II. Esperanza
Dedicado a Roscisela Huashuayllo
«No he venido para deciros cómo acabará todo esto. Al contrario, he venido a deciros cómo va a comenzar». (Neo)
Mis pasos son tan ingrávidos como lo han sido siempre, pero ahora parece como si caminara sobre un mundo más frágil, y cualquier pequeño descuido lo pudiera estropear. Sin embargo, es agradable sentir la tierra y la hierba bajo mis pies al andar; me he propuesto dar un paseo por el exterior al menos una vez al día, siempre extremando las precauciones, es decir, con mi traje aislante y mi mascarilla integral bien colocados, y distanciándome lo máximo posible de los demás. La escasa gente que veo va igual de protegida que yo. Solo unos pocos se atreven a abrirse partes del traje para disfrutar del magnífico sol de hoy, sentados sobre el césped junto a manteles con algún refrigerio. Casi todos están solos; únicamente he visto a una pareja. Pese a ser introvertida y por tanto tener preferencia a hacer las cosas en solitario, el panorama se me antoja desolador. Sigo siendo un ser humano que necesita relacionarse de vez en cuando. Hace años, los parques de la ciudad bullían de vida, con sus grupos de amigos, sus familias chillonas, sus parejas de enamorados, sus deportistas sudorosos. Concretamente, diez años, antes de que comenzara la pandemia.
La especie humana ha sido diezmada por un virus con una letalidad y una tasa de contagio superiores al noventa por ciento. Y quizás habría sido peor si no hubiera surgido un muro de contención inesperado, conformado por nosotros, los de mi clase, los olvidados, los desapercibidos, los que eludimos el contacto social: los introvertidos. Nosotros no tenemos tanta necesidad de salir y hallamos placer en las tareas domésticas o en la lectura de un libro. Podemos resistir encerrados en casa durante largos periodos y por tanto apenas nos contagiamos.
Se tardó un tiempo en detectar las conexiones entre personalidad y vulnerabilidad al virus, pero pronto se entendió también que una mayor propensión a quedarse en casa no era suficiente para explicar el fenómeno, pues la terrorífica mortandad terminó animando incluso a los extrovertidos a confinarse y aun así estos morían más. Los análisis de laboratorio concluyeron que los introvertidos infectados eran más resistentes al virus. Este había mostrado su debilidad por el sistema nervioso desde sus inicios. Según explican los científicos, los extrovertidos poseen un nivel cerebral de activación bajo, al contrario que los introvertidos, que lo tienen alto de base. Por eso, los primeros necesitan actividad externa, para suplir la que les falta procedente de su interior, y de ahí su comportamiento orientado hacia fuera, mientras que los segundos se satisfacen con actividades más tranquilas por estar ya activados de origen. El microorganismo, alrededor de su tercer año con nosotros, especializó a una de sus proteínas para que se acoplara a las neuronas que estaban sedientas de actividad, neuronas que los extrovertidos tenían, y las proveería de la activación que demandaban. Esa conexión fue mortal para nuestra gente sociable.
Así, este maldito virus nos ha dejado un mundo con una población de personas volcadas en sí mismas. Se piensa que la enfermedad está casi erradicada, pero la extraordinaria matanza mundial que ha provocado nos ha infundido un temor reverencial a que vuelva a mutar y rebrote. Se alerta continuamente de que cualquier descuido, por ligero que este sea, podría hacerla renacer. No podríamos hacer frente anímica y corporalmente a una nueva ola.
Todos estos pensamientos asaltan mi mente en la que está siendo mi primera salida de ocio en años. Me toco inconscientemente la hebilla superior del traje. Me estoy asando. A mediados de marzo y con un sol maravilloso reclamándome, me pregunto si habría problema en liberarme un poco, como hacen algunos. Ha sido un invierno largo y gris. Me gustaría disfrutar de este sol benigno durante al menos unos minutos.
Camino por el parque un trecho más mientras busco un lugar alejado de cualquier otra persona para sentarme. Al fin, encuentro una zona de césped agradable, entre árboles pero soleado, y a recaudo del camino principal. Me siento y palpo de nuevo mi cremallera. Me cuesta hacerlo. Debajo tengo muy poca ropa pues no tenía planeado quitarme el traje. Solo un top corto, demasiado escotado, en la parte superior. Espero que aquí nadie me moleste. Al fin y al cabo, estoy en un mundo de personas como yo, personas con cierta fobia social.
Me bajo la cremallera hasta la boca del estómago y me abro el traje. Me desabrocho la mascarilla integral, que es como un casco, y la coloco en mi regazo. Meso mi cabello, cierro los ojos y oriento mi cara al sol. Es una sensación tan agradable... El aire puro del parque, más puro todavía debido a la reducción drástica del tráfico y la industria en la ciudad, entra en mí como un bálsamo curativo. Noto el tacto del sol sobre mi rostro, sus dedos cálidos me acarician y me producen somnolencia. Miro a mi alrededor, no hay nadie. Me tumbo boca arriba, colocando mis manos detrás de la cabeza para no ensuciarme el cabello. De pronto, me siento como una astronauta que hubiera descubierto un planeta, pues aquí estoy, disfrutando de un mundo que, pese a ser el lugar donde nací, me es en muchos sentidos nuevo; a tener esa impresión ayuda el traje aparatoso que vestimos. Quizá sea la ocasión idónea para volver a colonizar el mundo y hacerlo bien esta vez. En fin, dicen que de las crisis nacen oportunidades.
Algo me tapa el sol durante apenas un segundo. Abro los ojos y veo una persona pasando cerca de mí. Azorada, me abrocho el traje hasta arriba de nuevo y me coloco la mascarilla integral. No soy capaz de detectar si la persona me mira, pues se halla a contraluz, pero no importa, pues continúa su camino hasta perderse de vista. Permanezco totalmente protegida durante unos diez minutos más, hasta que el calor me agobia de nuevo y decido volver a abrirme el traje y quitarme la mascarilla. Al hacerlo, me sumerjo en las mismas experiencias placenteras de hace un momento. No obstante, cuando apenas llevo unos minutos así, los ladridos de un perro relativamente cercano me sobresaltan y vuelvo a cubrirme con precipitación. El dueño del animal lo reclama y veo que ambos se alejan. Me cuesta más tiempo que antes bajar mis defensas. Transcurre casi media hora cuando veo que no ha pasado nadie más cerca de mí, entonces me abro el traje y me quito la mascarilla. Estoy sudando. Pero esta vez sí, el relajamiento es prolongado... Me permito entrar en un dulce duermevela. Al cabo, me sobresalta una voz.
