VIII. La sombra en el fuego

«Y, cuando me encontró, me dijo que en realidad no lo estaba buscando a él. Buscaba una respuesta. Es la pregunta la que nos impulsa, Neo. Es la pregunta la que te trajo aquí». (Trinity)


Enciendo la luz del salón durante unos instantes antes de que rebase la medianoche. Después, la apago. Todo en orden, todo en calma.

Sin embargo, un temblor mancha tu mirada femenina. ¿Por qué, vida mía? No hay nada que temer. La noche invernal es tu amiga y gozas de mi cariño y protección. De eso no has de dudar.

Me paseo durante unos minutos por el silente hogar, bendiciendo los espacios, antes de acudir a abrazar tu espíritu y tus sueños. Ha terminado el día.

Ø

Desayunas rápido porque llegas tarde al trabajo. Eso no sucedería si te levantaras un poquito más temprano. ¿Por qué no lo haces? ¿Acaso te sienta bien el desayuno de esta manera? Es más, deberías disfrutarlo para empezar bien el día. No me haces caso.

Empieza a hacérmelo ahora, ¿de acuerdo?

Me debes cierto respeto. No me tienes en cuenta lo suficiente.

Por suerte, es tu último día de trabajo. Las vacaciones de Navidad comienzan mañana para ti y yo te tendré en casa para mí; en esta enorme casa de campo. No querías mudarte aquí, se te queda grande, ¿verdad? Sin embargo, no tuviste más remedio.

Ø

Lanzas tu abrigo al aire al volver. Queda colocado en el sofá de la salita frente al televisor, como un familiar más. Me contagio de tu emoción al verte colocar tu primer pie en las vacaciones de invierno. Las estabas esperando desde hacía tiempo. Tus celebraciones se alinean con las sensaciones al dejar el trabajo durante dos semanas. Cantas, corres, bailas. No te preocupes por mí, yo te observo con amor y no te juzgo. Este es nuestro hogar y eres libre de hacer lo que te plazca, mientras sigas guardando un mínimo de respeto.

Te echas en el sofá y no te separas del teléfono móvil durante la siguiente hora, mientras te balanceas como un gato ronroneante. Comprendo que quieres anunciar a todas tus amigas que por fin eres libre. Soy muy comprensivo y lo entiendo. La armonía es lo único que busco, tengo fe en que lo sabes.

El resto del día transcurre con un tono algo más apagado. La euforia solo te ha durado un par de horas. El hecho de que ninguna amiga pueda quedar contigo hoy, excusándose en que vives demasiado lejos de la ciudad, relaja tu activación hasta el punto de que te cubres con una manta. Ha abandonado tu cuerpo el calor de la emoción. Al rato vas a cocinar y te llevas la manta contigo. Te justificas con que no quieres que te salte el aceite, pero lo cierto es que te sientes arropada, ¿verdad? No hacemos las cosas por nada.

Dispones los congelados en la sartén con tanto afán que el aceite en efecto te ataca, justo en la única parte de tu cuerpo que portas descubierta: el rostro. En concreto, la mejilla. Te quejas del dolor, pero me apresuro a consumir la gota de aceite con un beso. El alivio que experimentas es inmediato. Un murmullo de alivio me muestra tu agradecimiento. Al instante, te centras de nuevo en los alimentos que preparas. Se trata de un salteado de verduras: maíz, guisantes, cebolla y setas. ¿No hay carne hoy? Respiro el aroma que se desprende del sencillo guiso y me siento crecer de manera sutil. Echo de menos algo más sustancioso.

Unos minutos más tarde, te contemplo ingerir los alimentos. En efecto, tu ánimo ha declinado. Cuando tu espíritu navega las aguas de la noche, decide que lo mejor es colocarle punto final al día. De nuevo yazgo contigo para abrazar tu espíritu y tus sueños.

Ø

El verdadero aturdimiento lo experimentas a la mañana siguiente. No recordaste desactivar el despertador, por lo que este te arranca de tus travesías oníricas en el momento en que otro día te habrías preparado para ir a trabajar, pero hoy no has de hacerlo y maldices la interrupción. Comprendo tu irritación, yo comprendo muchas cosas.

