Infancia
Los Ángeles, 22 de noviembre de 1961. Serena Matter da a luz a su tercer hijo, segundo varón. La herencia de su padre no se reprodujo en ninguno de los anteriores, sí en éste. Sabía que si seguía pariendo, alguno lo heredaría. Temía la reacción de su esposo y se mentalizó para ello.
Serena no se equivocó, cuando el padre vio a su tercer hijo, se debatía entre la estupefacción y el disgusto.
—¡Dios mío! ¿Qué me has traído? Esto no puede ser hijo mío.
—Sí que lo es.
Él alzó la voz:
—No me mientas, zorra. ¿Quién es el padre?
—Sabes que yo jamás te engañaría. Aunque sí te he ocultado algo. Mi padre fue albino.
—Vale, te creo, perdóname. Déjame reflexionar.
Ella sabía que lo mejor era no contrariarle, y que su manera de reflexionar era con una botella de bourbon, era más dócil bebido.
Pasó una larga hora.
—Deshazte de él, no quiero volver a verle.
—Es mi hijo y le cuidaré. Quien sobra eres tú, lo único que has aportado es dinero. Tienes una última oportunidad para demostrar que puedes ser un buen padre y esposo.
Él estaba al borde del llanto:
—Pantera mía, no me dejes.
—Si me quieres de verdad, debes aceptarle.
—Está bien. Le acepto.
Llegó el día del bautizo, con la única ausencia del padre. Había intentado cambiar, ser más atento con todos sus hijos, mas ver cada día a un blanco en casa le sacaba de quicio.
Cuando acabó la misa, Serena habló con el sacerdote, el bebé era el único testigo.
—¿Por qué Roger?
—Así se llamaba mi padre. Paul, quiero pedirte consejo. Roger nunca será feliz en casa, su padre le odia. No sé qué hacer.
—Puede haber una solución, conozco un orfanato religioso.
—Pero él no es huérfano. Me cuesta creer que le acepten.
—También admiten a niños abandonados. Mañana tengo reunión con el obispo, expondré vuestro caso. Si lo consiente, no habrá ningún impedimento.
—¿Es el orfanato de las monjas?
—El mismo.
Serena se reunió de nuevo con el padre Paul, quien le entregó el certificado firmado por el obispo y un formulario a rellenar y firmar por los padres. Por el cual renuncian a la patria potestad. Una pregunta podría provocar un conflicto entre ella y su marido:
¿Permitís la adopción del niño?
Respondió que no para seguir viendo a su hijo. Su fe le exigía permanecer junto a su marido, a pesar de desear lo contrario. Le conocía muy bien, el respondería que sí y no debía leer esta pregunta. Ella rellenó todo el formulario sola. Tuvo suerte, la página de la pregunta no coincidía con la de la firma.
—Cariño, éste es el documento de renuncia al niño.
—¿Dónde hay que firmar?
—Aquí.
Firmó sin leer nada.
El día que Roger cumplió su tercera semana de vida, su madre le llevó al orfanato. Fueron recibidos por una monja, quien les guió ante la madre superiora. Era mayor, no anciana. Su mirada expresaba severidad, su sonrisa cordialidad. Examinó los papeles con detenimiento y en silencio.
—Todo está en regla. Hablé con el padre Paul largo y tendido, te aprecia y declaró que la idea del orfanato fue suya. Tomaste la mejor decisión, lo que me cuesta comprender es vuestra negativa a la adopción.
Serena esperaba a que callase.
—Gracias, madre. La decisión de la negativa fue sólo mía, lo oculté a mi marido por dos razones. Si acepto la adopción, le perdería para siempre para no influir en su desarrollo. Tengo la intención, si usted lo permite, de venir a verle.
—Vuestro caso es atípico. No recuerdo ninguno similar y nadie suele visitarnos. Me caes bien y lo permito. ¿Cuál es la segunda razón?
—No deseo ningún mal a mi marido, pero si algún día le pierdo, recuperaré a Roger.
—Sólo me queda decirte que le cuidaré en persona hasta que ande y hable con fluidez, cuando mis otras obligaciones lo permitan. Puedes volver cuando quieras durante esta etapa.
Llegó el momento de la separación.
—Roger, vas a quedarte con ella. Haz todo lo que te pida. Nos seguiremos viendo.
El bebé comprendía y aceptó los brazos de la madre superiora sin llorar, su sonrisa le conquistó.
Serena se despidió:
—Madre Hope, no puede tener nombre más apropiado. Me dio esperanza al saberlo y la conservo ahora. Les regalo el carro de bebé, no quiero volver a necesitarlo. Hasta la vista.
—Ve con Dios, Serena. Tu nombre también te encaja.
Hope llevó el carro con Roger a la guardería. Ésta fue la primera estancia de Roger en el orfanato. Los bebés observaban al recién llegado, eran de ambos sexos y varias razas. Dos sores y madre Hope cuidaban de ellos. La superiora cumplía la palabra dada a Serena, atendía a Roger y tres bebés más.