—Hola.
Si no tomo en cuenta a los pocos cajeros de supermercado que no han sido reemplazados por máquinas, es el primer ser humano que se dirige a mí en persona. Me protejo de nuevo rápidamente y me vuelvo hacia la voz, incorporándome. Es una niña. A pesar de que su traje me dificulta calcular su edad, no debe de ser mayor de siete años. Qué horror, nacer en pandemia. Nos quedamos mirando fijamente la una a la otra.
—Hola —digo, titubeando. Mi voz me suena ronca por la falta de uso. Ninguna de las dos añade nada. Ni siquiera parece que quiera decir algo más, solo me mira; se retuerce las manos. Pronto viene su padre corriendo, sofocado, y la agarra de la mano.
—Discúlpame —me dice—, se me ha escapado.
Padre e hija se dan la vuelta y se alejan de mí. Me quedo allí plantada, incapaz de decir o pensar nada, aun de moverme.
—¡Esperad! —grito, sorprendiéndome a mí misma. La pareja se gira y me observa, expectante—. ¿Cómo estáis? —pregunto en un hilo de voz.
A pesar de no ver bien sus expresiones faciales a través de la pantalla de sus máscaras, noto que el hombre vacila. Todos somos introvertidos. La interacción social no será fácil.
—Bien —me responde, al fin—. ¿Y tú?
La niña da un paso hacia mí, su padre acentúa el agarre sobre su manita.
—Viva —digo.
Nos quedamos los tres inmóviles entre los árboles, caldeados por un sol que no da tregua. Intento esbozar una sonrisa pero no sé si es visible.
—¿Dónde está tu papá? —me pregunta la pequeña.
Ese es su mundo. Un mundo horrible de soledad y pandemia, donde su padre es probablemente la única persona que conoce, así que proyecta esa vivencia sobre los demás.
—Mi papá... ya no está —respondo—. Ni mi mamá, ni mis hermanos. Estoy sola.
—Lo siento mucho —dice el hombre.
—No pasa nada. Ya lo asumí.
No responden nada a eso y me siento incómoda. Es una sensación familiar, pese a que hacía tiempo que no la experimentaba. No recordaba cuánto me intranquiliza el contacto social. Ojalá no les hubiera retenido.
—Hasta luego —digo, dándome la vuelta.
Espero que se vayan, pero en cambio oigo de nuevo la voz de la niña:
—¿Cuántos años tienes? Yo tengo ocho.
Me giro otra vez y observo cómo el hombre hace esfuerzos por contener a su hija, quien trata de dar pasos en mi dirección.
—Cariño, no te acerques —le dice.
—No estoy contagiada —replico.
—Nosotros tampoco. Disculpa. Es por precaución.
—Claro, lo entiendo.
Sigo deseando que se marchen. A pesar de lo estúpido que pueda sonar tras tantos años aislada, todos mis impulsos me urgen a estar sola. Pero otra parte de mí necesita que se queden y hablen conmigo. Una cosa es lo que queremos y otra lo que necesitamos.
—Tengo veintinueve años —digo, dirigiéndome a la niña.
Esta parece sonreír y mira a su padre.
—Yo tengo cuarenta —dice este, risueño. Me fijo por primera vez en él, o mejor dicho intento deducir cosas de él a través de su traje y mascarilla. Parece estar en decente forma, alto, de anchas espaldas, y adivino un bigote arreglado y unos ojos claros. No recordaba lo que era fijarse en un hombre. ¿Es atractivo? Ni idea. La pandemia ha matado muchas más cosas de las que parece—. Oye... ¿Te gustaría que nos sentáramos a charlar un rato? Parece que estás sola y no sé...
El hombre está nervioso y le cuesta horrores formular su propuesta, pero a mí me supondrá infiernos y odiseas aceptarla. Quiero argumentar que deseo estar sola para tomar el sol, pero me suena tan cretino en mi cabeza que me rindo ante lo razonable de su ofrecimiento. Sin embargo, no logro contestar a tiempo, así que dice:
—Disculpa si te he molestado, no...
—¡Está bien! Sentaos.
—Si quieres, nosotros nos sentamos en este árbol y tú en ese. Así estamos lejos.
—De acuerdo.
Ocupo la pequeña franja de sombra que proporciona el tronco. Aunque la mascarilla integral tiene un filtro que apenas deja pasar partículas, quizá huelan mi sudor. Me moriría de vergüenza.
—Son tiempos extraños, ¿verdad? —dice el hombre. Comprobar que tiene tan pocas habilidades sociales como yo me serena un poco.
—Sí, lo son.
—Sí...
—Pero hace un día muy bonito —dice la niña.
Le sonrío. Quizá ella se pueda adaptar a vivir en este horrible mundo, no ha conocido otra cosa. Para ella, la situación solo puede mejorar. El hombre también sonríe y le coloca un brazo sobre el hombro.
—Me llamo Andrés y mi hija Esperanza.
—Esperanza, bonito nombre.
—Es el mejor nombre del mundo —dice ella.
—Sé que está en desuso, pero nos pareció adecuado rescatarlo a su madre y a mí. —Se me ocurren miles de preguntas que hacerle. No le hago ninguna. Él, sin saberlo, responde en parte a algunas de ellas—: Enfermó del virus y murió.
—Lo siento.
—No pasa nada, sucedió hace tiempo.
No respondo.
—¿Y tú cómo te llamas? —me pregunta Esperanza.
—Oh, perdón, me llamo Álex.
—¿Alejandra? —dice Andrés. Se queda pensativo unos segundos y añade—: Qué curioso. Mi nombre significa «hombre» y el tuyo «amigo de los hombres».
