Capítulo 21 (Parte 2)
La Cueva de las Maravillas estaba ubicada en una zona nocturna de la ciudad. En un principio era fácil pasarlo por alto rodeado de negocios mucho más llamativos, pero eso no evitó estuviera a reventar. Analizándolo mejor no se trataba de un bar, sino de un antro, donde la gente bebía al ritmo de la música que podía escucharse a unas calles de distancia.
Todo el valor que Celeste había reunido en el camino se esfumó apenas pusimos un pie dentro. Su rostro se desencajó, entrecerró los ojos cegada por las luces neón azules que se mezclaban entre la gente que bailaba en el centro. Todo ese movimiento, ruido y gente, la aturdió. Tuve la impresión que quiso retroceder, quise decirle que podíamos marcharnos, pero hubiera sido en vano.
En medio del caos no me hubiera escuchado. Celeste ya había tomado la decisión, tras un largo suspiro, se hizo espacio entre la gente para acercarse a la barra. Directa, sin mirar atrás.
Yo la seguí en su recorrido, me senté a su lado cuando, aprovechando la zona estaba despejada, tomó asiento en una de las sillas altas. Pese a que había dejado el saco en el automóvil, hacía un calor espantoso. Sus dedos tamborileando nerviosos contra la madera mientras su mirada estudiaba todo a su alrededor. Estaba buscando a alguien. Nada. Y en medio de su escaneo casi escupió el corazón cuando escuchó una voz frente a ella.
—¿Qué le sirvo?
La pregunta no tenía ninguna intención oculta, pero la tomó por sorpresa, su mente se quedó en blanco. Así que tras un leve balbuceo, me dio un vistazo para que ayudara. Tuve que contener una risa ante su expresión de pánico.
—Un Whisky y un daiquiri —le pedí al joven que amable se puso manos a la obra.
No sabía qué tanta resistencia tenía al alcohol, asumí que ella tampoco porque sin pensarlo tomó la copa apenas la pusieron frente a ella y tras una tensa sonrisa se la llevó a los labios terminándoselo casi de un trago. Dejó la copa vacía y sus pulmones sin oxígeno. Mala idea. Su tos llamó la atención de la gente a su alrededor.
—Hemos eliminado el plan de pasar por desapercibidos —lancé divertido mientras le daba un leve golpe en la espalda.
Celeste quiso reprocharme el mal chiste apenas recuperó el habla, pero algo robó su atención. Para ser más exactos, alguien. Sus ojos negros se fijaron en el hombre que pasó tras nosotros con una bandeja. No fue necesario que me diera la vuelta, su rostro habló por sí solo. Era él.
Se recompuso en un parpadeo. Ansiosa se reacomodó en la silla, echó la espalda atrás y alzó el mentón fingiendo tenía todo bajo control. El que lo perdió enseguida fue Gabriel apenas su mirada se cruzó con ella. No sé si fue su seguridad desinteresada o su belleza, que era imposible pasar por alto, lo que despertó su interés. Entonces atraído se acercó, olvidando al resto. Casi pude leer lo que pasó por su cabeza.
—¿Ya la atendieron? —soltó sin importar la respuesta fuera evidente.
Celeste le regaló una sonrisa, diferente a las que solía usar. Yo le di un trago a mi bebida sin apartarles la mirada.
—Sí, pero por qué mejor tú me recomiendas algo —le pidió, con ese tono de damisela en apuros que subía el ego a quien tiene complejo de héroe. Y él era uno de ellos, lo supe por la manera en que sonrió victorioso.
Cruzándose de brazos se apoyó en la barra, inclinándose para quedar más cerca.
—Depende que busque esta noche —murmuró tan bajo que fue un milagro pudiera escucharlo desde mi sitio. Estaba desarrollando un súper oído.
Celeste forzó su sonrisa, noté estaba incomodándole su proximidad porque de forma sutil se apartó, recargándose en la silla.
—Si te lo digo, no me lo vas a creer —apostó recuperando con las palabras el terreno que había perdido con su lenguaje corporal—. Sorpréndeme, me gustan las sorpresas —le animó retadora.
—Eso es peligroso.
—Quien sabe, en una de esas yo también te doy una —mencionó encogiéndose de hombros.
Y él que buscaba un mensaje oculto en todo lo que salía de sus labios, sonrió. Sonrió tomándolo como invitación. Tuve que disimular lo mal que me sentó. Victorioso, como si estuviera a nada de alcanzar su objetivo, se apresuró a hacer algo para ganarse uno de sus halagos. El hombre se apartó, pero no demasiado para no perdernos de vista. Cuando nos dimos cuenta estaba de vuelta con un caballito. Celeste pasó la mirada del líquido dorado a él.
—Cortesía de casa —resolvió ante sus dudas—. Te va a encantar —insistió.
Celeste dudó, mantuvo sus ojos en aquel punto, decidiendo qué camino tomar. Una parte quería ganarse su confianza, la más racional no se había ganado la suya. A mí tampoco me daba buena espina, había algo en Gabriel que me hacía desconfiar en él. Solo Dios sabría qué le habría servido. Y pese a que no quería arruinar su plan, temiendo cediera a su presión con tal de no perderlo, estuve a punto de intervenir. Sin embargo, ella ya había tomado una decisión.
