Capítulo 5
—¿Hace cuánto que no vas a una fiesta?
No me dio orgullo la respuesta. Carraspeé a la par acomodé el nudo de mi corbata frente al espejo.
—Bien, quedó claro —murmuré estudiando mi reflejo.
Traje oscuro, camisa blanca y zapatos lustrados. El mismo atuendo de todas mis reuniones. Mi madre pintó un mohín, lo pensó un segundo, uno solo por consideración. sin embargo, pese a sus esfuerzo, tras un rápido repaso su cara habló por sí sola.
—Si quieres una recomendación, camisa no está mal, pero el traje guárdalo en cajón —me aconsejó—. Que parezca que vas a un cumpleaños, no a una reunión con el presidente.
Supuse que tenía razón. Las reuniones de trabajo eran mi fuerte, el guión lo conocía de memoria, pero no destacaba cuando debía enfrentarme al mundo fuera de la oficina. Lo confirmé cuando llegamos.
Ni siquiera fue necesario poner un pie en el lugar, desde lejos el escándalo que hacía retumbar el piso nos dio una calurosa bienvenida. Acostumbrado a los elegantes restaurantes y sobrios trajes de etiqueta, encontrarme con aquel abanico de colores y voces me sentí un poco perdido. Me quedé en blanco, sintiéndome fuera de lugar tardé un instante en recomponerme. Y en medio del caos, una voz me devolvió de golpe a la realidad.
—¡Sebastián!
Mi nombre resonó milagrosamente sobre la música, tras una corta búsqueda hallé una familiar sonrisa entre la multitud. Apenas sus ojos dieron con los míos, no pude evitar sonreír. Celeste agitó su mano entusiasta llamando nuestra atención. Ni siquiera fue necesario me acercara, en un parpadeo se despidió de sus acompañantes y se aproximó, deprisa como un tornado, con esa energía contagiosa e incontrolable que robó las miradas a su paso. Su falda larga blanca ondeó en su recorrido.
Abrí los labios, pero las palabras murieron cuando en un impulso me envolvió entre sus brazos abrazándome con fuerza como lo hacía hace años, sacudiéndome levemente. Ni siquiera me dio la posibilidad de responderle, fue una muestra fugaz que duró apenas unos segundo, pero que calo durante más tiempo en mi interior. Hace años que no recibía un gesto tan espontáneo. Fue su autenticidad lo que me hizo imitar su sonrisa cuando se apartó. Contemplándonos cara a cara tuve claro que aunque los años habían pasado para ambos, aún manteníamos un poco de lo que fuimos.
—No puedo creer que estés aquí, pensé que no vendrías —se sinceró antes de ocuparse en regalarle un abrazo igual de efusivo a mamá que le sonrió con cariño—. A usted sí la esperaba.
—Te di mi palabra —le recordé. No le mentiría, menos a sabiendas era tan importante para ella. Celeste me agradeció con una de esas miradas que rebosaban ternura—. Supongo que ahora puedo decirlo... —lancé captando su interés. Frunció sus cejas sin entender—. Feliz cumpleaños, Celeste.
Otra de esas sonrisas de niña iluminó su rostro.
—Este es tu año —la animó mi madre.
—Me he repetido eso en los últimos veintiséis —se burló de sí misma—, pero este será diferente, confiaré que ustedes me traerán suerte.
Mamá dejó ir una mueca, horrorizada.
—¿Se lo dices tú o yo? —murmuró mamá, robándole una risa.
—Oh, por cierto —soltó de pronto, dando un salto, como si de un chispazo algo importante apareciera en su cabeza—. Alguien quiere verte —anunció sorprendiéndome. Mi confusión fue evidente y supongo que lo disfrutó porque intentó retener una sonrisa que de todos modos terminó iluminando su rostro. Antes de que pudiera preguntarle, me tomó del brazo y me haló suavemente para que le siguiera el paso. No perdería el tiempo explicándomelo—. Se lo robaré un segundo.
