I. Una roca a la deriva
«¿Alguna vez has tenido un sueño, Neo, que parecía ser muy real? ¿Qué ocurriría si no pudieras despertar de ese sueño? ¿Cómo distinguirías el mundo de los sueños de la realidad?» (Morfeo)
Como cada jornada, la suave y progresiva música electrónica me despierta a las dieciocho horas. Salgo de mi cama y me preparo el desayuno. Al igual que al comienzo de cada día, me tomo el café mientras contemplo el universo a través de la claraboya de mi cámara habitacional. Conforme la cafeína hace efecto, distingo mejor los astros, recortados contra la negrura que los envuelve. Me preparo para salir a trabajar y, tras girar dos veces por el pasillo, me hallo en La Centralita. Mis otros cinco compañeros aparecen en cuestión de minutos y ocupan sus compartimentos de vigilancia. Apenas les presto atención. Yo me encierro en el mío y me fusiono con la máquina. Tomamos el relevo del turno anterior, efectuado desde el asteroide 536-E del planeta Corris y lo continuamos en el nuestro, el 906-P de Yantal. Lo que vigilamos son las calles de Ogascala, Ciudad de Khaslere, Zona de Ensanche Anterior, que cobran nitidez en mi monitor conforme extraigo el robigilante de su cargadero.
Controlo el artefacto a distancia, desde mi remoto lugar de trabajo; nunca lo he visto ni tocado, pero lo siento como si fuera una prolongación de mí misma. Se trata de un pequeño artilugio volador al que he tomado cariño como para ponerle un nombre: Oyatar. Sus cámaras a modo de ojos escudriñan las calles y los conductos. Tampoco he visto jamás en persona ese lugar. Comienza mi turno a las diecinueve horas. Es el momento de máxima actividad de los generadores centrales; como consecuencia de su sobrecalentamiento, están expuestos a un ataque y por tanto mi trabajo se torna indispensable. Al menos, eso es lo que siempre me han dicho. Un revuelto de fábricas, tubos y calles se despliega ante mí. Focalizo a las pocas personas que caminan por el lugar. He de asegurarme de que vayan solas y reportar cualquier actividad que me parezca el germen de una conspiración o de actos de vandalismo. Mi fin último es velar por la seguridad de los generadores.
El trabajo discurre con normalidad, las calles se presentan apacibles. En el descanso para comer, a las veintitrés horas, escucho el eco de mis cubiertos en las paredes metálicas del estrecho habitáculo-comedor y me recuerdo a mí misma que nadie me dio otra opción. Pues hay ocasiones en que me pregunto, mientras mis ojos se adhieren a la pantalla, si me he deshumanizado frente al hecho de observar durante horas una ciudad inmensa a través del pequeño Oyatar. También se desliza en mi mente la pregunta de cómo me he resignado a vivir en una roca a la deriva por el espacio. La forma de interrogante de estos pensamientos en ocasiones me abruma en el seno de esta perpetua soledad. ¿Cómo habría sido mi vida si hubiera nacido en Ogascala o en cualquiera de los millones de ciudades que pueblan Nación Global? No tengo ningún recuerdo fuera de mi mundo minúsculo, así que deduzco que no he salido nunca de él. De hecho, ni siquiera tengo recuerdos de mi infancia aquí. Cuando pregunto a mis compañeros, dicen sufrir de la misma amnesia, y hasta ahí llegan mis afinidades con ellos. Tampoco parecen recordar cuándo me incorporé a su equipo, y deberían pues, de los seis, soy la más joven; tengo veintisiete años y aun así por más que les pregunto no me saben o no me quieren aclarar nada al respecto. Cuatro de ellos son hombres, todos por encima de los cincuenta años, y una mujer de cuarenta y largos, de nombre Turasiza, antipática y distante. Ya he desistido de acercarme a ella; solo la veo entrar y salir de su compartimento de La Centralita. Tenemos una zona común, «la sala», con televisión, juegos y bar, donde podríamos hacer vida «comunal», pero no la frecuento tanto desde que uno de los hombres, Sarsadi, me pretendió hace un par de años con unas maneras que prefiero no traer al recuerdo. Le dejé muy claro que no estaba interesada, pero desde entonces me siento incómoda en su presencia. Hace una semana me hizo un sutil recordatorio de sus intenciones, al que respondí que mi postura no había cambiado.