—¿Lo dices por intuición o por experiencia? —curioseó alzando la mirada. Ya no había demasiada cordialidad en sus palabras, pero el chico estaba encantado con ella y qué más daba si se ponía difícil. Hasta le parecía más divertido.
—Un poco de ambos —concluyó haciéndose el interés.
—Debes llevar muchos años trabajando aquí...
—Más de los que me gustaría —admitió para sí, con una mueca aburrida.
—Y debes conocer a muchas personas.
Gabriel se dio permiso de pensarlo.
—No todas tan interesantes —susurró, y como si aquello le hubiera borrado los límites, de pronto sus dedos cruzaron la barrera de espacio personal y echaron atrás un mechón que caía rozando su hombro. Esa fue la gota que derramó el vaso, mandé al carajo mi papel. Dominado por la rabia ante su atrevimiento me levanté, pero antes de que pudiera decirle lo que se merecía, Celeste lanzó la flecha.
—¿Qué tan interesante es Raymundo Álvarez? —escupió de golpe, sin dar más rodeos. Desarmándolo en una oración.
Incluso a mí me tomó por sorpresa. Entonces de pronto, su mirada se transformó, la confusión se apoderó de él.
—No sé de qué quién me hablas —mintió. El galán quedó reducido a un cobarde.
—No, sí que lo sabes —defendió ella para que no quisiera verle la cara—. De todos modos, no tengo problema en recordártelo —añadió un segundo antes de buscar en su celular las pruebas. No pudo desmentir a su propio reflejo—. ¿Qué pasó? Parece que eres tú el que necesita unos de estos ahora —le echó en cara alzando la bebida, cuando él ni siquiera fue capaz de improvisar.
—Raymundo no es mi amigo —aclaró, lavándose las manos.
—Te creo, Raymundo no tenía amigos, pero sí compañeros de copa. Y estoy seguro que debes saber dónde encontrarlo.
A él no le gustó la forma en que lo enfrentó. Dejó la simpatía para otra noche.
—Si lo hiciera no te lo diría.
—Sí, no sería nada leal de tu parte —reconoció con un mohín—. Pero por suerte tú no conoces el significado de esa palabra.
—Ni siquiera me conoces.
—¿Sabes a quién sí conozco? —remarcó en voz alta, cuando notó sus deseos de marcharse. No, no pensaba dejarlo ir sin conseguir lo que había ido a buscar—. A Emilia, vendedora en internet, madre de un precioso bebé de dos meses, ex-empleada de una farmacia, ¿ahí fue dónde la conociste? ¿Solías comprar mucho suero para lidiar con tus resacas? —soltó su última carta. La miré sin entender el significado de su comentario, pero él sí lo hizo. La sangre se heló en sus venas.
—No sabes de lo que hablas —murmuró, fingiendo demencia.
—No, te equivocas, la única que no lo sabe es tu mujer —le echó en cara, sin dejarse engañar—. En verdad que la destrozaría saber de tu aventura. ¿Te imaginas lo que hará cuando se entere que mientras ella se desvive cuidando de tu hijo, utilizas tu tiempo para enredarte con tu amante? —expuso sin morderse la lengua, llevándolo al límite.
—¿De dónde sacó tanta mierda? —cuestionó desesperado, bajando la voz para que nadie pudiera escucharlos. Que su secreto se ventilara lo estaba sacando de su centro.
—A la próxima cuando quieras que nadie se entere de tu doble vida, encargarte de borrar cualquier evidencia —le recomendó—. Tú mismo eres tu peor enemigo —le reveló. No entendió, ella se encargó de aclarar sus dudas—. Ese perfil antiguo que abandonaste de Instagram tenía una larga lista de contactos, muchos de ellos activos. Para tu desgracia y fortuna, padezco de insomnio desde hace varias semanas. El resto fue fácil, solo tenía que investigar un poco más de la gente que mostraba más interés en ti, ese like que nunca faltaba, cambiar un par de nombres en otra red social y... ¡Vualá! Suena más complicado de lo que parece —le contó quitándole importancia—, apuesto que si tu esposa tuviera un poco de más tiempo y menos fe en ti, también podría dar con la verdad.
—¿Estás chantajeándome?
—Hay formas más diplomáticas de decirlo —murmuró para sí misma—, pero en resumen, sí. Es muy fácil, dime dónde puedo encontrar a Raymundo y prometo que mantendré mi boca cerrada —puso el trato sobre la mesa como todo una maestra de la negociación.
Gabriel la estudió desconfiado, Celeste no bajó la cara cuando sus ojos oscuros la escanearon en búsqueda de pistas de engaño.
—¿Qué demonios quieres de Raymundo? —le interrogó, sin entender la razón por la que ella había llegado a ese punto por él. En su cabeza, no existía un motivo válido para que Celeste hubiera perdido tanto tiempo y esfuerzo.
Celeste pudo simplemente evadir la pregunta, pero aquella vulnerabilidad que la caracterizaba que lograba conectar con la gente, brilló en medio de la oscuridad.
—Raymundo tiene una deuda conmigo —confesó.