La armonía del hogar ha de ser preservada, así que me apresuro a bendecir las estancias antes de que te levantes e inicies tu día. Sin embargo, no lo haces hasta muy tarde. Me preocupo. Acudo de nuevo a tu cuarto y te hallo enfrascada en el llanto. Entiendo que tus vacaciones no han arrancado como te imaginabas. No, espera, el problema es que ni siquiera habías imaginado qué harías en vacaciones. No planificaste nada y ahora te topas con un vacío que no sabes llenar y una larga carretera que te separa de tomarte un café espontáneo con alguien en la ciudad. Añadamos que el desinterés de tus amigas no ayuda, ¿verdad, querida? Mas yo te pregunto, ¿para qué necesitas todo eso? En el hogar hallas lo que requieres. La felicidad de una persona recogida en su casa no se puede comparar con nada. Y me tienes a mí. ¿Por qué te deprimes al no poder ver a algunas personas?

Pasaremos unas vacaciones hogareñas, tú y yo. ¿De acuerdo?

Ø

El llanto no te abandona hasta pasado el mediodía, cuando por fin te levantas para desayunar. Me aflige verte así, pero juntos conseguiremos que te sobrepongas. La clave está en que, por muy tarde que tenga lugar, el desayuno deje los estómagos satisfechos. Y es tu estómago el que me importa, así que proporciónale sabrosos alimentos. Te sugiero huevos con beicon, un café con leche y tostadas con mantequilla y mermelada. Nada me alegrará más el espíritu que te nutras con profusión. Sin embargo, desoyes mis consejos y te exprimes un prosaico zumo de naranja. ¿Por qué? Necesitas energía y sustancia, pequeña criatura. ¿Acaso quieres que yo también languidezca entre estas cuatro paredes?

Tras ingerir el líquido, te sientas en el sofá de la biblioteca y contemplas el fuego. Es un fuego que te produce turbación, lo sé. Expresas en voz alta esa inquietud: «¿Por qué demonios no se apaga nunca?». Algún día lo entenderás. Llevas pocas semanas en esta casa y desconoces ciertos fenómenos. Has de saber que solo se trata de tener paciencia (casi siempre se trata de eso). Agarras el teléfono móvil y reemprendes tus intentos de tejer planes con tus amigas, extendiéndolos también a la familia. A juzgar por tus expresiones, sigue sin haber suerte. Yo me ocupo en pasearme por las estancias, armonizando las energías. No quiero estar siempre encima de ti. Nuestra convivencia me llena, pero debo ser moderado en mis acciones para contigo.

Sin embargo, percibo un ruido sordo que me hace volver con celeridad a la biblioteca. Tu cuerpo se halla tendido en el suelo. El teléfono móvil yace destrozado a un lado. Unas gotas de sangre manchan el enlosado; te has dado un golpe en la cabeza al caer. Mi espíritu se sobresalta y se apresura a bendecir la estancia. Canalizo las energías para orientarlas hacia tu persona. Las fuerzas del hogar reaccionan a mi llamada y adquieren un tono encarnado por el movimiento. Por suerte, mis esfuerzos dan fruto y te incorporas lentamente. Aturdida, acudes al cuarto de baño para curarte.

Yo entiendo lo que ha sucedido, pues entiendo muchas cosas. Desoyendo mis consejos, no obtuviste la suficiente energía durante el desayuno, y la desidia de tus amigas, e incluso de tu familia, ha facilitado el desvanecimiento. Has de alimentarte como ha de ser, ¡ahora mismo! Sin embargo, ignoras de nuevo mis advertencias y te dispones a darte una ducha. ¿Y si te vuelves a sentir débil y resbalas? No puedo permitirlo, así que entro contigo. Mi amor no abarca tu desnudez y puedes mostrármela con naturalidad. Realizas un leve gesto al aire que interpreto como que me regalas tu aprobación. Arrojas tu ropa a un rincón y te colocas debajo del chorro de agua; te sigo. Una serenidad súbita te invade mientras la cascada sagrada se precipita sobre ti. Me recuerdas a una hermana ancestral de la fertilidad, con los pechos hinchados y gesto adusto. No has preocuparte por nada más, ¿me entiendes? Yo estoy aquí para velar por tu hogar y por ti. Reconsidera lo que te propuse. Has de pasar unas vacaciones hogareñas, conmigo.

