❈ 48
Me desperté al amanecer, enredada con el cuerpo desnudo de Perseo y ambos cubiertos por las cálidas mantas de su cama. Tras ver el deplorable estado emocional en el que se encontraba Perseo, había decidido permanecer a su lado el resto de la noche; decisión en la que después me reafirmé cuando el nigromante me aferró, demostrándome que no quería estar solo. Que me necesitaba.
Las primeras luces de la mañana iluminaron la habitación, advirtiéndome de que no tenía mucho tiempo si quería volver a mi propio dormitorio para prepararme; por no hacer mención de los esclavos que habrían madrugado y que ya estarían pululando por la casa para realizar sus tareas.
Intenté moverme con sigilo, procurando no hacer movimientos bruscos que pudieran despertar a Perseo, pero los brazos del nigromante se apretaron con firmeza alrededor de mi cintura. Maldije para mí misma: Perseo siempre había mostrado tener predisposición por el sueño ligero.
Todo mi cuerpo se quedó congelado cuando sentí a mi espalda al nigromante, la cálida caricia de su aliento en la piel expuesta de mi cuello. Di gracias en silencio de que no pudiera ver mi rostro completamente sonrojado.
—Huyamos juntos, Jem —su petición rebajó de golpe el calor que había empezado a arder dentro de mí—. Viajemos lo más lejos posible, donde podamos crear una nueva vida sin emperadores y muerte.
Mordí el interior de mi mejilla al ser consciente de la huella de tristeza que se adivinaba en su voz. ¿Habría llegado a esa conclusión en algún momento de la noche? ¿Realmente estaba dispuesto a dejarlo todo...?
¿Estaba hablando en serio o se trataba de la frustración que le acompañaba desde ayer, después de ser consciente de lo ciego que había estado en el pasado respecto a quién le habían obligado a ser?
Giré la cabeza para poder observarlo por encima del hombro. Me sorprendió encontrar marcas oscuras bajo sus ojos, señales de que no había sido una noche fácil; que su mente no le había dado tregua ninguna, atormentándolo con todo lo que había sucedido. Con todo lo que había hecho.
—Le partirías el corazón a tu familia —repuse, pensando en Ptolomeo y en Roma.
La mirada de Perseo se enturbió cuando la mencioné. Sabía por los chismorreos que había tenido problemas con su abuelo debido a sus posturas, tan contrarias la una de la otra; también sabía que el problema de aquella separación entre ambos radicaba en la oferta que les había hecho llegar el Emperador mediante la nigromante, un jugoso compromiso entre la princesa y el propio Perseo.
Un compromiso que el heredero de Ptolomeo se negaba a aceptar.
—Quizá haya llegado el momento de que piense un poco más en mí.
Rodé de costado hasta quedar cara a cara con Perseo, pudiendo ver desde mucho más cerca su rostro fatigado y las ojeras que habían aparecido bajo su cansada mirada.
—Necesitas descansar —le recomendé—. Entonces pensarás con más claridad.
Mi respuesta no pareció satisfacer a Perseo, quien entrecerró los ojos con sospecha.
—¿No huirías conmigo? —me preguntó.
Me quedé en silencio, consciente de que el nigromante había estado hablando totalmente en serio al pedirme que nos fugáramos. Pero ¿podía hacerlo? ¿Podía darle la espalda a todo por lo que había estado luchando aquellos años? El corazón empezó a retumbarme dentro del pecho.
¿Podía renunciar a mi venganza, ahora que estaba tan cerca?
—Perseo...
Su rostro se endureció.
—Te he hecho una pregunta sencilla, Jedham —replicó, interrumpiéndome.
El modo que tuvo de hablarme, ese maldito tono que había escuchado a multitud de perilustres cuando se dirigían a alguien que creían inferior, hizo que apretara los puños, casi deseando estampar uno de ellos en su rostro. Perseo no era consciente de lo que estaba diciendo, no sabía qué implicaba todo aquello; para él era tan sencillo como chasquear los dedos.
Iluso.
—¿Y dónde iríamos? —le espeté, malhumorada—. Tendríamos a todo el maldito Imperio detrás porque tu abuelo jamás permitiría que desaparecieras; eres su maldito heredero, por todos los dioses: no renunciaría a ti ni por todo el oro del mundo.
Ptolomeo no descansaría hasta encontrarle, estaba segura. El hombre era muy protector con su familia, en especial con su nieto; no en vano era el único varón de su sangre que podía sucederle cuando llegara el momento. Y eso suponía no dejarle escapar, mantenerlo siempre a su lado.