Se ríe dentro de su máscara y revela una dentadura brillante y perfecta.
—Mira qué bien —digo. La niña se ríe.
—Estudié filología. Ahora no me sirve más que para estas cosas, ya ves.
—¿En qué trabajas?
—Doy clases particulares a niños. A distancia, claro. Les enseño de todo, de lo que necesiten repasar. El resto del tiempo, lo dedico a educar a mi hija.
—Voy a ser la presidenta del mundo —dice esta.
—Claro que sí —dice Andrés, risueño—. Pero antes tienes que estudiar mucho.
Mis defensas se derrumban por completo. No existe nada remotamente peligroso en ellos para mí. Esa convicción me ayuda a relajarme más.
—Yo estudiaba en la universidad —digo—, pero entonces fue cuando apareció el virus. Todos en mi familia murieron menos yo. La mayor parte de los profesores también murió, así que me dejé los estudios a mitad. Tampoco es que tuviera ganas de seguir, ni dinero.
—¿Cómo te sostienes, entonces?
—Con las ayudas del gobierno. Vendo algunas cosas por internet, también. Artesanías que hago yo.
—Vaya... —dice Andrés. Parece impresionado. Se inclina hacia delante—. Lo siento mucho por tu familia, de verdad.
—No pasa nada. Fue como volver a empezar. —Algo se retuerce dentro de mí al pronunciar estas palabras—. Cuando pasa un tiempo te das cuenta de algo bueno. Ya no te queda nadie por quien sufrir.
—Visto así...
—¿Puedo ver algo de lo que haces? —pregunta Esperanza.
—¿Mis artesanías?
—Sí.
Me quedo pensativa. Tengo fotografías en mi teléfono, pero enseñárselas implicaría acercarme a ellos. Andrés debe de intuir lo que estoy pensando y dice:
—Oh, si quieres envíame lo que tengas a mi número. No es... Es solo que...
—No quieres que me acerque a tu hija. Lo entiendo.
—Gracias por entenderlo.
Nos intercambiamos los contactos y le envío tres fotos de los muñecos que confecciono. Son figuras de trapo, meramente decorativas, que quedan estupendamente en los rincones de los muebles, pero algunas las hago con un carácter más infantil, para venderlas como juguetes. Como suponía, a Esperanza la que más le llama la atención es la que les he enviado de este último tipo.
—Oh, me gusta esta, papi.
La niña está inclinada sobre el teléfono de su padre, observando con unos ojos desorbitados. La imagen de la pareja es bella pero maliciosamente engañosa, dado el telón de fondo que es la peor pandemia que ha experimentado el ser humano. ¿Cuánto y en qué detalle le ha contado las cosas su padre?
—¿Cómo te la puedo comprar? —dice Andrés, mostrándome la foto de la muñeca infantil.
—Por internet. Como ya tengo tu número, después te paso la información si quieres.
—¡Perfecto! —responde.
La niña salta de alegría a los brazos de su padre intentando besarlo. Se nota que ellos salen a la calle, como yo, más bien poco. Sus mascarillas se estrellan con torpeza. Trato de disimular una sonrisa.
—Muchas gracias por la compra —digo.
—A ti.
Termino admitiéndome que la conversación me sabe a gloria. No por la venta espontánea, sino porque estoy viendo con mis propios ojos cómo dos personas reaccionan y están felices frente a un producto hecho por mí. No tengo recuerdo de haber experimentado nunca antes algo parecido. Sin embargo, la fuerza que tira de mí hacia mi soledad sigue palpitando, a intervalos más insistente, como una obligación pendiente que me reclama. También siento como si estuviera abusando del tiempo de ambos. De pronto, entiendo que es peligroso estar tanto rato reunidos. Quizás alguien se infecte. Mi traje ha estado en contacto con el suelo... Tal vez he infectado a la niña... ¡Qué horror!
—Disculpadme, pero he de irme.
Antes de darme cuenta, estoy de pie y alejándome de ellos.
—¡Hasta luego! —responde Andrés.
—¡Adiós, Álex! —me grita la niña.
Hace tanto tiempo que no oía mi nombre pronunciado por otra persona...
Ø
Debido a un pánico irracional que todavía estoy intentando comprender, apagué el teléfono móvil antes incluso de llegar a casa. Han pasado tres días y estoy pensando en encenderlo. No le envié el enlace de mi portal a Andrés. Quizás he perdido esa venta. Tengo la suposición de que él me ha escrito, aprovechando que tiene mi número. Es un padre y una hija pequeña. Falta una madre. Yo soy una mujer joven y soltera. Más que soltera, solitaria. Unir los puntos en ese patrón me produce terror. Ni siquiera sé si a Andrés... Pongo mi mente en blanco y enciendo el teléfono. La venta. He de recuperar la venta. No ando boyante de dinero y cualquier ingreso es bienvenido.
La primera notificación es de Andrés. Varios mensajes. Me siento en el sofá para ocuparme del asunto con comodidad, o quizá para amortiguar un temblor inesperado. Los primeros mensajes hacen referencia al muñeco y son del día en que nos vimos. Los últimos hablan de cenar juntos en casa y son de ayer. Apago el teléfono y decido que el día ha terminado. Me voy a dormir.
Ø
A cenar. Juntos. Tres personas entre cuatro paredes, un suelo y un techo. Con las ventanas abiertas como todo mecanismo de ventilación. Con una niña pequeña y vulnerable, pues él no quiere dejarla sola. Con tres seres humanos a merced de un virus letal. Una cena, ¿para qué? ¿Para ser amigos? ¿O para algo más? Si ya sabía poco de relaciones románticas antes de la pandemia, menos sé aún tras diez años de aislamiento. Cómo ligar es para mí un asunto extraterrestre. ¿Es así como se hace ahora, quedando en domicilios particulares? Pero, ¿y si nos infectamos? No, no puedo pensar en todo esto ahora. Necesito tiempo. A todos nos sobra el tiempo ahora. Pensemos. De hecho, tanto me dedico a pensar que no le contesto a Andrés.
