12. El Perdón
—Ese es el problema —dijo Támesis—. Tiene ira contenida y culpa al tiempo de no haber podido arreglar las cosas con sus padres.
—Eso no es ira, hijo, es tristeza. La ira pasa por lo que haces y sale mal, la tristeza por lo que no te atreves a hacer.
—¿Y cómo la ayudo?
Johha suspiró porque el tono usado por Támesis no parecía el de alguien que quiere salir de un aprieto, sino el de una persona que quiere ayudar a alguien que le importa demasiado.
—La escuchas.
—¿Y ya?
Johha se encogió de hombros, como si fuera tan simple como aquello. Por unos segundos hubo silencio hasta que Támesis preguntó:
—¿Cómo llegaste acá, mamá?
—Tu tía me ayudó.
—Siempre me dijiste que jamás pisarías este plano.
—Se hacen cosas que nunca imaginamos por amor.
Támesis agachó la mirada.
—Lo siento mucho, ma. Lo arruiné... en mi primer día, tenías razón, yo no sirvo para esto.
—Jamás dije algo así.
Támesis se mordió los labios. Era cierto, ella nunca lo decía, pero se veía en su mirada y se escuchaba en su voz cuando le pedía precaución a un nivel mayor al que una madre normal haría, incluso las madres de Cronalis que ya de por sí eran una novedad.
—Lo sé.
—Creo que eres muy capaz de hacer lo que te propongas.
Otra cosa que Támesis sabía de los humanos gracias al arte era que decían en voz alta una y otra y otra vez las mentiras que querían hacer pasar por verdades. Tal vez escuchándose a sí mismos muchas veces podían considerarlas con más seriedad... aunque siguieran siendo mentiras. Así sonaba Johha en ese momento.
—Lamento que hayas tenido que venir.
—No me pesa, eres mi hijo y te amo.
Támesis sintió que a esa frase le faltaba un "pero...", mas no escuchó más.
—Gracias, ma.
—Minutena no puede enterarse de que estoy acá —advirtió.
—¿Cómo sabes que Minutena es mi guardiana?
Johha suspiró.
—Todos en Cronalis lo saben... tu caso se volvió chisme popular.
—Todos lo saben... —susurró él con dolor.
Sería imposible limpiar su expediente luego de esto. Cuando volviera a Cronalis sería por siempre el torpe que se cayó del reloj y en un lugar donde el tiempo no se cuenta porque es ilimitado, siempre era demasiado largo para ser la burla pública.
—Eso no importa ahora.
—Lo dices tú que no eres el hazmerreír de todo Cronalis.
Johha apretó los dientes. Ni cómo discutir con ese argumento.
—Todo saldrá bien. Volverás a Cronalis, buscarás una nueva profesión y eventualmente esto será olvidado.
Támesis asintió, un poco ausente pero agradecido con su madre. No podía sacar de su cabeza la parte de "soy el hazmerreír de todo ser que conozco e incluso de los que no me conocen a mí". Támesis estaba tan enfocado en eso que ni siquiera notó que Johha dijo "volverás" y no "volveremos".
Atravesando la calle del pasado de su vida, Génesis no sabía hacia dónde caminar, lo único seguro era que ir hacia la casa de sus padres no era una opción. Tomó la dirección contraria.
Vio luces en las ventanas de las casas por las que pasaba, el silencio apacible de la noche era demasiado pesado como para ayudarla a escapar de sus propios pensamientos. Había crecido en un vecindario residencial y tranquilo, del tipo que salen en los comerciales como los lugares ideales para crear una familia, lugares con muchos arbustos y baja criminalidad; el hogar perfecto, pensó con ironía.
Pero ahora se sentía como una jaula al aire libre. Necesitaba ruido, música, o una voz que le dijera que todo era su culpa, pero que también era de su padre y de su madre, que el rencor era veneno para un corazón, pero que era más corrosivo el de unos padres a su hija que el de una hija a sus padres.