—Pues lamento decepcionarte, pero desde ahora te aviso, Raymundo no tiene un peso partido a la mitad —la puso al tanto, advirtiéndole sin malicia lo que le esperaba—. En este momento está hasta el cuello —añadió con un ademán—, sería capaz de vender su alma a cambio de unos billetes.
Celeste lo escuchó atento, reflexionando. Un instante de silencio hasta que lo que se perdió en el escándalo de la música fue el arrastre de su silla al ponerse de pie.
—No hay banco en el mundo que pueda pagar lo que estoy buscando —se sinceró. Incluso cuando Gabriel notó, en el dolor que taladró su mirada, que hablaba con el corazón Celeste no se dio permiso de mostrarse más débil ante él—. Piénsalo, voy a quedarme un rato, pero te aviso, o salgo de aquí con el contacto de Raymundo o puedes irte preparándote que ver tus cosas en la calle apenas llegues a tu casa —le advirtió con sus ojos fijos en los de él para dejarlo claro.
No lo hacía, conocía a Celeste lo suficiente para saber que esa noche no aceptaría un no. No tan cerca, no cuando lo que estaba en el otro lado de la balanza era su sobrino.
Sin despedidas abandonó la barra, perdiéndose entre la gente. Y aunque Gabriel apenas me prestó atención, distinguí en su ansiosa mirada, ahogada en un dilema, el camino que escogería.
Los pasos deprisa y firmes de Celeste perdieron poder cuando cayó en cuanto había dejado atrás los testigos. Entonces su armadura cayó, permitiéndose llevar las manos al corazón. Sus piernas temblorosas se dejaron caer en unos de los sillones.
—¿Qué demonios fue todo eso? —la cuestioné admirado. Apenas pude reconocerla.
—Te juro que si no me da la dirección no sé qué voy a hacer —me confesó tras un largo suspiro—. No ensayé ninguna otra línea —contó atormentada, robándome una sonrisa. No entendía como por momentos podía lucir tan fuerte, y otras tan tierna—. Ya sé que lo que hago no es correcto, y me asusta pensar de lo que soy capaz —me confesó, malinterpretando mi mirada. Imaginando estaba juzgándola—. Pero aunque no me da orgullo, estoy dispuesto a todo, a todo, por Berni —remarcó siendo honesta consigo misma—. Cuando tengas hijos vas a entenderme, Sebastián.
No tenía que justificarse conmigo. Podía imaginar lo que sentía. Estaba ahí para apoyarla, no para criticar sus métodos.
—Hijos —repetí, riéndome un poco de ese futuro que la mayoría da por hecho, intentando cambiar el rumbo de la conversación—. Eso suena tan lejano.
Celeste me dio un vistazo, frunciendo sus cejas.
—Si tú quieres no tienes que esperar —respondió en un murmullo—. Dios, eso se oyó tan mal en ese tono —se corrigió avergonzada al meditarlo. Escondí una media sonrisa ante su sonrojo—. Lo que quiero decir, es que eres un buen hombre, trabajador, inteligente, guapo, apuesto que muchas mujeres querrían formar una familia contigo —aclaró.
—No sé, a veces pienso que el amor no es para mí.
—¿Por qué? —me encaró como si estuviera a punto de darme un golpe para que reaccionara—. ¿Solo porque te rompieron el corazón una vez? Por favor, Sebastián —habló directa, sin rodeos, buscando mi mirada con esa fuerza que contrataba con la dulzura que encontraba en ella—, no porque las cosas no funcionaran una vez, significa que no lo harán jamás —argumentó. Respiré—. Olvídate de Sarahí, Miriam, o de la mujer que...
¿Qué? El mundo se detuvo de golpe.
—¿Cómo sabes de Miriam? —la interrumpí confundido.
Entonces como por arte de magia, perdió el color. Chistó entre dientes una maldición.
—Y solo me tomé una copa —se regañó cerrando los ojos, frustrada. Se echó atrás en el sofá, a la par sus manos cubrieron su rostro. No quise presionarla, pero tampoco dejarlo pasar. Nunca había mencionado su nombre frente a ella. Celeste respiró hondo, y conociendo no me rendiría, tras una corta lucha decidió darme la cara—. Sarahí me lo dijo el día de la reunión —reveló con pesar, mirándome de reojo. Sarahí... Sí, eso sí tenía sentido—. Nos topamos, me reconoció y...
—Te contó mi biografía —terminé sin orgullo, molesto.
Porque eso era lo que ella haría. Era la clase de acciones que tenían su nombre y apellido. Despojarte hasta de tu propia voluntad, de tu libertad. Celeste no lo negó, torció los labios.
—Bueno, le faltaron un par de páginas porque no le alcanzó el tiempo —admitió.
Otro profundo respiro. No entendía qué demonios le debía, hasta cuándo pagaría mis errores. Cerré los ojos, sostuve el puente de mi nariz imaginando la escena, no solo debió haberle hecho pasar un mal rato a Celeste, sino que estaba seguro no perdió oportunidad de crear nuevas heridas en el camino. Odiaba creyera que seguía teniendo control sobre mí.
