Capítulo 31

—Creo que sería bueno que habláramos con Berni.

A causa de la sorpresa Celeste dejó de prestar atención al botón de su top celeste. Al alzar la mirada, con el rostro desencajado, casi pude escucharla preguntarse si había escuchado bien. La sonrisa que se me escapó ante su reacción le dio la respuesta. No lo había imaginado.

—¿Qué?

No era una invitación para que lo repitiera, todo lo contrario. De todos modos no me acobardé, no lo había soltado al aire sin pensarlo. Tras cerrar la puerta del armario, tras colocarme deprisa la camisa, me acerqué. Celeste siguió mi recorrido, busqué su mirada poniéndome de cuclillas. Su cabello largo caía mojado sobre la tela de su blusa, y mirándola a los ojos, a contraluz con los sutiles rayos que se colaban por las cortinas de mi habitación, supe que esa era la imagen que deseaba tener siempre al despertar.

—Escucha, sé que lo hablamos, y no quiero que te sientas presionada —aclaré—, pero... Celeste, no tiene sentido que nos escondamos. No cuando quiero gritarle a todo el mundo lo que siento por ti. Ambos estamos solteros, somos adultos consientes, quiero algo serio contigo —remarqué—. Una vida a tu lado —añadí sin una duda. Con todo lo que implicara—. Berni es un chico listo, te apuesto que valorará seamos sinceros y le hablemos con la verdad.

Celeste torció los labios, analizándolo. Y aunque entendía sus dudas, yo era un hombre que prefería la verdad siempre, sin importar el precio. No quería que un descuido volviera más difícil explicárselo.

—Creo que tienes razón —concluyó tras un suspiro, dándome una débil sonrisa. Acunó mi rostro entre sus manos—. Es solo que... Me da un poco de terror —reconoció, riéndose de mí misma—. Nunca le he presentando a nadie. Debo ver un tutorial al respecto —murmuró haciéndome reír.

—Tampoco debe ser hoy o mañana —la tranquilicé sin deseos de forzarla, solo sentí el impulso de hablar del tema porque era necesario—. Solo piénsalo —le pedí con una sonrisa para que no se angustiara. Ella sabría cuándo sería el momento adecuado.

—Prometo que lo haré.

Me regaló una dulce sonrisa antes de inclinarse un poco para alcanzar mi boca y darme un corto beso. No podía explicar lo que esa mujer me hacía sentir. Mi parte profesional recitó una lista de pendientes que no podían esperar, otra tuvo que resistir los deseos de perderme en su cuerpo. Y confieso que hubiera mandado mis planes al diablo de no ser porque ella sí fue más racional.

—Debo volver antes de que Berni se de cuenta que no estoy ahí —me recordó en un murmullo, conociendo el final. Las últimas tres noches eran prueba de nuestra poca fuerza de voluntad. Y usando la cabeza concluí tenía razón, no pude protestar.

Asentí, respiré hondo mientras la admiraba abotonarse en un tiempo récord. Me regaló un beso, se alborotó el cabello con las manos, despidiéndose de mí con un ademán alegre. Perdí de vista su sonrisa traviesa apenas comprobó no había nadie en el pasillo. Negué con una sonrisa en mi solitario cuarto. No sabía qué tenía esa mujer, pero solo tenía algo claro: no quería vivir sin ella.

La vida era mucho mejor cuando ella aparecía en escena, supongo que porque éramos un buen equipo, y no solo hablaba del trabajo, sino en cosas tan simples del día a día como preparar el desayuno. Acostumbrado al silencio su adorable risa se convirtió en la música perfecta y su sonrisa pronto iluminó las paredes vacías de ese departamento que por años me pareció tan frío.

—Vaya, van vestidos como todos unos ganadores —soltó mi madre admirando el saco rojo que portaba Celeste que la hacía lucir preciosa.

Celeste rio ante su cumplido, sus tacones resonaron al atravesar la cocina para servirle un par de hotcakes a Berni que la esperaba desde la barra. Él, apenas apareció mi madre, golpeó la silla a su lado, invitándola a unirse. Ni siquiera lo pensó.

