Capítulo 2
Fue el viaje más largo de mi vida. No le di más vuelta, esa misma noche tomé un viaje sin escalas a Sonora, ignorando cualquier argumento en contra, necesitaba comprobar con mis propios ojos que la oscuridad no había apagado el último rayo de sol que conservaba.
Mi madre era mi referente de valentía, su lucha por sacarme adelante, cuando apenas tenía fuerzas, me impidió rendirme. Pese a las carencias económicas, a lo fácil que se esfumaban las monedas en una casa que se ahogaba en carencias, siguió alentando mis sueños, dándome la libertad de dibujar mi sendero. Nunca me retuvo, con paciencia me ayudó a abrir mis alas esperanzada que algún día pudiera alcanzar los que para la mayoría era imposible. Y cuando la oportunidad que había esperado llegó sus palabras fueron el empujón que necesitaba para saltar.
Para un muchacho de provincia, lleno de sueños y anhelos, dejar mi pequeño barrio para viajar a una de las ciudad más grandes del país fue un punto y aparte para mí. No fue fácil, nada en la vida lo era, hice las maletas, dejé mi hogar y me adentré en un mundo desconocido. Y tras años de trabajo, creyendo había conseguido todo, la mentira que había intentado sostener cayó mientras recorría las olvidadas calles de Hermosillo, porque ni el dinero, ni los contactos, ni las líneas en el periódico, sirvieron para terminar con mi angustia. Poniendo en una balanza lo que tenía y lo que estaba por perder entendí que no era tan buen negociador.
Tuve que reconocer, dándole un vistazo a la ciudad a través del cristal de la ventanilla, en las que había pasado mi niñez jugando en sus calles, con balones desgastados y libros de segunda mano, que había pasado un largo tiempo desde mi última visita.
Las nubes grises que oscurecían el cielo le dieron un aire aún más nostálgico a los lugares que seguían vivos en mi memoria. Y en medio de aquel desfile de recuerdos, de un momento a otro la lluvia se dejó caer con fuerza a la par mis ojos mientras identificaba pequeños trozos de pasado en cada esquina, hasta que en medio del aguacero distinguí esa vieja casa que mi madre jamás quiso abandonar, la misma que mi padre compró pensando en ella, y a la que ella guardó lealtad tras su muerte pese a mi insistencia de mudarse. Siempre quise que ella tuviera lo mejor, tardé en comprender que hay cosas que el dinero no puede sustituir.
Estudié las remodelaciones que le había realizado en los últimos años que hacían contraste con las casas vecinas, un jardín repleto de flores que bailaban bajo la lluvia, los adornos que colgaban de sus ventanas y el par de mecedoras que se sacudía en el portal. No quedaba nada de aquel refugio que fue testigo de nuestras duras noches tras la muerte de mi padre, ahora cada espacio gritaba estaba lleno de vida.
Vida. Una punzada atravesó mi pecho, respiré hondo, dejé de ahogarme con el pasado antes de descender del taxi sin retrasarme más, la tempestad comenzaba a intensificarse. Tomé con fuerza mi maleta mientras corría deprisa por el jardín hasta que me empapado de pies a cabeza toqué a la puerta, un golpe certero anunció mi llamado sin saber quién hallaría del otro lado.
No tuve tiempo de preguntármelo porque enseguida alguien atendió a mi llamado. Por inercia me quedé congelado al no reconocer el rostro de la chica que abrió, fue tal mi confusión que por un momento me cuestioné si era la lluvia quien nublaba mi visión o me habría equivocado de dirección. Sus pupilas negras me estudiaron a detalle y mientras las preguntas se amontonaban en mi cabeza, de la nada su sonrisa se ensanchó adquiriendo una luz que provocó una sacudida en mi interior. La manera en que sus ojos hablaron adelantaron ella sabía había algo que yo desconocía. Y pese a que fui yo quien abrió la boca para investigar el porqué, no fue mi voz la que se escuchó. Ella misma acabaría con una pregunta para darle vida a un centenar más.
—¿Sebastián?
Aunque ese era mi nombre fui incapaz de responder. Aletargado lo miré confundido, sin hallar la página que faltaba, de todos modos no necesitó confirmación, en la sonrisa que brotó percibí su certeza. Ante el evidente contraste entre su alegría y mi rostro desencajado, se apiadó de mí.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Celeste —soltó emocionada, diluyendo las tinieblas, sin una pizca de rencor ante mi despiste.