—Cuando la vi tan hermosa, elegante y cautivadora, digna de una revista, pensé que podía entender por qué te habías vuelto loco por ella —comenzó con una risa débil, despertando mi atención y rompiendo el silencio. La miré atento, no comprendí a dónde se dirigía con esa charla—. Pero cuando habló... Me di cuenta que ella era quién te hizo tanto daño —murmuró. Aunque la música resonaba, solo escuché su voz—. La que te metió todas esas dudas en la cabeza... La dueña de tu corazón en realidad era Miriam...
—Miriam está casada, hace mucho tiempo que dejé el tema —zanjé de una, porque me ponía mal que nos siguiera relacionando. Trataba de mantenerla al margen, por respeto a ella, a su matrimonio. Celeste estudió mi rostro, no estaba juzgándome, solo quería saber si mis palabras coincidían con lo que expresaba mi corazón. No mentía, no era amor lo que me unía a su recuerdo—. Yo le hice mucho daño —reconocí lo que en realidad me condenaba, sin importar dejar mis defectos a la luz—. Fui un patán con ella durante años, nunca valoré la gran mujer que tenía frente a mí —reconocí con la culpa aún mermándome—, y cuando al fin abrí los ojos, fue tarde, alguien le había demostrado que el amor no es algo que se mantiene solo en sueños.
Arturo no perdió el tiempo, él no necesitó una vida para notar que detrás de ese escritorio estaba una mujer incondicional. Él no necesitó perder todo para que la venda cayera de sus ojos. Él la hizo sentir querida desde el primer momento. Eso fue lo que marcó la diferencia.
Celeste me escuchó, con esa paciencia que me hacía revelarle secretos que ni siquiera le confesaba a mi reflejo en el espejo.
—De los errores se aprende, Sebastián —me animó comprensiva. Tan dulce que notar en su mirada ternura, y no condena, me hizo quererla un poco más—. Lo que necesitas es soltar esa cadena, ser más abierto, darte una nueva oportunidad. Entiendo que fallaste, que no funcionó, pero piensa que hay personas que no son para uno —me recordó—. Mira, deja de darle tantas vueltas, aquí muchas mujeres no te han quitado los ojos de encima desde que entraste —intentó hacerme sentir mejor, con esa chispa de alegría inagotable que me robaba sonrisas.
—Sí, desde que comenzaste a ahogarte en la barra hemos sido el centro de la noche —admití.
Celeste afilió sus ojos, reprochándome la broma.
—O tal vez es tu aire de ejecutivo, serio, elegante y encantador —dramatizó haciéndome reír antes de que sus manos acomodaran el cuello de mi camisa. Disfruté su cercanía, en verdad me gustaba el olor de su perfume—. Tal vez no se acercan porque te ven conmigo, debiste colgarte en el cuello un cartel que dijera "Estoy soltero" —consideró de buen humor.
—Ya probé las noches sin compromiso, Celeste — confesé con una débil sonrisa—. Y aunque al principio no estuvieron mal, con el tiempo confirmé que no llenas un vacío despertando con una mujer distinta cada mañana.
Porque al principio el fuego da calor, pero al final te convierte en cenizas. Necesitaba darle un significado a mis pasos. ¿Qué triunfo tiene estar con tantas personas, pero no marcar a ninguna? Había pasado aquella época, ahora buscaba algo más sólido.
—Bien, nada de aventuras, ni chicas de sociedad —resumió con un ademán, probó otra estrategia—. Amplia tus círculos sociales. Hagamos esto —propuso entusiasmada, como si se le hubiera ocurrido la idea más brillante—, cuando Berni se recupere y regresemos a Hermosillo, tienes que ir a visitarme —pidió. Yo solo podía escucharla, sonriendo como un imbécil—. Te presentaré a un grupo de chicas muy simpáticas. No somos amigas como tal —reconoció restándole importancia—, pero a veces nos reunimos a hablar cosas de la escuela. Son muy agradables.
—Claro que iré a Hermosillo —le aseguré en una promesa que mantuve solo para mí—, pero a verte —remarqué buscando su mirada. El resto no importaba. Celeste ladeó el rostro, recelosa—. En verdad deseo que Berni esté bien —me sinceré para que no me malinterpretara. No sentaría mi felicidad en la desgracia de otros—, que recupere su vida, su salud, que sea feliz, pero... —Guardé silencio durante un instante. No, ya no, le di rienda suelta a mi corazón—. Confieso que odio pensar que vas a marcharte.
Cada que ese pensamiento me asaltaban un miedo desconocido me sacudía. Tardé en darle un nombre, al fin comprendí que no quería perderla. A ella no.
Celeste me escuchó atenta, y supongo que presintió lo que se avecinaba porque tras un leve titubeo volvió a sonreír, recuperándose, o al menos fingiéndolo.
—En ese departamento enorme un poco de compañía debe resultar agradable —intentó justificarme sin perder la gracia. Tal vez debí leer la advertencia, sin embargo, no podía seguir engañándonos—, pero cuando recuperes tu espacio, tu rutina, tu paz, tu enorme cama de huéspedes —enfatizó alegre como si hablara del premio del siglo—, cambiarás de opinión. Ya me darás la razón.
Sonreí, se equivocaba, y por primera vez en años no me quedé callado. Había mantenido mucho tiempo en silencio lo que deseaba gritar mi corazón, pensando que así podría contenerlo, pero no, mientras encadenas tus sentimientos más fuertes se vuelven para sobrevivir.
