Capítulo 21 (Parte 1)
Con los años hay cosas que pierden la magia, como los atardeceres ocupados en el tráfico frente al semáforo, el sabor del café con los ojos puestos en el precio, el olor de la lluvia cuidando los zapatos, sumar años preocupados porque parece que la vida se nos está acabando.
Sin embargo, algo había cambiado dentro de mí de forma tan sutil que no opuse resistencia, como aquella tímida luz que bailaba sobre la barra de la cocina esa mañana cuando distraído, con la cabeza en los planes de la oficina, choqué con una imagen que me impactó. Las agujas del reloj marcaban las siete, los tenues rayos del sol que iluminaban el cielo se colaron en la habitación oscura donde lo único que alumbraba era una vela.
Confieso que la primera emoción que me embargó fue el desconcierto. Frené en seco, dejé el botón de la manga a medio abrochar mientras buscaba el por qué. Y cuando hallé la sonrisa de Celeste disfrutando de mi confusión, lo olvidé.
—Estas son las mañanitas que cantaba el rey David —tarareó contenta, en un susurro para no despertar al resto.
Sonreí, tal como hace años no lo hacía, como cuando era un niño, cuando sí marcaba el calendario, cuando sí celebraba la vida.
—¿Qué es esto? —pregunté, pese a que fuera evidente. Me sentía tonto, estaba comportándome como uno, pero no lo oculté. E incluso así Celeste no me juzgó, en cambio, me regaló una dulce sonrisa. Se apoyó en la barra de la cocina, la luz de la vela iluminó su bonito rostro.
—Otra prueba de que soy una egoísta de lo peor —lanzó divertida. Reí ante su definición—. Quería ser la primera en felicitarte —me confesó ilusionada.
Y su sinceridad, extendió como el fuego que derretía el chocolate, cada vez más incontrolable, una calidez en mi pecho.
—¿Lo hiciste tú? —curioseé sin saber cómo había organizado todo tan deprisa.
—No, pero vas a agradecerlo —aseguró jovial—. Lo preparó el mejor repostero de esa ciudad —presumió orgullosa. Vaya, sonaba bien—. Ayer que visité a Dulce aproveché para comprarlo en la cafetería de su marido. Te va a encantar. El hombre tiene talento —me platicó—. Pero antes... —me detuvo exaltada, como si acabara de recordar algo importante—. Tienes que pedir un deseo.
—¿Un deseo?
—Ajá. Piensa bien que será —remarcó—, pero no me lo digas —añadió—, porque entonces no se cumplirá.
Contuve una sonrisa escuchándola. Y aunque no creía mucho en esas cosas, le seguí la corriente porque me gustaba verla contenta. Celeste aguardó paciente, mordiéndose el labio, mientras yo pensaba. Hace años que no me permitía pedirle cosas al destino, tenía la idea que todo lo que se consigue necesita esfuerzo, sacrificio. Era consiente que ni las estrellas fugaces, ni los tréboles, se intercambian por felicidad, pero si existiera esa opción, por mínima que fuera...
Y cuando una respuesta no apareció de inmediato, descubrí que en ese momento todo lo que había anhelado lo tenía conmigo. Me sentía vivo, tal como durante años deseé. Entonces cerré los ojos, y al cielo le pedí detener el tiempo para abrazarme a esa sensación. Los suaves aplausos emocionados de Celeste me hicieron sonreír, admiré su sonrisa llena de bondad, la misma que me ayudó a romper de a poco las cadenas que llevaba arrastrando.
—No tenías que hacer esto, Celeste.
Ella ni siquiera me escuchó, tomó mi mano y me arrastró fuera de la cocina.
—¿Bromeas? Si aún falta lo mejor —anunció, su mano libre sostuvo el pequeño plato de pastel. La seguí, encantado por esa magia que me envolvía—. Sé que odias llegar tarde, regálame solo quince minutos —me pidió con un brillo en los ojos al que era imposible decirle que no.
Entonces abrió el cristal del balcón. Un cielo de tonos celestes nos dio los buenos días, el tímido sol a lo lejos comenzaba su rutina a la par del mundo que despertaba. La brisa nos alborotó el cabello, o al menos lo culpé del cosquilleo que me recorrió cuando Celeste me presentó su obra maestra. No necesitó vaciar al banco para demostrar que lo memorable no se puede comprar.
