En el tercer día del proceso, su abuela tuvo un infarto y no volvió a abrir los ojos.
Y eso había sido todo: adiós esperanza, adiós deseos de salir adelante. Ni siquiera podía suicidarse, porque con el funeral de su abuela se dio cuenta de lo carísimos que eran los servicios del cementerio o del horno crematorio, ni qué hablar de la velación y el ataúd, y no podía permitírselo ahora. No tenía un seguro de vida, muchos menos de muerte, no tenía a ningún ser querido que se encargara de nada y la idea de terminar en una fosa común estando sola, pobre y como una desconocida porque nadie reclamaría su cuerpo para una despedida digna, la aterraba.
La mudanza ya estaba terminada. Las cosas de Génesis estaban regadas por todos los pasillos de la casa de dos plantas de su abuela —ahora suya— y creaban un paisaje caótico al estar mezcladas con todas las pertenencias de ella: un batiburrillo de enseres que tenían más años que Génesis y aparatos modernos para hacer café y barrer el piso.
Ver todo eso dolía. Las paredes coloridas se veían desaturadas, el aire se inhalaba denso y el eco de los pasos de Génesis le recordaba que la voz de su abuela nunca estaría de nuevo dándole consejos o enseñándole a hacer el pastel de manzana del refrigerador que la hizo llorar.
Su abuela lo sabía todo y ya no podía enseñarle nada.
Génesis se limpió las lágrimas en su suéter, indiferente a si la tela se manchaba con sus mocos. Ya no había nadie que la reprendiera por su falta de elegancia.
Se dispuso a subir al ático a buscar la cama que usaba cuando era más joven y vivía en esa casa, los tiempos en que todo parecía menos complejo porque tenía la vida por delante esperando a ser vivida y no en su nuca presionándola a hacer cosas que no quería. La cama en la que durmió en su diminuto apartamento en la ciudad durante los últimos año y medio pertenecía al inmueble, así que tuvo que dejarla junto con lo poco de su vida que quedó tras la pérdida anterior. Una cosa menos qué cargar en su auto, al menos era una ventaja.
Génesis vivía perdiendo pedazos de sí misma en el pasado y a veces no lograba darse cuenta sino hasta que le faltaban tantos que sentía que se desmoronaba bajo su propio peso.
Subió por la escalera que emergía del techo frente a la habitación de su abuela. Miró un momento de más esa habitación: la cama era grande, perfectamente hechos los edredones y las almohadas. Era elegante, cómoda y limpia, pero Génesis no podía dormir ahí, no aún con el corazón tan roto y la esencia de su abuela aún no desvanecida por el tiempo.
El ático de su abuela era más caótico que su mudanza esparcida en el piso. Había desde floreros de cuarenta años de antigüedad, manualidades escolares del papá de Génesis de cuando era niño y se las regalaba del día de la madre, ropa de su abuelo muerto hace muchísimos años y que nunca fue donada, álbumes de fotos que Génesis no pudo mirar por ser demasiado dolorosos, y polvo, muchísimo polvo.
Su cama de antaño era metálica, sencilla y pequeña, la encontró desarmada en una esquina, sus travesaños apoyados contra la pared. Hizo tres subidas al ático para bajar todas las partes, incluyendo el colchón delgado que usaba entonces, ahora casi plano y enrollado cuidadosamente. En el último viaje llevó dos almohadas y fue entonces cuando en una caja cercana vio un reloj que le llamó la atención.
Era marrón oscuro, de pared y tenía péndulo; se veía viejo y elegante, como su abuela, pensó, imaginando que ella se reiría del chiste. Tenía una pequeña puertita en la parte superior y Génesis se preguntó si sería de esos que en cada hora en punto mostraba algún pajarito o personita saliendo de allí.
No recordaba haberlo visto en su infancia, lo que daba cuenta de su antigüedad y lo más probable es que estuviera relegado al ático por estar dañado, pero igual lo tomó y lo llevó con ella.