¿Celeste? Tardé un segundo en reaccionar, en poner en orden mis ideas, ubicándome en tiempo y espacio antes de sonreír sin poder evitarlo. Fue una sonrisa tan espontanea que ella imitó a la par ella me analizó de cerca, apoyándose en mis brazos como si quisiera asegurarse no fuera un fantasma. Teniéndola frente a frente noté lo mucho que había crecido.
—Dios, no puedo creer que seas tú, Sebastián —repitió incrédula, su risa se mezcló con el sonido de la lluvia impactándose con la hierba.
Ni yo. Había cambiado mucho desde la última vez que la vi, aunque conservaba las facciones de niña y esa sonrisa risueña que la caracterizaba, se había convertido en una mujer, lejos había quedado esa adolescente a la que acompañaba a casa junto a su hermana tarde a tarde después de la escuela. La estudié de pies a cabeza, ataviada en un una blusa estampada de flores muy juvenil y con su cabello ondulado cayendo a su espalda. Seguía manteniendo ese aire sencillo que encajaba tan bien con el concepto tranquilidad.
—Pero que tonta, perdón, pasa, ahí vas a resfriarte —se disculpó avergonzada, regañándose. Agitó su cabeza, obligándose a despertar, haciéndose un lado de un salto para darme acceso a ese hogar que seguía intacto en mi memoria.
No lo pensé mucho, ingresé deseoso de resguardarme antes de que el pasado me diera otra bofetada. Estudié la mesa de madera que mi madre había escogido hace unos años, las mismas cortinas que había cosido en una máquina de remate y la sala llena de cojines que ella adoraba coleccionar. El suave aroma a vainilla que usaba para aromatizar los lugares cerrados me hizo viajar al pasado.
Escuché la puerta cerrarse a mi espalda, cuando giré volví a encontrarme con su mirada transparente analizándome sin disimulos. Reí porque estábamos comportándonos como un tontos, pero no podía evitarlo. En verdad me alegraba volver a verla. Era un regalo inesperado.
—Jamás pensé que te vería aquí —confesé. Hace muchos años que le había perdido la pista.
—Bueno, me enteré de lo que le pasó a tu madre y decidí hacerle una visita... —me explicó.
—¿Cómo está ella? —lancé enseguida, volviendo al presente. Esa no era un visita de cortesía—. ¿Qué ha dicho el médico?
Y en medio de la tempestad, Celeste dibujó una cálida sonrisa que habló por sí misma.
—Para que vuelvas a respiras será mejor que lo veas por ti mismo —anunció antes de que un ademán me señalara el camino.
Respiré preparándome, aún con la incertidumbre haciendo estragos en mí, la seguía por el pasillo en un laberinto que conocía de memoria. No le di más vueltas, cuando hallé aquella puerta entreabierta busqué lo único que me daría paz. Pese a conocer lo que hallaría confieso que sentí que el tiempo hizo una pausa apenas mis ojos chocaron con los de ella.
Repasé aquellas facciones que habían menguado la tormenta durante cientos de noches, sus ojos negros asomándose por los gruesos cristales, sus cabellos grises atados, su sonrisa que iluminó de lleno la habitación. Ahí, medio acostada en la cama, luciendo vulnerable como una niña, me sonrió, por eso no me resistí a acortar la distancia, tomar su mano y darle un beso en la palma, haciéndome espacio al borde del colchón. Sentía que había vuelto a la vida.
—Gracias al cielo estás bien —agradecí dejando ir el aire contenido en mis pulmones. La idea de perderla me aterraba—. ¿Cómo te sientes? —le pregunté preocupado, asegurándome no tuviera ningún daño, pese a que las secuelas eran evidente. Su brazo enyesado permaneció intacto, pero su mano libre envolvió a la mía, dándome cariño.
—Tranquilo, tienes vieja para rato.
Sonreí para mí antes de reparar en que no estaba sola, caí en cuenta del niño que dormía a su lado. Sin saber de quién se trataba pasé la mirada de un lado a otro, a Celeste que se mantenía en el umbral, atando cabos llegué a una conclusión.
—¿Es tu hijo?
Eso explicaría porque la acompañaba. Celeste río ante mis ideas, rodeó la cama antes de sentarse en el piso, cruzando los brazos sobre el colchón para contemplar al más pequeño. Calculé debía tener unos diez años.
—De Patricia —aclaró, sorprendiéndome. Me había perdido de muchas novedades—. Y aunque parezca un angelito es un demonio de Tasmania... —aseguró divertida.
Sonreí al escucharla, tuve el impulso de indagar más, pero decidí enfocarme.
