XI. Fragor en el valle

«Los humanos son una enfermedad, son el cáncer de este planeta, son una plaga». (Agente Smith)


Los Pueblos Del Sur fueron bautizados de esta guisa por los Del Norte debido a que se situaban al sur de ellos, pero en realidad seguían siendo septentrionales. La nieve, las ventiscas y una omnipresente penumbra caracterizaban el hondo valle que habitaban. Se dividían en tres poblados principales: Shovervhia, Hyrha y Habarhizia. Los shovervhianos contaban entre sus adalides a los hechiceros más habilidosos y eruditos, los hyrhanos a los más sangrientos y entrenados guerreros y los habarhizienses simplemente poseían oro. Estos últimos se mantenían al margen de los vientos de guerra que parecían soplar entre las otras dos tribus y trataban de que estas no estornudaran esos vientos en su dirección.

Rordelar, un emisario de ágil planta, cabellos densos y dorados, oriundo de Glanci, una aldea del valle, y miembro del Gremio De Mensajeros de Los Pueblos Del Sur, se percató de que su labor le llevaba desde hacía unos meses a él y a su níveo corcel a recorrer una ruta única: la que se encontraba entre Shovervhia e Hyrha, debido a la necesidad que estos dos clanes tenían de amenazarse mutuamente. Por primera vez en su vida, empezó a aborrecer su profesión. La escalada de violencia diplomática se encarnizaba cada día más y resultó ser él quien lo pagaba. Le amenazaron y le insultaron. Después, lo zarandearon, lo acosaron e incluso jugaron con él. Más tarde, comenzaron a aplicar en su cuerpo lo que ansiaban aplicar en el de sus enemigos: los shovervhianos generaban sortilegios sobre él para dañar su físico o confundir su mente, los hyrhanos se contentaban con propinarle sangrantes palizas. Siempre escuchaba después de sus castigos, cualesquiera que fueran sus abusadores de turno, los tambores de guerra desde lo alto de las montañas. Era la manera que ambas facciones tenían de mostrar a la otra un avance del sentido de su respuesta, pues su retumbar se sentía en todo el valle.

Durante un tiempo, Rordelar soportó tales vejaciones y perjuicios. Cuando se quejaba en su gremio, no había nadie que le sustituyera y, cuando suplicaba, nadie que se conmoviera. El maestro emisario era un sesentón borracho que solo repartía mensajes entre los prostíbulos del valle y él mismo. Bummina, la mujer de Rordelar, estaba segura de que los caudillos de Shovervhia y de Hyrha hacían todo lo que estaba en sus manos para evitar la guerra, y que más temprano que tarde volverían los tiempos felices. Rordelar asentía frente a tales razones, pero no hallaba motivos para hacerlas propias. La agresividad de shovervhianos e hyrhanos crecía como un fuego en un pajar. Ya no temía por su bienestar físico o mental, sino por su vida misma. Incluso Bummina cambió de parecer al constatar que su marido parecía cada vez menos un hombre cuando volvía a casa tras sus misiones. Ella también escuchaba los tambores de guerra y había aprendido a interpretar su retumbo como una prueba del sufrimiento de su marido, que se transformaba en el suyo propio. Le dolía en los huesos cada uno de los ominosos y rítmicos golpes que atravesaban el valle.

Tras una semana más de estoica resistencia, Rordelar trazó un plan. Si cada poblado empleaba su fortaleza particular contra él, quizá sería buena idea involucrar al que siempre se mantenía neutral. Se decía que los habarhizienses guardaban tras sus altas murallas enormes reservas de lingotes de oro. Los shovervhianos se cebaban con el mensajero a base de magia, los hyrhanos a base de puños, quizá los habarhizienses lo agredieran con oro. De salir malparado, al menos saldría rico. Se lo contó a su mujer; esta, conmovida por la idea, se dirigió al ayuntamiento para pedirle al alcalde que preparara un recibimiento de honor a Rordelar. Con las riquezas que estaba por traer, convertiría Glanci en una aldea próspera y célebre.

Así que, en cuanto los hyrhanos enviaron a Rordelar, dolorido, de vuelta a los shovervhianos con el mensaje de réplica a la respuesta de la enésima contrarréplica beligerante entre ambos, el desventurado emisario se dirigió a Habarhizia para entregar allí el mensaje destinado a los segundos. Sin embargo, en dicho poblado parecían estar al tanto de la posible llegada del mensajero, pues comenzaron a lloverle objetos desde los muros en cuanto se halló lo suficientemente cerca. Se esperanzó al creer que se trataba de los famosos lingotes de oro; por contra, se trataba de pesadas piedras que se le incrustaron en las carnes y en los huesos, infligiéndole graves heridas, hasta que tuvo a bien escapar de la ratonera.

Tintó su blanco caballo de rojo mientras se dirigía a su hogar. Bummina había vuelto del ayuntamiento acompañada del alcalde y de un sabio. Tras el regreso de Rordelar, el médico de la aldea se sumó al encuentro. La mujer ayudaba a este a curar las graves heridas de Rordelar, el alcalde valoraba y comentaba la situación sin que nadie le escuchara, y el sabio instruía al mensajero sobre qué hacer en su siguiente misión. No debía cambiar el destinatario del mensaje, sino el contenido del mismo. Ante la confesión de Rordelar de que no sabía escribir, el sabio le preparó la nota que había de entregar y, tras conseguir que el alcalde interrumpiera su parlamento, la leyó en voz alta para todos:

—«Deseamos firmar la paz con vosotros, ¡oh grandioso pueblo hermano!».