Dos días después, decido hacerlo respecto al tema del muñeco y así ganar tiempo para lo otro. Sin embargo, tras darme las gracias me recuerda su propuesta. Pide perdón por si me ha incomodado, a lo que yo le digo que no es así. Finalmente, tras largas horas de reflexión, le respondo afirmativamente. Cenaremos los tres juntos. Pero será en mi casa. Yo prepararé los alimentos. Mantendremos las distancias, las ventanas abiertas de par en par, ellos deberán lavarse y desinfectarse debidamente antes de salir y al llegar aquí, y los tres nos realizaremos una prueba de detección del virus ese mismo día. Él acepta mis términos y coloca una carita sonriente. Siento una punzada de remordimiento por ser tan estricta. Al fin y al cabo, él es el que más arriesga al exponer a su hija. Sin embargo, me tranquilizo pensando que las condiciones que he impuesto son buenas para su seguridad.
Ø
Suena el timbre de abajo, abro, minutos después el de arriba. Están en mi puerta. En la entrada a mi casa, en el umbral de mi santuario. Ni recordaba lo que era una visita. Me ajusto el traje y la mascarilla integral por enésima vez, compruebo a través de la mirilla que ellos también van correctamente ataviados. Andrés lleva una botella en la mano. Abro la puerta. Nos quedamos los tres plantados mirándonos como tontos. Eso sí, a prudente distancia.
—¡Hola, Álex! —dice la niña al cabo, rompiendo el hielo.
—Hola, Esperanza. Hola, Andrés. No me gusta el vino.
Él mira su botella y después me sonríe con inseguridad.
—Bueno, pues igual que me la he traído, me la llevaré.
Tardo unos segundos en recordar que soy la anfitriona de una velada y debo hacer ciertas cosas. La primera de ellas, hacerlos pasar. Me pego a la pared y casi tiro un cuadro.
—Pasad.
Sin embargo, apenas entran al salón y comienzan a observarlo, les digo:
—El cuarto de baño está al fondo a la derecha.
—Ah, sí, para lavarnos —dice Andrés, sonriente—. Vamos, cariño.
Agarra de la mano a Esperanza y la lleva al aseo. Tomo conciencia de mi salvaje vida interior. Mi corazón cabalga como si no hubiera un mañana. Sudo igual que cuando nos conocimos. Una debilidad extraña me agarrota las piernas. Sirvo la cena para distraer mi atención de esas horribles señales. Cuando la pareja vuelve del baño, les indico que se sienten juntos en el extremo de la mesa.
—Yo me sentaré en la otra punta —digo.
Aunque soy consciente de las corrientes de aire que causa tener todas las ventanas de mi domicilio abiertas, ellos no se quejan. Abrimos el orificio de la boca de la mascarilla integral para poder comer y nos dedicamos a ello en silencio. Esperanza se porta maravillosamente bien. Aún recuerdo a mi hermanito, tan revoltoso y chillón. Era imposible comer en paz. Me irrito conmigo misma por tener pensamientos como este y no expresarlos. Se supone que deberíamos mantener una conversación, charlar de algo.
—Esperanza se porta muy bien —digo, con un hilo de voz, como temiendo que el virus viaje por el aire con cada una de mis palabras.
Ella sonríe y Andrés dice:
—La tengo bien enseñada.
—Gracias, Álex —añade ella.
Vuelvo a sentir ternura al observarlos. Aunque la pequeña sabe comer, él está pendiente y le da ligeras indicaciones, para que se limpie la boca, coja bien el cubierto o se siente correctamente. No veo que ella haga mal nada de eso, ni que se sienta molesta con sus quedas órdenes, parece más bien una costumbre que él tiene de preocuparse de su educación, de la que no se puede desprender. Mirarlos me infunde optimismo respecto al futuro. Si, pese a todo lo que ha sucedido en los últimos diez años, los más oscuros de toda la historia de la humanidad, un padre puede atender a su hija de esa manera, hay esperanza. Siento que bajan mis defensas, como en nuestro primer encuentro.
—Sois una parejita adorable —digo.
—No nos queda otra. Imagínate si nos lleváramos mal, todo el día juntos —dice Andrés, sonriente. Entonces me doy cuenta de que es, a su manera y pese a todo, cándido.
Ella tiene la boca llena y no responde, pero sonríe. De nuevo, me gustaría hacerle a Andrés miles de preguntas, pero siento que todas implicarían ir demasiado rápido. Termino mi sopa antes que él y me quedo observándolo. Definitivamente, diría que es atractivo. Experimento cierta desrealización, como si no fuera creíble tener delante de mí a otro ser humano, y además uno del sexo opuesto, potencial candidato a formar pareja conmigo. Entonces, me doy cuenta de que estos son los asuntos que he estado cancelando en mi mente durante los últimos días; los que me conminaban a mantener el teléfono desconectado para no hablar con Andrés.
Tras la cena, charlamos de temas ligeros. Programas de televisión, el cambio del tiempo de las últimas semanas, anécdotas de personajes conocidos o famosos... La niña pone una cara de felicidad desbordante cuando traigo el pastel.
—Lo he hecho yo.
—¡Chocolate! —chilla Esperanza. Hace una década que una persona no exclama de regocijo entre estas cuatro paredes. Se me ocurre la peregrina idea de que, si hay espíritus, deben de estar también de celebración. Después, tengo otro pensamiento más mundano. Me gustaría que se quedaran un rato más. Seguramente, tras el postre Andrés dirá que se tienen que ir, pero tampoco puedo pedirles abiertamente que se queden. Me lo tomo como un ejercicio de superación de los largos días de duda pasados y trato de idear una propuesta para hacerles que suene natural.
—¿Os gustaría ver una película? —pregunto al fin, insegura.
Esperanza abre mucho los ojos. Andrés mira el sofá, preocupado.
—¿Cabemos los tres? ¿Crees... crees que es seguro?
—Estaba pensándolo —respondo con timidez. Me cuesta horrores pronunciar las palabras—. Los tres nos hemos hecho una prueba hace unas horas y nos ha salido negativa.
