❈ 49

La oscuridad no tardó en escupirme de nuevo a la realidad, acompañada por una ardiente y abrasiva sensación recorriéndome toda la maldita espalda. Como si alguien hubiera decidido introducir sus dedos en las heridas, ahondando en los surcos abiertos de mi carne con perversa satisfacción.

Abrí los ojos y apreté los dientes para contener el grito de dolor que pugnaba contra las paredes de mi garganta. Tenía la visión nublada, no sabía si a causa de la agonía que sentía por mi espalda en carne viva o si era algún efecto después de haber recuperado la consciencia; una silueta se removió cerca de donde yo me encontraba tendida y que no encajaba en la última imagen que tenía grabada en mi cabeza: Perseo llevándome en brazos.

Pestañeé hasta conseguir enfocar mi mirada y descubrir que el nigromante había logrado llevarme a mi dormitorio sin que nadie pusiera ningún impedimento y que me encontraba tumbada de costado en mi catre. La silueta que había advertido por el rabillo del ojo era Perseo, quien todavía no se había dado cuenta de que estaba despierta.

—El ungüento no hará mucho, amo —me sorprendió escuchar una voz femenina a mi espalda, y un latigazo de dolor la delató como la persona que había logrado hacerme salir de la inconsciencia gracias a su contacto profundo con mis heridas. Me obligué a permanecer inmóvil—. Ha sido golpeada con brutalidad y ningún remedio casero que os diera podría ayudarla. Necesita un sanador... quizá un elemental de la tierra.

Me tensé de manera inconsciente. Los elementales de la tierra eran mucho más baratos que los sanadores, ya que su magia era hasta cierto punto útil a la hora de emplearla en las heridas; yo misma había acudido a uno para que me ayudara a hacer desaparecer la marca que Al-Rijl ordenó que grabaran a fuego en mi antebrazo, convirtiéndome en una de sus prostitutas. Además, los elementales de tierra no hacían tantas preguntas como los sanadores: ellos tampoco querían ser descubiertos.

Recordé el consejo del elemental cuando se encargó de mi tatuaje del antebrazo: que lo propicio hubiera sido acudir a un nigromante... pero nadie confiaba en ellos. Y era muy extraño toparte con uno que no perteneciera al cuerpo privado del Emperador, por no decir casi imposible.

Escuché a Perseo mascullar algo para sí mismo y vi que se encontraba con los brazos cruzados, con los dedos apoyados bajo la barbilla. Su postura era pensativa y sus ojos azules estaban clavados en la mujer que estaba atendiendo mis heridas; la que todavía no tenía el placer de conocer.

—La opción del sanador es... arriesgada —reconoció el nigromante, sonando algo apurado.

Ya se lo había dicho al esclavo que me había ayudado a ponerme en pie antes de que ambos termináramos en el suelo: Ptolomeo no permitía que el servicio pudiera acceder a los sanadores con los que debía contar la familia. Y estaba segura que el hombre no haría una sola excepción, ni siquiera por su nieto; ya bastante había transigido con aceptarme como doncella de Aella.

La mujer que se mantenía fuera de mi campo de visión se movió y pude ver que se trataba de una de las esclavas de mayor edad, una mujer de cabellos canos y caderas generosas a la que siempre había visto en los fogones, dando órdenes a cualquiera que estuviera cerca de ella; sus ojos hundidos y de un bonito color caramelo estaban preocupados, quizá por la desoladora imagen de mi espalda.

—Lo que han hecho con su espalda es... es horrible —musitó la esclava, negando con la cabeza—. Roza el salvajismo.

El cuerpo de Perseo se irguió ante las palabras de la mujer, que corroboraban lo cruel que había sido el ama de llaves conmigo al aplicarme el castigo con semejante brutalidad.

—Eudora se tomó en serio su responsabilidad —comentó en tono bajo.

Los labios de la esclava se fruncieron. Seguramente los rumores sobre lo sucedido se habrían extendido por toda la propiedad y todo el mundo estaría hablando de cómo la ama de llaves había sido detenida por el heredero de la familia; quizá los cuchicheos que dejó escapar Sabina al poco de llegar resurgieran con fuerza, tachándome a mí de golfa y haciéndome parecer como una mujer que había conseguido aferrarse con fuerza al nieto de Ptolomeo.

Pero todas aquellas habladurías no me afectaban lo más mínimo porque yo sabía la verdad.

