Capítulo 36
—Dulce, no tienes que hacer esto.
Acomodó el largo bolso que resbalaba por su hombro. Tras despedirse del taxista, con el que había hecho buena amistad después de un largo viaje, me contempló como si estuviera loca. No estaba lejos de la realidad. Estaba a dos pasos de enloquecer. Para ser honesta fue la falta de cordura lo que me llevó a ese lugar.
—Nada de eso —zanjó, negando con la cabeza. Se plantó firme sobre el césped, se llevó las manos a la cintura y levantó el mentón examinando la vista. El sol destelló en sus pupilas—. Ya me has picado con el chisme, no pienso perderme la mejor parte.
Contuve una débil sonrisa ante su ingeniosa respuesta, era la forma más original en la que alguien me había dicho estaría conmigo. Tomé un profundo respiro, esa era la última batalla, antes de dar el primer golpe. Hace un tiempo había tocado esa puerta con la esperanza de encontrar del otro lado un milagro. En su lugar, hallé la cadena que esa tarde estaba dispuesta a romper.
—Celeste...
Raymundo siempre tenía esa expresión cuando me veía, como si un montón de preguntas nacieran cada que nuestras miradas chocaban. No esperé invitación, evitando las formalidades y a sabiendas no era ninguna sorpresa mi visita, entré sin darle tiempo para hacer preguntas apenas se hizo a un costado. Dulce estudió curiosa todo a su alrededor hasta que una voz la devolvió al presente. Ya nos estaban esperando.
—Judas acaba de entrar a la habitación... Y trajo compañía —anunció Sarahí, con esa sonrisita autosuficiente que me revolvía el estómago.
Cómoda se recargó en el respaldo de la silla, tamborileando sus uñas en la mesa, impaciente.
Si yo era Judas, ella la abogada del diablo.
—¿Quién es ella, Celeste? —soltó Raymundo, refiriéndose a Dulce, saliendo de su trance.
No le gustaba que hubiera testigos, pues ya era tarde para esos detalles.
Sarahí no necesitó presentaciones, dejó ir una mueca de hartazgo al reconocerla.
—No hay tiempo para preguntas, tengo que hablar contigo de algo importante —resolví, centrándome en lo importante. El reloj no se detenía por nadie.
—Espero que sea de vida o muerte —añadió Sarahí, aunque no estuviera hablando con ella, estudiando su manicure. Apreté los labios para no responderle a su expresión indiferente—, porque dejé mi automóvil afuera y te juro que si le hacen un rasguño ni con todo el dinero que ganes en tu vida vas a poder pagarlo...
—Si no me dejas hablar, te aseguro que ese rasguño será tu menor preocupación —la corté, cansada de su actitud de diva.
A Sarahí no le gustó el tono en que le hablé.
—Hay una línea tan delgada entre ser valiente y tonta, y me parece que tú ya estás en la segunda —murmuró apretando la mandíbula, disimulando mal su disgusto.
Quise contestarle, pero Raymundo conociéndonos intervino entre las dos. Intentó bloquearla de mi vista, adelantando estábamos a dos pasos de empezar la guerra.
—¿Para qué viniste, Celeste? —soltó mirándome para que me centrara en él.
Respiré, ordenándome no perder la paciencia. No ahora.
—Necesito pedirte algo —lancé sin darle vueltas.
Tuve la impresión que estaba dispuesto a escucharme, pero no se lo pondrían tan fácil.
—Tú no estás en condiciones de hacer peticiones, nena —rompió el encanto. Levantándose de la mesa Sarahí rompió la barrera para integrarse a la conversación en primera fila, sin soportar ser espectadora. Rodeó el comedor planteándose a su lado, Raymundo evadió mi mirada, cuando ella estaba cerca perdía cualquier pizca de valor—. No después de lo que hiciste —me reprochó.
Estuve a punto de protestar, sin embargo, con un ademán me ordenó guardara silencio.