Sobre la mesa del centro estaban un par de tazas de café, Celeste colocó con cuidado el plato en medio, sin mover una de las flores que había utilizado para adornarla. No había champagne, ni platos caros, y sin embargo, el solo hecho de saber que ella lo había preparado pensando en mí, lo volvió mucho más valioso.
—¿Sabes una cosa? ¿A quién le importa si llego un poco tarde hoy? Apuesto que la mayoría ni siquiera lo notará —añadí a mi favor, resistiéndome a ponerle fin a esa mañana.
—¿Hablas en serio? —se escandalizó incrédula, me robó una risa cuando se acercó colocando su palma en mi frente—. ¿Quién eres tú y qué le has hecho al verdadero Sebastián? —me interrogó juguetona—. Sí, definitivamente el frío de la mañana te ha resfriado y ahora estás delirando o quizás pediste volverte loco —expuso fingiendo no hallarle la lógica.
Su dulce risa resonó cuando capturé su mano entre las mías. Su cabello largo aún olía a su shampoo y su piel cálida contrastó con el frío de la mañana. Sí, estaba volviéndome loco.
—Creo que casi he aprendido como te gusta el café —murmuró divertida guiándome al sofá. Me entregó la taza de cerámica esperando mi veredicto.
—Estás cerca —mentí con falsa soberbia, tras darle un sorbo.
En respuesta me dio un empujón juguetón que me hizo sonreír, antes de dejarse caer en el sillón. Contemplándola tomar un trozo de pastel con uno de los tenedores que había dejado sobre la mesa, confirmé que disfrutaba su compañía más que cualquier cosa en el mundo, tenía un efecto que me costaba describir. No tenía que hacer nada, todo fluía con naturalidad, como si el resto de las palabras de la historia se escribieran sin esfuerzo.
—¿Pasa algo? —dudó, obligándome a despertar, tras atraparme mirándola.
—No —respondí deprisa, negando con la cabeza. Ella afiló su mirada, sin creerse el cuento—. Solo... Gracias por todo esto, Celeste —remarqué, sin darlo por hecho. Ya había cometido el mismo error muchas veces—. Hasta había olvidado qué día era hoy.
—Es una suerte que yo no pudiera sacarlo de mi cabeza —celebró a su favor, acomodándose en el diminuto sofá. Echó la mirada a la salida del sol, mientras le daba un trago a su bebida—. Verás que cuando todo esto pase, te daré un regalo como mereces.
Sonreí para mí, escuchándola.
—Si te quedas conmigo ya lo habrás hecho —confesé sin contenerme, porque no podía pensar en otra cosa que pudiera comparársele.
Y aunque mi intención no fue incomodarla, supongo que mi arranque de sinceridad desacomodó algunas piezas, porque tras darme un vistazo fugaz cambió de tema.
—Sé que no es el mejor momento, pero quería contarte algo —soltó de pronto, un poco nerviosa, decidida a dejar mi palabrería atrás. Sí, era lo mejor. Con un leve asentamiento la animé a continuar—, creo que se dónde encontrar a Raymundo.
—¿Qué?
No me lo esperé, mi cara no lo disimuló.
—Bueno, no sé dónde está —admitió avergonzada—, pero sí quién puede darme su ubicación —se corrigió. Celeste sacó su celular del bolsillo delantero—. Al final hice lo que me recomendaste en Hermosillo, empecé a indagar en sus contactos. Comencé investigando a las personas que le dieron like a su última fotografía —me platicó a la par me mostraba la pantalla. Su dedo repasó el listado hasta que dio con un hombre de nombre Martín. Lo estudié interesado—. Él fue el punto de partido.
El perfil de él no tiene mucha información, pero entre la decena de fotografías una destacó. La explicación sobró cuando distinguí a Raymundo, alegre y despreocupado, bebiendo en lo que parecía ser un bar. Las luces azules oscurecían parte de su carta, pero su rostro era inconfundible.
—Pero olvida a Martín, el que en realidad me interesa es este otro. —Señaló al hombre que le acompañaba. De los tres que se abrazaban, uno sonreía abiertamente a la cámara, daba la pinta de ser un poco más joven. Llevaba puesto una camiseta blanca, un chaleco oscuro, y el cabello tan corto que era fácil deducir hace poco se había rapado—. Él sí que no se ha guardado nada, sus redes son un libro abierto, sube muchas fotografías, estados, ubicaciones, nombres —describió mientras mostraba las pruebas. Sí, tenía razón. Me gustaría tener su tiempo libre—. Parece que jamás ha leído sobre los peligros de las redes sociales.
