Capítulo 37

Esta vez no fue necesario ningún mapa. Pese a que detuve mi automóvil en el punto exacto, me sentí perdido. Ansioso abrí la guantera para confirmar no hubiera olvidado la chequera. Hallarla generó un choque en mi interior. Agobiado, alcé la mirada al techo.

Cerré los ojos, meditando lo que estaba a punto de hacer. Mi padre solía decir que no había más valioso en un hombre que su honradez, que el éxito no se medía en el dinero que guardaba en el banco o en los aplausos que ganaba, sino en las noches que podía irse a dormir tranquilo.

Me había regido por ese principio desde que inicié, sin importar eso me hiciera avanzar lento, al menos hasta la noche anterior en la que mi consciencia no me había dado tregua. Pensé en mi padre, siendo un hombre que consideraba digno de admirar, me pregunté qué hubiera hecho él en mi lugar.

Apuesto que no hubiera cedido a Raymundo, o no lo sé, su familia era su excepción.

También la mía.

Es que después de ver todo lo que ha atravesado, ¿cómo podría seguir viviendo a sabiendas no hice nada para evitar su dolor? Respiré hondo, al menos tenía que intentarlo... Había pedido al cielo que me diera la oportunidad de hacer algo, quizás me escuchó.

Me liberé del cinturón de seguridad, tomé mi celular y cuando eché la mirada a la casa mis ojos contemplaron a una mujer. Por un momento creí que mi imaginación me estaba jugando una mala jugada, pero a medida se acercaba, el espejismo no despareció, todo lo contrario. 

Sí, no podía hacer más que ella.

Sin pensarlo descendí deprisa del vehículo, dispuesto a acabar con las dudas.

—¿Sarahí?

Distraída, sosteniendo un paño contra su mejilla, alzó la mirada.

Palideció, estaba claro que tampoco esperaba encontrarse conmigo.

—Dios mío, pensé que esto no podría ponerse peor —lamentó entre dientes.

Quise inundarla de preguntas, pero una destacó entre todas.

—¿Qué te pasó? —la cuestioné intrigado, alzando una ceja, notando el enrojecimiento de su mejilla cuando en un movimiento la dejó a la luz.

Sarahí torció los labios, incómoda.

—Tuve un pequeño incidente con una gata, ya pasará —resumió sin muchas ganas de hablar del tema—. Me gustaría seguir charlando, querido, pero tengo mi agenda saturada... —me evadió.

—¿Qué estás haciendo aquí en casa de Raymundo? —la interrogué alzando la voz en su huida.

Fingió sordera, encaminándose a su vehículo un par de casas delante. Tuvo la intención de marcharse, pero decidido a saber la verdad, coloqué la palma sobre la puerta cuando intentó abrir la puerta, impidiéndole escapar.

—¿Entonces...? —la animé, con menos de paciencia.

Lo entendió, ninguno se marcharía sin la verdad. Sus pupilas azules me acribillaron al enfrentarme. Un duelo de miradas en el que nadie cedió.

—Ten cuidado con lo que haces, Sebastián.

—No, ya no —reconocí con seguridad—. Hace un tiempo que dejé de tener miedo por lo que hago y empecé a preocuparme por lo que dejo de hacer. Así que no le demos más vueltas —le pedí luchando con la tensión que estaba consumiendo el aire—, cuéntame de dónde conoces a Raymundo —repetí.

Sarahí fingió pensarlo, dio un paso adelante alzando el mentón.

—Quizás tu verdadera pregunta es: ¿qué hago aquí? —reformuló. Una sonrisa altanera elevó sus comisuras—. En realidad es mucho más simple de lo que te imaginas. Negocios —resolvió, encogiéndose de hombros.

—¿Ahora necesitas otro diseñador en tus filas? —me burlé irónico, manteniendo el mismo tono que ella utilizaba.

—No, la verdad es que con Celeste me sobra —me devolvió el golpe sin perder la falsa sonrisa—. He venido a preguntarle si sabe dónde está, después de nuestra conversación parece que se la tragó la tierra, aunque eso supongo que lo sabes mejor que yo —lanzó al aire, con la intención de herirme—. Ambos le hemos perdido la pista.

—Dudo que tú seas capaz de perderle la pista a alguien, Sarahí.