Sus pasos apresurados se detuvieron cuando casi tropieza con un perro que huía de su dueño, su correa ondeando tras él como un estandarte en el aire.
—¡Ven acá!
El dueño corría tras él, pero iba perdiendo la carrera y como Génesis estaba más cerca, el instinto la llevó a correr también tras el can hasta que pudo hacerse con la correa y detenerlo. El perrito tuvo un jalonazo del cuello que Génesis hubiera querido evitar, pero aparte de eso, el animalito lucía contento y agotado, como si huir de esa manera fuera su razón de vida y felicidad. Medio minuto después, el dueño llegó cansado y con la lengua más afuera que la del mismo perro. Era un hombre maduro, vestido con un pantalón de pijama y que sin duda no esperaba que sacar a su mascota a su paseo nocturno terminase en una maratón en chanclas.
—Es un chico travieso —dijo Génesis, sosteniendo con fuerza la correa y esperando a que el hombre pudiera recuperar sus pulmones.
—Chica. Se llama Tarántula.
Génesis rio.
—¿Tarántula?
—Ya venía con el nombre cuando la adopté y creo firmemente en respetar las identidades ajenas —dijo con solemnidad. Enderezó su postura para recibir la correa. Tarántula se puso en dos patas para saludarlo y él no pudo mantenerse enojado por más de tres segundos.
Tarántula era preciosa. Era grande, estaba gorda —al menos en los estándares que Génesis pensaba que eran normales en labradores— y su pelaje tenía más brillo y sedosidad que su propio cabello.
—Es hermosa.
—¿Verdad? Era la última de la camada, no la querían adoptar porque tenía una patita torcida y porque no se quedaba quieta. Es de esos cachorros que ves y crees que van a dar problemas toda la vida, tanto por traviesos como por enfermos.
—Yo la veo completamente sana —dijo ella con cariño.
—Sí, ha tenido buen cuidado. Es más sana que yo, como puedes ver.
—Correr en cuatro patas da más ventaja que correr en dos —resolvió ella.
Génesis miró al hombre dos segundos y entonces lo reconoció: era el hombre que el día anterior se había detenido a preguntar si ella estaba bien al verla llorando en los brazos de Támesis; claro que para él eso fue meses atrás, era poco probable que él la recordase. Su encuentro había durado tres minutos y ella estaba deshecha... bueno, ahora también estaba deshecha, a decir verdad.
Para su sorpresa, sin embargo, el hombre sí la reconoció:
—Oye, te conozco, ¿no? Hace unas semanas estabas llorando con ese muchacho... —Entrecerró los ojos, del modo en que los adultos sospechan de que le han infligido daño a alguien más joven—. ¿Estás bien?
—Ah, sí. Y aquel día también estaba bien, le juro que él no me hizo nada.
—¿Es tu esposo?
Era la segunda persona que le preguntaba eso y Génesis suspiró porque tenía la edad y el aspecto en el que ya no te preguntan si tienes novio, sino si tienes esposo, hijos, casa con perros, gatos y si pagas impuestos de forma cumplida. Ella no tenía nada de eso, pero era muy complicado explicárselo a un extraño.
—Estamos saliendo...
En una demostración de indiscreción, el hombre preguntó:
—¿Por qué llorabas ese día?
Para sorpresa de la misma Génesis, decidió ser honesta.
—Discutí con mis padres. Una discusión muy fuerte...
—Imagino que para este momento ya se han reconciliado.
En el "este momento" de él, sus padres estaban vivos a unas cuantas calles; en el de Génesis ya estaban muertos sin opción de reconciliación.
De nuevo era mucho más complicado de lo que podría explicar.
—No, no es reconciliable.
El hombre la miró con simpatía y un poco de compasión, pero asintió sin pedir más detalles y sin querer llevarle la contraria.
—¿Y estás bien?
Tres palabras de un desconocido en medio de la calle y en la noche, mientras una perrita gorda llamada Tarántula descansaba a sus pies, fueron suficientes para romperla de nuevo. Agachó la mirada, un suspiro roto salió de sus labios y solo pudo negar con la cabeza. El hombre le puso la mano en el hombro con suavidad, sin ser invasivo pero sí amable.