Ni siquiera pude resistirme. Celeste me guio veloz como un torbellino, sorteando con gracia a las personas que bailaban mientras yo soltaba torpes disculpas a la gente que casi nos llevamos de encuentro. Y cuando creí no sobrevivíamos un minuto más frenó de golpe frente a una pareja que no logré reconocer, pese a que ellos me miraron como si fuéramos amigos de toda la vida. Él, corpulento, moreno y de mirada dura, contrastante a la sonrisa que destacó en su rostro. Ella, menuda, de piel blanca y ojos avispados. Me esforcé por hacer memoria, pero nada.
—Dios mío, Sebastián, casi no te reconozco, hermano —me saludó con una familiaridad desconcertante a la par tomaba mi mano, agitándola con efusividad.
¿Cómo le decía que yo no corrí con la misma suerte? Y como no se me ocurrió ninguna forma diplomática de hacerlo, me limité a sonreírle incómodo a la par Celeste acomodaba el tirante con olanes de su blusa rojo, disimulando un atisbo de risa.
—Supe que la rompiste allá en Monterrey. ¡Hasta apareciste en una revista! —se escandalizó.
—De pequeños emprendedores —aclaré enseguida para que no pensara que encabezaba Forbes—, suena mucho más sorprendente de lo que realmente es.
—Qué más da —le restó importancia despreocupado, jovial, sencillo—. Ni siquiera salí en el anuario de la escuela, creo que la única vez que saldré en papel es "En los más buscados" —bromeó de buen humor ganándose un empujón de la mujer a su lado.
—Sí lo creo.
—¿Puedes creer que Luis y Cristina que peleaban como perros y gatos mientras estudiaban en nuestra secundaria... —añadió sutilmente para ubicarme en tiempo y espacio, señalándolos—, terminarían siendo esposos? Llevan siete años felizmente casados —me puso al tanto, presumiéndome su buen final.
—Vaya, felicidades —solté honesto y sorprendido. No tanto por los detalles, sino porque era un gran reto, sabía que no era nada sencillo conservar un matrimonio.
—Era para que me dieras el pésame —bromeó él a carcajadas. Su esposa entrecerró sus pequeños ojos sin hallarle lo divertido.
—La única que va recibir el pésame si sigues con tus chistes seré yo —le advirtió.
—Dios mío, nunca te cases, hermano, si no quieres temer por tu vida cada que estés intentando hacer un monólogo —me aconsejó divertido.
Su mujer quiso protestar, pero él hábil se le adelantó tomándola de la mano para invitarle a bailar y calmar su enfado antes si quiera empezara. Parecían felices juntos, me alegré por ellos, los envidié un poco en silencio, preguntándome cómo lo habían logrado. Ojalá hubiera una fórmula.
—No intentes entenderlos —cuchicheó de buen humor Celeste, despertándome. Sí, supongo que tenía razón. La felicidad es demasiado complicada para descifrarla—. Por cierto, tengo algo más que mostrarte —soltó alegre dando un pequeño salto. Intrigado alcé una ceja, ella dejó ir una risa risueña antes de pararse de puntillas buscando algo entre la multitud. Pareció que lo halló cuando deslumbró a Berni, su sobrino, jugando con otros niños. Asintió para sí misma al notar que todo iba bien—. Te prometo que no tardaré.
Y no mintió, antes de que pudiera reaccionar me tomó del brazo indicándome el camino. Reí porque parecía que no podía quedarse quieta. Yo no tenía ninguna prisa, pero cualquiera que hubiera visto nuestra carrera a la par la música resonaba hubiera alegado lo contrario.