Ella no lo negó, sonrió tomándolo como un cumplido.

—Siempre hay una primera vez —respondió—. De todos modos, te adelanto que has venido a buscar en el lugar correcto, porque aunque te sorprenda tu querida Celeste solía frecuentar este sitio —remarcó.

Pude interpretar perfectamente el propósito de su comentario, también que esperó ansiosa mi reacción para contemplar en primera fila otra herida formarse. Era tarde, ni siquiera me inmuté. 

—Estoy al corriente de la información —reconocí sin perder el temple.

Aunque se esforzó, no disimuló la sorpresa. Tal parecía que se había perdido el último capítulo. Respiró hondo, obligándose a no flaquear.

—Y apuesto que no te lo contó ella —continuó.

—No, lo hizo Raymundo —admití. Frunció las cejas, desviando la mirada, procesándolo. Tal parecía que no era tan buenos aliados—. Te lo cuento porque asumo son cercanos y no hay secretos entre ustedes —deduje, sin esconder la ironía.

Sarahí apretó la mandíbula, conteniéndose. 

—Definitivamente hay menos que entre ella y tú.

Mi sonrisa la puso de peor humor. Ya no me afectaban los dardos que lanzaban.

—Sarahí, dejemos los rodeos —planteé—. Tú no estás aquí por causalidad.

—Estoy buscando a Celeste —defendió.

—Ahora todo tiene sentido —murmuré para mí, ignorando sus intentos desesperados por sostener su teatro—. Sabía que Celeste era capaz de todo por Berni, pero no lograba descifrar qué podrías ofrecerle tú... Ahora lo veo, nunca fuiste tú lo que deseaba alcanzar, sino Raymundo. Le prometiste que él sería el donador —concluí al fin con el rompecabezas claro.

Ahí estaba la pieza que faltaba. Sarahí no le prometió una solución, sino la certeza que Celeste tanto había buscado. ¿Cómo decir no cuando la vida de la persona que más amaba estaba en la balanza? Celeste siempre lo dijo, estaba dispuesta a todo por salvar a su sobrino.

Sarahí pudo mentir, pero mi seguridad le advirtió que sería inútil seguir viéndome la cara.

No importaba cuánto se esforzara, no le creería, nunca más lo haría.

Cualquier máscara entre los dos cedió al peso de la verdad, se hizo añico a nuestros pies.

—No puedo creer que fueras capaz de algo así —susurré asqueado, porque pese a que la conocía, y daba por hecho sus alcances, había rebasado cualquier límite. Puse distancia entre los dos, detestando su cercanía.

—Por Dios, Sebastián, Raymundo ni siquiera consideraba ser donador antes de que pusiera el dinero en la mesa así que deberían darme las gracias —soltó en voz alta, intentando salvarse.

Tuve que hacer un esfuerzo para no reírme en su cara. Sentía la sangre viajando con furia por mis venas.

—¿Y me dirás qué lo hiciste por caridad? —le eché en cara.

Y aunque le costó mantener su semblante frío, su inquebrantable orgullo resistió.

—No, claro que no, yo nunca hago nada sin algo a cambio —admitió.

—Y pediste el proyecto como trueque.

—Te pedí a ti —sentenció brutal—. Necesitaba demostrarte no me equivoqué cuando te dije tu ingenuidad no te llevaría a ningún lado. Eres un hombre brillante, Sebastián, pero de nada sirve cuando no eres capaz de dejar el corazón fuera de la ecuación —me reprochó.

»Tú no eres uno más de esos niños de papi que esperaban ansiosos porque sus padres les heredaran sus negocios. No, tú llegaste sin nada en el bolsillo, y aún así no te conformaste con ser el empleado de José Luis. Y juro que apostaba que lograrías grandes cosas porque tenías todo para triunfar —expuso clavando sus ojos claros en los míos—, pero es momento de que despiertes, un corazón débil no triunfa en la vida.

—Quizás no en la tuya —acepté, sosteniendo mi postura, sin importar si coincidía con la suya—. No cabe duda que fue un acierto separarnos.

Y pronunciarlo con tanta seguridad solo dejó claro ya no tenía poder sobre mí.

—Tienes razón, olvide que a ti te gusta que te mientan a la cara.