Su habitación de la adolescencia estaba desocupada. Su abuela la había usado como su taller de tejido desde que Génesis se había mudado, pero la habían desocupado entre las dos desde que se decidió que volvería. Era el único lugar de la casa que no tenía el piso repleto de trastes; estaba vacío y a la vez era el lugar que más paz le daba a Génesis porque no tenía nada de su abuela o de sus años pasados, nada que le hiciera desatar lágrimas de nuevo.
Vio una puntilla en la pared, quizás antaño sostenía algún marco pero ahora estaba casi camuflada porque cuando pintaron la pared de rosa, lo hicieron sin quitarla de ahí, de modo que estaba del mismo color. Génesis observó el reloj que halló con nostalgia. No lo recordaba, pero había pertenecido a su abuela y era tolerable verlo porque no guardaba en su memoria imágenes de ella viva y el reloj juntos, a diferencia del resto de objetos de la casa. Aparte de la capa de polvo que lo cubría, el reloj era precioso.
Rebuscó en la casa un par de baterías y se las colocó. Como era de esperarse, no funcionó bien; las manecillas temblaron un segundo, como si quisieran volver a la vida, pero al final decidieron que tantos años de oscuridad en el ático habían atrofiado sus cualidades. Génesis lo miró un largo rato y notó que de hecho sí funcionaba, pero muy lento; le tomaba cuatro o cinco minutos recorrer la circunferencia de principio a fin. Génesis medio sonrió porque así se sentía en ese momento: como si su vida fuera a un ritmo demasiado lento como para que tantas cosas estuvieran pasando.
Decidió que lo mandaría arreglar, pero mientras tanto, lo colgó en la puntilla rosa. Lo vio funcionando unos segundos (minutos en la realidad) y suspiró. Era momento de seguir. El tiempo, cruel como era, no iba a detenerse para que ella procesara el dolor, solo iba a seguir avanzando, incluso si era con parsimonia.
Empezó a ensamblar la cama cuando de repente el piso bajo sus pies se movió con violencia.
—¡Está temblando! —gritó por instinto, aunque no hubiera nadie, ni siquiera su gato, para escucharla.
En la empresa donde trabajaba había participado en varios simulacros de sismo, pero no recordaba mucho del protocolo a seguir. El miedo te borra la memoria, al parecer. Sin embargo, sí recordaba algo: debía mantener la calma. No era posible, claro, pero era lo que recomendaban.
—¡Lo único que me faltaba! —gritó de nuevo, pasando del miedo al enojo en un parpadeo.
Iba a buscar la salida cuando una niebla marrón clara empezó a invadir la habitación. ¿Niebla? ¿Niebla de dónde? ¡Y es niebla marrón! ¡Son las dos de la tarde y hace sol!, pensó. El misterio la paralizó, no sabía si concentrarse en el sismo o en la niebla imposible. ¿Iría a morir de repente? ¿Había caído, además de todo, en una era apocalíptica en latinoamérica? Bueno, eso no estaría tan mal, sí tenía miedo de pudrirse sola, pero entre eso y seguir viviendo entre sismos y recuerdos, en medio del fin del mundo...
¿Sería el espíritu de su abuela diciéndole que no la quería en la casa? ¿Sería...?
No divagó más porque el suelo se detuvo. La fuerza del movimiento había cerrado la puerta de la habitación y el reloj había caído al suelo, su péndulo salió volando a un metro de distancia, roto sin remedio. Ahora el problema era la niebla, ¿de dónde salía?
Su instinto la llevó a asomarse a la ventana. Si todos los vecinos habían evacuado de sus casas, podría gritar a alguien que la ayudara, que había una niebla extraña, que quizás el apocalipsis había llegado. Pero... en la calle no había nadie.
