Capítulo 10

Narra Alessandro

Lía cae nuevamente al suelo; sujeté su cabeza a tiempo antes de que se golpeara. Había quedado inconsciente de nuevo.

—Fran —lo llamé, y él se acercó de inmediato—. Llévala a casa y que las chicas se encarguen de ella.

—Sí, señor.

Se inclinó para levantar a Lía, pero lo detuve un momento.

—Y asegúrate de que a ninguno se le ocurra tocarla, ni por un segundo. Eres el único que puede encargarse de ella y más nadie.

—Como diga... Señor —respondió firme, antes de levantarla en brazos.

Me puse en pie, observé cómo Fran se la llevaba hasta una de las camionetas. Pero en ese momento, uno de mis hombres se acercó a mí.

—Señor, ¿qué hacemos con ellos?

Me giré hacia los sollozos y temblores de Frey y sus lacayos. Me acerqué a ellos, pero dirigiéndome específicamente a Frey, que de inmediato comenzó a suplicar por su vida.

—¡Por favor, piedad! ¡Se lo ruego! No sabía que era importante para usted, no volveré a tocarla, ¡lo juro!

—Claro que no lo harás... Me aseguraré de eso —dije, apoyando mi mano en su mejilla. Él se tensó del miedo—. Empiecen cortando sus dedos. Luego asegúrense de que ya no tengan manos para tocar algo más.

Me enderecé, retrocediendo unos pasos para dejar espacio a mis hombres, que acataron mis órdenes de inmediato, mientras que los gritos no se hicieron esperar.

—¡No! ¡No, por favor! —volvió a suplicar, a la par que mis hombres lo sujetaban y extendían sus manos sobre el suelo, sacando la navaja.

Le di una calada a mi cigarrillo y exhalé el humo con calma mientras los gritos de dolor ahogaban el aire. Uno por uno, les fueron amputando los dedos, además de cortar igualmente sus manos completas desde la muñeca.

—¿Sabes algo, Frey? —me acerqué de nuevo, y mis hombres lo obligaron a levantar la cabeza para que me mirara—. Estaba completamente harto de ti y de ese maldito lugar, donde piensas que puedes vender mujeres, humillarlas y denigrarlas, solo para saciar deseos sexuales. Te creíste demasiado por el dinero que ganaste subastándolas y abusando de ellas. Veamos si sigues creyéndote tanto luego de que termine contigo.

Apagué el cigarrillo presionándolo contra su frente. Se retorció y gritó de dolor por la quemadura. Volteé hacia mis hombres, asentí, y ellos continuaron con lo que mejor se les da: torturar.

Luego miré al resto.

—Vayan al escondite de este bastardo, saquen a las chicas de allí, denles tres mil dólares a cada una y destrúyanlo todo, no quiero que quede nada de ese lugar. Y a los involucrados que trabajaron para este bastardo, háganles lo mismo que a ellos. No me importa si es hombre o mujer, la escoria es la misma para quien la mire. ¡Háganlo!

—¡Sí, señor!

Un grupo subió a sus camionetas y se fueron de inmediato. Detrás de mí, los gritos de Frey y de sus cinco hombres resonaban mientras sus cuerpos ardían de dolor.

—Átenlos y láncenlos por el muelle —ordené, pasando junto a ellos para dirigirme a mi auto. Subí y conduje hacia mi casa.

Las calles estaban desiertas y tranquilas. Manejé hasta dejar de ver las casas, y comenzar a ir por el solitario camino que daba a la mansión. Abren el portón al verme llegar, estacioné frente a la entrada. Bajé del auto, entregándoselo a un guardia, y entré en casa.

—¿Cómo está? —pregunté en cuanto Giselle se acercó.

—Tiene la temperatura baja. Creemos que empezó a sufrir hipotermia —me detuve en seco—. Ya le dimos medicamentos y la alejamos del frío. Se recuperará.

Asentí y retomé mi camino escaleras arriba, hasta mi habitación. Al entrar, sentí el calor de la calefacción, pero desde la puerta podía escuchar el castañeo de sus dientes. Giselle entra detrás de mí, y las tres chicas que trataban de calmar a Lía se enderezan en cuanto me ven entrar.

Me acerqué a su lado, observando cómo se aferraba a las mantas con fuerza. Estuvo el tiempo suficiente bajo el agua o con la ropa mojada mientras el frío la consumía.

Noté que comenzó a abrir los ojos ligeramente y me miró, mientras aún temblaba.

—¿A..Aless..ssandr..dro... ? —murmura casi inaudible.

—Te pondrás bien, bellezza... No te preocupes —susurré, pasando suavemente mis dedos por su mejilla, apenas tocándola.

Parecía tan frágil, como si fuera a romperse con el más leve contacto. Eso era lo que me hacía pensar cuando la tocaba... es tan frágil y mucho más estando en mis manos.

Ella suspira pesadamente y parece volver a dormir. Me quedé mirándola un momento antes de levantarme y dirigirme hacia la puerta.

—Cuídenla bien —dije, saliendo de la habitación y cerrando la puerta detrás de mí.

Me detuve un instante, reflexionando. Hasta que el sonido de mi celular me sacó de mis pensamientos. Lo contesté al momento.

—¿Sí?

—Señor, ya hicimos todo lo que nos ordenó.

—¿Encubrieron todo?

—Por supuesto, señor.

—Buen trabajo.

Colgué la llamada y golpeé suavemente mi celular contra la palma de mi mano mientras pensaba. Esos bastardos recibieron su merecido. Una sonrisa irónica se dibujó en mi rostro mientras caminaba hacia mi despacho.

Aún quedaban cosas por hacer.

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