El tiempo corría lento, Roger echaba de menos el cariño que su madre le daba con besos y carantoñas. Hope le gustaba cuando sonreía, lo cual no hacía a menudo, y nunca le trataba con cariño. A pesar de esto, se sentía más a gusto que en la casa, porque no había gritos.
Cada visita de su madre era especial, cuando más disfrutaba. Hope charlaba con ella. Roger no entendía nada, mas le gustaba verlas sonreír.
A esa temprana edad, no se tenían prejuicios. Los y las bebés jugaban juntos sin distinción, eran los momentos más gratos para ellos. Roger no quería compartir ningún juguete, cuando se interesaba por alguno, Hope debía intervenir:
—Roger, los juguetes son de todos, no te lo quedes para ti solo.
Su madre le enseñó a obedecer. No tenía más remedio que compartir.
Las monjas colocaron un abeto y lo adornaron con luces y guirnaldas de colores, se acercaba la Navidad, para muchos de ellos por primera vez. Otros recordaban la anterior, hace mucho tiempo. Hope anunció:
—Santa Klaus vendrá una noche, cuando estéis dormidos. Os traerá regalos para todos.
Nadie les avisó cuando la noche llegó, durmieron como cualquier otra.
Roger despertó cuando la luz de la mañana les iluminó. Hope tomó la palabra:
—Hoy es un día especial, celebramos que Jesús ha nacido. Anoche, Santa Klaus trajo regalos para todos. Son para cada uno, sólo los compartiréis si queréis.
Las tres monjas repartían los regalos, Hope dio a Roger un sonajero.
En verdad fue un día especial, Hope volvía a sonreír. Serena vino; le bañó con cariño y le vistió con ropa nueva, eso fue su regalo.
Él no soltaba su sonajero, lo mostró a su madre haciéndolo sonar.
—¿Te lo trajo Santa Klaus?
Su sonrisa asentía. Su madre le cogió en brazos y le besó.
—Gracias, madre, por cuidarle. Le veo feliz y hermoso.
—De nada, es nuestra labor.
—¿Puedo salir con él?
—Debéis volver al mediodía, para darle la comida.
Le puso otra prenda, un abrigo.
Sólo tenía hora y media para disfrutar con su hijo, tiempo suficiente para ejecutar su plan. El clima les sonreía, reinaba el sol sin nubes y la temperatura, aunque no cálida, era soportable. Caminó en dirección opuesta a su casa, durante diez minutos. Entró en un portal y subió a la primera planta. Era su primer hogar; su hermano lo heredó, su cuñada les recibió con cariño.
—¡Feliz Navidad y bienvenidos! Vamos al salón.
Su hermano Mike tenía rasgos como los de Serena, excepto el color de su piel, heredado de su padre. El abuelo Roger dio gracias a Dios cuando nació su hija, se pegó un tiro cuando nació su hijo.
Mike tenía una hija, se abstuvieron de tener más para que ninguno heredase su defecto. Él creció sin padre, su madre le inculcó que la vida podía ser muy dura y que había que luchar para avanzar.
—Serena, nos gustaría que os quedéis a comer.
—No puedo. Roger debe comer en el orfanato y yo tengo una familia que atender.
—Tu marido no te merece, deberías abandonarle.
—¿Y cómo mantengo a dos hijos?
—Yo con la edad de tu hijo mayor ya estaba trabajando.
—Tú no eres tan creyente como yo, para mí el matrimonio es sagrado.
—Está bien, no te ofendas. Sólo quiero lo mejor para ti.
—Lo sé y te lo agradezco.
No fue su última visita. Mike fue más padre que tío para Roger. Le contagió su afán de superación.
Roger permaneció en la guardería hasta después de su tercera Navidad. La cuna se le quedaba pequeña. Era feliz por la paz de la guardería y su madre le daba el cariño que necesitaba.
El orfanato se componía de tres edificios. El primero con el único acceso desde el exterior; contenía la capilla, alojamientos para las monjas, despacho de la madre superiora, cocina, comedor y la guardería. La puerta trasera daba paso al patio, delimitado por un muro cerrado y los otros dos edificios. El de la izquierda con una habitación común para las niñas, aulas, cocina y comedor. Tal como el tercer edificio para los niños situado a la derecha.
Los recreos para las niñas y los niños no coincidían. Existía una norma de segregación, sólo permitía que coincidieran durante la misa del domingo. Los niños vestían uniforme y las niñas otro.
Roger ingresó en el tercer edificio. La disciplina era severa, la monja le guió derecho a la peluquería frente al dormitorio común, todos tenían el mismo corte de pelo. Sólo se podía hablar en el dormitorio y el patio, sin alzar la voz. En las clases cuando las maestras querían.
Si en la guardería todos compartían, aquí era diferente, cada cual poseía lo suyo. Se reunían por etnias; todos sabían el origen de Roger, ningún grupo le aceptó por ser diferente, ni siquiera los negros.
Serena asistía a dos misas cada domingo, la primera en su parroquia, la segunda en el orfanato; ambas oficiadas por el padre Paul. Después se reunían con su hermano hasta que la tarde se iba.