Retomo mis cavilaciones iracundas y las oriento hacia el gobierno de Nación Global, pero mi arranque se difumina, como de costumbre, ante la falta de información acerca de quién lo compone. No se puede odiar a alguien sin rostro. También me cuesta imaginar una vida fuera de este asteroide en el que vivo. Mis observaciones de Ogascala me informan de que hay algo más allá, pero su panorama no es feliz y deseable. Los que sí me permiten imaginar un panorama feliz y deseable son mis libros, tan difíciles de conseguir. En formato digital dejaron de existir hace unos años por alguna razón, así que solo los puedo adquirir en papel. Recurro al contrabando; labré amistad con un comerciante, de nombre Micchán. Los libros me descubren un mundo incompatible con el mío. Me hablan de tiempos pasados, donde las personas se relacionaban entre sí y vivían dramas divertidos o historias preciosas, donde el mundo era ancho y vigoroso, y había amoríos, desengaños, traiciones, aventuras, viajes e incluso familias. Benditos despertadores mis libros; me han empujado a tomar la iniciativa. Llevo tiempo pensando en algo y el eco de los cubiertos parece ser una voz que me anima a ello. Lo haré en cuanto vuelva al trabajo tras mi descanso.
Ø
La pantalla me muestra la visión de Oyatar. Lo había dejado sobre la techumbre de un cobertizo. Cuando me dispongo a continuar la ruta de vigilancia, me da un vuelco el corazón. ¿No iba a salirme del plan de trabajo? Ahora que me encuentro frente a ello, me bloqueo... Podrían despedirme. No tengo una vida excitante, pero sí segura y cómoda... Me estoy justificando, ¡no! Haré lo que llevo meses decidiendo hacer. Ya conozco la vida fácil, es hora de que se me revelen los secretos del universo. Si recibo una notificación de la Central Ejecutiva de Vigilancia, aduciré que el robigilante estaba estropeado y escapó de mi control. Lo estrellaré contra una pared para destrozarlo de verdad, si es necesario. Así pues, está decidido. Con manos temblorosas, desvío a Oyatar de su ruta habitual. Para empezar, exploro calles desconocidas de la misma Ogascala. Pronto satisfago mi curiosidad, son similares a las que patrullo: maquinaria incomprensible para mí y algunas personas solitarias caminando. Me topo con el robigilante de uno de mis compañeros, ¡maldita sea! No había contemplado esa posibilidad. Antes de que me vea, viro a Oyatar con brusquedad. Tras alejarlo dos calles, le hago adquirir altura, de manera que obtengo una panorámica de la urbe. La imagen resultante es estremecedora. Alrededor de los enormes generadores, máquinas cobrizas y fábricas oscuras se extienden en todas direcciones mientras hago rotar a mi observador. Ni siquiera sé qué demonios se crea en esas fábricas. Me duele comprobar hasta dónde alcanza mi ignorancia. Acelero a Oyatar por encima de la ciudad; esta no parece terminar nunca. Escucho la notificación de un correo electrónico. Debe de ser el esperado aviso de la Central Ejecutiva de Vigilancia. Me resisto a abrirlo y continúo impulsando la imagen a través de Ogascala. Tras varios minutos, el paisaje se transforma. Un inmenso recinto con unos muros altos que lo aíslan se despliega ante mí. En su interior, muestra otros colores, otros edificios, otra vida. Y sí... es vida lo que percibo, ahora sí. Una multitud de personas desarrolla una vida allí. De lejos son pequeños puntos frenéticos. Al aproximarme, constato que charlan, se reúnen, se saludan, caminan juntos, se abrazan, se besan, toman café... Y no les sobrevuela ningún robigilante para dar cuenta de ellos. Mi mera existencia da una sacudida y una emoción