Ø

Durante lo que resta de día te entregas a la inactividad más absoluta. El sofá del salón parece tu amigo íntimo, pues abrazada a él ves pasar varias películas ante tus ojos. Se me antoja una estampa hermosa. Permanezco a tu lado y te acaricio durante toda la velada. Al final de la cuarta película, caminas hasta la biblioteca y te quedas de nuevo absorta admirando el crepitar del fuego bajo la chimenea. Me coloco a tu lado, lo más cerca posible. Contemplo el verde de tus iris brillar al reflejo del elemento ígneo. Rozo tu mejilla en el lugar donde te quemaste anoche. No te duele, ¿verdad? Un escalofrío recorre tu cuerpo. Te giras de manera repentina en mi dirección. Yo me asombro ante lo que parece una mirada profunda e inquisitiva por tu parte. Sin embargo, comprendo... comprendo muchas cosas y esta vez, como para igualarme, te sobreviene el entendimiento. Estudiaste la carrera de historia, has de saber, has de comprender... Una revelación sagrada en tu primer día de vacaciones hogareñas acaece en tu conciencia mientras me miras... ¿Me ves?

A modo de saludo a las agradables veladas por venir, uno en compañía del otro, cierras los ojos y respiras hondamente. Se está estableciendo el vínculo. Ya nada volverá a ser igual.

Ø

La repisa de la chimenea ha de ser el lugar elegido, como no puede ser de otra manera; me congratula corroborar que no albergas dudas al respecto. Lo limpias de polvo y lo observas. Sé que estás planificando cómo acondicionarlo. Rauda, te vistes para salir de la casa. El calor que anida en tu alma te anima a enfrentar la hostil gelidez del exterior y el tedioso viaje en coche hasta la población más cercana. Unas horas después, vuelves con una bolsa en las manos. Extraes de ella varios objetos: un bello cuenco de color esmeralda, bajo y ancho, que pese a la penumbra del salón luce con cierto brillo; un soporte para las barritas aromáticas de incienso, que colocas a la derecha del cuenco; un jarrón estrecho con dos gerberas, una amarilla y la otra rosa, que ubicas a la izquierda. Prendes una barrita de aroma a gardenias y corres a la cocina. Yo prefiero aguardar, expectante, en el lugar de culto. Vuelves con una copita de tinto. Un regocijo anticipatorio sacude mi esencia, pues me hallo en plena confirmación de que por fin has captado mi naturaleza. Me has entendido cabalmente. Si solo supieras cómo ansío recrearme con los aromas de la libación. Retiras el anillo de oro de tu dedo y lo colocas sobre el cuenco mientras alzas el vino. Vuelves a escudriñar en mi dirección. Una expresión de arrobamiento tiñe tu rostro. Después, observas la copa y efectúas un pequeño trago. Derramas el líquido restante sobre el fuego, originando la ascensión de una ardiente columna en el interior de la chimenea y también de mi espíritu. Te quedas observando por enésima vez ese fuego cuyo eterno fulgor antes te preocupaba y ahora te reconforta. Lo contemplas con otros ojos, ebrios de iluminación. También te cesa de inquietar en este momento el capricho de las luces de la casa, que se encienden y apagan al margen de tu voluntad, ¿verdad, querida? Asimismo, ya no te estremecerá esa presencia ancestral que intuyes por las noches en lo más íntimo de tu lecho. No has de temer por nada más, hermosa mía, pues yo soy tu protector y el regente de esta casa.

La fuerza que me otorga tu generosa libación me conmina a encauzar mis energías hacia las llamas; me ubico en el corazón del hogar, erguido sobre las brasas y abrazado al fuego, para manifestarme con mayor refulgencia ante tus ojos.

Casi podrías decir que vislumbras en el fuego una sombra semejante a la de un hombre semi-divino, ¿verdad?

Pues ese soy, el dios protector de tu hogar y de sus moradores.

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