—Nunca he tenido más paz que cuando estabas ahí —me sinceré, despojándome del miedo—. Y no, no quiero recuperar la enorme cama de huéspedes —repetí sus propias palabras, con una sonrisa—, porque saber que tú estás en ella es la razón para levantarme —admití sin tapujos. Los ojos de Celeste se fijaron en los míos, había tantas preguntas en ellos, repuestas que entre los dos encontraríamos—. No puedes hacerte una idea lo mucho que deseo llegar a casa, ahora que sé que tú estarás ahí. Sonriendo, rodeada de tus colores, con un montón de pétalos y hojas secas volando por el piso —describí el escenario de los últimos días.
Ese desastre que me resultaba fascinante, porque esa imagen de ella dibujando en la barra, calaba mucho más que cualquier noche con otras mujeres. Entendí no era el qué, sino el quién. Estar con Celeste sí se sentía como una vida.
Ella no dijo nada, aturdida parpadeó procesándolo.
—No sé qué demonios me pasa —admití riéndome de mí mismo.
—Yo sí —contradijo Celeste, echándose un poco atrás, para plantear cierta distancia—. No debiste tomar —concluyó preocupada—, sabrá Dios qué sirven aquí. Iré a presionar a Gabriel, después tomáremos un taxi y nos iremos a casa —decidió determinada.
Y cuando intentó ponerse de pie, mi mano la tomó de la muñeca, impidiéndole huir. Nerviosa, sus ojos negros se fijaron en aquel punto. No, no quería seguir con aquel dilema.
—Celeste, un whisky no me roba la cordura. Escucha, entiendo que tengas miedo —comencé dejándola con las palabras en el aire. Ella no apartó la mirada de mí, eso fue el impulso que faltaba, volvió a tomar asiento dándome la oportunidad que tal vez no merecía, pero deseaba más que nadie—, sé que no es fácil confiarle el corazón a un hombre como yo —admití conociendo mis antecedentes—, mas déjame ser valiente una vez en mi vida —le pedí—. Decir lo que siento sin pensarme tanto si es correcto o no...
—¿Y qué si te arrepientes mañana? —temió.
Arrepentirse, esa era la palabra que llevaba tatuada en la piel. Mi camino estaba tapizado de hubieras, hubieras que comenzaban a cobrar factura.
—Me he hecho esa pregunta miles de veces —confesé. Ese fue mi principal freno para ser feliz—. Celeste, me conoces desde niño, contigo no he tenido la oportunidad de presentar mi versión de hombre triunfador que intento convencer al resto que soy —expuse con una débil sonrisa—. Estuviste junto al muchacho lleno de sueños que rayaba lo iluso, al que creía el dolor duraría para siempre —recordé mis peores días tras la muerte de mi padre, en los que el sendero de la vida se llenó de niebla—, el que se encerraba en su mundo y solo tu voz lograba sacar a flote —reconocí—. Porque cada que estaba por hundirme en la oscuridad te encontraba a mi lado, con tu alegría y eternas charlas...
—Bien, ya quedó claro que hablaba bastante —cortó robándome una sonrisa, de esas que solo tenía para ella.
—En verdad me gustaba escucharte —admití—, porque era tan sencillo creer en imposibles estando contigo. Fuiste la primera solapadora de mis locuras —reconocí con cierta gracia—, de las pocas personas que creyó en mí cuando ni siquiera yo lo hacía. Sabías mi talón de Aquiles, por eso impediste me rindiera. Yo... Me alejé para cumplir esos sueños que solo tú conocías —me dije a mí mismo, meditándolo, volviendo sobre mis pasos—. Y la vida siguió, me dejé deslumbrar por el brillo momentáneo del éxito, por el ruido, por aplausos vacíos —expuse sin orgullo—. Continúe sin mirar atrás por miedo a comprobar no había avanzando lo suficiente... No sé cómo explicarlo, pero cuando abriste esa puerta en Hermosillo sentí que todo el teatro que había montado se vino abajo. Fue como si de pronto, la vida me encarara y viera en tu reflejo que el hombre que deseé ser cuando era un muchacho, no era el que estaba frente a ti... Te extrañé, Celeste, y lo peor es que ni siquiera lo sabía —reconocí contemplando su rostro. Tan lleno de vida, de dulzura. De haberlo hecho no hubiera tardado tanto en despertar—. Estaba tan agobiado intentando ser otro hombre que olvidé hacer feliz al del presente.
Ese mismo que por años odié, y cuando me rencontré con ella vi con otros ojos.
—¿Por qué me dices todo esto? —dudó, sin comprender mi arranque de sinceridad.
En realidad no había un porqué, o quizás había tantos que la vida no alcanzaría para ponerlos sobre la mesa.
—Porque me cansé de ser un cobarde que pierde lo que más ama por no tener el valor de enfrentarlo, no quiero que tú formes partes de esa lista —confesé—. Uno puede sobrevivir por mero instinto, Celeste, continuar resignado, pero no después de haber probado la felicidad. No después de conocerte.
Ahora no podía cerrar los ojos y fingir que no había cambiado algo en mí.