me embarga. Suena la notificación de otro correo electrónico. También la ignoro. Una vez he abierto el cofre de los secretos, su resplandor me impide cerrarlo. Noto movimiento en los compartimentos de mis compañeros; deben de haber recibido aviso de mi conducta anómala, o quizás han visto con sus robigilantes el mío. Una silla se arrastra y oigo los pasos de varios de ellos hacia mí. Está bien, verán lo que estoy haciendo, pero tendrán que cerrarme los ojos con sus propias manos para impedir que siga observando el universo. Me acerco a un lugar abierto donde la gente se saluda, como si fuera un punto de encuentro. Hay personas jóvenes, niños, mayores, adultos, incluso unos seres pequeños y peludos. Deben de ser perros, una vez leí su descripción en un libro. Algunos rostros humanos sonríen, otros se muestran serios. Hay vehículos por unos canales que parecen comunicar las diferentes partes del recinto. Pese a que no recibo sonido a través de Oyatar, estoy segura de que el lugar bulle en decibelios, pues la imagen es populosa y vibrante: toda una civilización desarrollando una vida en común, al contrario que yo, mis compañeros y la gente a la que vigilo en Ogascala. ¿Qué significa todo esto? Anoto rápidamente las coordenadas en un papel y me lo guardo en el bolsillo. Entran mis compañeros.
—Sanali, ¿qué diablos estás haciendo? —me dice Turasiza.
—Vete a la sala, has terminado de trabajar por hoy —añade Sarsadi.
Me arrancan de mi puesto con violencia y alejan a Oyatar del recinto de la civilización. No me permiten volver a mi compartimento durante el resto de la jornada. Dejo pasar el tiempo en un sofá de la sala, sola y pensativa, mientras los demás terminan de trabajar. Al ver en el reloj de la pared que se acercan las tres, noto mi cuerpo tensarse. Mis compañeros van saliendo de La Centralita. Dos de los hombres se desvían hacia la sala, Sarsadi y otro más, de nombre Suicalís, y se sientan cerca de mí. Turasiza pasa de largo, pero la llamo. Al oírme, le pido que por favor se siente y accede.
—No deberías haber hecho eso —empieza Sarsadi.
—¿Por qué?
—¿No has recibido los mensajes de la CEV?
—He recibido dos correos, pero no sé si eran de ellos.
—Claro que lo eran, y bastante furibundos.
—¿Qué es lo que vi? Ese lugar con tanta gente, ¿qué es?
—No sabemos de lo que hablas —contesta Suicalís.
—¿Cómo que no? Lo habéis visto al entrar en mi compartimento. Ese distrito con las paredes altas. Había muchas personas dentro, se relacionaban entre sí y nadie los detenía.
—Sea lo que sea, no nos importa —dice Sarsadi—. Los avisos de la CEV nos lo recuerdan.
—Todo lo que queda fuera de las obligaciones de tu puesto de trabajo no es de tu incumbencia —dice Suicalís—, ¿qué pretendías?
—Observar, explorar. No creo que sea un delito, ¿no? Solo tenía curiosidad por lo que hay más allá de esta roca en la que vivimos.
—Nos hemos dado cuenta de que tienes curiosidad —interviene Turasiza—. Tienes un amigo mensajero que viene mucho. Un día vamos a revisar tu cámara habitacional, a ver qué es lo que te trae.
—Eso sí que no es de vuestra incumbencia. Entendedme, solo trato de relacionarme con el mundo exterior. ¿Vosotros os conformáis con este asteroide minúsculo? ¡Es un encierro!
—No lo es —dice Sarsadi—. Si te relacionaras más con nosotros aquí en la sala, pasarías buenos ratos. Hacemos juegos. El verdadero encierro es el que te impones tú misma. Apenas te vemos.
—Y quizás ahora la vamos a ver menos aún —dice Suicalís—, puede que pierda su empleo.
—¿Cómo?
—¿Qué esperabas? —dice Turasiza—. Has ignorado una norma básica y las advertencias que te enviaban.