—No creas que soy tonta, sé perfectamente lo que planeabas hacer cuando citaste a Sebastián —expuso, sin rendirse, dándose permiso de modelar por la habitación como si fuera dueña del lugar. Me dio un segundo para inventar una excusa, sin embargo, no lo hice. Ya no más mentiras—. Es una suerte que jamás me fiara de ti.
—Hice todo lo que me pediste —defendí, contando hasta cien para controlar mi lengua.
—Pero no del modo que yo quería —remarcó.
Me quedé en el nueve, mandé todo al diablo.
—Pues no todo se puede en esta vida, "nena" —la imité, estallando—. Yo prefería que no estuvieras aquí y míranos —escupí harta de sus caprichos.
Afiló su mirada turquesa. Juro que si las miradas mataran, estaría bajo tierra.
—¿Y tú pretendías que me perdiera esto? —murmuró divertida Dulce, dándome un codazo discreto.
—Te recomiendo que cuides la forma en que me hablas —me advirtió.
Pero estaba cansada de este juego, de la vida, de perder sin parar.
Me habían quitado todo, hasta el miedo.
—¿Y si no qué? —la reté, sin bajar la cabeza, animándola a convertir en hechos sus palabras.
—¡Eso! —cuchicheó Dulce.
—Celeste, bájale. Tú no conoces como se pone la güerita cuando la contradicen —me aconsejó Raymundo en un murmullo, nervioso. Quiso tomarme de los hombros para alejarme un poco, pero no le permití me tocara. Ya era tarde.
—No, te equivocas, es ella la que no me conoce a mí. Y no vine a pedir su opinión, sino a hablar contigo —repetí señalándolo, buscando su mirada para que dejara el drama. Él era quien podía mover las piezas—. No tenemos más tiempo. Si en verdad vas a ayudar a Berni tiene que ser ahora —le exigí, sintiendo el corazón atorado en la garganta—. Raymundo, el médico dice que si no lo operan pronto las cosas se pueden complicar.
—Cuando dices complicar, te refieres... —tanteó.
No quise ni pronunciarlo, pero mi silencio llenó el espacio. Raymundo se perdió por un segundo, su rostro se inundó de un sentimiento que emergió desde lo profundo. Vi las dudas colarse en sus pupilas oscuras. Era verdad que no quería a Berni, para qué engañarnos, sin embargo, por un instante confieso que dio la impresión que su corazón se estrujó, que una pizca de su olvidada humanidad sobrevivió.
—Celeste...
Jamás sabré qué quería decir, porque la dueña de su voluntad volvió a arrastrarlo.
—Lo siento mucho, pero tendrás que tener paciencia. Que no se te olvide que Raymundo trabaja para mí —se pavoneó, gozando tener el control. Apreté los puños, dominando la ira—. Aún tengo algunos planes pendientes en mente para ti.
¿Qué? ¿Es que no había escuchado que ya no había más tiempo?
—¿Paciencia para qué? —escupí al límite, sin entenderla. Sarahí me ignoró, volvió a andar por el salón como si le aburriera escucharme—. Ya conseguiste lo que querías, entregaste el proyecto que deseabas, arruinaste el de Sebastián, le robaste su proveedor, le rompiste el corazón... —enumeré odiando cada una de mis palabras, porque eran un recordatorio de mis errores. No, mentía, fui yo, reconocerlo me destrozó. ¿Qué más daba quién me entregó el arma? Fui yo quien disparó—. MALDITA SEA, ¡YA HICE TODO LO QUE QUERÍAS! —estallé azotando mi palma contra la mesa, desesperada.
Y mientras yo me hacía pedazos, creyendo el corazón me abandonaría en cualquier momento, Sarahí ni siquiera se inmutó, la frialdad que dominaba sus facciones prevaleció. Entonces caí en cuenta del monstruo que tenía frente a mí, jamás bastaría, nunca sería suficiente, descubrí que solo cambió las piezas de un lugar a otro para ganar tiempo, que en su cabeza este espiral no tenía fin.