Celeste esperó a que terminara, no sé si porque deseaba escuchar todo lo que tenía por decir o solo no quería ser ella la que tuviera que hablar. Al final, no le quedó de otra que acabar con el silencio. Negó, respirando hondo. No esperé su respuesta.
—Es aquí cuando despierto —soltó de pronto—. Dios, no debí tomar esa copa —se reprochó llevándose una mano a la frente. Se dejó caer en el sofá. Clavando sus ojos en el techo siguió hablando consigo misma—. No, no debí permitir que me acompañaras, ni venir a Monterrey, ni quedarme en tu casa, ni abrir esa puerta —se castigó, en una avalancha que no logré frenar.
—Celeste...
—No —me silenció, enderezándose en el sofá. Buscó mi mirada, sin darle más vueltas. En sus pupilas negras el miedo brilló—. Prometí que no dejaría me rompieras el corazón...
Dolió ser el causante de esa herida.
—Y si me das una oportunidad, prometo que no lo haré —le pedí, sin dejarla terminar. Dispuesto a demostrarle valía la pena. Ella negó para sí misma, abrumada—. Celeste, quiero cuidarte como tú siempre lo has hecho, no como un trato, como me he manejado toda la vida, tú me enseñaste que cuando hay amor no buscas nada cambio.
No hay precios, ni sacrificios. Quise tomar su mano, pero ella se alejó.
—Eso suena muy lindo, pero ya no tengo quince años, Sebastián —defendió, con la incertidumbre sosteniendo con fuerza el escudo—. ¿Qué va pasar cuando despiertes una mañana, y te des cuenta que la mujer que tienes al lado no es la soñaste? —me encaró, mirándome directo a los ojos—. Cuando confirmes no es suficiente ese café y empieces a desear cosas que no vas a encontrar en mí. Porque seamos sincero, nunca seré esa mujer que puedas presumir en tus cenas de negocios, la que pueda hablar de literatura o viajes, la que reconocerá un vino o una canción, y está bien, no quiero serlo —determinó—. Piensa con la cabeza. Celeste, la chica de Hermosillo, era una buena opción para el muchacho soñador, no para el hombre que eres ahora —argumentó.
Ahí estaba el problema. No había dos versiones, era la misma persona, solo que en algún punto del camino me perdí, estaba volviendo a encontrarme.
—Vaya, aún no me dices que sí y ya estás pensando en el divorcio —noté. Celeste afilió su mirada sin hallarle lo divertido—. Y aunque no es el punto, te equivocas —remarqué para no dejarlo pasar—. ¿Por qué no me sentiría orgulloso de llevarte de mi brazo? —la cuestioné con la misma seguridad. Celeste no vio venir el cambio de giro, me contempló confundida—. Eres preciosa, valiente, incondicional. No tienes una idea de lo valioso que es saber que alguien estará a tu lado pase lo que pase. Además, esto no se trata de que camines a mi lado —la corregí—, sino de que permitas acompañarte en tu propio recorrido, que te admiren por lo que tú eres.
La gente que vale la pena es que la puede ver en cada uno lo que lo vuelve especial. Celeste me escuchó, mantuvo sus ojos en los míos, en una batalla que acabó en un pesado suspiro.
—Dios, yo debo ser la reina de las tontas... —lamentó para sí misma, cubriéndose la cara, frustrada. Estuve a punto de defenderme cuando ella habló—, porque te estoy creyendo.
—Celeste, no te miento... —le aseguré, pero ella no me dejó terminar, en medio de su tormenta me dio una suave sonrisa.
—Lo sé, si algo estoy segura es que no lo haces. No eres perfecto, nadie lo es, pero no eres un mentiroso —aceptó. Sus manos temblorosas cobijaron la mía—. Eres tan sincero que cuando te confesé lo que sentía en Hermosillo, pese a que te sentías solo y sabías que estaba vulnerable, no te aprovechaste. Porque en ese momento estaba tan confundida e ilusionada que te hubiera dicho que sí a cualquiera cosa que me pidieras, pero no, eras Sebastián, el mismo muchacho que conocí —me sonrió con ternura, con una mirada tan transparente que me fue imposible apartarme—. El que sería incapaz de ganar a costa del dolor de otros... —describió nostálgica. Respiró hondo—. Tú no eres el problema, Sebastián.
—¿El problema es que ya no sientes lo mismo?
Porque aunque doliera, lo entendería. Estaba en su derecho de no corresponderme. Tuve una oportunidad, no supe valorarla. Ella dejó ir una triste sonrisa al oír mi teoría.