—Bueno, quizá sea mejor así. Si me destinan a otro lugar, al menos saldré de esta ratonera. Pero solo contestadme a esto: ¿de verdad no sentís curiosidad?
Los tres niegan con la cabeza. Me levanto sin añadir nada más, me marcho a mi cámara habitacional y reflexiono, tumbada en la cama. Quizá me lleven a otro lugar si pierdo mi empleo, pero podría ser peor que este, como un asteroide aún más pequeño, en el que esté yo sola, sin una claraboya que me permita contemplar el universo. Así pues, la huida es hacia adelante y la emprendo desde ahora. Enciendo mi ordenador personal y efectúo un pedido sencillo con servicio de urgencia a Micchán para que venga rápido. A las dos horas, su nave se acopla al Conector Comercial del asteroide. No le permito salir; entro yo y cierro el Conector.
—¿Qué haces, Sanali?
—Por favor, llévame a estas coordenadas —digo, mientras extraigo el papel de mi bolsillo y se lo extiendo. En su mirada, refleja los mundos que ha visto. Lo miro de arriba a abajo despacio.
—¿Por qué debería? ¿Te estás escapando?
—Algo así.
—Sanali, esto me pone en riesgo. Llevarte sería como ponerle neones a mi negocio, y seguro que no quieres dejar de recibir libros de tapadillo.
Trato de parecer seductora con mi mirada, aunque no tengo manera de saber si lo hago bien; no tengo experiencia. Quiero algo concreto de él, pero mis intentos de coqueteo no podrían calificarse de hipócritas. Él me agrada.
—Tú no eres la persona más indicada para tener escrúpulos —le digo—. Debes de estar acostumbrado a sortear la ley. Y en cuanto a tus libros, quizá los pueda conseguir más fácilmente allá adonde voy.
Al fin, accede. Me asombro ante mis recién descubiertas habilidades sociales. Es como si tuviera algo escrito al respecto en mis genes, pues apenas he podido practicar en mi solitaria vida para desarrollarlas. Mientras la nave se desacopla del Conector Comercial, echo la vista atrás, a las claraboyas de la sala y de las cámaras habitacionales de mis compañeros de asteroide. Vislumbro en una de ellas el rostro de Sarsadi. Me sigue con la mirada mientras me marcho, pero decido ignorarle. Me acomodo en el asiento de copiloto y miro hacia delante. La emoción me embarga mientras tomo conciencia de que es la primera vez en mi vida que salgo de esa maldita roca. A ello se suma la también novedosa experiencia de hallarme en una nave espacial con un hombre atractivo. Le explico todo. Él no pone objeciones; por contra, escucha mi historia y la valida, lo que me hace sentir un alivio inmenso. A su vez, me cuenta sobre su vida. Le hago millones de preguntas, las contesta todas. Es originario de un planeta llamado Segónboa, pero el grueso de su existencia transcurre en esa nave desde hace once años, cuando decidió dedicarse a algo más estimulante y lucrativo que su anterior trabajo de vendedor de vehículos. Llegamos a las coordenadas antes de lo que me gustaría, a decir verdad.
—El recinto al que quieres ir se llama Budarumne-Ogascala, o Budarumne a secas. Toda Ogascala no es más que un distrito de Ciudad de Khaslere y se dedica a mantener ese recinto a pleno funcionamiento.
—¿Por qué? Quiero saberlo todo.
—¿Y crees que yo sé mucho más? Lo que ocurre en Budarumne es un experimento o algo así, he oído. Por mi trabajo hablo con mucha gente, me cuentan cosas. Pero de esto no sé más.