El rostro de Perseo se mantuvo imperturbable, aumentando mi enfado por su forma de afrontar las cosas. ¿Acaso no lo había aprendido desde que era niño? ¿Acaso no sabía que Ptolomeo buscaría por tierra, mar y aire hasta dar con él? Si huíamos, seríamos fugitivos; seríamos buscados y siempre tendríamos que estar mirando por encima de nuestro hombro, con el temor de ser descubiertos.
—Assarion —escuché que decía.
Solté una risa despectiva, asombrada por su inocencia... o su estupidez, según se viera.
—Assarion —repetí con un deje burlón—. Por todos los cielos y por Hesiod, ¿realmente te estás escuchando?
Los ojos azules de Perseo se tornaron fríos, ocultándose de nuevo en su coraza.
—¿Por qué no eres directa, Jedham? —me espetó con dureza—. ¿Por qué no eres capaz de decirme que no huirías conmigo?
Sentí como si alguien hubiera vaciado un enorme balde de agua congelada sobre mi cabeza. Toda la bravura que antes había mostrado se esfumó de golpe, sabiendo que el nigromante había conseguido hundirlo todo con dos simples preguntas; le miré, sin saber qué responder.
Sin tan siquiera conocer mi propia decisión al respecto.
—No es tan sencillo, Perseo —en mis oídos mi propia voz sonó como la de una niña pequeña. Alguien que no tenía los suficientes argumentos para apoyar su decisión.
Una sombra de dolor cruzó su mirada antes de que se apartara de mi lado y me diera la espalda, sentándose al borde de su cama. Contemplé sus músculos, el tatuaje que lucía entre los omóplatos y que lo señalaba como nigromante; sabía que tenía que decir algo más, pero mi cabeza se había convertido en un hervidero.
Abrí la boca para disculparme, pero Perseo se me adelantó:
—Deberías marcharte, Jedham.
Se me formó un nudo en la garganta al escuchar su tono indiferente, pero no discutí. Aparté las mantas y me deslicé fuera de la cama, en dirección al baño, donde me esperaba mi pila de ropa; no me molesté en cerrar la puerta, simplemente me di prisa en colocarme el quitón arrugado y recoger las horquillas del suelo.
Colgué las sandalias de mis dedos y salí del baño.
Perseo continuaba en la misma postura, con el rostro hundido entre sus manos y sin intenciones de dirigirme la palabra. El peso bajó desde la garganta hasta el estómago, cayéndome como si fuese una piedra; sabía que le había hecho daño al no darle una respuesta, pero ¿cómo iba a hacerlo si no lo tenía claro? ¿Cuando había demasiadas cosas que me ataban a esa maldita ciudad?
Me marché apresuradamente, intentando que la situación no se tensara más de lo que ya se encontraba. Una vez estuve en el pasillo, me llevé una mano al pecho, sintiendo el contorno del colgante de mi madre bajo la tela, clavándoseme en la palma y haciendo que recordara lo mucho que la echaba de menos; lo mucho que la necesitaba ahora... Porque estaba confundida y necesitaba consejo.
Regresé a mi dormitorio sin prestar casi atención, deseando poder colarme entre las mantas de mi catre y quedarme allí el resto del día. Sin embargo, mi ausencia alertaría a Aella y no quería llamar la atención.
Lancé las sandalias con brusquedad y me dirigí al tocador junto cuando alguien aporreó insistentemente a la puerta. Sin darme siquiera tiempo a responder, la persona que esperaba afuera entró, haciendo que mis ojos se abrieran de par en par por la sorpresa... y la confusión.
Eudora me recorrió de pies a cabeza con su desdeñosa mirada, dedicándome una sonrisa llena de petulancia, antes de adentrarse en mi habitación, eliminando la distancia que había entre nosotras en un par de zancadas; su mano me aferró por la muñeca como si fuera un grillete, saltando todas mis alarmas.
—Te creía más inteligente.
Aprovechándose de mi confusión, tiró con brusquedad de mi muñeca, haciendo que trastabillara al intentar seguirla para no caer al suelo. Aturdida por su llegada y por la discusión que había mantenido con Perseo antes de abandonar su dormitorio, no pude hacer otra cosa que seguirla mientras mi mente buscaba explicación a su repentina aparición y el hecho de que estuviera arrastrándome hacia el pasillo.
De manera inconsciente planté mis pies en el suelo, resistiéndome.
Eudora me miró por encima de su hombro con una expresión molesta antes de que su mano restallara contra mi rostro.
—Sigue caminando —me espetó.
Pero la bofetada me había ayudado a salir del entumecimiento, devolviéndome al presente. ¿A qué se debía aquella conducta por parte de Eudora? «Te creía más inteligente», había dicho... Un escalofrío de pánico me bajo por la espalda al repetir sus crípticas palabras dentro de mi cabeza.
¿Y si habían descubierto que yo estaba implicada en la muerte de Vita?
