❈ 63

Todo en mi interior pareció apagarse de golpe cuando escuché las noticias que Cassian había traído consigo de las cuevas y que habían cumplido mis peores temores. Las lágrimas no se derramaron, no sentí siquiera el escozor proclive a ellas cuando oí lo que Darshan había hecho con Perseo; todo en mí parecía haberse sumido en un profundo letargo, a excepción de mi pecho, donde un ardiente y rabioso fuego parecía ser lo único que le impulsaba a mi corazón a seguir latiendo.

Iba a destruirlo.

Eso era todo lo que ocupaba mi mente: un feroz y poderoso deseo de ver a Darshan consumiéndose a mis pies. Ni siquiera la racional voz que me recordaba al oído cómo había conseguido sobreponerme a otra pérdida similar, abandonando mi venganza hacia Roma, sirvió para hacerme cambiar de opinión.

Aquel maldito hijo de puta mentiroso iba a pagar.

Los brazos de Cassian se estrecharon a mi alrededor, pero todo mi cuerpo estaba congelado como si mis músculos se hubieran transformado en piedra. Quizá fuera la conmoción, o la culpa por saber que habían quedado cosas pendientes de arreglar entre Perseo y yo, lo que me mantuvo inmóvil en el suelo, incapaz de devolverle el gesto.

—Jem —dijo Cassian, apretándome aún más contra su pecho—. Lo siento, lo siento tanto...

Sus palabras eran sinceras, la preocupación y dolor que transmitían también lo eran. Pero el vacío que se había apoderado de mi interior no me permitió empaparme de ello; lo único que seguía funcionando con normalidad era mi mente, que ya estaba empezando a dar forma a mi plan.

—Vamos a las cuevas.

❈ ❈ ❈

Cassian no puso ninguna objeción, tampoco dijo nada cuando insistí en que nos marcháramos aquella misma noche. Los puntos de sutura de mi costado se resintieron, recordándome que estaban ahí y que la herida aún era fresca; sin importarme lo más mínimo, me puse de nuevo la capa y seguí a Cassian de regreso a la calle.

El ambiente en el exterior se había enrarecido con la caída del sol. Apenas había viandantes, y los pocos que cruzaban las polvorientas callejuelas de nuestro barrio iban con las cabezas gachas, intentando pasar desapercibidos; sus pasos eran ligeramente apresurados, como si quisieran llegar cuanto antes a su objetivo. A sus hogares.

El cuerpo de mi amigo se pegó a mi costado cuando descendimos las escaleras, alcanzando la arena del suelo. Por el rabillo del ojo le vi escaneando ambos extremos de la calle antes de que diéramos un paso más.

—Es posible que haya patrullas de Sables de Hierro merodeando por aquí —me susurró, precavido—. Cada vez son más habituales.

Asentí como toda respuesta.

Comprobamos que no hubiera rastro alguno de alguna patrulla antes de echarnos a la calle, recorriéndola con las cabezas gachas, mimetizándonos con las pocas personas que aún permanecían fuera de sus hogares.

Nos alejamos de las familiares calles del barrio, dirigiéndonos hacia aquellas otras menos concurridas y mucho más oscuras que pertenecían a las zonas que se encontraban más cerca de las murallas de la ciudad. Las entradas que conducían al entramado de túneles que recorrían la ciudad estaban dispersas, por no decir que eran tantas, que no habíamos logrado encontrarlas todas; sin embargo, nuestro objetivo se encontraba a unas pocas manzanas de distancia, lo suficientemente escondido para que nadie prestara atención.

De todos modos, los túneles no solían ser un lugar concurrido por el peligro que entrañaban debido a su longitud.

Nos aseguramos de no tener ojos ajenos siguiendo nuestros movimientos antes de colarnos por un estrecho callejón sin salida. Tuvimos que apartar la fina capa de arena que cubría el trozo de la entrada; Cassian me pidió que me hiciera a un lado mientras se encargaba de moverla, sabiendo que mi ayuda podría hacer que los puntos de sutura saltaran, abriendo de nuevo la herida.

La piedra se deslizó con esfuerzo, desvelando un agujero oscuro. Mi amigo se hizo a un lado, cediéndome el primer turno de deslizarme hacia él; me senté sobre el borde, con las piernas colgando en el vacío, antes de impulsarme con cuidado.

Sentí una ligera agitación en el estómago mientras caía.

Luego mis pies golpearon el duro suelo y me incorporé, llevándome de manera inconsciente las manos al costado herido. Cassian aterrizó unos segundos después a mi espalda y yo bajé los brazos, permitiendo que, en aquella ocasión, fuera mi amigo quien abriera la marcha.