—Ojalá los jueces piensen lo mismo —solté de buen humor. Estaba seguro que de verla sería imposible no enamorarse de ella.

Esa mañana iríamos a las oficinas a entregar el proyecto, a partir de ahí solo quedaría esperar los resultados en un par de semanas.

—Estarán locos si los dejan ir...

—Oye, Sebastián —la interrumpió Berni, llamando mi atención. Dejé el café en la barra para escucharlo—. ¿En la tarde podemos ir a ese parque al que fuimos la otra vez para jugar? —preguntó antes de darle un mordisco a su desayuno—. Pero debes venir tú también —remarcó—, porque Celeste nunca atrapa el balón.

—Oye —protestó ella, frunciendo las cejas, fingiendo indignación.

—Bueno, sí la atrapas, pero cuando estás en el suelo —intentó arreglarlo.

No sé si funcionó. Escondí una sonrisa.

—Sí, podemos ir —acepté el plan. Un poco de aire nos vendría bien a todos, nos sacaría un poco del encierro del departamento—. Intentaré salir más temprano para que lleguemos antes de que se haga de noche —prometí.

Berni celebró el rumbo de los planes, habló durante un buen rato de todo lo que haríamos, mientras su tía, a mi lado, me daba miradas de reojo, como si temiera en algún punto me agotara. Se equivocaba, estaba lejos de cansarme de mi nueva realidad. Esa imagen de los cuatro a la mesa era lo más gratificante en los últimos años. Sentí que estaba comenzando a vivir esa vida que durante muchos años aspiré y ahora se estaba volviendo realidad.

Celeste saludó con un ademán a algunos de sus compañeros mientras nos dirigíamos a la oficina. No fue necesario un comunicado, estaba más que claro que ahí todos conocían nuestra relación, tal vez mucho antes de que se diera. De todos modos, no me preocupaban los rumores, todo lo contrario. No quería convertir a Celeste en un secreto. Estaba demasiado enamorado de ella para ocultar algo que me producía tanto orgullo.

—¿Podrías avisarle a José Luis que llegamos? —le pedía a mi secretaria, a sabiendas debía estar ansioso por nuestro arribo.

Escuché a Susana hacer una llamada, y adelanté estaría ahí en menos de cinco minutos. Celeste ocupó la silla libre frente al escritorio mientras yo cerraba la puerta. 

Dejé el maletín sobre la mesa antes de buscar el original del engargolado que presentaríamos en la secretaría, lo habíamos revisando hasta el cansancio, a lo largo de la semana hicimos las últimas mejoras y sabía que había llegado el punto de dejarlo ir.

Mejor que nadie conocía esa exigencia a la perfección que termina haciendo más daño que bien.

Aunque por la expresión de Celeste, que mantuvo sus ojos fijos en las pastas gruesas, supuse que no opinaba lo mismo. Noté en su mirada perdida que algo no andaba bien.

—¿Estás nerviosa? —intenté indagar, despertándola.

Era natural, muy digno de los primeros años.

Ella pegó respingo, ansiosa se acomodó un mechón.

—No... Bueno, sí... —titubeó, enredándose. Reí, sí me había quedado claro. Guardó silencio un segundo antes de soltar lo que estaba dándole vueltas—. Es solo que... ¿Has pensando qué harás si no ganas la convocatoria? —murmuró buscando mi mirada.

Una débil sonrisa apareció ante su preocupación.

—Sí, muchas veces —confesé relajado, contrario a lo que esperó. Ella me miró confundida sin entender mi temple—. Pero no es algo que me angustie. Hicimos lo mejor que pudimos. Y sé que es una alta posibilidad, tal vez existan mejores proyectos, gente con más experiencia —expuse razonable—, más viables. Quizás simplemente no es su momento —consideré sin castigarnos—. Si es así lo seguiré intentando, buscaré algún otro medio para hacerlo realidad.

No me rendiría, tampoco me tiraría a morir pensando que era el final. Años atrás una derrota de esa magnitud hubiera mermado mi autoestima, me hubiera llenado de dudas, pero las cosas habían cambiado. Ahora sabía que mi valor no estaba en el resultado, y que un tropiezo puede ser el principio de una oportunidad.

