❈ 59
No podía seguir retrasando mi partida por mucho más tiempo. Tras la visita del sanador, apenas tardé un par de días en recuperar las fuerzas suficientes para salir de la cama y, por ende, volver a la rutina como doncella; los estragos causados la noche del atentado contra el Emperador todavía eran visibles, a pesar del empeño que habían puesto los esclavos para tratar de devolver la finca a su antiguo esplendor.
Como si aquello fuera suficiente para olvidar.
Me removí en mi vestido mientras Aella fingía que todo había vuelto a la normalidad. Las ojeras que antaño marcaban su prístino rostro habían desaparecido casi por completo y sonreía con más facilidad, sin artificios o gestos forzados; la perilustre no había faltado a su palabra de supervisar mi recuperación, aunque tenía la sensación de que sí lo había hecho en lo referido a Perseo.
La última vez que nos habíamos visto fue aquella noche donde la Resistencia trató de asesinar al Emperador, pues no podía contar el extraño sueño —que no resultó ser tal, como creí en un principio— donde Aella y Perseo se reunieron en mi dormitorio mientras estaba bajo los efectos de la mezcla que el propio sanador me había procurado para «acelerar todo el proceso».
—Necesito hablar contigo —dije cuando estuvimos a solas.
Aella despegó la mirada de la hilera de vestidos que habíamos dispuesto sobre su cama para una salida que tenía programada junto a alguna de sus amigas y me miró con una expresión curiosa.
Lo sucedido aquella noche parecía haber cambiado ligeramente nuestra relación, haciendo que las formalidades quedaran olvidadas por completo. Me adelanté unos pasos, entrelazando mis manos para impedir que siguieran moviéndose con nerviosismo; la mirada de Aella me recorrió de pies a cabeza de manera inconsciente, quizá cerciorándose de que todo continuara en orden. Que no hubiera una nueva recaída por mi parte.
—Me marcharé pronto —anuncié sin preámbulos.
Mi promesa hacia Perseo de quedarme allí se había extendido demasiado tiempo: tras reincorporarme a la rutina pude escuchar algunos de los rumores que todavía corrían sobre la noche del intento de asesinato. El estómago se me agitó con virulencia cuando oí que pudieron atrapar a algunos de los implicados, recordando las duras palabras de Darshan sobre el funesto destino que les aguardaba.
Pero también sentí una oleada de nauseabundo alivio cuando fui consciente de que Perseo no pareció relacionar mi extraño comportamiento de aquella noche con lo sucedido. Como tampoco relacionó la muerte de Rómulo conmigo.
Aella pestañeó, confundida.
—Perseo me prometió liberarme de todo esto una vez las aguas volvieran a su cauce —le expliqué, procurando que la voz no me temblara al mencionar a su primo—. Y creo que ha llegado el momento.
Aella me observó con una expresión serena, como si la noticia de mi inevitable marcha no supusiera para ella nada en absoluto. Ya había tenido que ver irse a varias de sus doncellas, quienes no habían podido con la presión de lo sucedido y había querido regresar a la seguridad de sus familias sabiendo que no eran potenciales objetivos de la Resistencia; yo no sería diferente, quizá una más de aquellas bajas que había tenido que soportar en aquellos días que habían transcurrido.
—Jedham, sé que mi primo no ha estado acertado en su decisión de guardarse para sí la noticia de su compromiso pero...
Me tragué la sorpresa de intuir una auténtica nota de preocupación —no por Perseo, sino por mí— en sus palabras, anclándome en mi decisión. Quería dejar mi pasado atrás ahora que me había dado cuenta de lo ciega que había estado respecto a mi venganza, y quedarme allí, con el riesgo de cruzarme al nigromante —y muy pronto a la propia princesa—, no me ayudaría lo más mínimo a pasar página y a averiguar qué hacer de cara al futuro.
—Mi decisión ya está tomada, Aella —la interrumpí, intentando que mi tono no fuera demasiado brusco—: y Perseo me lo prometió.
La chica apretó los labios, en absoluto conforme con mi futura marcha de la finca... y de sus vidas, pues una vez cruzara aquellas puertas era evidente que desaparecería para siempre.
—Transmíteselo a Perseo, por favor —pedí a media voz.