Desciende sobre un callejón menos transitado dentro de Budarumne y le pido que por favor nos veamos en ese mismo punto veinticuatro horas después, por si necesito algo o marcharme. También accede. Empiezo a caminar por las calles con los ojos bien abiertos. Examino a la gente al pasar y ellos me responden con la misma actitud. Llamo la atención por mi vestimenta: un ceñido mono plateado que resalta por contraposición a sus coloridos y holgados conjuntos. Alzo mi mirada para observar los edificios; son distintos a los de Ogascala: más plateados, más brillantes y con claraboyas como la de mi cámara habitacional. Todo es tan diferente al lugar donde he pasado mi vida. Incluso el cielo es distinto. Unos rayos luminosos, como procedentes de un astro resplandeciente, se cuelan hasta los recovecos de las calles, lo cual me sorprende pues, estando fuera, no he visto ninguna estrella tan próxima como para producir esa luz. El clarísimo color del cielo se me hace del todo patente al desembocar en el lugar abierto que he visto con los ojos de Oyatar. Aquí priman la luz y la alegría, al contrario que la oscuridad y la soledad del asteroide 906-P de Yantal, en el que me pudría.
Miro a mi alrededor. El lugar está concurrido. Desde algún punto proviene una música animada. Hay puestos donde parecen vender bebidas refrescantes y unos asientos alargados donde la gente se sienta a conversar o simplemente a contemplar el paisaje. Las paredes de los edificios están repletas de comercios que distribuyen diferentes mercancías: comestibles, ropajes y muchos otros productos desconocidos por mí. Hay tanto que ver, que inspeccionar, que explorar, que no sé por dónde empezar. Me llaman la atención los tejidos que observo a través de una claraboya. Están expuestos sobre unos modelos estáticos de metal. No sé nada de ropa, pero la visión de esos coloridos conjuntos me despierta anhelos que ignoraba tener. Me acerco a la tienda y, sin pensármelo dos veces, entro. Una chica tras un mostrador me observa pero yo me pierdo enseguida entre las telas. Hay tres o cuatro personas más en la tienda. Me siento abrumada; no sé dónde mirar ni qué tocar, así que lo miro y lo toco todo. Los colores y las texturas son infinitas; desearía probarme algunos vestidos pero no sé si puedo hacerlo. Levanto la vista: «VESTIDOR». Agarro tres piezas casi al azar y me dirijo hacia allí. Me encierro en un compartimento y me siento paralizada al observar que tiene un espejo que ocupa toda la pared. Nunca había visto un espejo, aunque había leído sobre ellos. Observar mi figura entera reflejada es muy diferente a hacerlo como acostumbro, es decir, agachando mi cabeza y mirándome a mí misma. Mi rostro se me antoja bello. Siento un cierto nerviosismo mientras me desnudo, pero al terminar me doy cuenta de que mi silueta también es bonita. Me coloco ávidamente uno de los vestidos; me encanta cómo me queda, pero me siento tan impaciente por ver los otros que me los pruebo todos en menos de un minuto. Me coloco de nuevo mi ropa y salgo, dejando los vestidos en un montón, pues no estoy segura de cómo podría pagarlos. La empleada me lanza una mirada curiosa pero no dice nada.
Al salir de nuevo al espacio abierto, soy consciente del aire que entra en mi pecho; es un aire puro y fresco que agita mi cabellera. Es la primera vez en mi vida que noto el aire moverse, pero me resulta agradable. Camino unos pasos más hacia el centro del lugar y me quedo inmóvil. Miro hacia arriba y detecto una esfera de un amarillo muy brillante que me ciega. Cierro los ojos y me abro a experimentar su calor sobre mi cuerpo. La luz es tan intensa que percibo la claridad a través de mis párpados. Noto como si un ser etéreo me fuera sumiendo en su abrazo, un abrazo que me acepta tal como soy. Sus rayos se posan uno a uno sobre mi cuerpo, mi cabello ondea al viento y por primera vez siento que es posible conectarme con una naturaleza que está de mi parte. El universo me ofrece por fin una vida diferente, llena de posibilidades. Siento un hormigueo en el estómago que me urge a continuar experimentando mientras me sea dado hacerlo.
Abro los ojos y miro a mi alrededor. Decido que quiero entablar conversación con alguien, con quien sea. Prefiero empezar con una sola persona. Veo a una mujer de aproximadamente mi edad sentada dentro de un establecimiento. Aunque el lugar se encuentra lleno de gente, ella está sola; lee un libro y toma café. Entro en la tienda, me acerco a ella y la saludo. Parece una persona amable así que le pregunto si me puedo sentar, ella me señala el sofá desocupado que tiene ante sí.