Celeste asintió aletargada escuchándome, volvió a posar sus manos en el cuadernillo. Noté cierta tristeza en sus pupilas, lo entendí, ese proyecto tenía un fuerte significado para ella, no solo porque se trataba de la primera vez que mostraba al mundo su talento, sino que además estaba ligado a su sobrino.

Eché la silla atrás, rodeé el escritorio para ocupar la silla a su lado. Busqué su mirada que parecía huir de la mía, cuando me encontré con sus ojos le sonreí en un intento de alejar los miedos.

—Hey, tranquila. Todo irá bien —susurré acariciando su mejilla. Sus labios temblaron ante mi caricia, sostuvo mi mano y la cobijó sobre la suya—. ¿Qué pasa? —solté deseando ayudarla, porque fue claro que la estaba pasando mal y no entendí del todo la razón. Podía confiar en mí, hablar de lo que deseara sin que la juzgara. Yo siempre estaría a su lado.

Celeste dudó, pero al final lo entendió. Tuve la impresión que estaba ordenando las palabras correctas. Creo que no las encontró porque se llevó una mano a la cabeza, agobiada. Entonces tras un corto dilema, soltó un pesado suspiro, rindiéndose. 

—Sebastián, yo...

Sin embargo, las palabras quedaron en el aire porque la puerta se abrió sin aviso. Celeste se puso de pie de un salto cuando apareció José Luis, con una sonrisa que contrastó por completo con la tensión del interior.

—Buenos días. Hola, Celeste —la saludó con esa frescura que lo caracterizaba. Ella intentó sonreírle, pero su cara no cooperó—. No sabía que estabas aquí —añadió de buen humor. Creo que malinterpretó la reacción de ambos—, de haberlo sabido hubiera tocado antes. Díganme que no interrumpí algo entre ustedes...

—No, no, José Luis. Todo bien —aclaró ella, deprisa.

—Entonces no me asusten, chicos —se relajó con una risa—. Cambien esas caras, que hoy es un día de buenas noticias. ¿Qué estamos haciendo aquí? Será mejor que nos vayamos ya o se nos hará tarde—nos animó—. Mientras más rápido acabemos con esto, más tiempo tendremos para festejar.

—Estoy de acuerdo.

Tomé el maletín, pero el sonido del teléfono me robó un minuto. Contesté acomodando el teléfono en el hombro mientras revisaba no faltara nada. La voz de Mariana inundó la línea.

—Licenciado, perdón que lo moleste. ¿Está ocupado?

—Estábamos a punto de salir, Mariana —le expliqué algo distraído—. ¿En qué te puedo ayudar?

Confieso que pensé se trataría de un tema que podría resolver con un sencillo, "lo veremos luego". Fallé, el primer error del centenar que le seguirían.

—Es sobre Azura Color... —inició, capturando mi atención no sé si por el nerviosismo que inundó el arrastre de sus palabras o porque era lo último que me pasó por la cabeza esa mañana—. Acaban de llamar para pedir una reunión con usted y el licenciado Iriarte de manera urgente —remarqué.

Dejé lo que estaba haciendo, le di un vistazo a José Luis que me preguntó sin palabras qué sucedía.

—Una reunión urgente para... —repetí sin comprender.

—No han querido decirme —añadió despertando mis dudas. Fruncí las cejas, extrañado—. Según ellos, es un tema muy importante que deben hablar en persona —repitió sus palabras algo fastidiada—. Claro que les dije que ustedes tienen una agenda, que no pueden cambiarla de un momento a otro, pero han insistido tanto que me han metido la duda. Prefiero consultar con ustedes qué debo hacer.

Me hubiera gustado tener la respuesta.

—Dame unos minutos.

—¿Qué pasa? —soltó ansioso José Luis, resistiendo las ganas de quitarme el teléfono.

—Azura Color quiere hablar con nosotros. No han querido dar más detalles —resumí antes de que me inundara de preguntas que no tenían respuestas—. Con ellos podemos esperar cualquier cosa. Mariana no ha querido rechazarlos porque parece que están muy interesados —remarqué, exponiendo las razones del debate. Pensé en una solución, teniendo el reloj en contra—. Igual podemos hablar con ellos y pasar de camino a entregar el proyecto —propuse para no perder ninguna de las dos.