—¿Qué fue lo pasó? —le pregunté a mi madre que seguía con su mirada puesta en mí.
—Una simple caída, estos pies cada vez son más difíciles de coordinar —se quejó haciendo gala de su humor. Negué porque había extrañado mucho escucharla—. El doctor dijo que estaré como nueva. Lamento que tuvieras que dejar tu trabajo. No debiste venir, debes estar ocupado, le dije a Mary que no te distrajera, pero no me escuchó —reprochó. Negué, impidiendo se molestara por algo que yo agradecía.
—No vuelvas a decir eso —le pedí. No había decisión más acertada que estar a su lado—, nada es más importante que tú —aseguré.
Aunque a veces el trabajo, las obligaciones y la rutina impidiera se lo demostrara. Lamenté que la vida tuviera que darme una sacudida para poner mis prioridades en perspectiva. Y aún cuando tenía todo el derecho de echarme en cara mi ausencia mamá no soltó una sola queja, me estudió con la misma paciencia de hace años, sonriendo como siempre lo hacía, como si el amor no le cupiera en el corazón.
—Supongo que no todo fue tan malo —argumentó—, por verte una vez más podría romperme un par de huesos más —concluyó divertida, con una sinceridad que no solo me hizo ver su capacidad de amar, sino también el peso de mi lejanía.
No dije nada, le di una débil sonrisa. Entendí que las palabras sobraban cuando los hechos no te respaldan, silencié el dolor que clavó una aguja en mi alma a la par cerré los ojos antes de darle un beso en la frente, pidiéndole perdón, en silencio, como se libran las más duras batallas. No fue hasta que encontré amor donde debía haber frialdad que entendí que pese le había fallado a la única persona que jamás lo hizo conmigo. Percibiendo su dicha me pregunté cuántas veces rechacé la oportunidad de hacerla feliz con algo tan simple como estar. Y en medio de la lluvia que seguía cayendo con fuerza sobre nuestro tejado una cruel verdad me golpeó sin piedad: no hay nada peor que tener la certeza de que alguien estará a tu lado cuando más lo necesites y que esa persona no tenga la misma seguridad.
Después de asegurarme que tomara su medicamento y tras una noche de desvelo mi madre no tardó en ser presa del cansancio. Y pese a que el reloj hace horas había anunciado un nuevo día confieso que sumido en mis pensamientos ni siquiera caí en cuenta. De no ser por la mirada que me acompañó por el pasillo y que no disimuló su curiosidad podría haberme pasarme la madrugada entera encarcelado en mi mente.
—Aun no puedo creer estés aquí —soltó Celeste cuando la atrapé analizándome como si fuera un espejismo. Así me sentía en el fondo.
—No puedo culpar a nadie —admití—, he estado bastante ausente —confesé molesto conmigo, sin sentirme orgulloso de mis decisiones.
—Pero no lo digas así —me contradijo Celeste compasiva, echando la silla del pequeño comedor para que nos sentáramos. Respiré hondo dejándome caer. Cansado estrujé mi rostro, estaba muerto por el viaje—. No te castigues, Sebastián. Lo importante es que estás aquí.
Reí sin ganas. Viéndolo en perspectiva no parecía un gran logro.
—No puedo evitar cuestionarme cuantas veces más no lo estuve —me sinceré. Era solo que al mirarla, y notar el peso del tiempo, el cambio de papeles, fui más consciente de mi realidad.
Celeste ladeó el rostro, estudiándome sin juicios hasta que una débil sonrisa brotó en sus labios.
—Te castigas demasiado —me acusó. Yo no compartía esa misma opinión, solo era realista—. Pero es normal —concedió—, estabas asustado, pero que estés aquí, sin dudarlo, habla más de lo que tú crees. Has tenido un día largo, lo que deberías hacer es descansar —me recomendó.
—Dudo que pueda conciliar el sueño —deduje. O tal vez temía lo que encontraría cuando solo quedáramos mi mente y yo. Estaba evitando enfrentándome con mis pesadillas—. Pero tú no tienes que pagar por eso —acepté reparando en la hora—, tú deberías irte a casa, ¿quieres que te acompañe? —propuse.
Ella rio ante el impulso de levantarme.
—No, está bien, Berni también está dormido y lo conozco lo suficiente como para saber que en media hora se levantara para tomar agua, aprovecharé para llevármelo apenas abra los ojos.
Asentí pese a mis deseos de decirle que si gustaba podían quedarse, aunque no supe cómo, después de todo yo era casi un desconocido en ese hogar.