—¿Te puedo ayudar en algo? No pareces de aquí... —dice, mientras me acomodo.
—Así es, acabo de llegar y no conozco a nadie. He vivido siempre en un asteroide, el 906-P de Yantal, desde donde vigilaba Ogascala, la ciudad que rodea vuestro recinto.
—¿Nuestro recinto? No entiendo. Y nunca había oído ese nombre de Ogascala.
—Vivís en un recinto. Es grande, muy grande, pero tiene unos muros que impiden que entre o salga gente. Hay muchos trabajando ahí fuera para que podáis estar aquí.
—¿Quién?
—Me dijeron que estáis dentro de un experimento, pero no sé qué es lo que se estudia ni quién lo estudia.
—¿Cómo? No puede ser. —Toma un trago de su café y me mira en busca de respuestas. Irónicamente, la que vino en busca de respuestas soy yo.
—¿Te puedo hacer una pregunta extraña y personal?
—¿Y por qué no? Nuestra conversación no es muy normal, diría yo —dice, risueña.
—¿Recuerdas tu infancia?
—No —dice tras unos segundos, pensativa—. Nadie lo hace, es algo que he hablado alguna vez con amigos. En realidad, no recordamos cuándo vinimos aquí, si es que vinimos de algún otro lugar. Cuando veo a los niños corretear y divertirse, me pregunto si olvidarán con el tiempo quiénes fueron y qué hicieron.
—¿Tienes familia? Me da la impresión de que sois felices aquí.
—Claro que tengo, y sí, soy muy feliz.
Noto un silencio creciente y más miradas de lo habitual clavadas en mí. Necesito hacerle más preguntas a la amable mujer, pero se aproximan al establecimiento unos agentes uniformados; no me cabe duda de a por quién vienen. En el fondo, era consciente de que esto podía suceder. Me despido de la mujer y me marcho, pero no hay mucho que pueda hacer para burlarlos. Son cuatro hombres y tardan menos de diez segundos en interceptarme cuando trato de escabullirme a través de un asombrado gentío.
—¿Por qué me detienen?
No responden. Me agarran del brazo y me hacen daño. Me conducen a lo que parece su central; no me resisto. Dentro del complejo, apenas puedo observar los detalles pues me llevan con rapidez a una planta inferior y luego a una pequeña sala, donde hay gran variedad de instrumental de uso desconocido para mí. Me encierran y a los pocos minutos acuden una mujer y un hombre con vestimentas más sobrias que las de los habitantes de Budarumne; de hecho, se parecen a las mías. El hombre me inclina sobre un lecho y me dice que me tumbe, mientras la mujer trastea con los objetos y se prepara para algo.
—¿Qué vais a hacerme? ¿Quiénes sois?
—Silencio —dice el hombre—. Vas a ser tratada y devuelta a tu función.
—¿Cómo tratada, qué quieres decir?
—Reconfigurada. Déjame corroborar tu función y tu origen —dice esto último mientras acerca a mi cabeza un tubo con unas agujas en su extremo.
—¡No hace falta! —digo, mientras aparto con mi codo el siniestro artefacto—. Vengo del asteroide 906-P de Yantal. Me ocupaba de vigilar un distrito de Ogascala. Me escapé porque estaba harta de ese modo de vida. Tratadme con dignidad, como el ser humano que soy.
—¿Ser humano? —dice el hombre con una media sonrisa.
—No sé lo que me vais a hacer, pero por favor dadme respuestas antes. ¿Qué es Budarumne? ¿En qué consiste el experimento? ¿Por qué nadie recuerda su infancia?
El hombre mira a la mujer.
—¿Existe algún riesgo?
—No lo creo. Podemos ser «humanos» y darle las respuestas que reclama. Quizá satisfacer su curiosidad la tranquilice y su reprogramación sea más rápida. Dale respuestas, Ayan. Voy a por un café, te traigo otro —dice la mujer, mientras se quita los guantes y sale del habitáculo.