—Sarahí, por favor, aquí la única que mientes eres tú, solo que no tienes el valor de firmar con tu nombre —zanjé cansado de sus golpes que no daban en el blanco. Estaba perdiendo el tiempo—. ¿Por qué no me aclaras, qué parte de tu brillante plan involucra que Raymundo me chantaje para convertirse en donador?

—¿Qué?

 Sarahí frunció las cejas, fingiendo confusión como una maestra.

—Ahora me vas a decir que no lo sabías —me burlé.

—Claro que no —aseguró. Le pedí paciencia a Dios porque estaba llevándome al límite—. ¿Qué ganaría yo si él hace el trato contigo? —aseguró deprisa, buscando mi mirada.

Estrujando mi rostro entre mis manos, me rendí.

—Por Dios, ya no te creo nada.

No entendía cómo un día soñé unir mi vida a la de una mujer a la que no reconocía, porque sin importar lo que hiciera, fuera verdad o no, cada que abría la boca no podía escuchar más que la alerta de nuevas mentiras.

—¿Y por qué a ella sí? —me reclamó, su voz se quebró a causa de la impotencia—. ¿Qué fue lo que te dio para que a mí me juzgues y a ella le creas con los ojos cerrados?

Ni siquiera lo pensé, mi corazón habló sin pedir permiso.

—Confianza —remarqué—. Confianza en mí, en ella. Sé que no dañaría a nadie sin razón, que debe haber un por qué. Quiero darme la oportunidad de escucharla. Lo que pase después solo el tiempo lo decidiría. Soy fiel creyente que no hay mejor abogado que los hechos —admití. Son ellos los únicos que nos respaldarán—. Por desgracia, es algo que no puedo decir de ti.

Y con tales condiciones consideré que era una perdida de tiempo continuar en esa batalla que no tendría ganador. Estuve dispuesto a marcharme, pero alzó la voz para hacerse oír. No podía perder sin luchar.

—Yo sí pensaba pedirle a Raymundo que se sometiera al trasplante —expuso. Frené, al girar me encontré con su rostro cargado de una emoción al que no pude darle nombre.—. Juro que sí. Es solo que me superó el coraje... Pero te doy mi palabra que en el fondo no pensaba dejar que ese niño muriera sin hacer algo...

—Sarahí, basta —la detuve cansado, sosteniendo el puente de mi nariz. Ya no importaba si era sincera o no. Ella quiso replicar, mas le pedí una pausa. Fijé mis ojos en los suyos—. Sé que no me lo pediste, pero te daré un consejo por el amor que un día te tuve. Busca ayuda, utiliza todo ese tiempo que usas en truncar la felicidad de otros en la tuya. El día que te des cuenta que no necesitas más que a ti misma para alcanzarlo vas a poder darle vuelta a la página.

Guardó silencio, el fuego que siempre ardía en sus pupilas fue menguando de a poco como una llama ante un ventarrón. No dijo nada, por primera vez tras años de disputas, me escuchó sin considerar mi voz como un grito de guerra. Y cuando el ruido al fin cesó, frente a ella, descubrí que tras compartir tanto nos habíamos convertido en un par de extraños.

Ya no dolía, mirando atrás, reconocí la victoria.

Mucho más valiente y resiliente, di un paso delante.

—Sarahí, te quise tanto que permití que tu recuerdo me hiciera daño durante mucho tiempo, pero se acabó. Sin importar lo que pase, no voy a entregarle mi libertad a nadie más. Deberías hacer lo mismo —le aconsejé—. Hazlo por esa mujer que un día conocí, y que tengo esperanza todavía no muera por completo en ti.

Por esa llena de sueños, por esa a lo que la ira no había cegado, la que amé y que tras un largo camino me había demostrado que las caídas son los pasos que te llevan a donde debes estar, de la que aprendí que no puedes pretender entregar un corazón que no ha encontrado ni siquiera su lugar.

No hubo despedidas, pero no fueron necesarias más palabras, lo supe, esa sería la última vez que nos veríamos. Y al fin, tras un camino lleno de tropiezos y altibajos, cerré aquel capítulo que llevaba nuestros nombres, y me había costado tantas cicatrices, e inicié uno con un nuevo título: Libertad.

—Cualquiera que te viera pensaría que tienes la seguridad que vas a ganar esta noche.