—Pero tú sí. Tampoco lo culpes, si yo te viera en la calle caminando tan inocentemente jamás me pasaría por la cabeza que eres toda una stalker —me burlé, sorprendido por su habilidad—. Hasta yo voy a empezar a tener más cuidado —admití de buen humor.
Celeste afiló la mirada, sin hallarle lo divertido.
—Já. Já. Já, qué gracioso, Sebastián. Esto es por causa de fuerza mayor —se justificó, disimulando el sonrojo—. Por Berni puedo ser policía, delincuente, investigadora privada, enfermera... Y fue la paciencia de esta última la que me llevó a comprobar que el tipo sí que conoce a Raymundo. He encontrado como diez fotografías en la que está incluido, la última no tiene más de dos semanas —remarcó orgullosa su conclusión.
—Vaya, y sé que después de todo este despliegue resulta un poco tonto preguntar, pero imagino tienes el nombre del bar —indagué.
Celeste sonrió victoriosa.
Evidentemente no dejaría ese cabo suelto.
—La Cueva de las Maravillas. En el centro de la ciudad. Abierto de Miércoles a Domingos, de cinco a tres de la mañana —recitó de memoria, robándome una sonrisa.
En verdad estaba sorprendido, Celeste no conocía la palabra imposible.
—Bueno, entonces no perdamos tiempo, vayamos esta misma noche —la animé.
Mi proposición la tomó por sorpresa. Eso no lo vio venir, entonces fui yo quien sonrió.
—¿Esta noche? —balbuceó—. Pero es tu cumpleaños.
—Y esta una gran oportunidad, Celeste —le hice ver, ordenando las prioridades. Torció los labios, sin lucir convencida. Disimulé una sonrisa ante su preocupación. Sin poder contener el cosquilleo de mis dedos acomodé un mechón rebelde, disfrutando del brillo de su mirada—. Si al fin hemos dado lo que tanto buscamos, no podíamos arriesgarnos a perderlo.
Además, sabía que mañana debía acompañar a Berni al hospital y no querría separarse de él.
—Siempre te pones en segundo lugar.
Negué con una sonrisa, estaba equivocándose.
—Esta vez no, en verdad quiero hacer esto —defendí—. Verás que todo saldrá bien.
Tenía esa corazonada, no podía entenderlo, pero algo me decía que esa noche algo cambiaría. Celeste me regaló una cálida sonrisa al escucharme tan optimista.
—Gracias por nunca dejarme sola.
Y quise decirle que nunca lo haría, pero una voz me interrumpió.
—¡Sebastián! —Sonreí cuando Berni corriendo, aun vestido con su pijama azul, se lanzó entre los dos, dándome un abrazo—. ¡Feliz cumpleaños!
—Muchas gracias —le agradecí, contagiado por su alegría.
—Por Dios, parece que se pusieron de acuerdo para dejarme de último —los acusó con falsa indignación mi madre cuando a paso lento lo alcanzó, apoyándose en el umbral, negando decepcionada. El día anterior le habían retirado el yeso, por lo que sus movimientos eran cada vez más libres. Esa semana comenzaba la rehabilitación para recobrar la movilidad del todo. Ese fue un regalo adelantado, verla bien era una de mis mayores alegrías—. Pero como dicen en la Biblia, los últimos son los primeros —argumentó a su favor.
Sonreí, tomando su mano le di un beso cariñosa en el dorso. Ella no necesitaba palabras, ni pruebas, su amor era tan intenso que se transmitía en una de sus miradas. En aquel momento me sentía completo.
—Tú ya me has dado el mejor regalo —reconocí agradecido.
La vida, esa vida que esa mañana, por primera vez en muchos años, se sentía como una. Porque rodeado de las personas que más quería en el mundo, embriago por su cariño, libre, satisfecho, con el corazón, que creí haber perdido, latiendo con fuerza, tenía la sensación que había vuelto a nacer.
Feliz cumpleaños, Sebastián. Sé que estás molesto conmigo, pero no quiero que pienses olvidé esta fecha. Sabes que te quiero. ¿Crees que podríamos hablar un minuto?