Sin embargo, lo que sí me preocupaba es que llegara a oídos de alguien como el abuelo de Perseo, quien podría decidir que la reputación de su familia debía prevalecer por encima de esas morbosas historias donde una de las doncellas de su nieta resultaba estar enredada con su heredero, el mismo que había recibido una generosa oferta por parte del Emperador para comprometerse con su hija.

La esclava chasqueó la lengua y se secó las manos en el viejo delantal que colgaba de su cintura. El estómago se me agitó levemente al ver que quedaban manchas rojas en el tejido; manchas de mi propia sangre.

—Me temo que sin poder acceder a un sanador tendrá una recuperación lenta —dijo con pesar—. Por no hacer mención de que le quedarán cicatrices que le costará disimular. Lo único que puedo daros es este ungüento —señaló un botecito que había sobre el colchón, cerca de donde estaba tendida— y recomendaros que las heridas estén lo más limpias posibles, además de descubiertas por las noches. Para evitar infecciones —agregó.

Perseo asintió ante las indicaciones de la mujer y se encargó de acompañarla hasta la puerta. Tuve que inclinarme un poco sobre el catre para alcanzar a oír lo que se dijeron antes de que la esclava se marchara:

—La gente hablará, amo —la mujer sonó realmente preocupada.

—No me gustan las injusticias, Nereiss —respondió Perseo con firmeza, adoptando una actitud estoica—. Eudora no actuó conforme a sus responsabilidades y estaba legitimado a detener esa tortura.

No pude ver a la esclava, ya que el cuerpo de Perseo cubría el hueco de la puerta, pero percibí el rasgar de las plantas de sus sandalias sobre el suelo de mármol del pasillo. Distinguí un par de despedidas entre susurros antes de que el nigromante cerrara la puerta y deshiciera el camino de regreso hasta mi catre; me apresuré a entrecerrar los ojos y fingir que seguía estando inconsciente, a pesar del dolor que llevaba anclado en la espalda.

Le observé acuclillarse y procuré que todo mi cuerpo permaneciera totalmente inmóvil cuando alzó una mano para acariciar mi mejilla. Parecía preocupado, quizá por lo que había dicho Nereiss respecto a mi espalda: la única solución era que un sanador se hiciera cargo de mis heridas, pero su abuelo no lo toleraría; empezaría a hacer preguntas y podría dar crédito a los rumores que ya estarían circulando. Además de los otros, los que habían despertado las sospechas de Vita y luego sus celos al comprobar que eran ciertos; aunque no como ella creía.

La situación se había complicado. ¿Qué sucedería si Ptolomeo decidía hacer caso a los rumores? No podía arriesgarse a que llegaran a oídos del Emperador, y era evidente que no renunciaría a la oportunidad que le había tendido al ofrecerle esa alianza. Perseo había intentado resistirse pero yo, en el fondo, sospechaba que su abuelo tomaría la decisión por su nieto, creyendo estar haciendo lo mejor para él.

Y si Ptolomeo creía que yo era una amenaza para sus planes de futuro, me eliminaría con un sencillo chasquido de dedos; mi misión terminaría en ese preciso instante y yo tendría que regresar junto a mi padre con el rabo entre las piernas, sabiendo que les había demostrado que tenían razón.

—Sé que estás consciente, Jem.

No fui capaz de controlar el ligero espasmo de mi cuerpo que pareció confirmar las sospechas de Perseo y hacer que yo misma me delatara. Terminé por abrir mis ojos y clavarlos en el nigromante, que me observaba con una expresión hermética; todos los sentimientos de los que había sido testigo mientras fingía estar inconsciente habían sido encerrados de nuevo bajo llave.

Había vuelto a refugiarse bajo su piel de nigromante.

Abrí la boca estúpidamente sin saber qué decir. La discusión de aquella mañana sobrevoló mi cabeza, enfrentándose a las cruentas imágenes de Eudora golpeándome con la fusta por una historia que ella había decidido enredar para su propio beneficio, vengándose por el rencor y el odio que me tenía por algún motivo inexplicable.

Intenté de incorporarme, pero la carne de mi espalda ardió ante el movimiento; Perseo se inclinó en mi dirección, con ambos brazos alzados para sostenerme. Sus dedos me cogieron y yo siseé de molestia por el modo en que la piel se estiraba con el más mínimo gesto que hiciera; con ayuda de Perseo pude incorporarme sobre el borde del colchón y tomar una temblorosa bocanada de aire mientras el fuego continuaba castigándome allá donde la fusta de Eudora había abierto mi piel.