Porque era evidente que el nigromante le habría pedido a su prima que le mantuviera informado de cada uno de mis movimientos, ya que nuestra relación estaba muy deteriorada tras aquella noche de revelaciones y no me encontraba con fuerzas suficientes para un reencuentro.
—Y también dale las gracias —Aella me miró con confusión—. Por lo que hizo por mí la otra noche.
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El momento había llegado y con él la hora de poner al descubierto otro de los secretos de Perseo. Me ajusté las botas mientras repetía de nuevo mi plan dentro de mi cabeza y trataba de controlar el frenético latido de mi corazón. Aquella noche era la que constaba en la nota garabateada que encontré entre los documentos del nigromante, la misma que debía provenir de la persona que nos había estado vendiendo al Imperio, convirtiéndonos en jugosas presas para el Emperador.
El traidor.
Una vez mi estado mejoró pude echar la vista hacia atrás, remontándome hasta aquella fatídica noche. No sabía el momento exacto en que Perseo se convirtió en intermediario, en el contacto entre el traidor, que continuaba campando a sus anchas entre la Resistencia, y sus superiores. No sabía con cuánta información contaba sobre nosotros, y las dudas sobre la posibilidad de que supiera quién era yo en realidad empezaron a pasarme factura. Además, me encontraba completamente sola en aquella ocasión: Darshan no había vuelto a aparecer por la propiedad desde esa misma noche, varios días atrás, y durante nuestra discusión no dije una sola palabra sobre lo que había descubierto en el dormitorio de Perseo, pidiéndole que transmitiera esa información a la Resistencia...
Un escalofrío descendió por mi espalda al pensar en el rebelde. La noche del atentado, en el transcurso de nuestra disputa, sentí algo extraño. Algo que procedía del propio Darshan. Pese a que el sanador me había asegurado que mi repentina debilidad se debía a la crudeza de los hechos a los que había tenido que hacer frente, no estaba del todo convencida. Lo que incrementó las dudas que ya guardaba sobre Darshan, y que también compartía con Cassian sobre aquel misterioso chico.
¿Podría haberlo tenido desde el principio frente a mí sin haberme dado cuenta? ¿Acaso era tan ciega...?
Pero no podía olvidar el modo en que nos conocimos, en aquel callejón y con aquella espantosa herida. En aquel momento él no podía saber que yo pertenecía a la Resistencia, incluso había mencionado nombres que únicamente un rebelde podía conocer: Prabhu Vishú, aquel traicionero mercader que adoraba los dobles juegos, y Ramih Bahar, uno de los líderes de la Resistencia. Un auténtico pez gordo.
Por no hacer mención de su historia, la misma que había repetido frente al propio Ramih, donde había explicado con demasiados detalles la misión que los había arrastrado a él y a su compañero hasta la propia Vassar Bekhetaar. Una misión que se había saldado la vida del otro rebelde, el hijo de Ramih.
Además, yo había visto el tatuaje con el que marcaban a todos los presos después de que Sajir, el aprendiz de sanador al que habíamos acudido para buscar ayuda, lo descubriera.
Si realmente Darshan resultaba ser el traidor —y quizá algo más—, la única oportunidad que tenía para descubrirlo era aquella misma noche.
Por eso mismo debía actuar con absoluto sigilo y dejar a un lado el modo en que mi corazón reaccionaba ante la idea de que las cosas salieran mal... o ante la posibilidad de que Perseo me descubriera siguiendo sus pasos.
Opté por brindarle un pequeño lapso de tiempo de ventaja al nigromante antes de lanzarme en una sigilosa persecución, por lo que estaba ultimando los pocos detalles que quedaban del atuendo que llevaría aquella noche. Respiré hondo mientras comprobaba mi capa, recordándome todo lo que estaba en juego.
No sabía qué era lo que me esperaba en aquella nave donde habían citado a Perseo, y la expectación se entremezclaba con el temor de lo que pudiera descubrir en aquel encuentro.
Además de la inquietante sensación de que los dioses no parecían estar dispuestos a acompañarnos aquella noche.
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El trayecto hasta la zona donde se encontraba sito el punto de reunión transcurrió bajo una nube de tensión que mantuvo a todos y cada uno de mis músculos sometidos a una dolorosa rigidez. Especialmente cuando salí de mi dormitorio y me deslicé por los corredores del interior de la propiedad, empleando la salida trasera para poder abandonar la villa con el miedo de que alguien pudiera descubrirme y echara todo mi plan a perder.