Silencié el chat tras leer el último mensaje de Karen. Respiré hondo, sentía que estaba comportándome como un imbécil, pero honestamente no quería que esa discusión me arruinara el día. No, ese no. Así que dejando atrás las felicitaciones de la oficina, me encaminé a casa para cumplir con el compromiso que había pactado.
La ubicación de "La Cueva de las Maravillas" en la pantalla de mi celular era lo único que alumbraba el interior de mi oscuro automóvil mientras esperaba Celeste bajara. Me había recomendado no subiera porque si Berni me veía no nos dejaría marchar. Ese niño era todo un caso, pensé sonriendo, en verdad deseaba que pronto se recuperara, merecía tener una vida plena como la de cualquier niño de su edad, merecía un presente y la libertad de soñar con el futuro. A veces la vida resulta tan injusta.
Seguía pensando en eso cuando distraído noté alguien bajaba la escalera del edificio. Andando en sus botines negros admiré a Celeste, con esa belleza cautivadora, a veces adorable, otras salvaje, que cada vez me costaba más pasar por alto. Y no pude explicarme por qué si apenas había cambios mis ojos se fijaron en ella con un interés especial. Reconocí su andar deprisa en sus zapatos favoritos, sus jeans altos a la cintura, y su cabello largo oscuro rebelde cayendo por la espalda. Lo único que destacaban era que cambió sus coloridos tops estampados de flores por uno rojo de tirantes que dejaba a a la luz sus hombros. Un par de fichas se movieron, y me desarmaron. Y ahí estaba el problema, de un tiempo para acá Celeste no tenía que hacer nada para que su nombre no saliera de mi cabeza. Se estaba apoderando de mí, cada minuto con más fuerza.
Tuve que obligarme a apartar la mirada cuando tras un resoplido se montó en el automóvil. Me había prometido no caer de nuevo, pero era tan difícil cumplir promesas.
—No digas nada —me pidió, cuando ni siquiera había abierto la boca, de forma tan abrupta que me eché a reír al notar no quiso darme la cara.
Sí, definitivamente era Celeste.
—Bien, nada de palabras —cedí alzando las manos, antes de encender el motor para ponernos en marcha.
—Nunca he salido de fiesta —me contó, poniéndose el cinturón—. Y tampoco es que viniera preparada para romper la tradición. Espero él no lo note.
No lo haría, estaba más bella que nunca.
—¿En serio? —curioseé.
Ella pintó una mueca sin mucho ánimo.
—Ajá. Cuando tenía tiempo era menor de edad y cuando me dieron mi identificación lo último que me sobraba era tiempo —resumió.
—El horrible dilema de crecer.
—Vas a tener que enseñarme qué hacer —dictó agitando sus hombros para bajar la tensión, como si estuviera a punto de entrar a un campo de pelea.
—Dios, has escogido al peor maestro —reconocí de buen humor. Yo no era precisamente el maestro de la diversión. Su suave risa resonó en el interior, y de pronto, tuve que admitir lo mucho que me gustaba aquel sonido. Tan sencillo, como el batir de una mariposa que puede cambiar la dirección de un huracán—. Pero si les sonríes así, te aseguro que van a olvidar cualquier reproche.
Era imposible pensar con la cabeza cuando ella estaba cerca. Celeste ni siquiera me miró, hubo un corto silencio que se obligó a romper por miedo a que fuera imposible dar vuelta atrás. ¿En ese punto en verdad podíamos regresar sobre nuestros pasos?
—No te contesto como quisiera solo porque es tu cumpleaños, Sebastián —escupió justificando que se trataba de una broma.
Sin embargo, ambos en el fondo sabíamos que los juegos se habían acabado entre nosotros.
—Debo aprovechar ese privilegio.
Una sonrisa indiscreta dejó a la luz que su falso enfado se había esfumado. Ni siquiera tuvimos que mirarnos para saber estábamos pensando lo mismo.
—Esta noche será muy larga —dramatizó, cerrando los ojos.
Y sí que lo sería.
Y sí, nos espera una larga noche, las casi seis mil palabras (el doble de un capítulo promedio) del próximo promete grandes sorpresas. No se pierdan lo que se viene ✨🤫❤️. Gracias por estar aquí. Los quiero mucho. No puedo irme sin las preguntas de la semana: ¿Les gustó el capítulo? ¿Qué creen que suceda en el próximo? ¿Cuál ha sido el mejor regalo de cumpleaños que han recibido?
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