La mirada del nigromante alternaba entre mi espalda y mi rostro.

—Me temo que no tengo buenas noticias sobre tus... heridas —me informó con voz neutral.

No le confesé que había escuchado parte de la conversación, así que me limité a esperar a que me repitiera lo que yo ya sabía: que no había mucho que hacer si no se me permitía ver a un sanador; que la brutalidad de Eudora me dejaría secuelas que marcarían mi piel...

—Tardarán en cicatrizar —empezó, dando un paso hacia atrás y dejando que la distancia quedara más que patente entre ambos—. Los ungüentos que han traído para ti te ayudarán a ello y deberás permitir que las heridas respiren por las noches, dejándolas al descubierto.

No dije una sola palabra y seguí con la mirada al nigromante mientras él tomaba el pequeño tarro que había dejado la esclava antes de marcharse; luego la depositó en mi regazo y regresó a su posición, manteniendo las distancias y provocando que sintiera un pellizco en el pecho.

—Es evidente que un sanador hubiera hecho un trabajo mucho más... efectivo —su mirada se desvió hacia un punto cualquier del interior del dormitorio—, pero no puedo arriesgarme a romper las reglas, Jem.

Porque su abuelo no estaría de acuerdo.

Porque Ptolomeo sabría que los rumores que ya debían circular por dentro de la villa tenían su parte de verdad y eso no le gustaría, ni lo más mínimo.

Ptolomeo había dejado muy claro desde el principio el gran aprecio que sentía hacia su nieto y el modo en que se había volcado en él después de que su hijo muriera, convirtiendo a Perseo en su heredero. Pero eso también traía consigo unos planes que Ptolomeo guardaba para su nieto; planes que ahora se habían engrosado después de que el Emperador le hubiera ofrecido una jugosa alianza por medio de un compromiso con su hija, la princesa.

El poder que podía otorgarle aceptar ese acuerdo era demasiado tentador, y más tras las insinuaciones de Roma sobre las dudas que guardaba aquel maldito usurpador que ocupaba el trono respecto a la fidelidad de la gens Horatia para con el Imperio. Para con el propio Emperador.

El hecho de que Perseo hubiera empezado a resistirse a acatar los deseos de su abuelo, a aceptar de buen grado el compromiso, había levantado las sospechas de Ptolomeo, estaba segura; y eso significaba que estaría más susceptible a cualquier asunto que pudiera estar relacionado con su nieto.

Como que hubiera decidido intervenir en la aplicación de un castigo por parte de Eudora; como que se le hubiera pasado por la cabeza hacer llamar a un sanador para que se ocupara de mi espalda herida.

El silencio se extendió entre nosotros, envolviéndonos como lo haría una pesada manta. Perseo continuaba con la mirada clavada en algún punto del dormitorio y yo había empezado a darle vueltas al tarro que había depositado sobre mi regazo; la situación se estaba tornando incómoda para ambos y ninguno de los dos sabíamos qué decir... o qué hacer.

—Existe otra opción para tus heridas —soltó de improvisto Perseo.

Dejé de juguetear con el objeto que tenía entre mis dedos, intrigada por aquella repentina intervención. Perseo decidió enfrentar mi mirada con la suya, permitiéndome ver la resolución que había aparecido en sus ojos de color azul.

—Yo podría ocuparme de ellas —agregó, mirándome fijamente.

Pero eso supondría atraer atención indeseada sobre mí porque resultaría sospechoso que unas heridas como las mías fueran curadas milagrosamente. Sospechaba que no todo el mundo allí conocía el hecho de que Perseo fuera un nigromante, pero su familia no tendría duda alguna sobre qué había sucedido en realidad si cedía a su idea de permitir que utilizara su magia para encargarse de ellas.

—No puedo permitirlo —me negué, sacudiendo la cabeza—. Te expondrías ante tu abuelo.

Perseo se humedeció el labio inferior, pensativo.

Sus ojos saltaban hacia mi espalda cada pocos segundos, a pesar de que apenas podría ver las heridas que la cruzaban. El diagnóstico de la esclava volvió a repetirse en mis oídos: recuperación lenta. Cicatrices. Un ungüento que me ayudaría con el proceso de cicatrización.

—Podría acelerar el proceso —se ofreció al final, lanzándome una rápida mirada.

El tarro comenzó a dar vueltas de nuevo entre mis manos ante la solución que había presentado Perseo; la idea pronto empezó a circular en mi cabeza, buscando cualquier fallo que pudiera conducirnos al desastre si alguien se daba cuenta de lo que había hecho el nigromante.

