IX. Pies de pato
«Negar nuestros impulsos es negar justo lo que nos hace humanos». (Ratón)
Siempre hubo rumores de leyendas sobre la arboleda que rodea al río Erro entre Lizoáin-Arriasgoiti y Urroz-Villa. Mi familia me dejó claro desde pequeño que era un lugar prohibido y durante mucho tiempo desconocí el porqué. Cada vez que deseaba saciar mi curiosidad al respecto, rostros encolerizados me indicaban que lo más aconsejable era correr sobre el asunto un tupido velo. Me acostumbré así a guardar silencio e incluso olvidar durante muchos años ese halo de misterio que rodeaba tan enigmático bosque. Lo que no sospechaba es que mi destino era desentrañar de primera mano tal enigma, y lo hice con mis veinte años recién soplados.
Paseaba yo mi rebaño cerca de Urroz-Villa y me aguardaba todo el camino de regreso a mi casa en Lizoáin. El cielo se hallaba encapotado pero no presagiaba lluvia, quizás una tormenta eléctrica. El estruendo de un trueno espantó, de hecho, a mi coja oveja Hankamotxa, a lo que la malhadada se internó en el susodicho bosque de los secretos. Fue la primera vez que hube de hacerlo y viviré todos los días de mi vida en penitencia por ello.
Dejé el rebaño a cargo de mi adiestrado pastor vasco Txuri y me adentré en la floresta. No podía permitirme perder una oveja, por muy coja y malhadada que fuera. Mi familia atravesaba dificultades económicas; mi padre me daría un revés importante al contar una oveja menos a mi regreso. La exigua luz que el día retenía se redujo todavía más, de denso que era aquel bosque. Un camino asilvestrado lo recorría y me guiaba por el borde del Erro. No sé si eran imaginaciones mías pero hacía más frío allí. Yo gritaba «¡Hankamotxa, Hankamotxa!», pero la maldita, para ser coja, había corrido como mil demonios, pues no la avistaba por parte alguna. El camino se aproximaba cada vez más al río hasta el punto de que en un trecho se fundía con él. Mis botas hubieron de conocer el fango en varias ocasiones. Ya comencé a plantearme volver sobre mis pasos, dando a Hankamotxa por perdida, cuando una voz angelical que cantaba desde el río penetró mis oídos. Me giré en la dirección de la que provenía dicho canto y no pude creer lo que presenciaron mis ojos. Una mujer bellísima y desnudísima, bañándose en la orilla pedregosa, desenmarañaba con un peine de oro su larguísima cabellera taheña. Me vio y, al hacerlo, detuvo su cantar y su peinar.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó con ese mismo timbre angelical.
—Antxon, ¿y tú?
—Laminak.
—Qué nombre más raro.
—¿Te quieres casar conmigo?
—¿Cómo dices?
Pareciéndome mi respuesta un tanto alelada y, dado que ella guardó silencio, añadí:
—Quiero decir, eres bonita pero... ¿así de repente? ¿Y por qué estás aquí sola y desnuda?
Ella mantuvo su silencio, pero me indicó con gestos que me aproximara. Al principio tuve reparos a hacerlo; miré alrededor y no había nadie más. Yo era joven, alocado y soltero; ella, desnuda, preciosa y seductora... Cuando me hallé a menos de un metro, me abrazó y comenzó a regalarme mordisquitos por el cuello. Entonces experimenté una mala intuición. Recordé las leyendas y la fama funesta de ese bosque y comprendí las razones. Todo aquello no era natural. De hecho, quizá fuera fruto de brujería. Aparté a la mujer y me marché a paso rápido por donde había venido. Mientras corría, noté que el canto se reanudaba a mis espaldas. La maldita de Hankamotxa me esperaba junto a las demás ovejas. ¿Por dónde había salido la malhadada? Con la sensación de despertar de un sueño, volví a casa bajo la tormenta eléctrica.
Mi madre debió de percatarse de mi aturdimiento, pues me preguntó:
—¿Has estado en la arboleda del Erro?
—¿Cómo lo sabe, madre?
—Porque llevas la misma cara que trajo mi bendito padre cuando lo hizo hace cuarenta años. Él salió muy malparado. Se volvió loco, se convirtió en otra persona. Has de alejarte de la arboleda, ¡haz lo que te digo!
—¿Por qué no me lo dijo antes, madre?
—¡Porque no lo habrías entendido! ¿Acaso le viste los pies?
