Capítulo 9
—Lamentablemente tengo que reconocer que el alumno superó al maestro —declaró con total solemnidad mi madre tras clavar su tenedor en la pasta.
Reí ante su mala actuación.
—Nadie puede ganarte.
—Lo sé, en realidad era mi forma educada de decirte que aprendiste de la mejor —lanzó divertida con falsa vanidad.
Negué con una sonrisa, estuve a punto de ocupar un lugar en la mesa, pero el sonido de la puerta cambió mis planes. No esperábamos visita, al menos ese era le plan, pero no fue necesario fuera a recibirlas porque apenas di un par de pasos me encontré con Doña María, la vecina de mi madre, que haciendo gala de una vieja costumbre, aprovechando la puerta estaba abierta para hacerse espacio con confianza.
—Dios mío, siempre llego cuando están ocupados —lamentó avergonzada.
—No se preocupe, siéntese —la invité incitándola a que nos acompañara, conociendo lo mucho que mi madre apreciaba su compañía. Después de todo, no faltaba mucho para que yo me retirara a trabajar.
Ella dudó un segundo, pero tras ver que mi mi madre apoyó la idea, aceptó.
—En verdad que no vine para darles molestias... —repitió viéndome ocuparme en la cocina. Mamá le restó importancia mientras yo seguí en lo mío —, pero tampoco me haré del rogar —cedió cuando el plato tocó la mesa. Retuve una sonrisa—. Julieta, no sé cómo tu hijo sigue soltero siendo semejante partido —comentó tras el primer bocado.
Bien, empezamos con las pláticas incómoda. Empecé a reconsiderar si fue buena idea insistir.
—¿Quién te ha dicho que está soltero? —indagó mi madre, dándole un vistazo.
—Porque vino solo —resolvió sencilla. Lució orgullosa al no recibir argumentos en contras—. La última vez, si mal no recuerdo —habló para sí—, trajo a una chica, ya hace unos años. Esa preciosa rubia que era un poco "especial"... —rememoró con una mueca—. ¿Cómo se llamaba?
Carraspeé, fingiendo demencia.
—Olvídalo, sigue soltero —concluyó tajante, dando por terminado el tema.
Sarahí no era su tema favorito.
—Y no lo entiendo, eres guapo, exitoso y tienes dinero. ¿Sabes qué es lo que te hace falta, Sebastián? —me cuestionó parloteando sin parar, como si yo mismo le hubiera pedido un consejo. Escondí una sutil sonrisa fingiendo interés—. Conocer a una buena chica... Tal vez debería presentarte a mi hija —propuso de pronto, emocionada por su plan. Sí, quizás, debí volver antes a trabajar—. Es una mujer guapísima, muy divertida —remarcó—, con ella nunca te aburrirías. Harían una gran pareja. Te lo digo de verdad, no exagero —insistió mientras yo la oía sin decir nada—, si quieres pregúntale a Celeste, fueron grandes amigas durante años.
La mención llamó mi atención, pero ella ni siquiera lo notó, siguió hablando consigo misma.
—Y digo "eran" no porque tuvieran algún problema, sino porque desde que nació su sobrino Celeste se dedicó de lleno a cuidarlo. Lo cual es muy noble —reconoció—, pero que marcó diferencias entre sus amistades. Es normal, a los veinte años todos quieren comerse el mundo, no cambiar pañales.
—¿Sabe cómo está ella? —pregunté sin contenerme—. Hablo de Celeste —especifiqué ante el cambio abrupto de conversación. Hace unos días que no tenía noticias, le escribí, pero no me contestó y no quería presionarla. Supuse que ella, que no perdía pista de todos los que habitaban esa calle, tendría novedades.
—¿Me preguntas a mí? Por Dios, hijo, tú debes saber más que yo, ahora pasa mucho tiempo aquí —nos acusó divertida. Esperó por algún comentario que no llegó, entonces soltó lo que estaba esperando—. Aunque... Ahora que lo mencionas últimamente ha estado muy rara —murmuró inclinándose para que solo yo pudiera escucharla, despertando mis alarmas.