La oscura nubosidad de la noche jugaba a mi favor, permitiéndome confundirme con las sombras mientras avanzaba a través de la ciudad, guiándome hacia mi objetivo. Las silenciosas siluetas de aquellas naves donde los más afortunados comerciantes podían resguardar su mercancía se veían en la distancia, informándome de que estaba cerca; en mi cabeza repetí los pocos datos que constaban en el mensaje, rastreando con la mirada los números que mostraban las fachadas.
El estómago me dio un violento vuelco cuando escuché voces. Pegué mi cuerpo a la pared de la nave más cercana y avancé con lentitud, procurando resguardarme en la oscuridad; me guié gracias a los nerviosos susurros que provenían de alguna parte, alcanzando el punto del que procedían.
Un nutrido grupo de Sables de Hierro estaba perfectamente organizado frente a dos siluetas encapuchadas que no tardé en reconocer: nigromantes.
Y uno de ellos era el propio Perseo.
Algo dentro de mí se removió al ver en él al nigromante que conocí, el mismo que salvó mi vida con la excusa de que no se encontraba cómodo con la idea de deshacerse de mi cadáver. El frío se extendió por mi cuerpo al reencontrarme con esa parte de Perseo, la misma que había tratado de ahogar mientras estuvo conmigo; la calidez, la dulzura o la sensibilidad de las que había sido testigo se habían esfumado para dejar en su lugar a esa criatura que cumpliría con las órdenes que le habían dado.
—Recordad —dijo con su voz carente de sentimiento alguno—: buscamos prisioneros para poder interrogarlos después.
Los Sables de Hierro musitaron respuestas afirmativas mientras el otro nigromante se inclinaba hacia Perseo para decirle algo en voz baja. El nudo que se había formado dentro de mi garganta se estrechó al comprender que el traidor no había acudido solo, sino que había llevado consigo a algunos rebeldes.
Presas fáciles.
Objetivos valiosos.
El nigromante que se encontraba junto a Perseo dio un paso en dirección al nutrido grupo de soldados que estaban bajo su mando. El temor se intensificó cuando vi que se trataba de un hombre mucho mayor que el propio Perseo, y mucho más aterrador que él; me pegué aún más a la pared y recé a los dioses para que el latido de mi corazón se confundiera entre los otros.
—En marcha —anunció.
Les seguí a una prudente distancia mientras aquel terrorífico grupo se deslizaba como una sombra hasta una nave en concreto. Todo estaba aparentemente en calma, y una parte de mí deseó que algo hubiera fallado; que allí dentro no hubiera nadie, solo la mercancía del propietario.
El nigromante hizo un par de gestos a los Sables de Hierro, repartiendo órdenes en silencio mientras Perseo se mantenía al margen, a la espera de recibir las suyas propias por parte de su superior. Los soldados se dispersaron en perfecta sincronía, desapareciendo por los costados del edificio hasta que sólo quedaron los dos nigromantes.
—Elimina a los que creas que son más peligrosos —hizo una breve pausa—. Atacaremos a mi señal.
Perseo se removió a su lado, mostrando las primeras dudas.
—Sí, señor —fue lo que dijo en respuesta.
Moviéndose como si fueran sombras, les vi desaparecer en la oscuridad.
Pasaron unos tensos instantes en los que me mantuve inmóvil como una estatua, a la espera, recordando las órdenes que había distribuido aquel nigromante, el mensaje que le había dado a Perseo. Todo parecía encontrarse en calma, ni un solo sonido podía escucharse, acrecentando los nervios que se enroscaban en la boca de mi estómago; brindándome una tenue sombra de esperanza de que no hubiera funcionado...
Entonces empezaron los gritos.
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Mis pies se pusieron en marcha de manera inconsciente, espoleada por la cacofonía de los rebeldes siendo emboscados, cayendo directos en aquella trampa que cuidadosamente se había confeccionado. Trepé hacia las ventanas superiores de la nave, sintiendo el atronador sonido de mi corazón en los oídos, entremezclándose con el caos que había estallado en el interior del edificio; no me molesté en ser sigilosa: mis compañeros estaban ahí dentro.