—¿Por qué mejor no me cuentas de Patricia, hace mucho que no se de ella? —lancé, aprovechando la mención, intrigado por el presente de la que fue mi mejor amiga por años.
Patricia y yo estudiamos juntos hasta la universidad. Tenía muchos recuerdos con ella.
Entonces el rostro de Celeste perdieron la luz, pronto entendí la razón.
—Patricia falleció algunos años —me contó.
Y aunque nadie lo creyera la noticia me cayó como un balde de agua fría, fue tan inesperado que tardé en recomponerme. Parpadeé despacio, digiriendo una realidad que no había considerado. Es decir, estaba claro que nadie más que ella podía hablarme de ese dolor, es solo que siempre imaginé que pese a no saber de ella Patricia seguiría construyendo aquel futuro que siempre soñó. Imaginar se había marchado me dejó un horrible sabor.
—Lo siento mucho. —Fue lo único que atiné a decir, aún atontado sin poder mezclar la palabra morir con una mujer tan joven llena de vida.
—Yo igual, le quedaron muchos sueños pendientes —expuso algo que conocía. Habíamos compartido aula durante el primer semestre de la universidad, antes de que me ofrecieran la beca en Monterrey y perdiéramos contacto. Había perdido la cuenta de las tardes en que me contó sus planes a futuro, esos que estaba seguro conseguiría porque era, sin exagerar, una mujer brillante. Apuesto que si la vida le hubiera concedido un poco más de tiempo hubiera alcanzado grandes metas. No solo habíamos perdido una gran mujer sino también una profesional con potencial. Era la clase de persona que sabe combinar la ambición con la perseverancia.
»Mamá solía decir que su único error fue enamorarse de un tipo como Raymundo —me platicó, sin poder disimular del todo cierto desdén.
—¿Raymundo? —repetí confundido—. ¿El chico que vivía en esta colonia? —intenté acertar. Recordaba su nombre, aunque en realidad sería incapaz de dar con algo más que el nombre. Es decir, sabía que estaban saliendo, pero nunca creí fuera algo serio.
—Exacto. Patricia terminó saliendo con el bueno para nada de Ray, no sé que artimañas habrá utilizado para convencerla de iniciar una relación porque estaba claro que no tenían mucho en común, pero mi hermana se enamoró de él, mucho, y unos meses después descubrió estaba embarazada —resumió cansada. Yo también estaba sorprendido, era la pareja más inesperada del anuario de secundaria. Es decir, era complicado imaginar a una chica tan sensata junto a un chico tan relajado como él—. La noticia no les fue fácil, a Ray le costó aceptar que iba ser papá así que hizo lo primero que se le ocurrió, desaparecer como por arte de magia—concluyó—, no supimos de él durante una temporada hasta que decidieron darse una "nueva" oportunidad un poco antes de que su bebé naciera.
»Al menos esa era la idea, por desgracia, mi hermana murió cuando nació Berni. Sí, ya sé, muy novela —se esforzó en bromear aunque estaba claro que le dolía—. Si te digo la verdad, no hay nada romántico en qué una negligencia médica te arranque a la persona que más amas en el mundo —susurró, con la mirada perdida, tuve la sensación ya no estaba hablando conmigo—. ¿Sabes una cosas? A veces no puedo evitar maldecir con todas mis fuerzas esa noche, pensar en que fue un castigo que no merecía, pero... Otras me siento mal porque recuerdo a Berni y sé que no tiene la culpa —me confesó—. Él es lo que me da fuerzas para levantarme cada mañana, no puedo imaginar mi vida sin él.
Sonreí escuchándola, esa dualidad tan humana entre el ganar y perder a la que todos debemos enfrentarnos.
—¿Y qué hay de ti? —curioseé deseando alejarla de los recuerdos dolorosos—, ¿terminaste la preparatoria?
Celeste hizo un mohín, definitivamente no era el tema adecuado.
—Algo así... —dudó. Alcé una ceja sin comprenderla, y ella terminó riendo por mi expresión—. Digamos que estoy cerca. No quiero que suene a excusa —aclaró, moviendo sus manos sin parar. Retuve una sonrisa admirando sus gestos—, pero aunque mucha gente lo logra, y en verdad las admiro por eso, yo no pude formar parte del grupo que consiguió estudiar y criar un bebé al mismo tiempo—me contó—. Era muy joven cuando Patricia murió y no es una queja... Bueno, quizás sí, los bebés son caros, muy caros —remarcó—, alguien tenía que trabajar para sacarnos adelante.
