16. El Consuelo
La lucha interna que Támesis tuvo que librar para dejar ir sola a Génesis a averiguar exactamente en qué tiempo estaban, había sido dura. Ella le dijo primero que quería ir sola, luego se lo pidió y finalmente, al ver que Támesis iba a irse con ella, le ordenó que la dejara ir. A ese punto Támesis haría lo que fuera que ella le pidiera, así que la vio salir del apartamento con una tarjeta bancaria en su bolsillo y un rostro maquillado que ocultaba su llanto de esa misma mañana.
Támesis estaba ahora en el supermercado. Él no tenía tarjetas bancarias, por supuesto, pero como si de un niño chiquito se tratase, Génesis le dio unos billetes para obligarlo a quedarse. Él se sintió medianamente ofendido, pero ahora lo agradecía.
No entendía muy bien cómo funcionaba el valor del dinero; es decir, sabía que los billetes tenían un valor y que dependiendo de ese valor podía cambiarlos por objetos, pero ¿quién les daba el valor? ¿quién los hacía? ¿Por qué había gente pobre? Era solo un trozo de papel, pero había visto en una película que no era correcto imprimirlos en tu casa. Era un tema confuso. Uno del millar de temas confusos que involucraban el plano humano.
Resopló para sí mismo. Unos días atrás, consideraba que quedarse atrapado en el plano humano era el peor castigo que cualquier atemporal pudiera ganarse y aunque mucho del plano aún lo asustaba, se sentía cada vez más gratamente sorprendido de las nuevas experiencias que se veía obligado a atravesar.
Desde ver colores vívidos, oler aromas fuertes, probar la más deliciosa comida... y lo que sentía cuando estaba con Génesis. Eso entraba en la categoría mental de Támesis "cosas que se sienten bien, pero no entiendo en absoluto", sin embargo, no sentía mucha preocupación para averiguar su significado. No era algo malo como el cansancio o el hambre, era algo bonito, como respirar aire puro luego de años de contaminación. Y sí, lo asustaba, pero era un miedo agradable.
Támesis volvió al presente cuando llegó al supermercado. Tenía la misión de encontrar dulces y flores para Génesis, porque el cine humano le había enseñado que eso daban amigos y familiares a las mujeres para felicitarlas por un logro o para consolarlas por un sufrimiento. Támesis no sabía si era más difícil entender el valor del dinero, o por qué las flores y los dulces hacían sentir mejor a las mujeres, pero sabía que no quería volver a ver a Génesis tan descompensada como había estado esa mañana.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó un hombre a su derecha.
La voz sonaba masculina, profunda y mayor. Támesis apenas le dedicó una mirada de soslayo y negó con la cabeza, luego lo pensó mejor y sin dejar de mirar la gran oferta de dulces y chocolates, le preguntó:
—Si usted fuera una mujer desconsolada por ver a su ex, ¿preferiría chocolates o flores? —Miró el billete en su mano y luego las etiquetas con los precios—. Es que solo me alcanza para uno de los dos.
El hombre soltó una risa desde el fondo del tórax y Támesis lo miró. Tenía la piel tostada, el pelo negro y una barba corta que le cubría todo el mentón. Lucía amable, no había reído con burla, más que con ternura.
—Depende, ¿el ex eres tú? Porque si la alteras de esa manera, quizás no deberías ni verla...
—Oh, no, no, no soy yo. Es que una... amiga está en la ciudad y... y su ex vive acá y... y no acabó bien. —Támesis era pésimo mintiendo, peor aún intentando disfrazar la verdad. Pero algo que sí sabía era que decir la verdad de la naturaleza del viaje de Génesis a un extraño no sería muy normal—. Como sea, lloró muchísimo hoy y yo vi en una película que las flores y los dulces hacen felices a las mujeres.
Con la mirada de la sabiduría adulta, el hombre miró a Támesis y lo consideró seriamente.
—"Mujeres" no es un colectivo en el que todas son iguales, ¿sabes? ¿Qué le gusta a tu amiga?
Támesis frunció los labios. ¿Qué iba a saber él qué le gustaba a Génesis? Es decir, le gustaba quedarse en su presente, por ejemplo, pero él no podía darle eso... es más, se lo quitó.
—No lo tengo muy claro, nunca la había visto llorar así, entonces no sé. —Al menos eso era cierto—. Quizás los chocolates, eso se puede comer y comer es una experiencia espectacular.
Sin argumentos contra esa lógica, Támesis asintió a sí mismo y tomó una cajita de chocolates cuadrada que tenía al menos veinte bombones adentro. Miró las flores después con cierta tristeza y asintió de nuevo, resignado.
—Tiene sentido —concedió el hombre.
—Gracias por su ayuda, señor, que tenga un buen día.
Támesis pagó sus chocolates, guardó las monedas que le dieron de cambio y salió a la oscura y templada tarde. Había encontrado el supermercado tan solo dos calles fuera del edificio a donde fueron enviados por Cronalis y había tardado casi una hora en llegar porque caminó lentamente asegurándose de aprender el camino de regreso.