❈ ❈ ❈

El sonido de nuestros pasos resonando contra la piedra era lo único que se oía mientras avanzábamos por los túneles, orientándonos gracias a los discretos grabados que los rebeldes habían puesto en las paredes para marcar el camino; Cassian se había situado a mi lado y podía sentir su mirada clavada en mí en la oscuridad.

Había cerrado a cal y canto mis pensamientos, concentrándome en mis pies; en continuar avanzando, sintiendo que cada vez estaba más cerca de mi objetivo. Pero sabía que esa caída a la que me había lanzado alegremente al saber lo sucedido con Perseo no tenía red de seguridad esperándome; sabía que era una locura, que estaba dejándome llevar por mi impulsividad de nuevo, mas el entumecimiento que había traído consigo la muerte de Perseo lo opacaba todo, dejándome atrapada en una especie de limbo donde mi venganza era una luz que me guiaba.

Quería verle por última vez.

Quería contemplar su cadáver para reafirmarme en mi deseo de aniquilar a Darshan Mnemus.

Porque tenía la llave de su destrucción en la palma de mi mano, y él ni siquiera era consciente de ello.

Iba a desenmascarar a ese mentiroso de una vez por todas e iba a disfrutar cuando la Resistencia se le echara encima. Había salvado su vida en aquel callejón por los remordimientos que había despertado Eo con sus súplicas, pidiéndome que no le abandonara a su suerte; y ahora mi acción me producía náuseas, además de alimentar el fuego que corría por todo mi cuerpo. Aquella llama que ayudaba a mi corazón con su forzado ritmo.

La mano de Cassian, salida de la nada, me aferró por la muñeca, haciendo que mi cuerpo se tensara de manera inconsciente por el contacto en la oscuridad. Escuché cómo sus pasos bajaban el ritmo antes de que yo también me viera obligada a casi detenerme en mitad de aquella negrura.

—Jem, di algo —me pidió.

—Necesito verle —dije con voz plana, carente de cualquier sentimiento, cumpliendo su deseo.

Las suelas de sus botas rasparon la arenisca del suelo cuando Cassian se removió.

—Escuché que habían dejado el cuerpo... Que no habían tenido piedad con él —mi amigo titubeó al escoger sus palabras—. Tampoco la tuvieron con los Sables de Hierro que no consiguieron escapar.

Había demasiado odio arraigado hacia los nigromantes por culpa del Emperador, quien los había esclavizado para convertirlos en sus propias armas. Yo misma había sido una más antes de conocer a Perseo, antes de empezar a saber más cosas sobre ellos; porque los nigromantes eran tan víctimas como los que sufríamos bajo la tiranía del Usurpador. Él los había masacrado, eliminando del mapa a las gens conformadas por nigromantes, y luego había tomado a los supervivientes para transformarlos a su gusto, sabiendo el miedo que inspiraba. El temor de seguir los mismos pasos que todos aquellos nigromantes asesinados por su ambición.

—Voy a verle —reiteré.

Escuché a Cassian coger aire, listo para rebatir mi decisión.

—No creo que te beneficie, Jem.

Una sensación desagradable empezó a retorcerse en mi estómago mientras me obligaba a reanudar la marcha, agradeciendo que estuviéramos completamente a oscuras y que Cassian no pudiera ver mi expresión.

—No pude despedirme de mi madre —dije y el fuego de mi pecho pareció menguar—. Pero sí puedo hacerlo de Perseo; nadie va a negarme eso.

Los dedos de mi amigo apretaron mi muñeca.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —me preguntó, incapaz de esconder su frustración—. El cadáver está custodiado y tu visita no pasará desapercibida. No fui el único que te vio allí, Jedham; Darshan tuvo que...

Siseé cuando sentí un molesto escozor en el cuello que provenía de la cadena de mi colgante. Abrí y cerré la mano que tenía libre, conteniendo las ganas de tocar la joya que pendía contra mi piel.

—No vuelvas a pronunciar ese nombre en mi maldita presencia —gruñí.

Pero Cassian no parecía propenso a querer abandonar aquel tema.

—Ya sé que es nuestro principal sospechoso, pero él me ayudó, Jedham —la frustración dio paso a la exasperación—. Fue Darshan quien me ayudó a contener tu hemorragia, quien me dijo cómo llegar hasta Ghaada —hubo una breve pausa—. Hizo lo que tenía que hacer.

—¿Qué quieres decir con eso? —espeté.

A mi lado sentí el brazo de Cassian moviéndose, como si estuviera encogiéndose de hombros.

