Capítulo 10

Era un niño la primera vez que vi a Celeste. Tenía esa mirada que desbordaba alegría. Acababa de mudarse junto a su hermana al vecindario. Sus padres estaban separándose, pero ninguna de las dos lo sabía. Un mes después su padre se marchó y jamás volvió. Fue una etapa difícil, sin embargo, pese a que su mundo se cayó a pedazo había algo en su alma que no pereció.

Esa fuerza que generaba mi admiración fue lo que me impulsó a acercarme. Lo que la convirtió en mi refugio en mis peores años. La muerte de papá, el miedo ante lo desconocido, a dejar mi hogar, siempre estuvo ahí para escuchar a alguien que no tenía mucho qué decir, o que no sabía cómo hacerlo. Con ella era tan fácil ser yo.

Al menos hasta esa tarde.

Porque cuando sus labios se encontraron con los míos todo lo que creí saber se disolvió. Fue como si de pronto, el tiempo se borrara, y nos convirtiéramos en dos extraños. Frente a mí no estaba esa niña que tras la lluvia se ensuciaba la falda de lodo desenterrando piedrecillas en el jardín, sino una mujer. Una mujer que sacudió mi corazón porque una parte de mí quería ceder al impulso de cerrar los ojos y perderme en sus labios, en esos mismos que tenían siempre las palabras que necesitaba, en los que miles de noches había encontrado consuelo, pero otra no pudo hacerlo. No cuando sabía que lo que sentía por ella, pese a ser tan intenso y difícil de explicar, no era amor.

Cuando éramos apenas unos chiquillos hicimos un pacto, uno que carecía de lógica, solo dictado por el corazón: nos protegeríamos. Sin embargo, al apartarme y encontrarme con su mirada, noté que había fallado. El daño estaba hecho. Sus ojos, siempre rebosantes de luz, se oscurecieron. Ambos lo entendimos. El arrepentimiento me golpeó, ni siquiera pude verla a la cara, comencé a reprocharme todas las acciones que nos habían llevado a ese punto. El silencio jamás me pareció tan tortuoso. Quise romperlo, y quizás con eso rompí muchas cosas más.

—Celeste...

Su nombre fue lo único que logré articular, el resto de palabras desaparecieron de mi cabeza, porque mientras intentaba reparar el dolor más lo extendía. Supongo que ella lo vio venir, y antes de que pudiera arruinarlo, dio un paso adelante, tuve la impresión que quiso colocar su palma en mis labios para silenciarme, pero se arrepintió.

—Por favor, no digas nada —me pidió cerrando los ojos, avergonzada—. No sé por qué hice eso —se regañó, retrocediendo, sin poder calmar los nervios—. Dios, a mí deberían darme el premio de la idiota del año —murmuró.

—Hey, tranquila...

Hubiera mentido si le hubiera dicho que todo iría bien porque cuando intenté acercarme, ella dio un paso atrás como si temiera por mi cercanía. No fueron necesario palabras, ambos tuvimos claro que de pronto entre los dos se levantó una enorme barrera.

—Lo mejor es que me vaya a casa, estoy cometiendo puras tonterías —concluyó abrumada.

Sin embargo, yo no quería dejar la conversación a medias, con tantas preguntas en el aire. Mejor que nadie sabía que no hay nada más doloroso que el silencio. Así que antes que desapareciera, la detuve tomándola suavemente del brazo, impidiéndole huir.

—Yo en verdad lo siento, Celeste.

Fue lo único que se me ocurrió, porque en el fondo sabía que no corresponderle era un error. Celeste era todo lo que había buscado, no solo era hermosa, sino que habíamos desarrollado un lazo de confianza que me era imposible replicar con otra persona. Lo tenía todo, pero no podía engañarnos, no se trataba de un amor pasional lo que nos unía. Quizás porque en el fondo la seguía viendo como esa niña que creció conmigo, se trataba de un amor fraternal, no se parecía en nada a lo que antes había experimentado con otras mujeres y lo que yo relacionaba con la palabra amor, o tal vez en el fondo sentía que ella merecía alguien que no tuviera tantas telarañas en la cabeza.

Uno no puede amar a otro, al menos no de la forma correcta, sino se quiere a sí mismo. No podía convertirle en víctima colateral de mi avalancha.

—No tendrías por qué sentirlo, Sebastián. No hay un manual que obliga a alguien a sentir lo mismo por otra persona —expuso respirando hondo, con una templanza que me hizo sentir mucho peor.

—Lamento si te di una señal que...

La ilusionó, porque aunque cerrara los ojos, no podía evadir mi responsabilidad. Olvidé lo más importante, sus sentimientos, dando por hecho me veía del mismo modo. Ahora no dejaba de reprenderme por no pensar en que podría herirla. Celeste ni siquiera me dejó terminar, negó deprisa, agitando su cabeza.