Se giró hacia el interior y vio que la niebla se había disipado... en su lugar había un hombre encogido en el piso. Génesis gritó, presa del terror y se alejó contra la pared más cercana.
Su abuela se murió, hubo un sismo y ahora ¿un ladrón en su casa? ¿Qué le pasaba al mundo con ella? Génesis era una buena persona, no merecía tanto sufrimiento.
Miró al hombre. Se agarraba la cabeza como si le doliera y susurraba cosas incomprensibles entre sus labios.
—¡Sal ahora mismo! —chilló.
Sin darse cuenta había tomado uno de los travesaños metálicos de la cama a modo de arma de defensa. El hombre la miró, como si verla a ella ahí fuera tan sorpresivo como verlo a él. ¡Esa era la casa de Génesis, por Dios!
—¡No me lastimes, humana!
Se hizo un ovillo aún más contra la pared, agarró sus rodillas como para hacerse más pequeño y miró a Génesis con miedo en sus pupilas. Ella, sin bajar su travesaño, arrugó la frente. El hombre lucía aterrado, petrificado, confundido, como si en algún lugar del mundo hubiera deseado que la tierra se lo tragase y se hubiera cumplido de forma literal para luego escupirlo en el lugar más al azar del planeta: la habitación de Génesis.
Génesis bajó un poco su arma, pero no se acercó.
—¿Quién eres?
El hombre titubeó dos segundos y habló con la voz quebrada:
—Me llamo Támesis. ¿Quién eres tú?
—¡Las preguntas las hago yo! —tronó, lo que ocasionó otro sobresalto de Támesis y que se echara más contra su sección de la pared.
Génesis reculó un poco. ¿Él la veía como una amenaza a ella?
—No me lastimes —rogó de nuevo.
Si era un delincuente era terrible en su profesión, pensó Génesis.
—¿Cómo entraste acá? —preguntó, en un tono más moderado.
—Soy un caminante del tiempo. ¡Es mi primer día! —Sonaba histérico... y demente—. ¡Mi mamá va a estar tan decepcionada! ¡Me tropecé e hice males! ¡Mira este desastre! ¡¿Dónde estoy?! Yo... —Le faltó el aire y Génesis pensó que se iba a desmayar.
Ahora temió por él. Algo peor que un delincuente era un delincuente inconsciente en su habitación. ¿Cómo iba a explicar eso?
—Estás demente. Voy a llamar a la policía.
Rodeándolo con cuidado, Génesis llegó a la puerta y tomó el pomo. Lo sintió extraño bajo su palma, pero se dijo que eran los nervios... mas cuando abrió, no vio el pasillo de la casa de su abuela, ni las cajas con sus pertenencias sin desempacar, ni los cuadros feos que adornaban las paredes mostrando escenas egipcias que su abuela amaba. Detrás de la puerta había una estancia de paredes blancas, había un sofá, había...
Génesis no miró más, el miedo la venció y cerró la puerta de nuevo. Esta vez la detalló y se dio cuenta de que no era la puerta color madera y tallada de su habitación, sino una blanca sin adornos en absoluto. Se alejó hasta la pared opuesta, junto a la ventana. Cerró los ojos con fuerza, diciéndose que solo estaba viendo mal como consecuencia del sismo.
¿Alguna vez alguien tuvo como efecto secundario de un sismo la alucinación? Si no, ella sería la primera, sin duda.
—Estoy soñando, estoy soñando —repitió como un mantra, luego abrió los ojos y miró al hombre al otro lado de la habitación. Su gesto era igual de confundido y lleno de incertidumbre. Génesis volcó su estrés en Támesis gritando—: ¡Es un sueño! ¡Esta es una pesadilla! ¡Tú eres una pesadilla!
Támesis, preso también de su propio estrés, gritó de vuelta:
—¡No soy un soñador, soy un caminante del tiempo y acabo de caerme de mi reloj!
¿Qué les pareció el capítulo?
¡Muchas gracias por leer!
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