—Y que nos entretengan media mañana y por azares del destino, terminemos sin tiempo. No, no, esto me huele a estrategia para sacarnos del camino —dijo sin dejarse engañar. Sí, yo tenía la misma sospecha.

—¿Entonces les cancelo?

—¿Y arriesgarnos a que después lo tomen de excusas para quién sabe qué? No, no —repitió con un ademán—. Debe haber otra solución... —meditó. Guardó silencio, echándole un vistazo a la chica a su lado—. Por ejemplo, ¿qué tal si tú Celeste te encargas de entregar el proyecto? —lanzó una opción.

Celeste abrió los ojos, asustada.

—¿Yo?

—Sí, no es complicado. Solo debes entregarlo en las oficinas y llenar el formulario —les explicó—. Así nos blindamos de todos los ángulos. No lo van a ver venir, iremos un paso delante de ellos —argumentó. Ella no lució muy convencida.

—¿Qué dices, Celeste? —pregunté al notarla titubear.

No tenía que aceptar si no lo deseaba, pero antes de que pudiera decírselo ella tomó una decisión.

—Sí, está bien.

—Eso, por eso somos un equipo —celebró José Luis tras encontrar una solución—. Confirmarle que vamos para allá —me pidió—. Voy pidiéndote un taxi, Celeste —le avisó.

Ella asintió, escuchándolo. Yo le confirmé a Mariana el cambio de planes antes de entregarle en sus manos el proyecto que guardó sin pensarlo en el enorme bolso que había traído consigo. Celeste se acomodó el aza, compartimos una mirada camino al estacionamiento, mirada que murió justo cuando me dispuse a subir al automóvil y ella se adelantó al envolverme entre sus brazos con fuerza. El tiempo se detuvo. Un abrazo fugaz que me tomó por sorpresa, percibí tenía un significado detrás por la forma en que se aferró a mí.

—Mucha suerte, Sebastián —me deseó con una dulce sonrisa al apartarse, despidiéndose porque su vehículo también se aparcó obligándonos a separarnos.

Suerte, necesitaría más que eso para salir bien librado de lo que se avecinaba.

Fue la reunión más extraña de mi vida. En realidad se trató de una conversación diplomática, no sé con qué intención, limar asperezas, sincerarse, pedir una disculpa por el cambio inesperado de planes que nos puso en aprietos hace unas semanas, explicarnos sus razones (que en resumen llevaban el apellido Urdaneta), la presión que ejerció sobre ellos y como no querían que eso afectara nuestra relación laboral. Destacaron lo mucho que deseaban seguir trabajando con nosotros y su compromiso para futuros proyectos. En pocas palabras, solo reafirmaron algo que sospechábamos.

—En varias ocasiones estuve a punto de ponerme a llorar —ironizó divertido José Luis mientras salíamos de las oficinas. Se despidió a lo lejos de varios conocidos con un ademán mientras cruzaba el estacionamiento—. En mi opinión bastante dramáticos para decirnos algo que podía resumirnos en un correo de dos párrafos —dictó sin perder la sonrisa—. Ya ni nos acordábamos, parece que tu ex no es la única que no ha aprendido a soltar —bromeó.

Yo no le encontré lo divertido, imagino que a él tampoco le daría mucha gracia si fuera el centro donde tiraba sus datos.

—En verdad me gustaría saber por qué me odia tanto —solté sin entenderlo. Por más que le daba vueltas no encontraba lógica. Había pasado tanto tiempo y tal vez había olvidado capítulos, pero nuestra relación no fue tan tormentosa para alimentar su rencor.

—Porque la dejaste, ¿te parece poco? —remarcó de buen humor, mientras sacaba las llaves de su camioneta—. Que si hubieras dejado que ella te mandara al diablo primero, la historia sería muy distinta —destacó.

Negué con una sonrisa, derrotado.

—Vamos, Sebastián vas a fingir que no te das cuenta que Sarahí sigue muy clavada contigo —me echó en cara.

Esta vez fui yo el que rio sin poder evitarlo.

—Me hace la vida imposible y tu conclusión es que quieres que volvamos —me burlé de su análisis.