La puerta estaba abierta, por lo que ni siquiera tuvo que empujarla para darme paso al interior. Las luces encendidas dejaron a la vista los preparativos. Serpentinas, gorros y globos se amontonaban sobre un diminuto sofá. Yo me quedé un instante en el umbral digiriendo algunos de los cambios en un lugar que tenía grabado en mi memoria. Las paredes estaban pintadas de un color aguamarina, no quedaba rastro de las plantas que en un momento la adornaban, y sobre el suelo había juguetes que dejaban claro quién ahora gobernaba en esa casa. Le di un vistazo sutil a las fotografías que colgaban junto a una cruz de madera. La de Patricia destacaba entre todas. Era tan extraño que su voz resonó durante tantos años en aquellas paredes y ahora se tratara de un recuerdo.
—¿Todo bien? —dudó Celeste al verme congelado en el mismo sitio.
Agité la cabeza, alejando mis pensamientos. Eché una de mis manos a mi bolsillo antes de atreverme a entrar.
—Sí, solo estaba pensando que antes pasaba mucho tiempo aquí —admití—. Tu madre debía odiarme —supuse divertido porque tras la muerte de papá ese lugar se convirtió en una especie de refugio.
Celeste rio ante mi hipótesis, se acercó para admirar el retrato de su mamá que le sonreía. Tenían cierto parecido.
—No, te aseguro que lo último que sentía por ti era odio. Ella te apreciaba muchísimo, hasta te quería como su yerno —destacó dándome un ligero codazo al plantarse a su lado, robándome una sonrisa.
—No creo que Patricia y yo hubiéramos funcionado como pareja —acepté.
Es decir, le tuve un gran aprecio y siempre admiré su inteligencia, sin embargo, lo nuestro nunca pasó de una buena amistad.
Celeste me dio la razón.
—Sí, hubiera sido raro —me apoyó riendo—, pero no la culpes, por un lado tenía al bueno para nada de Ray que se dedicaba a ser un vago y del otro a ti, que eras lo más parecido a un príncipe en ese momento —argumentó—. Estaba claro por quién se inclinaría su balanza.
—Por cierto... —cambié de tema a uno mucho más importante. Y por primera vez, antes de que hiciera preguntas, le mostré lo que llevaba conmigo y que en medio del caos había pasado por alto. Celeste pasó sus ojos despiertos de mí a la pequeña caja. Sonreí porque aunque era evidente parecía no entender de qué se trataba—. Te traje un regalo.
Parpadeó aletargada, balbuceando.
—No tenías que hacerlo, Sebastián.
—Lo sé, pero quería hacerlo —defendí entregándoselo en sus manos, porque aunque jamás me lo hubiera exigido, fue algo que nació sin pensarlo. Celeste titubeó, su largo cabello ondulado ocultó su expresión, mientras buscaba una razón para negarse. Así que presenciando su lucha busqué su mirada con una sonrisa—. Al menos dale un vistazo antes de decirme que no —pedí.
Celeste dudó, pero terminó cediendo. Sus ágiles dedos descubrieron el interior en un parpadeo. El sonido del papel brillante impactándose en suelo al caer se mezcló con el grito que intentó retener, cubriendo su boca. Sonreí al contemplar la forma en que su mirada se iluminó. Era extraño como algo tan simple podía hacerte sentir tan bien.
—Sebastián, son preciosas —soltó junto a un suspiro mientras recorría con su mirada la paleta de acuarelas. Me hizo feliz saber acerté en mi elección. No quería dar algo por mero protocolo, me gustaba que las cosas tuvieran un significado. Ese era claro: tenía talento, solo necesitaba tener las herramientas para destacar—. En verdad no tenías que hacerlo.
—Lo primero que pensé cuando las vi es que nadie podría darle un mejor uso que tú —me sinceré.
Su sonrisa se suavizó, dedicándome una mirada llena de ternura.
—Te odio, sabías desde el principio que cuando las viera no podría decir que no —me acusó afilando la mirada. Me atrapó, acepté la culpa con una media sonrisa. Respiró hondo—. Mi parte racional dice que no es prudente recibir un obsequio que posiblemente sea tan caro, pero... Dios, nunca escucho a esa voz. Gracias de corazón —repitió abrazándolas contra su pecho—. Te doy mi palabra que voy a cuidarlas.