—Piensa con la cabeza fría, Jedham: dices que es el traidor... Si se hubiera mantenido al margen, si no hubiera hecho lo que hizo, habría resultado muy sospechoso —tomó aire—. Seguía órdenes, como el resto de nosotros.

No supe qué decir a eso. Algunas de las piezas que rodeaban al misterioso chico seguían flotando dentro de mi cabeza, sin encontrar su lugar; aún quedaban muchos interrogantes por resolver, y era posible que estuviera equivocándome en algunas cosas.

Pero no así en otras.

—Jedham, sé que la muerte del nigromante ha sido un duro golpe, que no has tenido tiempo de asimilarlo. Y también sé que es el dolor de la pérdida lo que está empujando tus acciones —la voz de Cassian se suavizó—. Por eso mismo te pido que no hagas nada precipitado.

Seguí avanzando a través de la oscuridad, obstinada a descubrir si mis sospechas eran ciertas. Si podía utilizar esa información contra Darshan para destruirlo y hacerlo desaparecer para siempre.

—Busquemos a tu padre —me propuso Cassian repentinamente—. Dile todo lo que me has contado sobre Darshan, incluso sobre Perseo. Él podría ayudarnos.

Pensar en mi padre hizo que el estómago me diera un vuelco.

—Jamás me perdonaría si lo supiera.

Y tampoco veía cómo me podía beneficiar compartir mis sospechas sobre la verdadera identidad del traidor, pues no tenía pruebas fehacientes que pudieran señalar a Darshan. Los sucios mensajes que había encontrado en el escritorio de Perseo podrían no ser del chico, y dudaba que mi simple testimonio de la facilidad que tenía Darshan para moverse dentro de la propiedad de Ptolomeo fuera suficiente para hacer que todas las miradas se dirigieran hacia él.

Pero si probaba aquella disparatada posibilidad que había aparecido dentro de mi cabeza apenas hacía unas horas...

Quizá con ello serviría, aunque todo lo demás resultara ser falso.

—Sigo creyendo que deberías hablar con tu padre antes de ir a ver el cuerpo del nigromante, Jedham —insistió Cassian.

❈ ❈ ❈

Un repentino fogonazo de luz nos indicó que habíamos llegado al final del túnel, alcanzando las cuevas. No dejé que la familiar cacofonía de voces superponiéndose a otros sonidos me distrajera, tampoco la esperanzadora imagen de todos aquellos rebeldes que vivían en aquel laberinto de piedra y arena; Cassian masculló algo para sí mismo cuando aceleré el ritmo, tomando una dirección cualquiera.

—¿Dónde está? —pregunté.

Silencio fue lo único que recibí por parte de mi amigo.

—He dicho que dónde está el cuerpo, Cassian —repetí entre dientes.

Era evidente que lo sucedido en aquella nave había corrido como la pólvora en las cuevas. Casi pude saborear la excitación de algunos mientras hablaban de ello, mientras se burlaban de los cadáveres que habían traído consigo.

Reían diciendo que había sido una dulce victoria.

Festejaban la muerte del nigromante, demostrando que había un modo de derrotarlos; se sentían animados por el hecho de que no hubieran resultado ser invulnerables. Que ellos también pudieran morir.

—En la morgue —escuché que decía mi amigo con voz apagada.

La morgue era una fría cámara donde dejábamos los cadáveres para impedir que se descompusieran antes de llevarlos a las dunas para poder incinerarlos. Y se encontraba en los niveles inferiores.

Cambié de rumbo, esquivando a ociosos rebeldes, para ir hacia los niveles inferiores de las cuevas, los más profundos; ninguna de las personas con las que nos cruzábamos nos prestó la más mínima atención. En la Resistencia, al tratarse de una organización —casi de un sentimiento— que había logrado expandirse tanto en los últimos años, conocer a todo el mundo resultaba una tarea prácticamente imposible.

Noté cómo la temperatura iba descendiendo conforme nos acercábamos a nuestro destino. Allí la afluencia de personas era casi nula, pues todo el mundo prefería la calidez de los pisos superiores y de los pocos lujos con los que contaban en las cuevas; las llamas de las antorchas fijadas en las paredes temblaban a causa de la ligera corriente de aire y el eco era mucho más profundo.

Oí el sonido apagado de unas conversaciones, delatando la presencia de rebeldes montando guardia. Cassian aceleró el paso para mantenerse a mi altura, dirigiéndome una mirada cuyo mensaje no se me pasó por alto: «Te lo advertí.»