Cualquiera de ellos podía ser Cassian.
O mi padre.
La simple idea hizo que buscara con mayor ahínco y desesperación una forma de entrar, intentando ignorar la oleada de náuseas que me sacudió de pies a cabeza al imaginar que alguno de ellos pudiera caer en las garras de los Sables de Hierro... o en la de alguno de los dos nigromantes.
¿Qué sucedería si Cassian estaba allí? Perseo le reconocería, no en vano nos había visto juntos cuando decidió seguirme, cansado de lo esquiva y hermética que había resultado ser respecto a mi vida. ¿Qué haría el nigromante si lo descubriera entre los rebeldes?
¿Sería capaz de acabar con su vida?
¿Seguiría yo sus mismos pasos cuando comprendiera quién era en realidad, exponiendo a la luz mi mayor secreto?
Jadeé de dolor cuando hinqué las uñas en la madera de una de las ventanas, haciendo que algunas astillas se me clavaran en la carne. El caos había estallado dentro de la nave y apenas podía distinguir nada a causa de la altura... y del propio enfrentamiento que estaba teniendo lugar, donde los rebeldes luchaban por escapar de allí antes de ser atrapados.
Tiré con rabia, espoleada por el volumen de los gritos. La ventana crujió cuando apliqué más fuerza, arrastrándose con lentitud hasta que logré abrir una abertura lo suficientemente amplia para deslizarme por ella; las suelas de mis botas crujieron cuando caí sobre una de las pilas de cajas amontonadas, sintiendo reverberar el golpe hasta mis rodillas.
Sin brindarme tan siquiera un breve respiro para recuperar el aliento, me deslicé sobre las hileras de cajas hasta llegar al suelo. La pelea parecía haberse encrudecido, convirtiéndose en un encarnizado torbellino donde los unos y los otros se confundían, impidiéndome reconocer quién era amigo... y quién enemigo.
Mis ojos no cesaron de saltar de un punto a otro, buscando cualquier pista que pudiera echarme una mano para orientarme en aquel enrevesado cúmulo humano. El corazón se me aceleró cuando vi los primeros rastros de sangre y el modo en que los Sables de Hierro se movían con sus respectivas armas en ristre, siguiendo al pie de la letra las órdenes que habían recibido: herir, pero no matar.
De los nigromantes no había rastro, pero intuía que debían estar cerca. Acechando desde las sombras.
Creí ver a Darshan defendiéndose con dos espadas cortas de una silueta encapuchada, uno de los nigromantes, pero todo se detuvo a mi alrededor cuando un rostro familiar cruzó por mi campo de visión, atosigado por dos Sables de Hierro que intentaban arrinconarlo, ambos portando mortíferas armas curvas.
Cassian.
A través del pitido que se instaló en mis oídos, espoleado por el pánico de verle en aquella situación, escuché el grito que brotó de lo más hondo de mi garganta cuando pronuncié su nombre. Apenas fui consciente de estar corriendo hacia donde había visto a mi amigo, hasta que un enorme corpachón se interpuso en mi camino, bloqueándome y haciendo que mi mirada se quedara clavada en la cimitarra que llevaba entre las manos.
Mi instinto tomó las riendas de la situación, haciendo que esquivara la primera estocada que lanzó aquel Sable de Hierro hacia mi cabeza. Mis piernas se movieron por sí solas, imponiendo distancia y permitiéndome aclarar mis pensamientos, focalizándome en mi objetivo; el filo de la cimitarra destelló cuando el hombre trató de ensartarme y yo salté hacia un lado, empleando aquellos segundos para lanzar un tentativo golpe que mi oponente no tuvo problema en moverse antes de conseguir acertarle.
Recorrí con los ojos el cuerpo de aquel Sable de Hierro. La cimitarra no podía ser la única arma con el que contaba, y mi nuevo objetivo se convirtió en tratar de encontrar las que llevara ocultas; me limité a moverme alrededor del hombre, esquivando sus mandobles y estudiándole de manera concienzuda, tratando de detectar la empuñadura de cualquier otra arma que llevara consigo.