¿Y si Roma había decidido inculparme, decidiendo que yo no era más que un problema para su hijo?
Eudora me condujo por las escaleras destinadas a los esclavos, descendiendo hacia la planta baja de la casa y dirigiéndonos después hacia las cocinas. Las mejillas me ardieron cuando las personas que se cruzaban en nuestro camino se detenían para contemplarnos pasar, todos ellos con un brillo de pena o interés; no fui tan estúpida de montar un escándalo, como tampoco pedí ayuda.
La grava se me clavó en las desnudas plantas de mis pies cuando cruzamos las cocinas y salimos al patio por el que aquel mayordomo me había conducido el primer día, después de que la propia Eudora le avisara que no quería verme aparecer por la puerta principal; mis ojos no paraban de moverse en todas direcciones, buscando cualquier pista que pudiera indicarme si todo aquello tenía algo que ver con la muerte de Vita.
Perdí el equilibrio y caí de rodillas cuando Eudora me soltó, colocándose frente a mí con una expresión de deleite. Alcé la mirada hacia su rostro, incapaz de hablar... o de actuar tal y como yo quisiera.
—Supongo que no es fácil para ti dejar atrás tu pasado —me dijo, con acritud, y el corazón se me detuvo unos instantes—. Las relaciones carnales no están permitidas bajo ningún concepto: esto no es ningún burdel, aquí no puedes ofrecerte como si fueras un pedazo de carne.
—Yo no...
El dorso de la mano de Eudora me golpeó de nuevo, impidiéndome hablar y defenderme de esas acusaciones. Reprimí un gruñido de dolor cuando sentí que la mejilla donde me había abofeteado parecía latirme con vida propia, demostrándome las ganas que tenía la mujer de castigarme. De humillarme.
—No te he dado permiso para hablar.
Apreté los puños, aferrando la gravilla que había bajo mis palmas, de pura frustración. Esa maldita excusa... Eudora la empleaba a todas horas para justificar su desproporcionada maldad, su tendencia a utilizar la violencia física para castigar cualquier error que se cometiera.
—Un esclavo afirma haberte visto salir de las termas seguida de un muchacho —la acusación de Eudora me dejó paralizada en el sitio, con el corazón aporreándome las costillas.
Una corriente de miedo se expandió por mi cuerpo ante el peligro que suponía que alguien nos hubiera descubierto a Darshan y a mí, delatando que no habíamos tenido el suficiente cuidado a la hora de movernos. ¿Y si había llegado a escucharnos? ¿Qué sucedería en tal caso?
Los dedos de Eudora se hundieron con saña en mi cabello, obligándome a alzar la mirada hacia sus ojos relucientes. No era ningún secreto que nunca había terminado de gustarle, que su odio hacia mí había empezado desde el mismo momento en que puse un pie allí, acompañada por aquel mayordomo que Perseo había enviado a buscarme a mi propio hogar; y yo había intentando ceñirme a mi papel allí, intentando no cruzarme en su camino.
Por mucho que ella se hubiera empecinado en lo contrario.
—No he estado con ningún hombre —haciendo caso omiso a mi instinto, hablé para defenderme de las acusaciones de Eudora. Me refugié en aquella media verdad: no había estado con Darshan, no del modo en que la mujer creía—. Os lo juro.
Mi osadía fue recompensada por un brusco tirón en mi cabello y la seca orden de que me pusiera de nuevo en pie. Mis palabras habían caído en el olvido, como si nunca hubieran sido pronunciadas; Eudora estaba ávida por salirse con la suya y nadie me salvaría de mi destino.
Ni siquiera yo misma si quería continuar adelante con la misión que se me había encomendado y que me había brindado una oportunidad de poder llevar a cabo mi venganza después de que hubiera descubierto que Roma era la madre de Perseo.
—Mentiras —me exhortó Eudora—. Si fueras inteligente, cerrarías la boca y aceptarías el castigo.
El castigo era inamovible, por mucho que negara las acusaciones, sería castigada y sería la propia Eudora quien se encargaría de aplicármelo. Y no me cabía duda de que disfrutaría de hacerlo.
La mujer me arrastró hasta que rodeamos la propiedad, alcanzando el patio donde trabajaban los esclavos. El estómago se me agitó cuando vi a un nutrido grupo de hombres y mujeres allí reunidos, todos con expresiones casi parejas de conocimiento, de saber por qué habían sido llamados; en sus miradas se reflejó la tristeza al verme entre las garras de Eudora, cuya expresión casi rozaba una sádica satisfacción.
Los que se encontraban más cerca de nosotras retrocedieron un paso cuando la mujer me condujo a través de ellos, llevándome hacia el centro, desde donde todos podían contemplarme y aprender la lección. La tierra volvió a clavárseme en las pequeñas heridas que se habían abierto en mi piel cuando Eudora me empujó en el camino, antes de dirigirme hacia allí, donde aguardaba nuestro público.