Andrés titubea unos instantes, mira a Esperanza. Creo que si estuviera solo aceptaría de inmediato. Pero ha de pensar en su hija, siempre. Y, si fuera una máquina, tendría un cortocircuito, pues no es capaz de darme una respuesta. Se queda mudo.
—Está bien —digo, para cortar el incómodo momento—. En otra ocasión, mejor.
—Sí, en otra ocasión.
Tras la cena, me pagan y recogen el muñeco que han adquirido. Después, se marchan.
Ø
Durante varios días me siento mal y no soy capaz de levantar cabeza. Sé que un padre siempre tiene que pensar en su hija, eso lo acepto, pero no consigo desprenderme del sentimiento de que mi primera velada social en diez años termine de manera vergonzosa. Lo que más me descorazona es no recibir ni un solo mensaje de Andrés desde entonces, y esta vez sí tengo el teléfono encendido. Parece que, tras un breve oasis que bien pudiera haber sido una ilusión, mi travesía por el desierto continúa. Ni siquiera sé qué esperaba. Al fin y al cabo, solo éramos personas aisladas queriendo socializar un poco. Una vez socializamos, nos separamos. Nada más allá puede fructificar, claro que no. Estamos en pandemia.
Cuando me hago a la idea de seguir adelante yo sola como siempre, recibo un mensaje de Andrés. Casi se me cae el móvil de las manos al abrirlo; me pide disculpas por su declinación a mi propuesta del otro día, me informa de que se las ha apañado para asegurarse de que Esperanza podrá estar sola en casa durante unas horas y me dice que, si me apetece, él puede venir a mi casa a ver esa película conmigo. Se me ocurre que quizá su negativa no fue debida al temor a que su hija se contagiara. Al fin y al cabo, si yo lo contagiara a él, a buen seguro él la contagiaría a ella después. Entonces, debe de ser pudor de que la pequeña pueda ser testigo de lo que pase entre nosotros. Me ruborizo ante la sola idea; yo ni había considerado esa posibilidad, al menos no conscientemente.
Al día siguiente, le contesto sin más que puede venir a ver una película conmigo. Siento ser tan fría, pero temo revelar que me gusta si me expreso con él de modo más explícito. Él me manda varias caras sonrientes y concretamos la cita. Será pasado mañana, previa prueba de diagnóstico del día.
Ø
Cuando Andrés entra en mi casa, de nuevo le hago pasar al cuarto de baño a lavarse y desinfectarse entero. Son las cinco de la tarde, así que he preparado un aperitivo. Unas aceitunas y una cerveza antes de la película.
—¿Cómo has dejado a Esperanza?
—Al final me he convencido de que no es tan peligroso dejarla sola. Ya tiene ocho años y entiende la mayoría de los peligros del hogar. El agua y el gas están cerrados. Ella está acomodada en el sofá, con una maratón de su serie favorita, su refresco y sus chucherías; estará entretenida. Por supuesto, le he dicho que no conteste a nadie. No es que alguien haya llamado al teléfono o al timbre de casa en mucho tiempo, pero por si acaso. Tiene mi número, me llamará enseguida si pasa algo.
Él nunca habla tanto. Si ahora lo hace, es porque es un tema al que le ha dado vueltas.
—Eres un buen padre.
—No... —dice, bajando la vista. Aprovecha para servirse su cerveza—. Hago lo que cualquier padre haría.
Toma un largo trago a través del orificio de su mascarilla integral.
—¿Incluso en situación de pandemia?
—Más que nunca en situación de pandemia.
Pienso que el virus ha cambiado la percepción que tenemos acerca de muchas cosas: la vida, la muerte, el mundo, las relaciones humanas, las prioridades... Oh vaya, sí que ha trastocado nuestras prioridades. Por ejemplo, no me imaginaba que tomar una cerveza en compañía podía ser tan importante. Debo de quedarme embobada, pues me mira con curiosidad.
—¿Vemos la película? —pregunto. Una estrategia de los introvertidos, cuando no sabemos qué decir, es huir hacia delante.
—Sí.
—Podemos llevar la cerveza a la mesita de café.
El sofá es pequeño y tiene dos plazas, y aun así es más de lo que yo necesito. Sin embargo, sus características nos obligan a estar sentados muy juntos. Antes de hacerlo, nos miramos, inseguros.
—Los dos nos hemos hecho una prueba hoy —dice él—. Estamos sanos.
—Lo sé.
Nos sentamos y colocamos nuestras cervezas sobre la mesita. Nos aplastamos respectivamente contra los brazos del sofá, queriéndonos alejar el uno del otro. Al alcanzar el mando para reproducir la película, noto mi rigidez y trato de relajar mis músculos, distribuyendo más uniformemente mi peso sobre el cojín. Andrés también lo hace. Es una película aleatoria que he descargado; no veo mucho cine en realidad. Todas las películas que hay son viejas, pues no se hacen nuevas, a no ser de animación.
Se me hace imposible prestar plena atención a la trama. La novedad de estar acompañada es tan llamativa que me distrae de cualquier otra cosa. Él tiene problemas para acomodarse, como delatan los continuos meneos de sus posaderas sobre el cuero. Me pregunto si rondan las mismas ansiedades por su cabeza.
—¿Estás cómodo? —le pregunto.
—Sí, mucho.
Cuando consigo centrarme un poco en la película, me doy cuenta de que hacerlo con la mascarilla integral puesta es francamente incómodo y poco práctico. Transcurren varios minutos hasta que logro reunir el valor para decir:
—No pasaría nada si nos quitáramos la...
—Totalmente de acuerdo —me interrumpe él, quitándose de golpe la mascarilla. Denota un alivio inmenso—. Total, estamos sanos, no nos vamos a contagiar ahora.
—El traje también es incómodo. Si llevas algo debajo, te lo puedes quitar. Creo que, si alguno de los dos fuera portador, ya habría contagiado al otro. Por la cercanía, digo.
—Sí, así es.
—¿Te importa si me voy un momento a mi cuarto a cambiarme?
—No, claro que no —me dice, con una sonrisa que acentúa su alivio—. Estás en tu casa.