Cuando giramos en la siguiente bifurcación nos topamos con dos hombres apoyados contra las paredes. Se incorporaron de manera inmediata al vernos aparecer, con idénticas miradas recelosas; la mano de mi amigo me detuvo antes de que pudiera dar un paso hacia ellos y por el rabillo del ojo le vi esbozar una sonrisa amistosa.

—No podéis estar aquí —gruñó uno de los rebeldes, corpulento y con una enmarañada cascada de pequeñas trencitas cubriendo la línea de sus poderosos hombros.

Su compañero, mucho más delgado y con aspecto nervioso, movió el brazo con discreción hacia donde reposaba la empuñadura de una daga, en su cadera.

Cassian me soltó con suavidad y luego alzó los brazos, con las palmas dirigidas hacia ellos en señal de rendición.

—Hemos venido a ver el cuerpo del nigromante —dijo con voz divertida—. Mi novia y yo hemos hecho una apuesta sobre si es verdad o no de que, después de morir, la piel de esos monstruos se tiñe de negro.

Los dos hombres compartieron una mirada aburrida, como si no fuéramos la primera pareja que bajaba hasta allí pidiendo ver el cadáver. El corpulento dejó escapar un suspiro que denotaba cierta irritación, lanzándonos una penetrante mirada.

—¿Por qué tu novia y tú no subís a los pisos superiores y hacéis algo mucho más placentero que apostar sobre cadáveres? —nos dijo.

Cassian se rió como si el comentario de aquel tipo fuera graciosísimo.

—Vamos, amigo, échame una mano —le pidió, zalamero—. Sólo queremos dar un vistazo y después nos marcharemos.

El guardián corpulento ladeó la cabeza, evaluando a mi compañero. Tuve la sensación de que el papel que estaba representando Cassian para que nos dejaran pasar al interior de aquella fría cavidad donde preservaban los cadáveres no iba a funcionar; que aquel tipo no iba a dar su brazo a torcer.

Me encaminé hacia donde se encontraban aquellos dos rebeldes custodiando la puerta; por el rabillo del ojo vi el fugaz gesto de angustia que cruzó el rostro de Cassian cuando le sobrepasé, alejándome de su protección y encarándome hacia el peligro en caso de que las cosas se descontrolaran.

—Hazte a un lado —le ordené con fría calma.

El corpulento enarcó una ceja de manera burlona.

—Suenas como una puta perilustre en la jodida corte del Emperador, pelirroja, y aquí ese tipo de pomposidades importan una mierda —me respondió, como si le hubiera resultado divertido—. Daos la vuelta y volved por donde habéis venido.

Le dirigí una mirada llena de desagrado.

—Hazte a un puto lado.

El hombre se echó a reír entre dientes.

—¿Vas a obligarme, preciosa?

La sombra de Cassian se interpuso entre ambos antes de que pudiera demostrarle lo fácil que me resultaría subyugarlo. El gesto amistoso de su rostro se había desvanecido, dejando en su lugar una expresión tensa; me dirigió una mirada en la que me pedía que no dijera nada más.

—Por favor, no hemos venido buscando problemas —intervino Cassian, intentando mantener la calma.

Aproveché que la repentina aparición de mi amigo había despistado a ambos hombres para lanzarme contra las puertas de madera que custodiaban la morgue. Pasé como una exhalación entre los rebeldes, haciendo que soltaran abruptos improperios e intentaran atraparme, sin conseguirlo: logré colarme dentro de la morgue antes de que la mano de alguno de ellos pudiera detenerme en mi propósito; luego empujé con fuerza la madera, haciendo que chirriara con estrépito. El aire de los pulmones pareció congelárseme cuando logré mi objetivo, bloqueando las dos hojas a mi espalda.

El estómago se me revolvió ante el olor. Los cadáveres habían sido apilados en uno de los costados de la gran cavidad, envueltos con viejas mantas para ayudar a su transporte y ocultar su apariencia; la respiración se me escapaba de entre los labios como nubes blanquecinas y el frío se aferraba a mis huesos con saña, traspasando con facilidad las capas de tela.

Conté cuatro cuerpos hasta que llegué al que portaba una reconocible capa de color negro. El entumecimiento y la rabia que me había rodeado desde que Cassian me hubiera anunciado la muerte de Perseo se fueron fragmentando como hielo fino; el dolor que había mencionado mi amigo empezó a salir en tropel desde el hueco que había abierto aquella imagen de un cuerpo vestido de negro a pocos metros de distancia.

Mis pasos se volvieron inseguros, haciéndome trastabillar. Las puertas temblaron a mi espalda mientras los gritos de los dos rebeldes que las custodiaban se colaban por la fina rendija inferior, alertándome de que mi tiempo no era infinito.