—No levantaría las sospechas de nadie —añadió.

Quizá no, reconocí para mí misma. No había visto todavía el aspecto de mi espalda, pero si Perseo empleaba su magia para hacer que la cicatrización de mis heridas se redujera notablemente, haciendo que la efectividad del ungüento que sostenía entre las manos aumentara, podría exponer ante los más escépticos que el asunto no había sido de la gravedad que seguramente creían. Que la sangre le daba aspecto de ser mucho peor de lo que realmente era.

Una excusa plausible que no levantaría las sospechas de nadie, tal y como había afirmado el propio Perseo.

—No me importa hacerlo, Jem —escuché que decía el nigromante en un susurro—: es lo mínimo que puedo ofrecerte...

Porque se sentía culpable. Porque había decidido no romper las reglas establecidas de Ptolomeo trayendo hasta aquí a un sanador para que pudiera encargarse de mis heridas.

Porque esa decisión, para Perseo, había significado anteponer su familia a mí y eso era lo que le estaba generando esa oleada de remordimientos, creyendo que me había fallado de algún modo.

—Gracias, Perseo —fue lo único que pude decir.

El nigromante asintió, de nuevo resguardado bajo su coraza, y se movió para situarse a mi espalda. Contuve la respiración, preparándome para lo que se avecinaba; ya había sentido en mis carnes el poder de Perseo y sabía que no sería un proceso agradable. Pero no me importaba: aguantaba bien el dolor.

Mi respiración se agitó cuando sentí los dedos del nigromante apartando los mechones de la zona, despejándola para poder maniobrar con mayor facilidad; luego, con mayor cuidado, retiró los finos tirantes de mi quitón.

El último obstáculo.

Aspiré una sonora bocanada de aire al percibir el poder de Perseo a mi espalda. Sin embargo, el primer latigazo de su magia de nigromante me pilló desprevenida: un insoportable ardor recorrió la línea de la primera herida, como si estuviera aplicando ascuas calientes sobre mi piel; apreté los dientes en un acto reflejo, sintiendo cómo los ojos se me llenaban involuntariamente de lágrimas.

Me obligué a clavar la mirada en algún punto de la pared, buscando algún modo de abstraerme mientras Perseo continuaba utilizando su magia en mis heridas. El proceso era peor que cuando se encargó de mi antebrazo, corrigiendo lo que el elemental de tierra había hecho con el tatuaje de Al-Rijl.

—No estuve con ningún esclavo —las palabras brotaron sin pensar.

Pensé en la actitud de Perseo y no pude evitar preguntarme si su marcada distancia se debía, en parte, a lo que había escuchado de Eudora. Por eso me había excusado, haciendo uso de una media verdad: no había estado con Darshan del modo en que el ama de llaves había insinuado, aunque sí me había reunido con él a escondidas en las termas para transmitirle la poca información que conseguí reunir.

No podía decírselo porque eso supondría tener de responder a demasiadas preguntas y desvelar demasiados secretos. Perseo no podía saber quién era en realidad: una más de la Resistencia; una enemiga de su señor.

Sentí un pellizco en el pecho que reconocí como culpa: el nigromante estaba enamorándose de una mentira. De una chica que no existía; de una Jem que no era la verdadera.

Una nueva oleada de ardiente dolor me sacudió de pies a cabeza, complicándome mucho mantenerme callada. Ahogué un siseo de molestia y sentí a Perseo retorciéndose a mi espalda, como si se encontrara incómodo. ¿Habría creído a Eudora? ¿Por eso estaba tan distante... tan silencioso?

—Lo sé, Jem —escuché que dijo tras unos segundos—. No he dudado de ti en ningún momento.

Una extraña sensación de alivio se extendió por todo mi cuerpo, paliando levemente el ardor de la magia de Perseo. Luego los remordimientos volvieron a golpearme cuando fui consciente de que él había decidido anteponerme a Eudora y que no había dudado un segundo en emplear su posición contra la mujer, imponiéndose para detenerla.

Ninguno de los dos dijo nada más, dejando que el silencio se cerniera de nuevo sobre ambos.

Me concentré en el tarrito que todavía aferraba entre mis dedos mientras Perseo continuaba ocupándose de mis heridas. El ambiente que nos rodeaba estaba enrarecido, haciéndonos saber que aún quedaban cosas por decir; la discusión que habíamos mantenido se repitió en mi cabeza, recordándome el modo en que había tratado al nigromante.