Mis esfuerzos no dieron resultado hasta pasados unos instantes, cuando divisé dos empuñaduras gemelas a la espalda del Sable de Hierro, quien parecía más frustrado a cada golpe fallido contra mi persona. Giré como una bailarina sobre la punta de mis pies, esquivando de nuevo la cimitarra, y le rodeé con efectiva rapidez: mi mano se cerró con firmeza sobre una de las empuñaduras que había descubierto y la deslicé con premura de su lugar, topándome con un cuchillo curvo.
El enfrentamiento se había equilibrado, haciendo que ambos estuviéramos en igualdad de condiciones.
Blandí el cuchillo y el Sable de Hierro retrocedió para evitar que la punta pudiera incrustársele en el costado. Nos enzarzamos en un cruce de estocadas, moviéndonos en círculos, contemplándonos del mismo modo que un depredador lo haría con otro; todo lo que me rodeaba se había desvanecido, dejando en su lugar un único pensamiento: sobrevivir.
Recordaba las órdenes que el nigromante había dado a todos los Sables de Hierro y no estaba dispuesta a permitir que aquel tipo me hiriera para convertirme en su prisionera. Como tampoco iba a permitir que se interpusiera más tiempo en mi camino hacia Cassian.
Finté, logrando con aquella jugada acertarle en la muñeca, abriéndole un profundo tajo y haciendo que la mano en la que sostenía la cimitarra se abriera y el arma cayera al suelo. El Sable de Hierro rugió de rabia, sangrando profusamente, y trató de embestirme; trastabillé al intentar esquivarle, perdiendo pie. La enorme mole del hombre ocupó de nuevo mi campo de visión y yo alcé el cuchillo que le había sustraído a modo de amenaza.
Él tenía órdenes de mantenerme con vida para poder ser interrogada, pero yo no.
El estómago se me agitó en protesta al recordar la muerte de aquellos dos rebeldes, pero me tragué las náuseas y me afiancé en mi posición, con el cuchillo en ristre. Los ojos del Sable de Hierro relucían a causa de la ira, de las ganas que tenía de hacerme sufrir por lo molesta que había resultado ser; no un asunto fácil de liquidar, como debía haber pensado al interceptarme.
Mis dedos se cerraron con seguridad alrededor de la empuñadura mientras mi cabeza prácticamente daba por sentado el enfrentamiento: mi oponente estaba desarmado... y herido, aunque no fuera de gravedad. La mano con la que blandía su cimitarra había quedado inutilizada después de haberla sajado con mi cuchillo.
Solamente un movimiento y todo terminaría.
Sin embargo, los dolorosos recuerdos de aquella noche hicieron que mi decisión titubeara en el último instante. El Sable de Hierro me aferró con la mano herida, manchando mi piel con su propia sangre y deteniendo mi estocada antes de que la punta siquiera llegase a rozar mi objetivo; el pánico burbujeó cuando vi perdida mi oportunidad y forcejeé con ahínco para tratar de liberarme de su opresor agarre.
Utilicé mi pierna para golpearle en el muslo, intentando distraerle lo suficiente para que bajara la guardia y yo pudiera soltarme. Vi cómo apretaba los dientes a causa del impacto y cómo sus dedos perdían fuerza sobre mi muñeca; la retorcí, valiéndome de la sangre que la recubría, hasta que conseguí mi propósito. Alcé mi recién liberada mano, enarbolando el cuchillo, dispuesta a no fallar aquella vez; todo pareció congelarse a mi alrededor cuando moví mi brazo, dirigiendo la punta del cuchillo hacia la tierna carne de su garganta.
La sangre manó a borbotones mientras continuaba con mi tarea, arrancándole un gruñido húmedo a mi oponente. Concentrada —y asqueada a partes iguales— por cómo se deslizaba con insultante facilidad, abriendo un surco carmesí, no vi el movimiento desesperado del Sable de Hierro...
Sólo sentí una intensa oleada de dolor cuando el otro cuchillo gemelo alcanzó mi costado, horadando entre mis costillas y provocando que todo mi cuerpo pareciera encontrarse en llamas.
Y que el aire ardiera dentro de mis pulmones, mezclándose con mi propia sangre.
* * *
¿Lo oléis? Es casi el final de este primer libro, ya que será una bilogía + secuela (y NO, no sé cuántos capítulos exactos quedan, pero estamos en la recta final)
En el próximo cap tendremos dos POV (puntos de vista in spanish)
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