En mi habitación, me deshago del aparatoso traje y me pongo ropa cómoda. Cuando estoy a punto de salir, me detengo. Me quito esa ropa y busco algo más bonito que ponerme. Tengo vestidos preciosos, que apenas uso. ¿Es la ocasión apropiada o son demasiado provocativos? Me gustaría lucir uno de ellos, pero el temblor de las piernas me informa de que, si lo hiciera, no estaría tranquila el resto de la velada. Opto por algo intermedio entre lo informal y lo elegante: unos vaqueros ajustados, un top algo escotado y zapatos de tacón. Paso por el cuarto de baño para soltar y peinar mi cabello, quitarme el sudor de las axilas y perfumarme.
Cuando vuelvo al salón, veo que Andrés se ha desprendido de su traje. Su ropa es informal: jersey, vaqueros y zapatillas. Ni nos habíamos preocupado por pausar la película, pero no me importa. Al sentarme de nuevo, me siento más relajada. Andrés ya no se mueve tanto, excepto en un momento en que la película trata de asustarnos.
—Ah, era de terror —dice.
—Sí —digo, riendo por lo bajo.
Ya está oscuro fuera y apenas entra luz de la calle. El salón se ha quedado en una penumbra solo asesinada por el brillo que emite el televisor. No sé en qué momento ha sucedido, pero la pierna derecha de Andrés y la mía izquierda se tocan. Retiro el contacto, azorada, y él hace lo mismo.
—¿Te gusta la película? —dice, para disimular.
—Sí.
Tras unos minutos en que un personaje tuerto se dedica a explorar con suspense un edificio abandonado, digo:
—¿Quieres otra cerveza? ¿Palomitas?
—Por mí, nada, gracias.
Me sorprendo solazándome en el pensamiento de que lo que no quiere es que me separe de su lado. Nuestras piernas, de alguna manera, se encuentran en contacto otra vez. Casi me parece irreal tener una cita tras tanta soledad; me entran ganas de llorar. Me alegro de que la oscuridad no le permita a Andrés observar mis ojos vidriosos si se gira. De pronto pienso en Esperanza. Ella está haciendo lo mismo que nosotros, ahora mismo. La echo de menos. Estoy seguro de que su padre también. Deduzco, por cómo le ha costado hacerlo, que hoy ha sido la primera vez en su vida que se separa de ella.
—¿La echas de menos? —le pregunto con voz queda.
—A cada minuto —contesta de inmediato, con una sonrisa dibujada en el rostro. Lo sabía, estaba pensando en ella. La ternura me invade.
Después, sucede algo extraño. Percibo algo en el aire, pero es algo que no se puede oler ni notar en la piel, y que va a tener consecuencias pronto. Andrés toma mi mano. Es contacto físico... No recordaba cómo se sentía. No retiro la mano. Lo miro a la cara, inquieta, y él me devuelve la mirada, satisfecho y tranquilo. Giro la cabeza para seguir viendo la película. Me como las uñas de la mano libre. Al darme cuenta, me detengo. Ahora soy yo la que se menea. Pongo la excusa de ir al baño para zafarme. Me siento en la tapa del retrete y trato de analizar la situación, pero no hay nada que analizar, absolutamente nada. Un hombre y una mujer, viendo una película, sintiendo cosas y dejándose llevar. Estamos en medio de una gravísima pandemia, pero una cita es una cita y sigue levantando mariposas en cualquier estómago. Recuerdo que eran así las pocas que tuve en mi adolescencia. ¿Qué hago, me dejo llevar o me encierro como me gritan todos mis instintos que haga? ¿Acaso será mejor mi vida si echo a Andrés de la mía y continúo como si no pasara nada? Estoy convencida de que no, ¿pero entonces qué son estas fuerzas horribles que me empujan hacia la soledad? ¿Victimismo, miedo al éxito? No creo poder seguir sosteniendo la eterna batalla entre la cabeza y el corazón en el cuarto de baño. Decido relajarme y vuelvo junto a Andrés.
Durante la siguiente media hora, no sucede nada. Extrañada, le miro de soslayo y él lo hace también. Pillada in fraganti, pregunto estúpidamente:
—¿Tienes hambre?
—De ti.
—¿Cómo?
Sin darme tiempo a reaccionar, me besa. Escapo como una gacela en peligro, me pongo en pie y enciendo la luz. Más allá de eso, solo puedo quedarme plantada en mitad del salón, con la mirada perdida.
—Andrés, el virus, tu hija. Tú...
—Estamos sanos. Pruebas de hoy.
—Sí, lo sé, pero...
—Pero, ¿qué? ¿Va contra las normas sanitarias?
—Sí, creo...
Parece molesto por mi reacción. Una parte de mí, subrepticia, me informa de que me ayudará a entender eso más tarde. Ahora solo veo amenazas, amenazas por todas partes.
—¿Quieres que me vaya?
—Sí, mejor.
En menos de un minuto, como en un chasquido de dedos, estoy otra vez sola. Dejo que la película se reproduzca hasta el final, mientras sollozo y me autocompadezco sobre el brazo del sofá.
Ø
Durante los días siguientes, la rutina de aislamiento regresa por completo a mi vida: la disciplina para no perder la cabeza, las largas horas sentada a la luz del flexo, confeccionando mis muñecos, las comidas y cenas en que enciendo el televisor o la radio para que la sensación de soledad se atenúe... En momentos de conciencia menos lúcida, como cuando estoy cansada o dormida, llego a sospechar que lo vivido con Andrés y Esperanza ha sido un sueño. Una pesadilla, en realidad, pues ha colocado frente a mis ojos una situación quimérica, que no puedo disfrutar. Poco a poco, no obstante, se impone la verdad. Y con ella, la culpa. Me siento peor en los momentos en que soy más consciente de lo que he echado a perder. Entonces, miro compulsivamente el teléfono por si tengo algún mensaje de Andrés. Pero no. Nada. Le entiendo perfectamente. Él, a su modo, tiene su vida hecha. Tiene a su hija, y todo lo demás se supedita a ese hecho. Todo lo demás es accesorio. Yo soy accesoria, y por tanto no me escribirá. No se esforzará más de lo que lo ha hecho. Lo ha intentado, no ha funcionado, se retira.