—Puedes hacer lo que gustes con ellas, Celeste, son tuyas —la tranquilicé ante su preocupación. No me debía nada—. Pero sí admito que me haría muy feliz saber que algún día las uses.
—No pasará mucho tiempo para eso, han llegado en el mejor momento —contó antes de dar unos pasos para abrir una puerta que daba a una especie cocina comedor.
Me encontré con la larga mesa repleta de pulseras, las pinturas e hilos inundaban cada pequeño espacio libre.
—Vaya, has estado trabajando. ¿Cuánto tiempo te ha tomado? —le pregunté revisando su trabajo a detalle, atreviéndome a tomar uno de los recuerdos tejidos.
—Varias noches de insomnio, pero adelanté bastante —resumió contenta sin darse el mérito—. Creo que esta noche puedo terminarlas, así que para el domingo estará todo listo —planteó para sí. Asentí escuchándola tan determinada, parecía tener claro lo que hacía—. Estoy nerviosa —se sinceró sacudiendo los hombros—, esta es una gran oportunidad. No quiero fallarle a nadie.
—No lo harás, tranquila. Este será un buen inicio —le aseguré.
Lo estaba haciendo muy bien. El éxito se construye en base al trabajo.
—Es que no es solo por mí —añadió, rodeando la mesa para sentarse en una banca tapizada que sustituía algunas sillas. Me hizo espacio para que la acompañara—. Nunca me perdonaría si le arruinara uno de los días importantes de su vida. Es decir, es su boda, no podría superarlo si algo sale mal —declaró tajante antes de repensarlo—. O eso creo, nunca me he casado.
Reí ante su observación.
—Yo una vez estuve a punto de casarme —le compartí de pronto, sin saber por qué, hablando sin pensar, pero ya no en un mal recuerdo sino como en una anécdota. Contuve una sonrisa cuando su rostro se desencajó. Me miró como si le hubiera cometido como si hubiera estado a punto de ir a la cárcel. No estaba muy alejado de la realidad.
—¿En serio? —lanzó incrédula. Asentí para mí, sin mirarla. Parpadeó aletargada, guardó silencio un segundo, uno solo antes de lanzarlo sin ocultar su curiosidad—. ¿Y qué pasó? —dudó.
Entonces sí recordé por qué no era mi tema favorito. Era una gran pregunta. Respiré hondo sin saber cómo resumirlo, era una historia larga. Una historia con muchos malos capítulos, mucho en los que yo había sido el protagonista.
—Digamos que descubrimos que no era lo correcto —reconocí—. Estábamos enamorado de personas que no existían —admití con una débil sonrisa al recordar esos días de desencanto.
Yo en verdad había amado mucho a Sarahí, pero tal vez en el fondo no a la mujer que conocía, sino a la que vivía en mi cabeza. A ella le pasó algo parecido. Por eso cuando realidad nos golpeó nos costó reconocernos. Celeste asintió pensativa, se rehusó a mirarme, pero tras un titubeó al final me dedicó un sutil vistazo por encima del hombro.
—Lo siento mucho, Sebastián.
Sonreí al percibir no quiso añadir más, temiendo cualquier palabra pudiera herirme.
—No lo hagas, fue lo mejor para todos. A veces no basta con amar a alguien —acepté sin remordimientos. Lo nuestro jamás hubiera funcionado, hubiera sido más dolor a largo plazo—. ¿Qué hay de ti? —curioseé, cambiando la dirección de la charla. No sabía nada de su historia. Ella me miró confundida—. ¿Has estado comprometida?
Celeste se echó a reír, negó agitando su largo cabello.
Ahora fui yo el que no comprendía lo divertido.
—¿Dije algo gracioso?
—No, no, es solo que.... No creo que nadie se atreva a cometer la locura de darme un anillo algún día —respondió divertida enseñándome sus manos libres de ataduras.