—Rara... —repitió mamá, ganándome la partida.
Agradecí diera voz a algo que me costó pronunciar.
—Bueno, la vida de Celeste nunca ha sido especialmente social, mas eso no quita que es bastante agradable en el vecindario —admitió—, sin embargo, ahora su vida se reduce al camino de casa a la escuela. Y no sé, la noto demasiado ensimismada en sí misma —reflexionó—. Quién sabe, tal vez son cosas mías —le restó importancia —, pero me huele que algo anda mal.
Y aunque deseé fueran solo suposiciones no pude arrancarme el tema de la cabeza. Incluso cuando la charla concluyó su nombre siguió haciendo eco en mi mente. Así que resistiendo el impulso de llamarla, esperanzado que mantuviera su rutina, tras dedicar parte de la tarde a obtener ideas para el nuevo proyecto salí al jardín a tomar un poco de aire. O al menos buscando una excusa para hacerlo.
La suave brisa que revoloteaba la hierba y un cielo donde no se asomaba un rayo de sol fue el anuncio de un próximo aguacero. Culpé al pronóstico de la prisa de sus pasos cuando cruzó la acera. La contemplé con la mirada perdida, aferrándose a su largo abrigo de botones que le llegaba a las rodillas y usando unos botines que hacían ruido al andar. Estaba tan envuelta en su mundo que pegó un respingo cuando su nombre viajó por la calle.
Aun así, pese a la sorpresa inicial, armó una débil sonrisa cuando me acerqué deprisa para alcanzarla. Teniéndola cerca fue fácil distinguir, aún con sus intentos por ocultarlo, el cansancio que inundaba sus pupilas. Estando frente a frente tuve una mala corazonada.
—¿Celeste, cómo has estado? —le pregunté, con una lucha entre la ansiedad por saber y la alegría por la oportunidad de escucharlo de su propia voz.
No respondió, acomodó un mechón que el viento alborotó mientras buscaba la palabra adecuada para resumirla. Tras un intento, se rindió.
—Estoy que es ganancia —concluyó intentando sonar divertida, sin ocultar del todo su angustia. Quise indagar en el porqué, pero ella se me adelantó—. ¿Tú cómo estás? ¿Doña Julieta cómo sigue? —titubeó de pronto, como si hubiera recordado algo importante.
Tardé en comprender la razón, cuando lo hice negué con una sonrisa, ahuyentando sus temores.
—Todo bien.
Celeste lo entendió, soltó un suspiro de alivio a la par su suave sonrisa adquirió algo de calidez.
—Me alegro muchísimo que las cosas estén bien entre ustedes —mencionó sincera—. Por un momento pensé que te enfadarías conmigo —confesó.
—Yo jamás me enfadaría contigo, Celeste. Además, al final debería agradecértelo —admití—, necesitaba poner el tema sobre la mesa, pero era demasiado cobarde —reconocí sin orgullo, sonriendo ante lo tonto que sonaba—. Miedo de la respuesta, de ser un mal hijo, de no ser lo que esperaban. Necesitaba un empujón —me sinceré conmigo mismo. Asintió, comprendiéndome—. Ya hablamos demasiado de mí, mejor cuéntame cómo has estado. ¿Cómo sigue Berni? —me interesé—. ¿Te dieron los resultados?
Entonces su mirada perdió cualquier pizca de luz. Supe que era justo donde estaba la herida. Celeste tambaleó de un pie a otro, incómoda.
—Sí... —murmuró tan bajo que apenas pude oírla.
No dijo nada más, ni siquiera me miró.
—Y... —me atreví a comenzar sin deseos de presionarla, pero dominado por un impulso.
Celeste clavó sus ojos en los míos, en un instante casi pude ver tras ellos como se rompió su corazón.
—Negativo.
—¿Qué?
—No soy compatible, no puedo ser su donadora —repitió con la voz quebrándose, pero sin darle vueltas. Toda esa fortaleza que se había esforzado por mantener de pie fue cayendo a pedazos. Algo en mi interior se estrujó al ser testigo del dolor que cristalizó sus ojos.