Y, como parece que ocurre cada vez que me dispongo a pasar página, me llega un mensaje suyo. Me dice que lo siente, que no debería haber ido tan rápido, y que estaría bien que nos volviéramos a ver. Que, si yo quiero, puede ser fuera, al aire libre. En el parque, como cuando nos conocimos. Ese puede ser nuestro lugar de encuentro. Si yo quiero. Le respondo que no podemos vernos porque estoy contagiada del virus, que es mejor que siga su vida, que estar cerca de mí no es necesario para él y además es muy peligroso, y que encontrará a otra mujer pronto. Se sobresalta y me inunda a preguntas sobre cómo me he contagiado, cómo me encuentro, cuánto tiempo hace... Está alarmado por su hija así que lo tranquilizo asegurándole que me contagié ayer mismo por ir al supermercado a una hora en que había bastante gente, y que estoy bien, que no se preocupe. Pero él se preocupa y me insiste, quiere saber más, y me exhorta a que me cuide, que no salga, y que si necesito algo de él se lo haga saber. Se ofrece a ir a la farmacia y comprarme las medicinas que alivian los síntomas; me los enviará por correo urgente.
Otra llamarada de culpa, y esta vez doble, me sobreviene al constatar que se ha tragado mi mentira de cabo a rabo y que está dispuesto a hacer cosas por mí. Trato de ser breve, pues la conversación me incomoda, y le digo que no necesito nada, que hablaremos en un par de semanas si mejoro. Apago el teléfono y me voy a la cama a dormir, sin mirar siquiera si la hora.
Ø
No enciendo el teléfono hasta que no pasan cuatro días. Sé que está mal, muy mal. Los mensajes de Andrés llegan directamente a mi cerebro, o más bien la sensación imperiosa de que me está escribiendo mensajes todos los días para interesarse por mí. A veces me pregunto por qué le he mentido, otras directamente me desprecio por ser tan odiosamente reservada. ¿Prefiero esta absurda soledad a un hombre que ha caído del cielo para mí? Después me consuelo diciéndome que es gracias a mi introversión que estoy viva, y me vuelvo a sumergir en la amarillenta luz de mi flexo y en mis costuras. A ratos consigo distraer mi mente. Cuando no aguanto la presión y enciendo el móvil, caen sobre mí los mensajes como una avalancha. Tengo más de treinta. Estúpidamente, me apresuro a asegurarle que estoy bien, que la enfermedad ha remitido muy rápido en apenas unos días. Después, leo todo lo que me ha dicho con detenimiento. Me pregunta constantemente cómo me encuentro y muestra su preocupación. En el momento, me envía otro mensaje diciéndome que se alegra de que esté bien y que quiere verme. Declino su propuesta con rotundidad. Me llama por teléfono. Durante unos segundos barajo si contestar o no, pero él sabe que tengo el móvil en la mano.
—Hola.
—Hola.
Noto un temblor en su voz.
—Me alegro mucho de que hayas superado la enfermedad. No muchos pueden decirlo... Estaba preocupado.
—Lo sé.
No digo nada más. Se me hace muy incómodo hablar por teléfono.
—Mira —dice—, creo que, al haber pasado la enfermedad, ya no hay problema en que nos veamos. Pero no sé si te apetece...
Como en un sueño, me expreso finalmente. Un dique se ha resquebrajado dentro de mí y se ha colado toda el agua.
—Andrés, lo mejor sería que te olvidaras de mí —digo. Continúo antes de que él replique—. Yo no sé nada de relaciones sociales y menos aún románticas, he vivido siempre sola. Bueno, no siempre, pero sí los últimos diez años y te juro que para mí eso ha sido toda una vida. Tú ya tienes la tuya. Tienes a Esperanza y eso es suficiente. Yo no pinto nada ahí, además nos podemos contagiar y morirnos, esta enfermedad es muy seria. No vale la pena correr riesgos.
—De acuerdo. Entonces, ¿vas a vivir siempre sola?
Una frase es suficiente para quebrarme. Me echo a llorar pero continúo hablando.
—Pues creo que será lo mejor. No va a salir nada bueno de todo esto. No me llames más ni me escribas. Olvídate de mí.
—No. No quiero. Creo que tú no deseas una vida solitaria ni piensas nada de lo que estás diciendo. Me gustaría verte. De verdad. —Pausa de varios segundos en que solo se escuchan mis sollozos—. ¿Un paseo por el parque? ¿Al aire libre y con nuestros trajes?
—Es peligroso para Esperanza.
—Es peligroso para Esperanza no llegar a tener nunca un referente materno.
Reflexiono durante unos segundos acerca de si Esperanza es feliz o no. Lo parece, pero no llego a ninguna conclusión firme. Sigo temiendo al virus. Contagiarse sí la haría más que infeliz.
—¿Por qué quieres verme si acabo de pasar la enfermedad? Puedo ser portadora aún.
—Porque no la has pasado realmente.
—¿Cómo? —pregunto, sorprendida.
—Álex... Creo que me has mentido. No se ha escuchado nunca ningún caso en que la enfermedad durase tan poco. O bien te enfermas y mueres en unos días, o bien, si tienes suerte, vives, pero solo tras una larga convalecencia.
—Bueno —me quedo sin palabras durante unos segundos. Después, añado—: ¿Y de verdad quieres ver a una mentirosa?
—No creo que lo seas.
—Lo has dicho.
—He dicho que has mentido, no que seas una mentirosa. Luchabas contra una situación nueva para ti, que te desbordaba, con las armas que tenías.
—Me siento muy avergonzada por que me hayas pillado.
—Álex, recuerda que soy padre. Los padres somos expertos en detección de mentiras. Mi pequeña ya no miente, para nada, se siente mal si lo hace. Pero en su día tonteó con la mentira, como todos los niños.
—Es un amor. Me gustaría verla.
—Y la puedes ver. Mucho. Si tú quieres.
Ya más tranquila, reflexiono durante unos segundos.