Lo mezquino y pueril que había sido mi comportamiento.

Pero todos mis pensamientos quedaron en suspenso cuando escuché a Perseo suspirar tras de mí.

—Jedham...

No me gustó que empleara mi nombre completo; no me gustó la sensación que despertó en mi interior, una muda advertencia de que lo que viniera a continuación no sería agradable.

—Tenías razón.

Mi cuerpo se puso rígido y yo me atreví a girar el cuello ligeramente para mirarle. Ignoré el doloroso modo en que la piel me tiró, concentrándome en Perseo, que tenía las palmas extendidas sobre mi espalda y había desviado la mirada.

Aguardé a que el nigromante continuara hablando.

—Respecto a lo de huir juntos, me refiero —agregó—: tenías razón al afirmar que no es tan... sencillo.

Tragué saliva. No había sido justa con él, a pesar de saber que su situación estaba complicándose y que sus responsabilidades no hacían más que crecer, empezando a asfixiarlo; obligándole a lidiar con sus dos identidades y todo lo que conllevaba cada parte de sí mismo.

—Yo tampoco estuve bien —reconocí.

Pero aquello no era lo único que quería decir, y las palabras quemaban en la punta de mi lengua. Palabras que tendría que haber pronunciado en su dormitorio antes de que él me pidiera que le dejara a solas.

—Habría huido contigo —dije, con un nudo en la garganta—. Lo habría hecho de no haber tenido asuntos que me ataran aquí.

Y era cierto: no me habría importado lo más mínimo dejarlo todo atrás si no hubiera cadenas que me retuvieran a la ciudad. Pesados grilletes que llevaban anclándome a aquel sitio desde hacía años.

Por fin sus ojos se enfrentaron a los míos debido a mi repentina confesión, el motivo por el que no podía marcharme de allí. Vi reflejada la sorpresa y, en lo profundo de su mirada, la comprensión; la muda comprensión de una persona que también arrastraba sus propias cadenas.

—Pero me marcharía contigo si no... si no hubiera nada que me lo impidiera, Perseo —le aseguré, consciente de que no se trataba de una mentira.

El nigromante bajó la mirada y se echó hacia atrás.

Me hizo un gesto, indicándome que me pusiera en pie. Con cautela, apoyé las manos sobre el colchón y tomé una bocanada de aire antes de empujarme a mí misma para incorporarme; aguardé a que se desatara esa lluvia de fuego sobre mi espalda, pero solamente sentí un manejable tirón de la piel.

Sabía lo que Perseo quería, lo que buscaba con aquel gesto que me había hecho para que me levantara del catre.

Dirigí mis inestables pasos hacia el espejo, sintiendo el repiqueteo de mi corazón aumentando su velocidad a cada paso que estaba más cerca de la superficie donde me vería reflejada. Me tensé cuando me detuve en mi destino, contemplando mi reflejo: mi rostro enrojecido, la leve humedad que habían dejado mis lágrimas; sin embargo, lo peor no era mi cara.

Gruesas líneas de carne rosada cruzaban mi espalda allá donde la fusta de Eudora me había golpeado. La tela del quitón estaba echada a perder, manchada por la sangre que había perdido a causa de las heridas; pese a ello, el aspecto de los latigazos distaba mucho de la imagen que había recreado en mi cabeza.

Y todo gracias a la intervención de Perseo.

Quien me observaba desde una prudente distancia, con sus ojos azules fijos en los latigazos a los que había curado hasta que adoptaran esa apariencia de estar casi cicatrizados.

—Ya no... ya no duele —comenté—. No como antes.

Contemplé a Perseo combatir consigo mismo y luego cruzar los metros que nos separaban hasta detenerse junto a mí.

—Tendrás que utilizar el ungüento... y cubrírtelas —me explicó, con sus ojos resiguiendo los latigazos con una nueva expresión hermética.

En un arranque de inconsciencia, giré y tomé una de sus manos, sintiendo el ligero temblor que la recorrió ante el contacto. Por unos instantes temí que se apartara, que volviera a tomar distancia, pero sus dedos se enroscaron en los míos y sus ojos regresaron a mi rostro, quedándose ahí.

—Eres importante para mí, Perseo —confesé.

Pero no tanto como tu venganza, canturreó una vocecilla dentro de mi cabeza.

* * *

Ah, menudo conflicto tiene montado Jem entre Perseo-venganza-Perseo

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