Un silencio difícil de romper se formó.
—En verdad lo siento mucho... —dicté, sin saber qué más decir. Fui presa de la cruel impotencia que nos ataca cuando las palabras no le hacen justicia a lo que deseamos hacer—. ¿Qué te ha dicho el médico? —pregunté cuidadoso, temiendo lastimarla.
—Dijo que solo queda tener paciencia. Ingresó a una lista de espera, no tenemos opciones, no hay más familiares para que se realicen los análisis —me contó. Dio un paso atrás, como si no lograra calmar el movimiento de sus pies—. Estoy aterrada —confesó luchando con la opresión en su pecho—, sé que hay muchas personas que lo supera, que salen de esto, e intento, juro que intento ser optimista, pero también sé que hay muchas otras que llevan años esperando. No me puedo imaginar lo que sufren. Algunas de ellas ni siquiera obtienen respuesta —me hizo ver, desesperada—. Sebastián, si algo le pasa a Bernie yo prefiero morirme con él...
—Celeste, no digas eso —la interrumpí para que ni siquiera lo pensara.
—Es la verdad, mi vida sin él no tiene ningún sentido —defendió a punto de llorar, pero conteniéndose, como había aprendido a vivir—. Él es mi motivación para levantarme por las mañanas, la razón por la que mi vida tiene sentido. Sebastián, mírame, no tengo nada —expuso enfadada con la vida, abriendo los brazos para que observara lo que la rodeaba—. Ni familia, ni trabajo, ni sueños, ni amigos.
—Me tienes a mí.
Celeste me recriminó mi pésimo argumento.
—¿Por cuánto tiempo? —me echó en cara mi falso consuelo tan rápido como yo tiré el dardo.
No pude contestarle, después de todo no estuve ahí cuando más sola se sintió, ¿por qué esta vez sería distinto? Un profundo silencio nos envolvió a la par un duelo de miradas que cargaban emociones contrastante buscaba dictar un ganador. La batalla cedió. Un segundo después su mirada se pintó de arrepentimiento. Respiró hondo, cubriéndose el rostro.
—No sé qué tonterías estoy diciendo. Tú no tienes la culpa de nada —se disculpó echando atrás su cabello, pero ni siquiera así permitió me le acercara. Abrumada, como si temiera de sí misma, quiso poner la distancia entre los dos—. Estoy reclamándote por responsabilidades que no son tuyas. Por eso no quiero hablar con nadie, solo digo estupideces. Necesito estar sola.
Celeste quiso marcharse, pero la detuve tomando su mano. Sus ojos confusos se clavaron en aquel punto, permanecieron en él durante un instante hasta que se encontraron con mi mirada cuando me planteé frente a ella para vernos directo a la cara. Yo, en cambio, necesitaba que me escuchara.
—Espera un segundo, yo sé que si te digo que entiendo lo que sientes no vas a creerme —adelanté. Celeste quiso protestar, sin embargo, no se trataba de un reclamo. Todo lo contrario—. Y tienes razón, por más que me esfuerce, solo tú conoces lo que estás sufriendo, pero intento imaginarlo y sé que no tienes por qué atravesar está guerra en solitario.
La respiración de Celeste se descompensó en su lucha por liberar el nudo en su garganta o mantener la tormenta dentro de sí misma.
—Entiendo porque lo haces —reconocí con una débil sonrisa, conociéndola—, pero mientras más intentas proteger a la gente que amas más carga hay sobre tus hombros.
—Ojalá mamá estuviera aquí, ella sabría qué hacer —lamentó, dejando claro lo sola que se sentía.
—Celeste, nadie sabe el camino a tomar en una situación así. Lo estás haciendo bien —defendí buscando sus ojos para que dejara de reprocharse. La historia no sería distinta si alguien más fuera el protagonista—. Ya no llores —le pedí, limpié con mi pulgar el atisbo de lágrima que discretamente resbaló por su mejilla—. Verás que todo se va a arreglar.
