Capítulo 8
Convocatoria abierta para todos los emprendedores que presenten proyectos con responsabilidad social...
El sonido de una risa me hizo apartar la mirada de la pantalla, echando a un lado la laptop distinguí una escena que provocó una calidez que sumergido en la frialdad de la oficina había olvidado. Admirando a mi madre charlando animada con Berni y Celeste que cocinaban tuve que aceptar que me había acostumbrado al silencio de mi solitario departamento.
Tal vez esa era la razón por la que pasaba tantas horas en la empresa para no enfrentarme al vacío que representa una habitación solo plagada de recuerdos. No hay peor ruido que el que solo es el eco en el ayer.
—¿Qué tanto piensas?
La voz de Celeste al acercarse cuidadosa, intentando no asustarme, me devolvió al presente. Llevaba una coleta alta dándole un aspecto mucho más jovial. No entendía cómo podía lucir tan tranquila aún cuando la vida parecía empeñarse en ponerla a prueba.
—Tonterías.
Cerré la laptop, dejando el trabajo de lado.
Esa era la mejor manera de resumirlo.
—Uhm.. —murmuró afilando su mirada, sin creerme, robándome una media sonrisa. De todos modos, no insistió. Eso era una de las cosas que más valoraba, respetaba los silencios así cuando deseabas hablar—. No sé si felicitarte o darte el pésame porque eres un terrible mentiroso —soltó haciéndome reír.
Sí, supongo que tenía razón. A la única persona que intentaba engañar era a mí mismo.
Hubo un corto silencio antes de que, sin decir nada, Celeste extendiera sus manos para dejar algo sobre la mesa. Y aunque era evidente, tardé en procesar era para mí. Celeste ocultó una adorable sonrisa ante mi confusión a la par ocupaba un lugar a mi lado. El suave aroma a canela y manzana que desprendía la magdalena me llevó a viejos tiempos.
—Hoy amaneciste creativa —comenté agradeciéndole el detalle, sin saber otra forma de hacerlo. Nunca fui bueno expresando lo que sentía. Sin embargo, ella no me lo reclamó, se encogió de hombros, divertida.
—Estaba pensando en alguna forma de consentir a Berni, un verdadero reto teniendo en cuenta la dieta que le envío el nutricionista —contó—, pero recordé que le gustan las mantecadas —añadió mirándolo jugar con mamá—. Ayer no fue un día fácil para él. Fue a su dialisis y le está costando —compartió—. Estoy intentando hacer todo lo que esté en mis manos para recordarle que lo quiero.
Dudaba pudiera olvidarlo. No pude evitar sonreír escuchándola. Me parecía un acto muy generoso como lograba armar una sonrisa para la gente que amaba aún cuando estaba abatida.
—¿Pasa algo? —dudó cuando me mantuve un instante mirándola en silencio. Agité la cabeza.
—Nada, es solo que... Te admiro, Celeste, eres muy valiente —reconocí sin guardármelo.
Aún no lograba comprender como esa pequeña niña que llegaba llorando del colegio porque sus compañeros la molestaban ahora era una mujer tan fuerte. Había momentos en los que apenas podía reconocerla.
—No te dejes engañar por mi fachada —me advirtió a la par una risa rozó sus labios. Respiró hondo—. En el fondo estoy aterrada —se sinceró sin mirarme antes de contemplar a su sobrino con melancolía—. ¿Sabes algo? Hoy recibí una buena noticia —soltó al recordarlo, recuperando un poco la energía—. La doctora dijo que esta misma tarde puedo pasar por los resultados de los exámenes. Estoy preparándome para lo que se viene porque nunca he entrado al quirófano —añadió burlándose un poco de su temor—, pero no voy a pensarlo mucho. La operación debe ser lo antes posible.
Asentí, entendiéndolo.
—Todo irá bien, ya verás —le animé.
Celeste quiso mantener la misma actitud positiva.
—Y ojalá fuera valiente como tú dices —añadió riendo ante el adjetivo—. Soy una cobarde, solo intento serlo cuando se trata de las personas que amo, el resto de ocasiones ni siquiera me movería —se describió antes de darme un vistazo—. En cambio, mírate, qué prueba más grande de valentía necesitas que el que deja todo sus temores para alcanzar sus sueños. Yo jamás hubiera reunido el valor para hacer lo que tú hiciste, Sebastián —expuso con la inocencia que no había perdido—. Te aseguro que pocos dejan su zona de confort para seguir su corazón —remarcó.
La escuché sin apartar la mirada, había algo en ella que despertaba en mí una calma especial. Tras años cuestionándome cada uno de mis pasos, oírla era una especie de medicina que curaba viejas heridas.
—¿De qué hablan?