—No basta. Estas son las reglas de mi juego —remarcó. Comencé a temblar de la rabia, de la impotencia—. Es lo que hay, cielo. Yo no tengo la culpa que tu hermana se muriera —resolvió simple, encogiéndose de hombros—, y que tu esperanza esté puesta en el primer bueno para nada con el que se enredó.
Entonces exploté. Toda esa rabia contenida buscó la salida. Ni siquiera lo pensé, mi cuerpo reaccionó por impulso, estampé mi mano contra su mejilla con tal fuerza que tras el impacto todo quedó en un ensordecedor silencio. De sus labios apenas rozó un grito ahogado, mezcla del dolor y la sorpresa. Nadie lo vio venir, dejó caer la quijada anonadada mientras se acariciaba la zona del golpe. Su mirada incrédula, gritaba que no tenía idea de lo que acababa de pasar. Yo en cambio lo tenía bien claro.
Balbuceó, aletargada.
—Eres una...
No la dejé terminar, su reclamo murió en sus labios. Sarahí gritó como una loca cuando la tomé de los brazos, obligándola entre jalones a verme a la cara. La sacudí como un huracán, con la furia que había acumulado durante meses. La rubia gritó como si estuvieran a punto de matarla.
—Retráctate de lo que dijiste de mi hermana —le ordené, sacudiéndola, porque en su vida le perdonaría que ensuciara su nombre.
Ella quiso zafarse de mi agarre, pero le fue imposible, lloriqueó como una bebé cuando la empujé a la mesa dispuesta a darle una paliza que Raymundo interrumpió tomándome de la cintura, liberándola. Planteó distancia, corriendo como una cobarde. Toda esa seguridad que presumía se fue al demonio. Dulce estuvo a nada de sacar su celular para grabarnos.
—Te voy a denunciar por agresión física —me amenazó, señalándome a lo lejos.
Solté una risa amarga, de un empujón le obligué a Raymundo me quitara las manos encima.
Él alzó los brazos en señal de paz, temiendo me lo llevara también de encuentro.
—Hazlo —la animé, alzando el mentón. Chasqueé los dedos con fuerza, sin acobardarme—, pero ahora. Yo misma te acompaño, pero te advierto algo, antes de pisar la celda me voy a encargar que todo el mundo se entere del asco de persona que eres —le devolví el golpe.
Sarahí me miró como si no entendiera dónde había quedado la estúpida que seguía todas sus órdenes.
—No tienes pruebas —se defendió, pero me pareció que su seguridad no respaldó sus palabras.
—¿A quién le importan las pruebas, Sarahí? —me burlé con el mismo cinismo que ella utilizaba. Así como ella no tenía compasión, tampoco yo me tentaría el corazón—. Voy a hacer un escándalo, les diré que eres una mentirosa, una manipuladora que está donde está solo por su apellido. Les describiré a detalle tus tratos, que no te importa fastidiarle la vida a inocentes, que me chantajeaste, que estás obsesionada con Sebastián. Te aseguro que para cuando alguien se de el tiempo de investigar si es verdad o no, tu nombre ya estará por los suelos.
Ya podía ver lo bien que se venderían esos titulares, el número de comentarios que acumularía en las redes sociales. Me encargaría que nadie volviera a caer en sus engaños.
Sarahí respiró hondo, sabía que no mentía, que no se trataba de una advertencia al aire, por eso no lo pensó antes de darme el último golpe.
—Olvídate de ese maldito trasplante —zanjó—. Mientras yo vea mi nombre caer tú vas a ver a tu sobrino morir —contratacó pegándome donde más me dolía. Las palabras me regresaron a mi realidad, mi corazón se estrujó al percatarme de lo que había hecho—. Porque eso es lo que va a pasarle quieras o no, acéptalo.