—¿Por qué? —lancé sin ver lo descabellado—. Vamos, Celeste, eres hermosa, inteligente, dulce, tienes talento y sentido del humor. Te aseguro que mucho desearían una mujer como tú a su lado —argumenté sin falsos halagos, solo reconociendo la verdad.
Y aunque hablaba en serio, sonrió como si estuviera bromeando.
—Sonó muy lindo, pero olvidas un pequeñísimo detalle —expuso—. No todos quieren ir al festival de un niño que no lleva su sangre —alegó. Lo entendí—. Además, casi no tengo tiempo y la mayoría siempre buscan a alguien que los coloque en el centro de su vida. Ser el número uno —expuso como si conociera el discurso de memoria—, y es imposible porque ese lugar desde hace años ya está ocupado. Pero está bien, no me preocupa. Nadie se muere por amor, o al menos yo no.
Escuchándola atento, aunque fingía que no le importaba, descubrí Celeste había renunciando a muchas cosas, cosas que ni siquiera se daba permiso de soñar porque las consideraba parte de un imposible.
—Yo creo que fuiste muy noble y valiente haciéndote cargo de tu sobrino cuando murió Patricia. Celeste. No cualquiera lo haría —remarqué sincero, admirando su nobleza—. Y si alguien no es capaz de verlo no vale la pena.
Celeste merecía un hombre que valorara su capacidad de entrega. Ya lo haría, llegaría, era muy joven para dar el tema perdido.
—Me pregunto cuántos tratos has ganado con esa labia —me acusó juguetona, afilando su mirada.
—Te lo digo de verdad —remarqué sonriendo ante su desconfianza.
Fue entonces cuando sus facciones se suavizaron. Celeste acomodó un mechón a la par se hizo un corto silencio entre los dos que solo se rompió cuando volvió a alzar el mentón y me regaló una mirada diferente, un poco más tímida, pero cargada de luz.
—Lo sé. Muchísimas gracias, Sebastián.
Le sonreí de vuelta, no tenía que agradecerme por decir la verdad, me hubiera gustado decírselo, pero no lo logré porque de la nada, agitando su cabeza se puso de pie de un salto, limpiando sus manos en su falda.
—Será mejor que volvamos, ya han pasado más de cinco minutos y no me gusta quitarle de encima los ojos a Berni porque es todo un caso —me explicó deprisa. Asentí, entendiéndola. No hubo más despedidas, Celeste se detuvo un segundo apenas para dedicarme una última peculiar sonrisa antes de salir.
Pese a que el mundo seguía moviéndose con su ritmo frenético, en medio del caos Celeste halló deprisa a su sobrino. Respiró aliviada al encontrarlo sentado tomando algo, le hizo un ademán para que se acercara. Él no tardó en obedecerla, abandonó la silla de plástico y trotó hasta Celeste que lo recibió envolviéndolo entre sus brazos, haciéndole cosquillas.
—Te atrapé —celebró contenta, pero al no recibir una respuesta pareció notar algo andaba mal. Lo comprobó cuando al apartarse y ponerse a su altura notó que el rostro de su sobrino estaba pálido. Incluso yo, a unos pasos, distinguí le estaba costando respirar. Casi pude escuchar el corazón de Celeste detenerse, su voz se quebró por el miedo—. ¿Estás bien?
Él negó cansado, tuve la impresión que quiso explicarle el por qué, pero no tuvo tiempo. En su intento por hablar solo liberó un suspiro a la par sus fuerzas lo abandonaron, desvaneciéndose. Su mirada se perdió en la de ella que vio su mundo caer a pedazos, esforzándose por retenerlo. Los minutos se detuvieron, porque aunque ninguno de los tres lo sabía en ese momento, esa noche nuestra vida cambiaría para siempre.
¡Hola a todos! Gracias de corazón por leer el capítulo. Ya empiezan los problemas. ¿Qué creen que le suceda a Berni? ¿Les gustó el capítulo? ¿Cuál es su canción favorita, esa que no puede faltar en una fiesta para bailar? Los quiero mucho. Un abrazo.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top