Fue triste imaginar Celeste tuvo que empeñar sus sueños para pagar una deuda que no le correspondía siendo apenas una adolescente, era un choque verla convertida en una persona con tantas responsabilidades cuando en mi mente la seguía conservando como una chiquilla que amaba su libertad, sin ataduras.
—En verdad lamento lo que sucedió, Celeste.
Y aunque era honesto, ella impidió sintiera pena por ella. Encogiéndose de hombros le restó importancia.
—No lo hagas, tengo planes de terminarla pronto con un examen —planteó optimista—. Como están las cosas sé que ese certificado me puede abrir muchas puertas. Solo debo esforzarme un poco más.
—Vas a conseguirlo, Celeste —deseé con sinceridad, ella pareció percibirlo porque me dedicó una sonrisa especial.
—Que me lo diga alguien tan importante como tú me da esperanza —apuntó apoyando su mentón en sus manos entrelazadas. Negué, adelantando a dónde se dirigía, rehuyendo de su mirada—. Y no finjas que no sabes de lo que hablo, Doña Julia me habló de todo lo que has conseguido en la ciudad —dictó. Acomodé mi saco para mantenerme ocupado, no me gustaba hablar de mí—. Eres un empresario, emprendiste tu propia empresa, tienes una planilla de empelados y hasta has recibido reconocimientos del gremio —expuso emocionada como si estuviera ante el mismo Steve Jobs. Incómodo ante su admiración tomé una de las tazas vacías frente a nosotros solo para tener algo que hacer.
—Tú sabes que la amo, pero mi madre suele exagerar —reconocí.
Celeste afiló su mirada.
—Y tú sigues pecando de modesto, apuesto que hay un montón de cosas que no le has contado —me acusó. Jugué con la taza vacía frente a nosotros ante su sonrisa risueña—. Y la verdad es que no me sorprende, te lo mereces, Sebastián. Siempre adelanté estabas destinado a cosas grandes, cuando recibiste esa beca sabía que era solo el inicio, no conozco a un hombre más determinado que tú —opinó. Pese a que estuviera equivocada, porque no era el gran hombre que trataba de aparentar, agradecí me tuviera en ese concepto—. Ahora cuéntame cómo es Monterrey —me animó ilusionada.
Reí al percibir el brillo en sus ojos curiosos, como una niña pequeña ante un cuento. Lo pensé, intentando dar con la palabra que le hiciera justicia.
—Imponente —admití.
—Por favor, he esperado más de diez año para algo más que "imponente" —recriminó mi falta de detalles.
—Es una ciudad enorme —concedí de buen humor, aún recordaba lo difícil que fue aprender a moverme entre esa infinidad de calles—, con mucha gente, ruido, movimiento, pero tiene una montañas impresionantes, eventos todos los días, una gran diversidad. Es difícil aburrirse ahí —admití porque apostaba que de ser más social lugares por conocer no me faltarían.
—Suena como el lugar perfecto para una aventura —mencionó tras un suspiro—. Me encantaría conocerla.
—Yo estaría encantado de que me visitaras por allá.
Me entusiasmaba la idea de ser su guía turístico. Pese a que no era el mejor anfitrión, sabía que Celeste ella era sencilla, la clase de persona que es feliz que podía encontrar magia en los rincones.
Celeste me dio una débil sonrisa.
—Ojalá, algún día —deseó, asintiendo—. ¿Sabes una cosa? A veces pienso que mi vida es el libro más aburrido del mundo —confesó riéndose de sí misma, y pese a la sonrisa percibí la tristeza en su mirada—, como si todo ya estuviera escrito. Cada capítulo es una copia del anterior... Me alegra mucho que al menos este diera un giro —dijo dedicándome una mirada—. No tienes una idea de lo feliz que me hizo verte de nuevo —remarcó haciéndome sonreír porque sabía que era sincera, una emoción que casi había olvidado—. Y lo que más me emociona es comprobar que no has cambiado, sigues siendo el mismo chico que conocí, Sebastián.
Y aunque le sonreí en respuesta, se equivocaba, y por desgracia no tardaría mucho antes de que el destino nos echara en cara nuestro error.
¡Hola a todos! ¿Cómo están? Espero que estén bien. Aquí con un nuevo capítulo. Llegamos a Sonora 💓. Las preguntas de la semana: ¿Les gustó el capítulo? ¿Tienen hermanos o son hijos únicos? 💓 Gracias por su apoyo. Los quiero mucho.
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