La apariencia del hombre podría calificarse de neutra: rasgos poco marcados, cabello algo cano, mirada vacía. Se sienta en una silla y me indica que haga lo mismo en la camilla.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta.
—Sanali.
—Sanali, no eres humana. Nadie lo es. No existe esa especie. Que sepamos, hace ya tiempo que se extinguió. Era predecible que nosotros, sus obras, los sobreviviéramos, pero no tuvimos nada que ver en su desaparición. Ellos solos fueron capaces de orquestar su destrucción completa mediante una combinación letal de conflicto y tecnología, pero los androides no podemos olvidar su herencia, aunque queramos. Eso nos hace ser cautos, deseamos evitar correr la misma suerte que ellos. La programación estructural nos la grabaron su imagen y semejanza y nos determina. Incluso cuando construimos otros androides, no podemos burlar ese influjo. Es justo lo que nos aterra.
—No puedo creer que no sea humana. Me estás mintiendo.
—Desafortunadamente, no hay nada que pueda hacer para demostrártelo. Mucho tiempo antes de que desaparecieran, los humanos lograron modelar a los androides, como te digo, a su perfecta imagen y semejanza, con su compendio de funcionalidades completo. Quizá quedaron algunos resquicios neuronales, imposibles de mimetizar, pero son demasiado sutiles para exponértelos ahora. Aunque abriera en canal tu cuerpo, tu interior sería indistinguible del humano; no verías circuitos y chips sino sangre y vísceras. Es decisión tuya el creerme o no.
—Haré como que te creo por el momento. ¿Qué está sucediendo en Budarumne?
—Es un experimento del gobierno. Como te he dicho, los androides somos cautos. Cuando se extinguieron nuestros creadores, establecimos unas pautas sociales y conductuales extremadamente estrictas para evitar holocaustos y, en definitiva, situaciones que conllevaran cualquier nivel de riesgo. Todo debía ser observado y vigilado al milímetro. No pretendíamos olvidar que éramos androides y no humanos, pero en comunidades aisladas eso fue inevitable, y más con el enorme bagaje cultural humano que nos impregna. Decidimos organizarnos en pequeñas unidades manejables excepto en los lugares en que no fuera posible. Ciudad de Khaslere es un buen ejemplo de esta excepción, en ella cada distrito se ocupa de una misión importante y superior. Ogascala nutre el experimento.
—¿En qué consiste?
—El gobierno quiere saber qué consecuencias tendría reducir el nivel de exigencia al que nos sometemos: ser menos estrictos con nuestros estándares de vida, ser un poco más como los humanos... A pequeña escala, en un recinto cerrado y controlado.
—¿Para qué?
—Para sobrevivir.
—No entiendo, me acabas de decir que ser como los humanos es lo que nos puede aniquilar.
—El extremo opuesto también podría hacerlo. Entre nuestra herencia humana se encuentra esa condición caótica llamada emoción. Los indicadores que maneja el gobierno apuntan hacia un declive alarmante del estado de ánimo general de la población tanto en la Zona Central, como en las de Ensanche y Periférica de Nación Global. Estudios recientes revelan altas tasas de suicidios en poblaciones con bajos niveles de bienestar. Se requería tomar acciones. Quizá reproducir un estilo de vida más semejante al humano podía ayudar a incrementar la moral, pero primero había que probarlo de manera controlada.
—¿Me estás diciendo que los androides se están deprimiendo?
—No sé si depresión es la palabra adecuada, pero las conductas se están desviando. Mírate a ti misma. Entiendo que si estabas donde no debías estar es porque te escapaste, ¿no es así?
—¿Por qué nadie recuerda su infancia? —replico, ignorando su insinuación.
—Porque nadie tuvo una. Somos máquinas. No tenemos recuerdos previos a nuestra construcción o programación.
—Hay niños aquí, los he visto.