La presa que había mantenido a raya mis pensamientos estalló en mil pedazos, haciendo que trastabillara al recordar mi negativa a la desesperada petición de Perseo de darme una explicación sobre su compromiso; el modo en que había reaccionado, asustado y aturdido, cuando me había visto en aquella maldita nave... La culpa y los remordimientos que había estado conteniendo brotaron con dolorosa facilidad, echándome en cara mi maldita impulsividad; el hecho de que no tuviera oportunidad de retractarme, de decirle a Perseo lo que había callado.

De haber intendado encontrar una solución juntos.

Todos los errores que había cometido en aquellas sucesivas noches que habían transcurrido me golpearon con la saña de un puñetazo en el esternón. Las lágrimas que no habían aparecido cuando supe lo que había sido de él escocieron en mis comisuras con ferocidad, disipando las últimas brumas de entumecimiento que me habían acompañado desde mi hogar hasta allí.

Quise hacer retroceder el tiempo. Quise retrotraerme a la noche en que fue atacado el Emperador, corrigiendo mi decisión de no escuchar a Perseo; pidiéndole que me diera una explicación y luego buscáramos una salida en la que no tuviera que casarse con la princesa. Podría haberle ofrecido lo mismo que él me ofreció en su dormitorio: huir lejos del Imperio; darle la espalda a esa tierra perdida por la sed de poder de un tirano y empezar una nueva vida en cualquier otra parte.

Le habría perdonado, me di cuenta: le habría perdonado todo. Y luego habría reunido el valor suficiente para contarle mis propios secretos, demostrándole hasta qué punto confiaba en él; tal y como me había suplicado.

Caí junto al cadáver del nigromante. La máscara de plata que cubría sus rasgos había desaparecido, y daba gracias a Cassian por no haber sido tan específico sobre lo que habían hecho con su cadáver: estaba destrozado. Estaba casi irreconocible, desfigurado. Los rebeldes no mostraron ningún tipo de piedad, disfrutando de aquel retorcido placer de saciar su odio contra aquel cuerpo inanimado.

Llevé una temblorosa mano a su cabello y fruncí el ceño cuando algunos de los mechones se quedaron enredados en mis dedos. Tuve que acercar una de las lámparas hacia nosotros para poder ver mejor: una mezcla de incredulidad y desconcierto cuando contemplé las hebras a la luz.

Conocía el cabello de Perseo, lo había acariciado y había pasado mis dedos por él las suficientes veces para reconocerlo.

Para saber que ese tono no era el suyo, aquel ensortijado y rubio cabello, sino un poco más oscuro.

El corazón arrancó a latirme con fuerza cuando hice que la luz de la lámpara de fuego incidiera sobre la piel del cadáver. De igual modo que conocía el tono de su cabello, también había tenido tiempo de familiarizarme con su cuerpo; por eso mismo busqué una cicatriz que había descubierto cerca de su clavícula, un viejo recuerdo de sus años de instrucción.

Jadeé cuando aparté la tela de la capa y la camisa suelta que llevaba debajo, dejando al descubierto parte de su pecho. Pasé mis dedos por la zona lisa, sin una sola marca o señal que correspondiera con la que Perseo tenía en aquel punto.

La cabeza empezó a darme vueltas ante la indudable certeza de que aquel cuerpo no era el del nigromante.

Ese cadáver no era Perseo.

No reaccioné cuando las puertas se abrieron de par en par y los dos rebeldes entraron en el interior de aquella caverna como dos toros desbocados. Mis ojos buscaron inconscientemente a Cassian, descubriéndolo tras aquellos dos tipos con una expresión alterada a causa de las consecuencias que me esperaban por lo que había hecho.

Alivio y desconcierto batallaban en mi interior tras descubrir que Perseo no estaba muerto, que ese cadáver que había frente a mí debía pertenecer al otro nigromante. El que parecía dar las órdenes, al que escuché repartiéndolas antes de que hicieran caer el telón y llevaran a cabo la emboscada.

Apenas fui consciente de lo que hacía.

Dejé que fuera mi cuerpo quien se moviera por voluntad propia, incorporándose y encarándome hacia donde me esperaban las puertas abiertas. En mis oídos lo único que escuchaba era el rugido de mi propia sangre, el acelerado pulso vibraba en mis venas y notaba un extraño fuego propagándose por mi cuerpo, una extraña presión que chocaba contra mis costillas, contra mi estómago.

Un único pensamiento palpitaba en mi mente.

Encontrar a Darshan.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top