—No. Tú no hiciste nada malo. Es solo que... —Calló, como si no fuera capaz de explicarlo—.  Por un momento pensé que detrás de un acto tan noble tenía que haber algo —se sinceró. Me miró, y una risa triste rozó sus labios—. Olvidé que eres Sebastián, hay cosas contigo que no tienen explicación.

Y aunque no sonó a reclamo, un malestar me recorrió. Porque podía lidiar con su enfado, pero no con su tristeza. ¿De qué sirve querer tanto a alguien, si al final siempre terminas hiriéndola en tu intento de evitarlo?

—Escucha, Celeste —le pedí en una absurda necesidad de dejar en claro yo era el problema—. Eres una mujer preciosa, valiente, inteligente, y te quiero, te quiero de verdad, pero...

—Por favor, no intentes consolarme de ese modo —me pidió casi como una súplica porque mis intentos por cerrar heridas solo abría nuevas—, no me digas que me quieres, pero que no me amas. Yo jamás he pensando que sí. Te conozco, Sebastián, así como tú me conoces a mí, sé que no funcionaríamos —sentenció—. Lo de hace un momento fue un impulso irracional —expuso llevándose una mano en la cabeza.

Terminó cubriéndose la cara, y de pronto se echó a reír.

—Debes pensar que te amo, y que acabas de romperme el corazón —dedujo—. No me mires como si me hubieran desahuciado, que nadie se ha muerto por eso antes. No creo ser la primera mujer a la que das un no —defendió queriendo sonar divertida, para aligerar la tensión.

—Tú me importas, Celeste.

Esa era la diferencia.

La mirada de Celeste se suavizó.

—Lo sé —susurró acercándose—. Sé que me quieres, por eso me dejé llevar —confesó con una débil sonrisa—. Me he sentido muy sola, más sola que nunca, y cuando te escuché hablarme con tanto cariño pensé que podría llenar ese vacío de alguna forma. No tiene lógica, no me culpes, nada en mi vida ahora lo tiene —se sinceró riendo, o al menos en un mal intento—. Tú siempre has sido honesto conmigo y yo jamás he pensando que tendría algo más que tu amistad.

—Vas a encontrar un hombre que valga la pena —le dije. Uno que perdiera la cabeza por la gran mujer que estaba frente a él. Sin tantos fantasmas en la cabeza, libre, con la fuerza para hacerla feliz—, y te juro que tendrá mucha suerte cuando tú le correspondas. No mereces alguien que lo intente, sino alguien que apueste todo por ti. Ojalá yo pudiera serlo, pero no quiero engañarte, Celeste.

No sería justo, no cuando ella era merecedora de un amor tan incondicional como el que entregaba. No uno que estuviera a su lado porque era lo más parecido al amor, sin llegar a serlo. Celeste me dio una débil sonrisa, tomó mi mano, cobijándola entre las suyas.

—Tampoco creas que llegando a casa voy a echarme a llorar —soltó divertida, queriendo echar la tristeza a la basura—. Sí, admito, que me impresionaste un poco cuando llegaste. Mírate, la última vez que te vi eras un chiquillo obsesionado por grabarte los libros, y de pronto apareciste convertiste en un elegante y sofisticado hombre de negocios —se burló—. Pero se trataba de una atracción tonta, amar es algo muy fuerte, Sebastián. Gracias a Dios soy inhume a ese mal. Así que puedes dormir tranquilo.

—No quiero que lo nuestro cambie.

No quería perderla, aunque fuera egoísta. Y sabía que debí quedarme callado, pero no pude.

—No lo hará, hazme ese favor también, solo finjamos que esto nunca sucedió, fue solo un tropiezo tonto —le restó importancia—. Ya hasta olvidé de lo que estábamos hablando —mintió.

—Celeste, en verdad quiero que seas feliz —repetí sin mentir.

Aunque tal vez eso implicaba poner distancia entre los dos, porque se merecía lo mejor, se lo merecía más que nadie. Había dado mucho por los demás, había llegado su turno.

La débil sonrisa en sus labios tembló.

—Yo se qué lo dices de corazón, no estarías haciendo todo esto por mí sino fuera así. Voy hacerlo cuando Bernie esté bien, entonces no habrá nada que me eche abajo —sentenció para sí. Me dio una sonrisa con cariño antes de envolverme en un abrazo fuerte que me impidió verla a la cara—. Gracias por darle esa oportunidad, eso es lo único que importa.

Pero mentía, porque aunque lo hubiera olvidado tras una vida entregando su alma a otros, su corazón no se había marchado, estaba ahí, y cuando menos lo pensara, tal como todo en esta vida, terminaría recordárselo. 

Confieso que por un momento me pregunté si realmente había sucedido algo entre los dos cuando unos días después, tras hacer los exámenes que me pidieron, mientras caminábamos por la plazoleta del hospital, su tierna sonrisa se pintó con la misma fuerza y me trató con tal naturalidad que acabé creyendo le había dado más importancia de la que debía. Ninguno de los dos volvió a mencionarlo, y caminando por el centro tuve la impresión cualquier barrera entre los dos desapareció.