Mamá se unió a la conversación, despertándome. Celeste envolvió en sus brazos a Berni, dándome un beso en la mejilla, pude leer lo que escondía la firmeza de su abrazo, no podía permitirse perderlo.
—De Monterrey —soltó de pronto, sorprendiéndome, pero fue tan convincente que asentí siguiéndole el juego—. Sebastián estaba platicándome lo bello que hay en la ciudad, estaba haciéndole prometer que algún día será mi guía —improvisó dándome un vistazo.
—Y nada me haría más feliz —afirmé.
Estaba seguro que su compañía le daría un aire nuevo a esa ciudad que poco a poco se convertía en rutinaria.
—¿Yo también puedo ir? —lanzó Berni.
—Claro que sí. ¿Qué te parece si cuando te recuperes vamos a un parque de diversiones enorme que está por allá? —propuse un plan que se me acababa de ocurrir. Apostaba que lo disfrutaría.
Y aunque mi intención era buena, Celeste intervino enseguida, frenando los planes.
—Sí, bueno, eso lo veremos—interrumpió. La miré sin entender—, recordemos que Sebastián es un hombre muy ocupado y tú tienes que ir a la escuela —remarcó. Me dio un leve vistazo que pareció una leve advertencia antes de concentrarse en su sobrino—. Hay que revisar si coinciden los tiempos.
Entonces capté el mensaje, era su manera sutil de decirme que no hiciera promesas que no pensaba cumplir. No quería que lo ilusionara en vano. Y supongo que tras años de ausencia tenía razones para dudar.
—Es una suerte que usted tenga en su familia al mismo anfitrión —le mencionó a mi madre señalándome con un ademán, volviendo a concentrar el tema en mí—. ¿Usted sí conoce la ciudad?
—He ido con Sebastián un par de veces —reconoció sin darle demasiada importancia—, pero han sido viajes fugaces. Gracias a Dios, no creo que podría soportar más —sentenció—. Adoro mi casa, la echaría de menos.
—Pero lo adora mucho más a él —apuntó.
Y no fue hasta que soltó ese comentario que entendía a dónde se dirigía la conversación. Intenté intervenir, pero la respuesta de mi madre robó mi voluntad.
—Claro, y es por eso mismo que no podría quedarme —resolvió sencilla. Fruncí las cejas, intrigado, sin comprenderla—. Sebastián tiene una vida hecha, una vida que sé mejor que nadie cuánto le ha costado construir. Yo no quiero interferir —concluyó.
Una vida de la que no se sentía parte.
Celeste no lució muy satisfecha con la explicación, pero prefirió guardar silencio. Mamá le sonrió con cariño.
—Aún eres muy joven, Celeste. Berni es pequeño y debes pensar estarán siempre juntos, pero llegará el momento en que me entenderás —le explicó—. Los hijos tienen que marcharse del nido para probar sus alas, vivir sus propias vidas. No son eternos. Yo lo acepté hace mucho tiempo.
Celeste asintió, pero fue claro que no estaba convencida. Lo supe porque aunque lo intentó, no logró contener lo que estaba dándole vueltas en la cabeza. Nunca lograba callar lo que deseaba decir.
—Pero qué pasa si a uno de los dos se le daña una ala y teme decirle que necesita un poco de ayudar para volver a volar —planteó en un murmullo.
Ni siquiera tuvo que mirarme para comprender su significado.
—Celeste, puedo cuidarme sola... —defendió mamá, malinterpretándola.
—Lo sé, no lo decía por usted.
Entonces entendió quién era el protagonista de sus dudas. Mi madre, que se había mantenido ocupada en el plan original, por primera vez fijó sus ojos en mí. Lo hizo como no lo había hecho en años. Ya no como el hombre con una vida resulta, sino como el que abandonó su hogar hace años sin saber qué le depararía el destino.
—A veces... Estamos demasiado preocupado por los demás que creemos es un acto egoísta hablar de lo que necesitamos nosotros —añadió Celeste, y esta vez sus ojos no me esquivaron. Compartimos una mirada que removió algo olvidado en mi interior.
El silencio se rompió por el arrastre de la silla cuando se levantó tomando a Berni de la mano.
—Será mejor que nos marchemos, tenemos que ir al hospital —le avisó deprisa. La mueca de frustración que se pintó en su rostro dejó claro lo mucho que odiaba ese lugar, no pude evitar sentir pena por él.
—Ay no.
—Tranquilo, no tengas miedo, solo iremos por unos resultados... —le dijo ella inclinándose para quedar a su altura. Le regaló una suave sonrisa mirándome directo a los ojos logrando menguar un poco su miedo.
Miedo que inundó sus pupilas cuando me interpuse en su camino. Compartimos una mirada que habló sin palabras al quedar frente a frente. Esta vez no huyó, pese a que casi pude oír los latidos de su corazón dio un paso adelante.