Celeste respiró hondo, asintiendo despacio.
—Tú misma lo dijiste, mucha gente sale adelante, Berni no tiene por qué ser diferente —repetí para que no se dejara vencer—. Sé que no es fácil, pero tú también tienes que cuidarte para que puedas ayudarlo con su tratamiento, eso es lo más importante —le aconsejé. Estuvo de acuerdo conmigo—. El resto se irá acomodando poco a poco, verás que pronto aparecerá un donador —expuse—. Esta es una ciudad enorme, con muchísima gente. Y no necesariamente necesita ser un familiar, podría ser cualquier persona... —reconsideré. Y al pronunciarlo caí en cuenta de algo—. Tal vez podría ser yo —propuse para mí, reflexionarlo.
Celeste me contempló como si hubiera perdido la cordura.
—¿Qué?
—¿Por qué no? Hasta donde sé tengo buena salud —aclaré, ordenando mis propias ideas, convencido de que era un excelente solución—. Sé que debo pasar por exámenes psicológicos y físicos, en ellos puedo comprobarlo...
—Espera, no —me frenó Celeste enseguida, alarmada—. No tienes que hacer esto, Sebastián.
Lo sabía, no había nada que me obligara. Era algo que deseaba hacer, por voluntad propia.
—Lo sé, pero quiero intentarlo —defendí para que entendiera no podría evitarlo, después de todo cuando una idea llegaba a mi cabeza pocas veces lograba rendirme sin cumplirla—. Celeste si hay una posibilidad tenemos que tomarla.
No había tiempo que perder. Estábamos hablando de la vida de alguien, el resto podía esperar.
—¿Por qué lo harías? —dudó, extrañada.
Una débil sonrisa brotó ante su recelo. En realidad, no había una respuesta fácil.
—Una vez dijiste que no importa cuanto amemos a las personas, muchas veces no podemos hacer nada para evitar su dolor —repetí sus propias palabras ante su intensa mirada—, pero si alguna vez, por azares del destino, la vida te da la oportunidad, no puedes decir que no. Sé lo importante que es para ti, Celeste. Además, Berni es un niño, nosotros ya tuvimos la bendición de poder vivir, con nuestros aciertos y errores, él también lo merece.
Celeste me escuchó atenta, su mirada no se apartó ni siquiera cuando intentó esconder el temblor de sus labios.
—Eres muy bueno, Sebastián. Debería negarme, pero... No puedo —murmuró en una conclusión que dictaba de la realidad. De pronto tomó mi mano para cobijarla con las suyas que vibraban a causa del remolino de emociones—. Nunca podré pagarte lo que estás haciendo.
—No tienes que pagarme nada, Celeste.
Supongo que en el fondo aún no había logrado romper ese pacto de cuidarnos entre nosotros. Lo hizo cuando mi padre murió, cuando el suyo se marchó, lo hizo incluso cuidando a mamá en silencio. Eran la clase de deudas que no exigen pagos porque se hacen con el corazón.
El rostro inundado por la tristeza se iluminó a la par me envolvió en sus brazos con todas sus fuerzas, pude percibir los latidos de su corazón a la par apoyó su mentón en mi hombro. Sonreí para mí. Cerré los ojos, grabando ese momento en mis memorias para cuando la noche quisiera hundirme, esa sensación fuera el soplo de aire que me devolviera la vida.
—No tienes idea de lo que esto significa para mí, no va alcanzarme la vida para agradecértelo, Sebastián —repitió al borde de las lágrimas.
Y cuando su mirada se apartó descubrí estaba llorando en silencio, quise decirle que volvería hacerlo si eso calmaba su angustia, porque había algo en ella que me daba una paz diferente, sin embargo, no pude pronunciarlo. Celeste me dio una tierna sonrisa y cuando creí que su voz rompería el silencio mi mundo dio un giro que fue imposible adelantar. De la nada, dio un paso adelante, borrando la distancia entre los dos, y tras una mirada que me fue imposible descifrar se impulsó acunando entre sus manos temblorosas alcanzando mis labios para besarme.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top