Juro que estuve a punto de lanzarme para terminar con lo que había empezado, pero alguien se interpuso, adelantando mis intensiones.
—Mejor calmemos las aguas —habló Raymundo, queriendo firmar el tratado de paz entre las dos con una tensa sonrisa—. No hay que tomar decisiones tan radicales. A Celeste se le botó la canica —intentó justificarme—, pero va a reconsiderarlo y...
—He dicho que no —repitió.
Y aunque tuve la impresión que quiso protestar, no lo hizo. Apretó los labios, guardando silencio, obedeciendo sin importar la vida de su hijo estuviera del otro lado de la balanza. Qué más daba lo que él deseaba hacer, le había vendido no solo el cuerpo, sino también el alma y su libertad, a Sarahí. Aquella lucha interna, entre el bien y el mal, tenía un ganador.
—En verdad pensé que viendo la gravedad del asunto algo dentro de ti despertaría —murmuré decepcionada—. No sé, que tendrías algo de valor, de empatía, pero me equivoqué, otra vez —admití. Di un paso delante, a sabiendas esa era la última vez que le vería a la cara, deseaba se grabara mis palabras. Él apenas pudo sostenerme la mirada—. Que pena le daría a Patricia darse cuenta que el hombre que amó nunca dejó de ser un cobarde —remarqué, resistiendo las ganas de ponerme a llorar de la rabia—. No sabes como maldigo la hora en que por culpa de la desesperación y el miedo caí en su juego.
Al final no había conseguido más que nuevas heridas. No sé cómo pude creer que cumplirían su palabra, o tal vez en el fondo nunca lo hice, solo me abracé a mi única salida.
Sin deseos de volver a verlos, me dispuse a marcharme, pero apenas había dado unos pasos cuando la voz de Sarahí resonó como trueno en una tormenta.
—Ya es tarde para los arrepentimientos —me recordó. Frené en seco, con su voz a mi espalda. Ni siquiera tuve que dar la vuelta para adivinar estaba disfrutando mi agonía—. Sebastián nunca va a regresar contigo.
Lo sabía, fui ya la que escribió el final de nuestra historia. Y ser consciente de eso no evitó que me doliera el alma. Había perdido la oportunidad de ser feliz con un hombre excepcional, pero sobre todo lo había herido y no se lo merecía. Ese era mi castigo, saber que esa nueva cicatriz llevaría mi nombre.
Raymundo estudió la sonrisita altanera de Sarahí que gozó al verme tambalear.
Pude irme en silencio, pero estaba harta de callarme.
—Al menos confirmó quién fue el problema durante todo este tiempo, dejará de culparse por tus mentiras. Y sabes que es lo peor de todo, que tienes razón, Sebastián jamás volverá conmigo —acepté sin orgullo—, pero sin importar lo mucho que te esfuerces, así fueras la última mujer en este mundo, tampoco contigo —remarqué con tal honestidad que su triunfo se esfumó.
No fueron las palabras, sino la verdad lo que la golpeó.
Ese sería su karma: tener todo, excepto lo que deseaba.
—Dios, cómo no me permitiste musicalizar esta escena —protestó Dulce, atravesando el jardín a mi lado, alcanzándome al salir—. Un buen soundtrack lo hubiera vuelto perfecto. Ese golpe le va a doler varios días y se lo tienen bien merecido —me apoyó—. Apuesto que no puede haber algo más dramático que lo que acabas de vivir —aseguró.
Pero se equivocó, porque cuando alcé la mirada me encontré a lo lejos con la última persona que creí que vería esa mañana. No. Contuve la respiración, olvidé mi nombre. El tiempo pausó al igual que mis latidos que se detuvieron en un intento absurdo de sostener los pedazos de un corazón que le pertenecía. Sebastián.
❤️🤯😱 Estamos a nada del final... ¿Tendremos un final feliz esta vez o no?
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