—Es justo lo contrario —admitió sin orgullo. Buscó las palabras correctas, sin parecer hallarlas—. Sebastián, he estado enamorado de ti desde que era una niña —reveló de pronto, dejándome en blanco. Soltó otro largo suspiro al notar mi confusión, pero ya que había hablado, no volvería a callar. Era momento de enfrentar la realidad aunque doliera. ¿Qué? Sentía que me había perdido una decena de capítulos—. No me culpes —añadió riéndose por mi expresión aletargada—, te convertiste en una especie de héroe para mí, uno que no se marchó, que siempre fue capaz de sacarme una sonrisa, que estaba ahí para escuchar lo que no podía compartir con nadie. Cuando papá nos abandonó había cosas que no podía contar por miedo a lastimarlos más —me refrescó la memoria—, tenía tantas preguntas, tanto miedo... Saber que estarías conmigo fue a lo que me abracé durante muchos años. Y en ese empedrado camino te vi crecer, luchar contra ti mismo, llenarte de ambiciones... Jamás aspiré a que me correspondieras, ¿por qué lo harías? —lanzó encogiéndose de hombros—. Era normal que te cautivaras con las universitarias, por las chicas que formaban parte de tu día a día, que hablaban tu mismo idioma, las que parecían entenderte mucho mejor. No por la niña que suspiraba por ti en la prepa. Yo te quería porque era más fuerte que mi fuerza y lógica. Porque aunque sabía que era imposible no pude arrancarte de mi corazón.
Quise hablar, pero ella me detuvo, su índice de colocó en mis labios, pidiéndome en una mirada la dejara desatar el nudo que llevaba años encarcelado su alma.
—No es un reclamo, Dios sabe que fui realmente feliz cuando te ganaste esa beca —afirmó con seguridad. Y no era necesario lo aclarara, los hechos tenían más peso—. Sabía mejor que nadie cuánto la merecías, lo mucho que habías luchado por ella. Sebastián, te aseguro que ni un por un segundo deseé que te quedaras a mi lado si eso significaba perdieras tu sueño, porque sabía que estabas destinado a algo más grande —me animó con una sonrisa, tan sincera como la de esa tarde cuando le di la noticia, sin pizca de egoísmo—. Adelanté que era tu gran inicio... Pero también mi final en tu historia —murmuró nostálgica—, porque al tomar ese avión las cosas nunca volverían a ser igual.
Y aunque me dolía, no se equivocó. Una mezcla entre culpa y arrepentimiento escaló, apoderándose de mí. Por miedo a reconocer mis errores había ignorado por un largo tiempo esos capítulos, pero aunque me pesara las cosas no desaparecen cerrando los ojos.
—Fui un imbécil —me reproché cayendo en cuenta del impacto de muchas de mis acciones—. Te he lastimado tanto. De haberlo sabido...
Hubiera cuidado cada una de mis palabras, hubiera medido cada uno de mis pasos, o tal vez hubiera dejado los temores a un lado...
—No —me cortó negando con la cabeza. En su sonrisa no había resentimiento—. Seguiste tu vida, yo hice lo mismo. Cada quien continuó su camino. Era lo correcto —afirmó—. Pero míranos ahora, estamos aquí de vuelta. Llámame tonta, una parte de mí cree que debe haber alguna razón, otra no puede evitar tener miedo, porque si algo sale mal sé que algo profundo dentro de mí va quebrarse y es más sencillo mantenerlo intacto, aunque jamás se vuelva realidad... Soñar no deja heridos —argumentó a su favor, no para ganar, sino por el bien de los dos.
Y aunque años atrás le hubiera dado la razón, tras pagar el precio de permanecer al margen sin el valor de saltar sabía que no hay dolor más grande que no vivir. Darte cuenta que has desperdiciado el tiempo que no volverá.
—Yo pensaba lo mismo, que evadir los riesgos era una manera práctica de protegernos. Pero te lo digo por experiencia personal, los hubieras dejan heridas más profundas que algunas caídas.
—¿Y qué propones que hagamos? —me preguntó consumida por una mezcla de ilusión y nervios—. ¿Que nos lancemos al vacío?
Reí con ella, dicho así sonaba como una locura.
—Que me dejes quererte —resolví sin envolvernos en complejos conceptos. Mis dedos rozaron su mejilla—. Escucha, Celeste, no quiero llenarte de promesas, ni encadenarte a un para siempre —le hice ver, conociendo tenía otras prioridades—. No te pido nada a cambio, ni siquiera una respuesta, solo necesito decirte lo que siento, no soporto otro día engañándome —defendí—, y si el resultado es un corazón roto lo pagaría sin dudarlo a cambio de una oportunidad...
De despertar una mañana a su lado, de escucharla una tarde en el balcón o cenar junto a su sonrisa. Morir no resulta un castigo para el que vivió.
Celeste aguardó en silencio, dejó que la avalancha se asentara antes de que una tierna sonrisa se asomara en sus labios. En aquel simple gesto me reencontrarme con la chiquilla que alegraba mis días.
—Con razón tu ex no te supera —bromeó, rompiendo la tensión, de forma tan inesperada que me robó una risa—. En verdad que estoy buscando una razón para decirte que no —me confesó aún sonriéndome con esa luz que me hacía olvidar mis problemas—. Una sola—remarcó—, pero no sé si no existe o no quiero encontrarla —admitió tan sincera que no pude evitar sonreír. Ella también lo hizo, aunque pronto se arrepintió. Cerró los ojos, negando con una sacudida—. ¿Qué estoy diciendo? Celeste, contrólate —se ordenó en un murmullo. Se irguió, respiró hondo y buscó mis ojos—. Escucha, todo lo que has dicho es muy lindo, pero necesito tiempo —me pidió—. Y entiendo perfectamente si dices que no, si decides seguir adelante e intentarlo con alguien más, pero ahora mi vida está pata arribas —me explicó—. Debo concentrarme en encontrar a Raymundo, en que Berni recupere su salud, en encaminar mi vida...