José Luis no dejó de mover la cabeza al ritmo de la música instrumental. Su sonrisa genuina no se esfumó cuando me acerqué, todo lo contrario, alzó la copa saludándome como un triunfador.

—Ese es el arte de ser un buen actor. Saber la verdad, aprovechar que los demás no, para olvidarlo un rato —murmuró de buen humor. Sonreí, nunca cambiaría—. Además, viéndolo en retrospectiva, sí me siento como un ganador. A mi "yo" de veinte jamás le hubiera pasado por la cabeza estar en un evento de este tipo —añadió jovial, dándole un vistazo al resto.

—Yo pienso que de una u otra manera hubieras terminado aquí —solté echando las manos a los bolsillos. 

Haciendo un recuento llegué a la conclusión que uno no puede burlar al destino.

—Tal vez como el asistente de mi papá. Ya sabes, tomando notas y compartiendo el triunfo que solo le pertenecía a él —lanzó un posible escenario. Su mirada clara viajó por el salón—. Esto es diferente, lo poco o mucho que hemos logrado es nuestro. Brindemos por iniciar esta locura —me animó a dejar la nostalgia y mirar al futuro con la misma ilusión de hace años. Sonreí ante su optimismo que resultaba contagioso. Tomé una de las copas de la mesa cercana, liberándome—. Éramos un par de locos que se lanzaron al vacío, impulsados por una corazonada —describió—. Nos atrevimos a creer en algo que solo vivía en nuestra cabeza, nos arriesgamos muchas veces por las ganas de crecer y, sin importar que no siempre resultara, no nos rendimos. Esta no será una de ellas —pronosticó—. Este es el triunfo de esta noche, casi igual de valioso que el dinero, saber que seremos lo suficiente valientes para seguir adelante.

Y lo haríamos, escuchándolo abracé a ese joven Sebastián que, obsesionado con cumplirlos, olvidó disfrutar sus sueños. Tenía razón, solo existe la palabra derrota para el que deja los fracasos lo consuman.

—Deberías ser motivador personal —añadí divertido.

Su esperanza siempre ayudaba a plantear los pies en la tierra.

—Apuesto que en el libro de mi vida este monólogo lucirá épico —reconoció como todo un visionario.

—Prometo subrayarlo.

—Prométeme comprarlo, eso es todo, el resto es decisión del consumidor.

Negué riendo al notar tenía claro su futuro. Yo, en cambio, aún me sentía un poco a la deriva, al menos hasta que un mensaje inesperado hizo vibrar mi celular. Entonces, mientras recorría las líneas en la pantalla, comprendí que no hay mejor escritor que el destino.

Dulce Palacios

Esto puede parecer bastante informal, pero prometo que le enviaré un memorándum a su correo apenas consiga una laptop (es complicado escribir desde la sala de un hospital). No quiero desaparecer de un día a otro, pero todo fue tan inesperado, ni siquiera yo lo vi venir.

Ya le notifiqué a la gerente de Recursos Humanos -guiño, guiño 😉-, que me ausentaré unos días de la oficina. Voy a entrar al quirófano de emergencia. El médico me ha dicho que con buenos cuidados y reposo pronto podré retomar mi rutina. La gerente, o ex gerente 🥲(depende de usted), enviará una copia de mis incapacidades, y si usted lo autoriza estoy preparada para realizar home office sin problemas.

Si no es así, no le quedará de otra que echarme, porque ya he tomado la decisión. Sería bastante trágico, e irónico, aceptar mi propia renuncia. De todos modos, dejo las decisión en sus manos, aunque confío (tal vez demasiado) en que no lo hará, no cuando después de meses al fin se ve una pequeña luz al final del camino.

Sin darme tiempo de enredarme con posibilidades, el siguiente mensaje acabó con mis dudas. El tiempo se detuvo al igual que los latidos de mi corazón. Esa espesa niebla que llevaba meses envolviéndome, se disipó de golpe. 

P.D. Soy compatible ✔️. ¡Positivo!

¡Tres capítulos para el final! 🤯❤️‍🔥🥹🥰 Gracias a todos por sus comentarios y apoyo. Estamos a nada de conocer la conclusión de esta historia 🩷🥹🥺. No se pierdan los últimos capítulos que se vienen sorpresas 🤯🤫. ¡Los quiero mucho!

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