—Perdóname —susurró tan bajo que solo yo pudiera escucharla, distinguí la culpa bailando en su voz—. Sé que no tengo ningún derecho para meterme, pero... Me duele ver como luchas con tu propio corazón. Sebastián, tú aún puedes ser feliz, no desperdicies la oportunidad.
No hubo más despedidas, Celeste me dedicó una última mirada, cargada de arrepentimiento y tristeza, antes de marcharse sin permitirme hablar. Mis ojos recorrieron su camino y cuando solo quedamos dos, la verdad me alcanzó. Ya no había tiempo para seguir haciéndome el ciego.
—¿Qué fue eso?
Era una gran pregunta. La voz de mamá resonó a mi espalda. Respiré hondo, no tenía sentido fingir demencia.
—El recordatorio que no puedo postergar para siempre lo inevitable —reconocí para mí. Extrañada su rostro se contrajo. Una débil sonrisa brotó ante las dudas que me encargaría de aclarar. No di rodeos—. Me llamaron de Monterrey hace unos días —le compartí. Entonces la pieza que faltaba encajó en el rompecabezas—, quieren que regrese para que comencemos a trabajar en un nuevo proyecto.
—Oh...
No hubo más. Mi madre se dio un segundo para ordenar sus ideas, y tras un huracán de emociones, armó una sonrisa que me supo a madura resignación. De las que ambos sabíamos interpretar a la perfección.
—Bueno, sabíamos que esto pasaría —reconoció—. Fue lindo mientras duró. No te preocupes por mí, Sebastián, yo estaré bien —insistió sonriéndome para que pudiera irme tranquilo.
Sin embargo, mi dilema era mucho más profundo. Esta vez no se curaba con la misma fórmula que otras veces funcionó. Ya no quería seguir caminando con una venda en los ojos.
—¿Qué pensaste cuando me fui la primera vez? —lancé de pronto, desenredando el nudo desde el inicio. Nunca me había atrevido a preguntárselo, conocía ese capítulo de memoria, pero desde mis ojos.
La pregunta la tomó por sorpresa, se detuvo un instante a reflexionarlo y cuando halló una respuesta se permitió contestar.
—Solo le pedía a Dios que te cuidara mientras yo no pudiera hacerlo —concluyó dejando a la luz en ella no había pizca de egoísmo. El sentimiento que impregnó sus palabras provocó una sacudida en mi interior.
—A veces pienso que nunca debí haberme marchado —me sinceré.
Tal vez debí quedarme a su lado, ayudándola en su avance, no solo centrarme en el mío. Me aparté en el peor momento, jamás pensé cómo sería su vida cuando llegara a casa donde solo se encontraban recuerdos. Dejé que los días siguieran su curso hasta que me encontré en el mismo punto. Tal vez por eso ahora tan consciente de mi error, porque sufría el mismo mal.
Y pese a que tenía razones de sobra para reprocharme, hizo todo lo contrario, haciendo gala de su nobleza me regaló una sonrisa compasiva.
—Sebastián, yo sabía perfectamente lo que me esperaba cuando murió tu papá. Jamás te hubiera retenido por miedo. Aprende una cosa, Sebastián, cuando quieres a alguien no piensas en tu felicidad, sino que solo deseas que la otra persona la consiga.
Aunque muchas veces esa no coincida con la nuestra. Ahí está la libertad y dilema de amar. Una lección que nunca aprendí.
—¿No te sientes sola? —la cuestioné temiendo tanto por la respuesta.
Mama volvió a sonreír.
—La soledad es algo que todo experimentaremos en algún punto. Hay personas rodeadas de gente que se sienten completamente solos y otros que, pese a que solo su voz resuena en la habitación, no lo resienten —llegó a una sabía conclusión—. Va mucho más de lo que puedes ver.
Asentí aletargado. Yo permanecía al primer grupo. Había caído en mi propia trampa.
—Celeste tenía razón —hablé para mí—. He intentado convencerme durante años que soy feliz, sin embargo, descubrí me faltaban tantas cosas —le dije, abriendo mi corazón atormentado a sabiendas no me juzgaría—. Me pregunto si en realidad he conseguido algo o solo he recolectado de esas piedras que deslumbran hasta dejarte ciego, pero que no valen nada.
Porque a veces tenía la sensación que todo lo que había obtenido era solo un espejismo, uno que no es capaz de satisfacer al juez más duro que es el mismo corazón. A veces sentía que teniéndolo todo, no tenía nada.
—Cumpliste tu sueño, Sebastián —me recordó.
Una débil sonrisa brotó al escucharla.
—¿En verdad lo hice?
Me hubiera gustado regresar a casa orgulloso, con el pecho hinchado y el mentón alzado, parloteando que había conseguido lo que el resto considera una ilusión, pero aunque calzaba con el concepto de éxito que aprendí, ese cosquilleo de satisfacción nunca llegó.