—No tengo prisa —corté su agobio, sonriéndole—. No estoy buscando compartir mi vida con alguien, quiero hacerlo contigo —enfaticé.
Si había esperado años para que el destino la pusiera frente a mí, y después de tantos tropiezos confirmé que solo junto a ella encontraría lo que necesitaba, tendría un poco más de paciencia.
Celeste me dio una suave sonrisa en respuesta.
—Además, no quiero entregar esta versión de mí —añadió—, llena de heridas, agobiada, con un montón de líos encimas, vulnerable. No, quiero que la mujer que esté a tu lado sea una de la que puedas sentirte orgulloso.
—Yo estoy orgulloso de ti —la corregí despacio. Ella torció los labios sin hallarle sentido, sonreí ante su mohín—. En verdad deseo que cumplas tus sueños, que te superes, pero no resta que en este momento ya sea dignas de admiración. Hay logros verdaderamente importantes por los que no dan diplomas, ni reconocimientos —alegué. Mis manos echaron un mechón atrás—. Tu manera de entregarte a las personas que amas, tu lealtad para permanecer a su lado, tu valor para hacer frente a tus miedos. No me malinterpretes, Celeste, sé que importa y cuesta, pero la grandeza de una persona no está en sus títulos. Lo único que nos queda es lo que está dentro de nosotros, eso que ignoramos y damos por hecho—admití—. No has perdido la luz, pese a los golpes de la vida. Necesito que me enseñes un poco cómo lo haces. Y valoro todas tus sonrisas —confesé perdido en su mirada transparente, sincera—, porque yo sé lo que hay detrás de cada una de ellas...
Celeste no me dejó terminar, volvió a colocar su índice en mis labios. No fue necesario hablara, su mirada me lo dijo todo.
—Aún faltan muchas horas para mañana... Qué importa si me arrepiento de esto —murmuró antes de desaparecer la distancia entre los dos, más valiente, con la adrenalina corriendo por sus venas y decidida a no pensar en lo que podría salir mal.
Ni siquiera lo pensé. Encontrarme con su mirada fue lo único que necesitaba para olvidar de lo que nos rodeaba. Mis ojos se fijaron en sus labios entreabiertos, dejándome envolver por nuestra cercanía. Su tenue respiración se alentó al percibir el roce de mi aliento. Deseé el tiempo se detuviera en el instante en que estuve a punto de besar su boca, deseoso de hallar respuestas.
Preguntas que se quedarían sin ella porque un sonido nos escupió de vuelta a la realidad. Todo se fue al diablo. De la nada una sombra se proyectó en nosotros y con unos increíbles reflejos Celeste se alejó de un salto, muerta de vergüenza como si nos hubieran atrapado cometiendo un crimen.
—La cuenta.
Tardó en comprender cuando Gabriel le tendió la nota. Alzó la ceja confundida, pero las dudas murieron cuando al abrirlo halló una servilleta oculta. Él miró a ambos lados, asegurándose nadie estuviera prestando atención.
—Ahí está viviendo Raymundo, espero no me falles —murmuró sin mirarla.
—¿Cómo sé que es verdad? —le preguntó frunciendo las cejas, desconfiada. Yo también abandoné mi asiento, colocándome a su costado. Ella, aún nerviosa, sin verme, me tendió el papel para que le diera un vistazo. Intenté hallar el vecindario.
Gabriel resopló indignado, negó relamiéndose los labios.
—Porque yo pierdo más que tú. ¿Cómo sé que ahora que tienes lo que viniste a buscar no te da por andar de chismosa? —planteó. Celeste lo pensó, tenía lógica, aún así no bajó la cabeza—. Yo no gano nada mintiendo, después de todo, yo seguiré aquí mañana. No puedo decir lo mismo de ti.
—Te di mi palabra —reafirmó—, pienso cumplirla...
—Solo te doy un consejo, allá tú si quieres hacerme caso —añadió dando un paso adelante, olvidando sus propios conflictos—, Raymundo no es un tipo fácil, así que no creo que puedas obtener mucho de él —le advirtió, y tuve la impresión estaba hablando con la verdad—, a menos que estés dispuesta a pagar el precio.
Celeste ya ni siquiera lo escuchaba, sus ojos se clavaron en las líneas que recitaban donde se hallaba la llave de su salvación, la puerta que había buscando al fin se abría a sus ojos. No fue necesario que hablara, lo entendí en el brillo de su mirada, ella estaba dispuesta a pagarlo, sin importar que tan alto fuera.
¡Hola a todos! Tal como prometí se trató de un capítulo muy largo, espero que les gustara tanto como yo disfruté escribirlo 🩷😉. Sebastián al fin fue sincero con sus sentimientos 🩷. Las emociones están a flor de piel, ¿qué sucederá? Preguntas de la semana: ¿les gustó el capítulo? ¿creen que Gabriel mintió? ¿Bebida favorita? Los quiero mucho. Gracias por todos sus comentarios, no pueden hacerse una idea de lo mucho que me motivan.
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