—Quiero. Y también verte a ti. —No sé si es posible escuchar una sonrisa a través de un aparato, pero es lo que experimento en este momento—. No te prometo nada, no soy nada especial. Te puedes decepcionar conmigo. Ya has visto que casi no sé hablar, después de tanto tiempo sola.
—Pues es una pena que esa voz suene tan poco, con lo bonita que es.
Ø
El intenso sol nos caldea en nuestro paseo serpenteante a través de los árboles del parque. Sabía que sucedería, así que me he puesto únicamente la ropa justa y necesaria debajo del traje. Sigo con la duda de si desde fuera pueden captar el olor de mi sudor, así que me he cubierto bien de desodorante y colonia. Incluso he perfumado el traje por fuera. Esperanza sonríe a cada instante. Se le nota que tiene ganas de hablar con cada persona que pasa cerca de nosotros. Quizás ella no sea una introvertida, como Andrés y como yo; tal vez sea una de las primeras en las nuevas generaciones de extrovertidos. Si no habla más es porque, como dice su padre, está muy bien enseñada. Él es su único y gran referente, un referente reservado, pero se adivina el impulso socializador de la chiquilla. Ella fue la que lo empezó todo cuando se acercó a mí y me saludó.
—Hace un día muy bonito —digo.
—Sí —responde Andrés, mirándome sonriente.
Paseamos durante casi dos horas. Mantenemos conversaciones ligeras sobre el virus, el mundo que ha dejado, anécdotas de nuestro pasado y esperanzas para nuestro futuro. Me sorprendo abriéndome cada vez más y más. Vuelve a acariciarme la sensación de que no hay nada en Andrés ni remotamente peligroso para mí. Así he clasificado yo el mundo, entre cosas peligrosas y no peligrosas.
Me dejo llevar tanto que cuando me quiero dar cuenta estamos en la puerta de mi casa, y les estoy ofreciendo a él una cerveza y a ella un batido de chocolate si suben. La ilusión de la pequeña arrolla con todo y Andrés no puede negarse. Pasamos un momento por la cabina de detección más cercana y nos hacemos una prueba. Tras diez minutos, obtenemos los resultados. Estamos los tres libres del virus.
Ø
Volvemos a brindar con la cerveza y la apuramos.
—Ha sido un paseo muy agradable, Andrés. Muchas gracias por tu compañía.
—El placer ha sido mío.
Está sentado muy cerca de mí, en la mesa de mi salón. Nos hemos relajado y quitado las mascarillas integrales. Sin embargo, Andrés no ha permitido que su hija lo haga. La pajita de su batido entra a su boca por el orificio de la mascarilla. Está sentada en el sofá, viendo un programa para niños que le he puesto.
De repente, Andrés acerca sus labios a los míos. Aparto rápidamente la cara. No sé si lo hace bien pues yo apenas tengo experiencia amatoria, pero siempre me sorprende con sus ataques. Esperanza nos mira.
—¿Qué hacéis, papi?
—Nada, hija —responde Andrés, entre risas.
—Qué vergüenza —musito.
—Perdona, estoy tan acostumbrado a su presencia... —dice Andrés. Y, dirigiéndose a su hija, dice—: Cariño, ve un momento al estudio de Álex. Elige el muñeco que más te guste y te lo compro.
La niña obedece y Andrés vuelve a acercarse a mí.
—¿Y el virus? —pregunto.
—¿A ti no se te acaban nunca las excusas? —responde con sorna.
—Creo que no.
—¿Alguna vez has besado?
—Sí, pero como si no. Para mí, todo es nuevo.
Acerca sus labios a los míos y me besa. Lo hace muy despacio, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Se me ocurre que en verdad lo tenemos. No hay otra cosa aparte de tiempo muerto en esta época pandémica. A no ser que nos infectemos, claro. Me reprendo a mí misma por estar pensando en virus y enfermedad mientras me besan tras diez años de soledad. Me concentro en el placer de sentir su boca en la mía. No recordaba cómo era. Un placer tan sencillo y al mismo tiempo tan pleno. Me invade una emoción adolescente y desbocada. Andrés me acaricia los hombros y los brazos mientras me besa, lo que me hace darme cuenta de lo rígida que estoy. Relajo mis músculos y llevo una mano a su cara. Paso la punta de los dedos sobre los brotes de su barba. Es aquí donde confluyen diez años espantosos. Es una conclusión, un epílogo, el final adecuado de la historia, también un gran premio, una generosa compensación por el horror que ha sido mi existencia. Empiezo a pensar que todo ha valido la pena si así es el final...
—Este me gusta porque tiene pata de palo.
Andrés y yo nos separamos y miramos a Esperanza, que lleva uno de mis muñecos en la mano. Nos mira con cierta extrañeza, pero parece que lo que le importa ahora es el juguete.
—Vaya, es muy bonito. Y encima es un pirata, con lo que te gustan a ti los piratas —dice Andrés. Y, dirigiéndose a mí, añade—: ¿Está a la venta?
—Bueno, me falta terminarlo. Le iba a poner un parche en el ojo y un loro en el hombro. Si quieres, te lo doy cuando lo termine, ¿vale?
—Vale.
Ella vuelve a sentarse frente a la tele, pero no se desprende del muñeco.
—No te lo voy a cobrar —le digo a Andrés. Ante su sorpresa, añado—: Será mi regalo por todos los cumpleaños de ella que me he perdido.
—Eso que acabas de decir es muy bonito.
Supongo que intuye que hay mucho más mensaje detrás de mi mensaje del que se ve a simple vista. Se queda embelesado, mirándome.
—¿Sabías que eres preciosa?
Me quedo sin palabras. Una vez más, en estos días experimento algo por primera vez en mi vida: que alguien diga una cosa positiva sobre mi aspecto. Siento calor en mis mejillas y mi sonrisa se desborda. Ahora la que está aturdida soy yo. No puedo moverme ni hablar, pero mi cabeza es un hervidero de sensaciones y pensamientos. Trato de domar esta batahola interior y sintetizo una conclusión muy sencilla.
Tengo esperanza. Y con esperanza, el futuro luce muy, pero que muy distinto.
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