—No, ¿por qué habría de hacerlo?
—Porque a buen seguro es una lamia.
Acompañó sus palabras de un sonoro guantazo que aún a día de hoy siento en ocasiones retumbar en mi mejilla. Sin embargo, está en el corazón de todo joven desobedecer a sus progenitores cuando no les son explicadas las razones de sus prohibiciones, con lo que al día siguiente me aproximé de nuevo a la arboleda del Erro por la parte de Urroz-Villa. Dejando a mis ovejas a cargo de Txuri, me adentré en la oscuridad penetrante bajo los árboles.
Encontré de nuevo a la bellísima mujer desnuda al borde del río y le grité desde lejos:
—¡Soy casadero! Hace tiempo que busco novia, me casaré contigo.
Ella me miró y dejó a un lado ese peine dorado que tanto brillaba.
—¿De veras?
—Claro. ¿Cuántas oportunidades crees que tengo de encontrar esposa por estos lares? ¿Cuándo querrás casarte?
—Ahora mismo.
—¿Ahora? No sé si es posible. Habría que avisar al cura, preparar el banquete...
—No, nos podemos casar tú y yo ahora mismo mediante un ritual. Solo acércate a mí.
—¿Por qué no sales nunca del agua? Me gustaría ver tus pies.
—No has de verlos. Acércate y besa a la novia.
Ella era realmente hermosa. Olvidé las advertencias de mi madre y besé a... ¿cómo me dijo que se llamaba? Entonces comenzó a morderme el cuello y di un brinco.
—Si insistes en morderme, así no me casaré —dije.
La alejé de mí y reemprendí el camino de vuelta a casa. Ella abandonó la orilla y me persiguió. Entonces pude entender que no se trataba de un ser humano. Sus pies no eran tal sino patas de pato. Corrió tras mi persona, pero yo corrí más. Sí me alcanzaron, en cambio, sus palabras a través del viento:
—¡Por favor, no huyas de mí! ¡Solo soy diferente a ti, pero te amo con mi corazón!
—¿Y los mordiscos son muestras de ese amor?
—Confieso que mi primer impulso fue consumirte, pero me contendré y seremos felices juntos. Los dos vivos, ¡lo prometo!
Me detuve de golpe y me di la vuelta, tratando de ver a ese ser con otros ojos. Seguía pareciéndome seductora y preciosa, a pesar de sus patas de pato. No deseaba ya mi vida de pastor; deseaba una vida con mi lamia, hacer el amor con ella en el bosque y engendrar criaturitas mitológicas. Eso sí, siempre y cuando respetara mis tradiciones cristianas.
Sus mordiscos se convirtieron en besos que recorrieron mi cuerpo conforme me quitaba la ropa. Yo, sospechando adónde conducía todo aquello, me detuve de nuevo:
—¡Debemos casarnos primero!
—Pues nos casaremos ahora mismo. Ya te lo he dicho.
—¡No, no, no! Se ha de celebrar una boda cristiana tradicional. Necesitamos padrinos, invitados, un cura, un lugar para el banquete...
Yo pronunciaba todas estas palabras mientras me alejaba del río y volvía por el camino de vuelta a casa, dejando a mi lamia atrás. Tan ensimismado estaba en mis planes que ni me despedí de mi prometida.
—Voy a casarme con mi lamia —sentencié al abrir la puerta de mi casa.
Mi padre, sin pronunciar palabra, se levantó, se acercó a mí y me asestó tal palmada en el cogote que se tambalearon mis pensamientos. Pero eso no fue lo peor. Mi imprudencia me costó cara a mí y también a mi lamia. Mi padre me recluyó en mi cuarto y acudió a parlamentar con los vecinos.
Se organizó una batida contra mi querida. Armados con lanzas y antorchas, mis convecinos buscaron, encontraron y asesinaron a mi mujer de los bosques. Solo cuando terminó la campaña me permitieron abandonar mi encierro. Mi corazón, no obstante, permaneció en las tinieblas.
Desde entonces, continué con mi vida de pastor y la aderecé de los tintes melancólicos que solo la poesía bucólica es capaz de brindar. Soñé con la Arcadia bajo la sombra de los árboles que una vez cobijaron a mi amada. Y la lloro allí cada vez que voy, derramando mi torrente de sentimientos en el Erro, cada día un poco más caudaloso gracias a mi aflicción.
¡Oh, mi querida lamia! Por cierto, que nunca conseguí recordar su nombre.
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