Todos ellos aplaudieron la propuesta del sabio y se congratularon, pues al día siguiente a buen seguro terminarían las tensiones entre shovervhianos e hyrhanos, y la aldea de Glanci podría continuar su apacible existencia, libre de la amenaza que suponía hallarse entre dos clanes deseosos de matarse entre sí.

Al despuntar el alba, Rordelar se dirigió a Shovervhia y entregó el mensaje redactado por el sabio. El caudillo tardó un poco más en responder de lo habitual. Al fin, ordenó a sus magos que procedieran con él como habitualmente hacían: le atacaron con rayos mágicos que le deformaron y le confundieron y le dolieron. Más tarde, le despacharon mientras colocaban en su zurrón el pergamino que debía ser depositado en las manos del caudillo rival ese mismo día. Rordelar trepó a duras penas a su caballo, mientras resonaban en algún lugar de su aturdida mente los lacerantes golpes de tambor.

El albo corcel se fundía en el aún más albo paisaje. La nieve se posaba lentamente sobre el jinete, a su vez postrado sobre el animal, hasta el punto de hacerlo casi desaparecer. Durante unos minutos, pareció que solo había vida, pureza y paz en la quietud del valle. Entonces, Rordelar llegó a Hyrha y hubo de reunir todas sus fuerzas para apearse de su montura y entrar por las tenebrosas puertas del poblado. Al llegar junto al caudillo, a punto estuvo de desplomarse sobre las baldosas. Entonces, como un resorte, sin siquiera extraer el pergamino, explotó de esta guisa:

—¡Los shovervhianos quieren guerrear, ahora mismo, sin tardanza! ¡Su caudillo lo declaró delante de todos, están listos para la guerra! ¡Mataos, descuartizaos, prended fuego a todo, no dejéis piedra sobre piedra! ¡Ah, el caudillo shovervhiano ha añadido que todos los hyrhanos sois unos cobardes y que os espera allí en este mismo momento!

Hubo una movilización inmediata. Los soldados hyrhanos desenfundaron y blandieron sus espadas de bronce, eructaron sus quebrados gritos de guerra y ensillaron sus corceles. El caudillo envió a los percusionistas a lo alto de la montaña con el mandato de que tocaran con más ahínco que nunca; pronto, el ritmo de guerra inundó el valle. Tanto fue así que comenzaron a retumbar los tambores del otro lado a modo de respuesta, para fusionarse en un rítmico homenaje a los dioses de la guerra. Rordelar presenció atónito, y fue lo último que presenció en su vida, cómo los caballos lo arrollaban y cómo crujían sus propios huesos al partirse bajo su embestida. Había sobrevivido a insultos, amenazas, empellones, sacudidas, golpes, hechizos y una lluvia de piedras, pero sufrir los cascos de cientos de caballos sobre su cuerpo fue definitivo. Unos leves gemidos, mudados en volátil nube de vaho, conformaron su postrera sentencia.

Al salir del poblado, las mismas herraduras que atacaron a Rordelar estremecieron la tierra. El tumulto de los guerreros se unió a la orquesta. Un rumor lejano sugería que una escena similar se desarrollaba en el otro extremo del valle. El estruendo sumado de tambores, caballos y guerreros causó un temblor equivalente a un corrimiento de tierra, el cual a su vez originó un alud descomunal que se cernió sobre todo lo que se encontraba en el valle y, por tanto, sobre sus habitantes: los shovervhianos, los hyrhanos, los habarhizienses y los aldeanos de Glanci y de otras localidades menores. Todos, sin excepción, fueron sepultados, allá donde se hallaren, bajo una capa de nieve alta y espesa como un bosque de abedules. Los shovervhianos expiraron con sus dedos trémulos, llenos de magia, alzados en el aire. Los hyrhanos perecieron como endebles muñecos de esparto equipados con espadas de palo. Los habarhizienses fenecieron en lo más hondo de sus brillantes hogares, en postura fetal sobre unos lingotes de oro destinados a ver apagados sus fulgores. Los percusionistas fueron arrastrados por la lechosa avalancha para reunirse con la silente sinfonía de la muerte. Bummina sucumbió llorando, el maestro emisario, bebiendo, el alcalde, parloteando, el sabio, reflexionando. Al día siguiente, no quedaba nadie vivo, humano o animal, en el valle de Los Pueblos Del Sur.

Ø

Una década más tarde, las montañas eran nobles e imperturbables testigos de cómo los nuevos colonos fluían y habitaban el valle, utilizaban los viejos edificios como canteras y colaban alguna canción folclórica en medio de los insultos, amenazas e incluso escaramuzas que practicaban entre los diferentes clanes. En uno de los nuevos asentamientos, llamado Otreci, un anciano explicaba, en una reunión familiar junto al fuego, lo sucedido diez años atrás en el acontecimiento trágico que se dio en llamar El Manotazo Helado De Los Dioses:

—Es bien sabido y yace en la sabiduría ancestral más profunda que jamás conviene provocar la ira de los dioses y es de conocimiento común que lo más importante que existe en la vida es, si ello llega a suceder, aplacar su furia, pues en su divina mano reside el castigarnos por no alzar al viento con suficiente empuje la ira de nuestras gargantas tras un ultraje, o por no golpear con el suficiente brío nuestros tambores al ritmo marcado en las estrellas, o por no espolear a nuestras monturas con la suficiente vehemencia como para insuflarles el ímpetu con que los corazones deben abrazar la batalla. Así, los anteriores moradores del valle perecieron por pusilánimes y por herejes.

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