—No...
—Los árboles genealógicos también se podan, no te sientas mal.
—Lo dices asumiendo que es culpa de ellos.
—Eres tú la que sufre. El culpable rara vez se lamenta.
Sin saber de dónde salió el impulso de defenderlos, dijo:
—Mis padres se lamentan.
—¿No es culpa de ellos?
—Es mía también. Ellos no me buscaron para arreglar las cosas... pero yo tampoco lo hice.
El hombre apretó los labios, con el gesto de quien cariñosamente te va a decir que estás tan equivocada que no es posible dimensionarlo.
—¿Eras tú la que debía pedir perdón?
Génesis pensó en Summer, en lo inocente de su relación con ella, en lo puro del amor que le profesó.
—No. —Sollozó sin lágrimas, quizás se le habían acabado—. Yo no les hice nada. Pero pude ser persona la madura y buscarlos, ellos me dieron la vida...
—Pero no te la prestaron, te la regalaron. —Génesis lo miró con ojos brillantes—. Escucha, no sé qué pasó, pero no les debes nada a quienes te dieron la vida porque tú no la pediste en primer lugar.
—¿Y cómo lidio entonces con esta culpa? —soltó sin poder contenerse. Ese era el quid de la cuestión. Ese era el sentimiento que no le confesaba a Támesis pese a saber que le ayudaría con su misión porque tendría por dónde abordar el tema. No quería decirlo, no quería pensarlo, pero ahí estaba casi gritándolo a un hombre que no volvería a ver en su vida—. ¿Cómo dejo de preguntarme qué habría pasado si...?
—Piensas en lo bueno. Piensas en la dicha que les diste a tus padres, en los momentos que vale la pena recordar, en todo eso que sumó para que no les debas nada.
Génesis se quedó callada porque entendía lo que el hombre decía, pero procesarlo y llevarlo a cabo iba a tomar más tiempo. Tiempo que ya no sabía si tenía porque no sabía ni cómo medirlo; el tiempo para ella dejó de ser lineal cuando Támesis apareció en aquella habitación en medio de la niebla. Ayer era hace meses y antier podría diez años en el futuro; eso basta para enloquecer a alguien.
—Suena tan fácil...
El hombre rio.
—Es lo más difícil de hacer en este planeta. Por eso no lo haces ya mismo, ni en diez minutos, lo haces poquito a poco, cada día un paso y sin detenerte. ¿Sabes qué es más difícil que perdonar a los que te lastiman? Perdonarte a ti misma. Esa es tu misión.
De repente Tarántula se levantó y quiso echar a correr, pero esta vez el hombre sostenía con fuerza la correa y no fue fácil para ella escapar. Aún así, logró arrastrarlo un poco.
—¡Tarántula! —Él la jalaba hacia él, Tarántula hacia el horizonte—. Seguro vio un gato o algo. ¡Maldición! Qué fuerte es. Oye... —mientras batallaba con la fuerza de Tarántula, el hombre miró a Génesis—, debo irme, pero suerte con tu corazón. Si necesitas algo, mi casa queda volteando la siguiente esquina, es la roja. ¡Adiós!
Al fin se dejó ir e intentó trotar al ritmo de Tarántula, que parecía no tener nada que la detuviera; el collar en su cuello sin duda un mero adorno para ella.
—¡Gracias! —gritó Génesis viéndolo alejarse. Luego susurró para sí mismo—. Eras la voz que necesitaba.
Una vez sola en la oscura calle, respiró hondo y sintió el alivio del peso que se había reducido en su pecho. Retomó el camino hacia su casa temporal más tranquila y decidida a trabajar en el perdón que aún podía gestionar. El tiempo le había arrebatado la oportunidad de reconciliarse con sus padres, pero no permitiría que le entorpeciera el perdonarse a sí misma.
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