Y aunque sonaba como una locura, porque lo era, José Luis no cambió su postura.

—Sebastián, ninguna persona gasta tanto tiempo y energías en alguien que no le interesa —argumentó como si fuera todo un experto en conductas humanas—. Terminarás dándome la razón, ya verás —apostó.

Yo estaba completamente seguro que estaba en un error, conocía suficiente a Sarahí para interpretar sus verdaderas motivaciones. Ella odiaba perder. Y no, no me refería a mí, sino contra mí.

—Dejemos de hablar de cosas que no sucederán, y mejor volvamos a la oficina que hay mucho por hacer —cambié de tema, enfocándome en el presente.

—En eso te doy la razón, por ejemplo, saber qué pasó con el proyecto. ¿Celeste no te ha llamado para avisarte si ya salió de las oficinas? —curioseó, recordándolo.

Y como si la hubiera atraído con la mente, mi celular vibró anunciando un mensaje. La duda quedó resuelta...

Ya entregué el proyecto.

O al menos eso imaginé.

Sebastián, sé que debes tener muchas cosas que hacer, pero ¿crees que podríamos vernos? Necesito decirte algo muy importante.

Con tal misterio confieso que respiré aliviado cuando la encontré aguardando en una mesas del restaurante cercano a las oficinas. Su mirada perdida se encontró con la mía, respiró hondo al verme acercarme. Ni siquiera me dejó hablar antes de abrazarme con fuerza, su cabello rozó mi rostro mientras ella cerraba los ojos sosteniéndose con fuerza de mí.

—¿Qué pasó? ¿Estás bien? —lancé, alejándome para verla a la cara.

Sus ojos no lograron sostenerme la mirada. Estaba claro.

Celeste se dejó caer en la silla, abatida.

—No —admitió liberando el nudo en su garganta. Ocupé el lugar a su lado, interesado en escucharlo. Celeste respiró hondo, lo percibí, estaba dispuesta a acabar todo de una vez por todas. Asintió para sí misma—. Sebastián, solo necesito que me escuches... Por favor no me interrumpas, prometo que voy a responder todas tus preguntas, pero...  —inició buscando mi mirada, determinada.

Sin embargo, su intención murió a causa de la voz a mi espalda que la interrumpió. El terror inundó sus facciones al alzar el mentón. Fue como ver la ola acercarse, a nada de sepultarnos.

—Perdón por la demora, había un tráfico del demonio —saludó con esa falsa simpatía que dominaba. Y pese a que conocer ese tono de memoria me costó aceptar que se trataba de ella cuando Sarahí, luciendo una enorme sonrisa, rodeó la mesa para ubicarse en la silla libre frente a nosotros—. No estarán pensando empezar a festejar sin mí —nos acusó divertida.

—¿Qué haces aquí? —solté molesto. No entendía cómo demonios terminó en ese sitio. No tenía sentido.

Sarahí dibujó esa sonrisa victoriosa que delató estaba disfrutando la situación. Se acomodó relajada en el respaldo, cruzando las piernas. Conocía esa postura, veía el triunfo cerca.

—Tranquilo, no me reclames como si hubiera llegado sin invitación —le restó importancia. Llamó al mesero con toda la confianza del mundo. Fruncí las cejas sin comprender su actitud—. De hecho, te voy a confesar un secreto —murmuró contenta como si hubiera esperado por ese momento—. Yo organicé esta reunión para ti —reveló celebrando haberme desbalanceado por la noticia. Fruncí las cejas, extrañado. ¿Qué?—. Y aunque la idea fue mía, nada hubiera sido posible de no ser por mi grandiosa socia —anunció con una sonrisa astuta, señalando con un ademán a la chica a su lado. La misma con la que esa mañana soñé compartiría toda la vida. Y pese a que estaba claro, no quise verlo. Nunca quise hacerlo—. ¿No es así, Celeste?

Y no fueron necesarias las palabras, la manera en que huyó de mi mirada cuando la busqué dejó clara la respuesta. No lo negó, no se defendió. El silencio fue música para los oídos de Sarahí, que admiró en primer fila la caída de aquel mundo que había inventado solo en mi cabeza.

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