—Lamento mucho que tuvieras que pasar por esto —murmuró a la par yo sostenía el algodón en mi brazo.

—No conozco a nadie que se haya muerto porque le sacaron un poco de sangre, Celeste —la tranquilicé, riéndome un poco de su preocupación.

—Sabes a lo que me refiero.

—Vas a tener que dejar de agradecerme cada tres minutos —le pedí porque no era necesario. No quería que sintiera estaba en deuda conmigo. Sabía lo que hacía.

—No te prometo nada.

—No tienes por qué —insistí a la par tomábamos asiento en una banca, acomodé la manga blanca de mi camisa—. Tal vez algunos me llamarían ingenuo, pero sé que tú harías lo mismo por mí.

Tenía esa corazonada. Celeste no lo negó, pese a que fingió demencia.

—Tienes demasiada fe en una extraña —me acusó de buen humor.

—Entonces eres la extraña que más me conoce en el mundo.

Celeste me estudió con una sonrisita particular, se acomodó en la banca para verme mejor.

—¿En serio? Yo en cambio te veo y siento que no sé casi nada de ti —expuso divertida. Calló un segundo antes de ladear la cabeza, mirándome con un brillo especial—. Pero al menos ya sé lo más valioso, el resto solo son páginas que iré descubriendo poco a poco o imaginándolas.

—Si fuera un libro terminarías aburriéndote —le advertí.

Ese siempre fue mi principal problema.

—No me aburro fácilmente —resolvió optimista sin dejarse vencer, encogiéndose de hombros—. Soy de las personas que encuentra fascinación en las cosas que para muchos son invisibles, pero que en mi opinión tienen un gran valor. Además, Sebastián, eres un hombre sencillo al que el éxito no ha corrompido, ya muchos quisieran presumirlo —describió erróneamente.

Reí ante su concepto.

—Si analizamos el verdadero significado del éxito notarían que estoy muy lejos de alcanzarlo.

Ella me escuchó atenta, no dijo nada, en sus labios se fue pintando una débil sonrisa antes que, de pronto, sin explicaciones se pusiera de pie. Pareció disfrutar mi expresión confundida, pero no me dio tiempo de hacer preguntas, caminó un par de pasos buscando algo en la tierra, tal como cuando era una niña, hasta que pareció dar con él. Sacudió sus jeans tras alzar algo enterrado en el suelo. No supe de qué se trataba hasta que volvió a mi lado. Sin aviso tomó mi mano, sonreí al presenciar como abrió la palma para colocar una pequeña piedra en ella. No lo entendía, no lo intenté, decidí que fuera ella quien aclarara el panorama. 

—Sé que para muchos esto es solo basura —comenzó—, pero te apuesto que si prestas atención notarás que en ella, al igual que en todo, se esconde algo que la vuelve especial. Puedo patearla para echarla a un lado o admirar su resistencia, convertirla en un obstáculo o arte —planteó con una calidez que oyéndola con atención estrujó algo dentro de mí—. O tal vez es una tontería, no me culpes, recojo de estas todo el tiempo —se burló de sí misma, divertida.

Quise decirle que no solo era su talento lo que volvía mágico lo rutinario, sino algo más fuerte, algo que muchos solo podrían soñar, pero ella me ganó la partida.

—Por cierto —anunció de pronto, recordándolo en un chispazo antes de rebuscar algo en su pequeña bolsa, emocionada—. Te traje un regalo —lanzó contenta, sorprendiéndome. Ella rio por mi expresión—. No tienes que ponértelo porque sé que desentona con tus trajes, solo quería entregártela —advirtió sin perder el ánimo antes de mostrarme lo que escondía sus manos.

Había olvidado la última vez que un regalo tuviera impacto en mí. Acostumbrado a la cortesía, a seguir las buenas costumbres y a las alianzas inteligentes, obtener cosas por mero intercambio era completamente distinto a recibir algo sin ninguna intención detrás, por el simple hecho de hacer al otro feliz. Y lo logró, noté había puesto más que esfuerzo mientras admiraba la pulsera tejida verde oliva, en la que se deslumbraban un trío de nudos que sujetaban unas pequeñas piedras barnizadas que brillaban a contraluz.

—¿Sabes una cosa? —soltó sonriéndome con dulzura, antes de que pudiera darle las gracias, no por solo por el regalo, sino por hacerme sentir vivo en medio del desierto—. Los nudos significan que pase lo que pase, después de lo que hiciste, vamos a estar unidos para toda la vida.

Porque sin importar el resto de la historia nuestros nombres siempre compartíamos líneas, o al menos eso era lo que creíamos hasta que días después recibí los resultados y una palabra echó abajo todos nuestros planes. Una sola bastó para acabar con todo.

Negativo.

Así fue como la vida me recordó que a veces, sin importar cuánto queramos a alguien, no podemos evitar su dolor, no somos lo que necesita. Confirmé que para cambiar la historia hace falta mucho más que solo amor.

💔

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top