No había caminado ni media cuadra cuando una mano en su codo llamó su atención. Támesis se detuvo y volteó, el hombre del supermercado estaba frente a él con un ramo grande de lavandas en la mano. Se lo tendió a Támesis.
—Dáselas a tu amiga también. No se comen, pero siempre sacan sonrisas en las personas.
—No tengo más dinero —dijo Támesis.
El hombre negó con la cabeza.
—Te las regalo para que se las regales a ella.
Támesis no era experto en conducta humana, pero sus horas de conocimientos cinéfilos le habían enseñado que la especie humana no hace nada sin esperar nada a cambio.
—¿Por qué? Es decir, la gente no anda regalando cosas...
El hombre no lucía aterrador ni malvado, pero las apariencias engañaban. Por ejemplo, Génesis a primera vista no parecía cargar con el peso de la pérdida emocional y física de sus padres ni el peso de un amor que la destrozó, y ahí estaba ella con todo eso en el corazón.
—Porque yo también fui joven y enamorado.
El misterioso calor viajero que empezaba en el estómago y subía a la cara de nuevo atacó a Támesis. Negó fervientemente.
—No estoy enamorado, es una amiga... de hecho, ni siquiera estoy seguro de caerle bien.
—Sí, yo también estuve en negación. —Fue un susurro tan bajito que Támesis no lo escuchó, así que el hombre simplemente lo obligó a tomar las flores y sacudió las manos como si no fuera importante—. Como sea, dáselas. Adiós, muchacho.
Se fue antes de que Támesis replicara y él simplemente retomó su camino, agradecido y un tanto achantado, sin darse cuenta de la pareja de viejitos tomados de la mano que a unos metros miraban con espanto las flores en sus manos. En sus tiempos los hombres no les daban flores a otros hombres, ¡qué indecencia!
Una nueva experiencia para Támesis: la ansiedad.
La noche había llegado y Johha no aparecía, Génesis tampoco y él estaba en la cocina del apartamento actual, mirando con ansiedad el desorden que había hecho. Cuando Génesis había cocinado, él había mirado desde su lugar sumamente interesado, pero al parecer replicar los movimientos necesarios para cocinar algo decente no era tan fácil como él pensó.
Entonces Támesis no sabía si preocuparse por el desorden de la cocina —que ya estaba recogiendo— o porque ninguna de las dos mujeres llegaba a casa.
El reloj de la pared marcaba las nueve de la noche cuando al fin la puerta se abrió. Era Génesis. Resultaba curioso: Génesis era humana y frágil, Johha no, pero por ese sentido de admiración de los hijos con sus madres, Támesis asumía que la suya podría sobrellevar el mundo humano sola mejor que la mismísima Génesis que había nacido allí.
En resumen, le alivió que fuera Génesis y no su madre.
Génesis llegó con la mirada apagada, las manos en los bolsillos del suéter, unas ojeras que enmarcaban sus ojos y chispas de agua en su cabello húmedo. Había llovido.
—Hola —dijo Támesis, dejando entrever todo su alivio de verla. No sabía si acercarse o no, así que permaneció en la cocina—. ¿Cómo estuvo tu día?
Génesis no dijo una palabra al respecto, pero la mirada llena de pesadez y dolor que le dio, se lo dijo todo.
—Hola.
Támesis tomó las flores del mesón y se acercó a paso lento. Alzó el ramo a la altura de los ojos de Génesis e intentó sonreír sin que resultase incómodo; no sabía qué era esa sensación al notar que Génesis lo miraba con las flores en las manos, pero el calor de su rostro no era tan agradable... y luego se sintió bien, y luego experimentó la vergüenza. Era demasiado para procesar en treinta segundos.
—Te traje flores porque me dijeron que hacen sonreír a las personas.
Como magia pura, estaba funcionando. Génesis recibió el ramo y sonrió sin mostrar los dientes, pero el gesto sí le llegó a los ojos. Hasta parecía que el color le había llegado de vuelta al rostro también. Olió las lavandas, un gesto instintivo y sus ojos se aguaron.
—No recibía flores hace... —Génesis pensó en su abuela, que le daba rosas de su jardín en fechas especiales como su graduación o los cumpleaños. No las recibiría de nuevo—. Hace muchísimo. Gracias, Taim.
Él rió un poco entre dientes, pero ella lo escuchó y lo miró interrogante. Él se encogió de hombros.
—Es la segunda vez que me dices Taim.
—¿Te molesta?
—No. Al contrario —dijo él con sinceridad.
Había dos metros completos de espacio entre ellos, pero existía una cercanía tan íntima entre sus palabras, en la forma en que hablaban y las miradas robadas, que ambos sentían que estaban a dos centímetros de distancia.
Era extraño para Támesis que no entendía los sentimientos humanos; era triste para Génesis que sí los entendía.