Mike se interesaba por Roger, quien no guardaba ningún secreto con él, su tío le contestó:
—Es bueno estar solo, así aprenderás mejor.
En efecto. Roger crecía concentrado en el estudio, su tiempo libre lo dedicaba a leer; no sólo libros de texto, también los de la biblioteca. Así fue el mejor estudiante.
Cuando empezaba a destacar, un niño de su raza le pidió:
—Roger, se me da fatal dividir. ¿Puedes ayudarme?
—¿Ahora?
—Cuando puedas.
—Puedo ahora.
Ese compañero fue el primero, mas no el único. Fue provechoso para todos. Ellos recibían su ayuda sin dar nada. Roger fue aceptado por todos los grupos y mantenía su independencia porque su ocio lo dedicaba a estudiar con sus compañeros.
Un domingo, lo contó orgulloso a su tío, discrepaba:
—¿Qué te dan a cambio?
—Ahora me tratan mejor.
—Eso está bien, pero sólo ganan ellos. Nadie da nada por nada.
Serena intervino:
—Si ahora pide, puede tener problemas. Se quejarían por qué ahora sí y antes no.
—Hay una solución, que alguien le dé por voluntad propia y se convierta en hábito. Pero conviene más forzar que esperar. ¿Conoces a alguien de confianza, que te guarde un secreto?
—Sí.
Antes de esta visita. Las monjas profesoras sabían que Roger ayudaba a sus compañeros, informaron a la madre superiora, quien citó a Roger. Iba asustado al despacho, por la seriedad de la profesora de la última clase. Se tranquilizó al ver la sonrisa de madre Hope.
—Siéntate, Roger. Me agrada saber que estás ayudando a tus compañeros. Te he citado para darte una buena noticia. Podéis ocupar cualquier aula fuera del horario de clases, para que los demás no os molesten.
Roger sonrió:
—¡Gracias, madre Hope!
Alí era un niño introvertido por su desgracia. Sus padres vinieron de Marruecos y él nació en Los Ángeles. Poseían una tienda, unos ladrones la asaltaron y asesinaron a sus padres. Un juez sentenció que ingresara en el orfanato.
Alí se mantenía aislado de todos, le costaba entenderles y no tenía ningún compañero de su raza. Cuando supo que Roger ayudaba, se decidió a pedírselo. Compartían las mismas clases, gracias a él entendía mejor el inglés.
Lunes siguiente al consejo de su tío, acabó la última clase, todos los demás salieron de ella:
—Alí, quiero pedirte un favor.
—Lo que quieras.
—¿Crees que yo debería pedir algo a cambio de mi ayuda?
—Lo creo, nadie da algo por nada. ¿Qué necesitas?
—Eso después. Se pueden ofender si antes no pedía y ahora sí. Se me ha ocurrido que si tú me das algo por ti mismo, delante de todos, ellos te imitarían.
—Tengo dinero, ¿cuánto quieres?
—¿Qué te parece un dólar?
—Trato hecho.
Se estrecharon las manos y comenzaron a estudiar.
Después en el dormitorio común, ante testigos:
—Roger, insisto, te lo mereces.
—Alí, lo hago porque me gusta.
—Toma.
Todos vieron como recibió el dólar, lo contaron a los pocos que no estaban presentes y se hizo costumbre. Quien más y quien menos tenían algún familiar que les daban algo de dinero.
Hope se enteró del negocio, hizo la vista gorda porque Roger logró algo que ellas no. Como él trataba a todos por igual, su ejemplo cundió y las peleas disminuyeron. Hope veía a Roger como un futuro líder y no quiso ponerle obstáculos.
Roger crecía admirado por todos, sin problemas y con dinero. Fue adquiriendo una voluntad de hierro y dotes de organización. Elaboraba una agenda cada noche antes de acostarse, no permitía ninguna alteración de ella, aplazaba los imprevistos hasta el primer momento libre.
Así se convirtió en el líder de los muchachos. No tenía amigos, todos le obedecían; sin distinción de raza, religión ni edad. Desarrolló una personalidad dominante.
Los mayores blancos provocaban todas las peleas hasta que Roger se reunió con su líder.
—Quiero que no haya luchas.
—¿Cuánto vas a pagar?
—Nada. Puedo callar quienes fuman.
—Y yo puedo callar que cobras dinero.
—Madre Hope lo sabe, hará la vista gorda si dejáis de pelear.
—De acuerdo. Habrá paz en el orfanato.
Aquel líder era el mayor por edad, mas no por madurez. Aprendió la lección de resolver con el diálogo. Poco a poco fue cediendo el liderazgo a Roger, prefería vivir sin complicaciones su escaso tiempo en el orfanato.
La educación primaria concluía a los doce años. Algunos preferían buscarse la vida durante el día y pasar la noche en el orfanato, en vez de seguir estudiando. Roger optó seguir estudiando. Dentro era el líder, fuera uno más. Quería ser el mejor preparado para afrontar su porvenir. Permaneció en el orfanato hasta el final de su enseñanza.
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