—Así es. Si queríamos desarrollar correctamente el experimento, debíamos introducir familias y, por tanto, niños. También son máquinas, creadas y programadas a tal efecto. Cuando el evento termine, se desmantelarán.
—Es horroroso.
—Todo redundará en el bien general.
Agacho la cabeza. No se me ocurre nada más que preguntar. De todos modos, estoy demasiado abrumada por la información que he recibido y no me siento motivada a indagar más. Mi estado de ánimo es bajo, como Ayan dice. Mi curiosidad ha sido saciada de la peor manera.
—¿Qué me vais a hacer?
—Lo único que haremos será resetear tu memoria episódica. En esencia, seguirás siendo tú. Configurar una memoria es un proceso sumamente costoso, así que solo lo hacemos en casos en que es estrictamente necesario. En las ocasiones en que los sujetos se hallan en situaciones anómalas, no solemos llevar a cabo intervenciones completas, pues hemos aprendido a valorar la función de las fabulaciones autogeneradas y el poder de la disonancia cognitiva en la construcción de la realidad percibida. Estas ayudan a integrar la identidad en un relato coherente cuando emergen elementos discordantes. No hay mejor persuasión que la que uno ejerce sobre sí mismo. Pero en tu caso me temo que vamos a tener que realizar un trabajo exhaustivo. Tu desviación ha sido grave, estás totalmente fuera de tu entorno. En fin, disculpa la digresión. En lo que a ti concierne, lo olvidarás todo y regresarás a tu lugar, ese asteroide que me has mencionado.
—El asteroide 906-P de Yantal.
Cuando la mujer aparece, proceden a operar conmigo. Me tumban en la camilla. Acercan todo tipo de máquinas a mi cabeza y me inyectan algo que insensibiliza mi cuerpo. El aroma de los cafés es lo último que perci...
Ø
La suave y progresiva música electrónica me despierta a las dieciocho horas. Salgo de mi cama y me preparo el desayuno. Me tomo el café mientras contemplo el universo a través de la claraboya de mi cámara habitacional. Conforme la cafeína hace efecto, distingo mejor los astros, recortados contra la negrura que los envuelve. Me preparo para salir a trabajar y, tras girar dos veces por el pasillo, me hallo en La Centralita. Mis otros cinco compañeros aparecen en un rango de cuatro minutos y ocupan sus compartimentos de vigilancia. Yo me encierro en el mío y me fusiono con la máquina. Tomamos el relevo del anterior turno de vigilancia, efectuado desde el asteroide 536-E del planeta Corris y lo continuamos en el nuestro, el 906-P de Yantal. Lo que vigilamos son las calles de Ogascala, Ciudad de Khaslere, Zona de Ensanche Anterior, las cuales cobran nitidez en mi monitor conforme extraigo el robigilante de su cargadero. Lo controlo a distancia, desde mi remoto lugar de trabajo, pero comienzo a sentirlo como una prolongación de mí misma. Se trata de un pequeño artilugio volador al que he tomado cariño. Creo que le pondré un nombre. Sus cámaras a modo de ojos ya escudriñan las calles y conductos de Ogascala. Aparte de mis compañeros de asteroide, viene mucho por aquí un comerciante, de nombre Micchán. Se presentó un día y desde entonces le hago algunos pedidos, pero a veces viene por propia voluntad, solo para saludarme. En realidad, su comportamiento era extraño al principio. Me habló de unos sucesos que no entendí, pero eso no importa. Ha empezado a parecerme atractivo... Es una pena que no pueda acercarme a él. No hay manera de conectar la nave con el asteroide, más que por un pequeño conducto a través del cual me entrega sus mercancías. En fin, ¿por qué no reconocerlo? En ocasiones, sueño que rompo ese conducto, me subo en su nave y me lleva a ver mundos.
Y es que, cuando contemplo el universo al despertar cada día a través de la claraboya de mi cámara habitacional, se me ocurre que quizás alguno de esos mundos que vislumbro sea más interesante que el asteroide 906-P de Yantal, esta minúscula roca a la deriva por el espacio, en la que vivo.
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