—Están hermosas —dijo Génesis, señalando las flores—. Me encantan las lavandas.
Como todo un hombre orgulloso, Támesis tomó de la mesa la caja de chocolates y la tendió también.
—También te traje chocolates. —Génesis se echó a llorar y la sonrisa de Támesis se esfumó—. No te gustan. Lo siento, lo siento mucho. Me los quedo yo, olvida eso, solo te di flores.
A paso seguro pero tímido, Génesis se acercó a Támesis y apoyó su mejilla en el pecho de él, tan necesitada de contacto amable que le fue inevitable abrazarlo. Támesis sintió esa urgencia y la rodeó con los brazos, las lavandas quedando un poco aplastadas entre ambos. El llanto de Génesis esta vez no fue de gritos y rabia, fue tranquilo y suave, como resquicios de dolor que son tan duros, pero tan pequeños, que solo necesitan algunas lágrimas para salir del cuerpo.
—Me encantan los chocolates —dijo Génesis sin dejar de llorar.
Génesis no lo vio, pero Támesis arrugó la frente confundido.
Nunca acabaría de entender las emociones humanas y mucho menos esa en específico de Génesis llorando porque de camino hacia el apartamento había pensado que solo deseaba meterse a la cama, comer chocolates y dormir veinte horas, y él había sabido exactamente qué necesitaba, incluso si había sido una mera coincidencia; él se había interesado en ella, la había notado y le dio lo que necesitaba. Esa sensación de ser vista, entendida y validada no era común en su vida, ni lo sería nunca ahora que su abuela no estaba. ¿Cómo podría alguna vez Génesis explicarle eso a Támesis, que ni siquiera era humano?
—Dice en la caja que vienen diferentes sabores, pero ¿no se supone que el sabor es chocolate? —preguntó Támesis luego de permitirle llorar un buen rato.
Génesis se rió sobre su pecho y luego se separó de él, desahogada y más tranquila.
—Prueba uno y me cuentas a qué sabe.
—¿Segura? —dijo serio, pero por dentro festejaba porque quería comérselos todos.
—Uno tú y uno yo. ¿Trato?
Támesis asintió con entusiasmo, tomando la mano de Génesis para ir hacia el sofá, ansioso de empezar a probar chocolates. Se sentaron juntos, muy juntos en el pequeño sofá. El calor del cuerpo de Támesis compensaba el frío de la lluvia que Génesis traía impregnado en la piel... y en el corazón.
A la mañana siguiente Génesis se despertó más tranquila, pero no se levantó. No estaba preparada para enfrentar a Fred en su presente, mucho menos en esta etapa del pasado. No estaba lista ni para enfrentarse a sí misma en esta etapa porque ya había reflexionado que aguantó mucho maltrato y le darían ganas de golpearse por no darse cuenta a tiempo.
La mamá de Támesis saludó al levantarse y se fue antes de que el mismo Támesis se levantara. Cuando él lo hizo, llegó a Génesis y la miró con duda, sin saber si estaba igual o peor que el día anterior.
—Buenos dí...
—Hoy no soy persona —interrumpió Génesis con calma y convicción.
—¿Disculpa?
—No estoy lista para esto y he decidido tomarme un tiempo. Hoy no me moveré de acá y...
Inesperadamente... aunque no tan sorprendentemente, Minutena se materializó en la habitación que esta vez Génesis había usado. Johha durmió en un pequeño colchón inflable que encontraron y Támesis en el sofá.
—Ah, no, no, no, eso no es parte del plan ni es una opción, Génesis —chilló la guardiana.
—No me importa. Mis traumas, mi decisión.
—Estás bajo la tutela de Cronoviajes, no es tu decisión.
—¡No me importa! —gritó Génesis, en la etapa del duelo de la ira. Pensaba que si se quedaba suficiente tiempo en esa cama, la aceptación llegaría y ahí, solo ahí, iría a enfrentar su pasado con Fred—. ¡De acá no me muevo!
—¡Quedarse quieta no es una opción!
—Yo creo que darle un poco de tiempo no estaría tan mal...
—¡Tú cállate! —le gritó Minutena a Támesis—. ¡Y dile a tu mamá que deje de esconderse, que todo Cronalis sabe que está acá!
Támesis palideció. Minutena disfrutó ese instante.
—¿Lo saben?
—En Cronalis no hay secretos, hay condiciones —respondió tajante la guardiana—. Si no la hemos devuelto es porque queremos saber qué trae entre manos.
—Vino a ayudarme.
—Tan ingenuo como ella —espetó. Luego miró a Génesis—. Vamos, ya mismo.
Con el mayor desafío en la voz, Génesis respondió:
—¿Vas a obligarme? Inténtalo.
Minutena se encogió de hombros.
—De acuerdo.
En cuestión de un parpadeo, Minutena y Génesis desaparecieron del apartamento, dejando a Támesis abrumado e intentando digerir lo que acababa de suceder.
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