—¿Sabes qué es lo que te sucede? —lanzó, captando mi interés. Sentándome a su lado, mamá cobijó una de mis manos sobre el mantel—. Has hecho todo para que tu "yo" de quince años se sintiera orgulloso, pero has cambiado. Tal vez lo que lo haría feliz a él —planteó—, no encaja con el hombre que eres ahora.
Supuse que tenía razón. El guión llegaba justo hasta ese capítulo. No sabía qué escribir en las otras páginas.
—No te atormentes, es el momento de improvisar. Recuerda que las mejores historias se escriben con el corazón —defendió esperanzada.
—A veces creo que he olvidado cómo usarlo.
Le entregué el timón del barco a mi cabeza. Creí que solo los que usan la razón podían llegar lejos. Pensando que no lo necesitaría, que estorbaría en la subida a la cima hice mi corazón a un lado. Y ahora que lo buscaba desesperado, sentía que no era capaz de revivirlo. Se había cansado de esperarme.
Mamá me miró compasiva. Sonreí ante su mirada transparente, tan libre de culpas.
—Uno nunca olvida lo que forma parte de su esencia —remarcó—, está ahí, solo olvidaste cómo escucharlo. Sebastián, dale una nueva ilusión a tu vida, igual que cuando te diste permiso de ser quien tú deseabas —propuso—. Te daré un consejo: Ponte un desafío, vuelca tu creatividad en algo que llene tus días. A ti te gustan los retos, demuéstrate de lo que eres capaz —argumentó conociéndome—. Y en ese camino rodéate de amigos que sean dignos de llevar ese título —añadió dándole igual importancia al lado humano—, si te sientes listo fija tus ojos en una buena mujer, una que te recuerde la magia de la vida, no de las que forman parte de un mundo en el que sientes no encajas y te hacen sentir más vacío —expuso teniendo presente mis antiguos descalabros.
No pude evitar pensar enseguida en Miriam, ella no era así, pero tampoco para mí.
—Deja de guardarle luto a los que no están —me recordó, casi como pudiera leer mi mente—. Lo único que tienes es el ahora, Sebastián.
Porque de nada servía abrazar una vida que nunca existió. Era momento de aceptar que los errores se pagan, muchas veces sin darnos segundas oportunidades.
—¿Qué haría yo sin ti? —murmuré tomando su mano le di un beso en la palma.
—No te preocupes por eso ahora, que mientras Dios me de vida siempre estaré para ti.
—¿Por qué no me dejas también ser tu apoyo? Ven conmigo a Monterrey —insistí. Mi madre no lució muy convencida, pero no me rendí. En verdad deseaba que este fuera un nuevo inicio para los dos. Le hablé con el corazón—. Quiero mostrarte mi mundo, que seas parte de él, estar presente, quiero cuidarte, saber que estarás bien.
—Sebastián...
—Y sé lo que piensas, pero prometo que puedo hacer las cosas bien —le aseguré—. Tampoco te pido que dejes tu vida, ¿qué te parecen un par de semanas? —propuse ante su dilema—. Solo mientras te recuperas —planteé en un punto intermedio a sabiendas no era justo que se alejara de lo que amaba—. Me gustaría estar al pendiente de tu avance.
No que fuera un teléfono el intermediario, no quería que la distancia fuera una barrera imposible de romper, cometer el mismo error de ser solo un espectador. Mi madre se dio permiso de reflexionarlo.
—Odio que seas tan bueno negociando —me acusó.
—¿Eso es un sí? —dudé esperanzado.
—Es un prometo que lo voy a pensar —remarcó.
—Eso es mucho más de lo que he conseguido en años —acepté con una sonrisa—. Para mí ya es un triunfo.
Y quizás el trato más difícil de concluir. Al menos había una oportunidad. Me encargaría por ganarme un sí, no con un buen discurso, sino con mis acciones del día a día, le demostraría que podríamos reconstruir la historia. Necesitaba darle un giro a mi vida que estaba apagándose. Mi madre era la clase de luz que jamás cede ante la oscuridad, y pese a que sonara ambicioso deseaba aprender cómo seguir esos pasos.
—Sebastián, estoy muy orgullosa de ti —soltó de pronto, desarmándome, para que no lo olvidara. Ella sabía cuanto necesitaba escucharlo aunque jamás me atreviera a decirlo—, solo falta que tú también lo estés.
Y aunque asentí con una sonrisa solo para alejar sus preocupaciones, la realidad era que hace años había caído en la trampa que mi propia ambición había tejido. Había pasado toda mi vida esforzándome por llenar las expectativas de los demás, por sentirme a su altura, había llegado el momento de hacerle frente al peor juez, al villano de mi historia: yo mismo.
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