Mordí el interior de mi mejilla hasta saborear mi propia sangre, procurando mostrar una imagen resuelta ante todos aquellos esclavos que me observaban. Mis ojos recorrieron las filas de personas que tenía más cerca, preguntándome si el traidor se encontraría entre ellos. ¿Quién me había visto?
¿Quién había hablado, delatándome frente a la mujer?
Mis pensamientos quedaron en suspenso cuando sentí la presencia de Eudora a poca distancia, a mi espalda. Sus dedos se desenrollaron de mi cabello y sus uñas se pasearon por mi nuca, erizándome el vello; todo lo que nos rodeaba se encontraba sumido en un silencio demasiado pesado. Casi asfixiante.
—Todos vosotros deberíais sentiros afortunados y terriblemente agradecidos con el dominus —la voz de Eudora rompió el ambiente, haciendo que todos mis músculos se convirtieran en piedra—. Servir a esta familia es un gran honor pero, al parecer, algunos no lo entienden... o no quieren entenderlo. Creen que están por encima de ello, no saben cuál es su lugar.
»Las normas existen por un motivo y deben ser respetadas. Sin embargo, ha habido alguien que ha decidido romperlas, escupiendo en la mano de nuestro amado dominus; desechando la amabilidad que ha mostrado al aceptarla, brindándole un lugar y un futuro que no habría podido conseguir en las calles de la ciudad —sentí la incendiaria mirada de Eudora clavada en mi nuca—. Ser doncella no supone estar por encima de las normas. Ser doncella no significa salir impune cuando se ha fallado. Por eso mismo la señorita Devmani será castigada por haber desobedecido las normas.
Un rugido estalló en mis oídos, dando voz a la rabia que sentía en aquellos instantes. A mi espalda escuché a Eudora moverse, haciendo que mi pulso se disparara al no saber qué iba a suceder; la mujer había sido tajante cuando me había advertido que sería castigada, desoyéndome y acusándome de ser una mentirosa.
Mis dientes se clavaron con fuerza en mi labio inferior mientras el silencio volvía a extenderse a nuestro alrededor.
—La señorita Devmani recibirá diez latigazos por la infracción —anunció Eudora.
Entonces, sin tan siquiera dar un aviso, algo restalló contra mi espalda con violencia, haciendo que mi cuerpo saliera disparado hacia delante debido a la sorpresa y a la fuerza que Eudora había empleado para aplicarme el primer latigazo de mi castigo.
Un gemido ahogado se escapó de mis labios, intentando contener la náusea de mi estómago y el ardor que se extendió por toda mi espalda.
—Si escucho cualquier sonido, te golpearé una vez más.
Su amenaza caló en mis huesos, obligándome a apretar los dientes con rabia, intentando contener los gritos que pugnaban por escaparse desde mi garganta mientras Eudora me despellejaba la espalda con la fusta con la que estaba golpeándome. Los esclavos que me rodeaban tampoco se atrevían a hacer ningún tipo de sonido, temerosos de que la herramienta de castigo de Eudora pudiera alcanzarles, aun sin haber cometido ninguna infracción.
Otra oleada de dolor me sacudió de pies a cabeza cuando la mujer volvió a golpearme, arrancándome un siseo que, rezaba a todos los dioses, ella no hubiera podido escuchar. Las manos me temblaron por el esfuerzo de mantenerme inmóvil y permitir que Eudora siguiera saciando su sed de venganza, disfrutando de cada latigazo. Ansiando ver cómo manaba la sangre de las heridas que seguramente me provocaría.
El tiempo pareció alargarse entre golpe y golpe. La visión se me nubló unos instantes a causa de la agonía y del esfuerzo que me suponía mantener la boca cerrada; la sangre había comenzado a cubrir mi piel en algún momento, destrozando el quitón y manchándolo de rojo. En mi propia boca podía notar su sabor a metálico después de haberme mordido con demasiada fuerza el labio.
En mi cabeza lo único que existía era el conteo de golpes que debían restar hasta terminar el castigo, cuando podría ser capaz de derrumbarme y dejar salir todo lo que estaba reteniendo.
Mi cuerpo se puso en tensión de manera inconsciente, aguardando al siguiente latigazo. Sin embargo, el estrépito que se formó a mi espalda me indicó que algo había sucedido, impidiendo que Eudora continuara con su tortura. Con esfuerzo, sintiendo los músculos del cuello rígidos, giré un poco la cabeza para descubrir a Eudora con el rostro pálido y sus ojos clavados en alguien que se acercaba hacia aquel nutrido grupo.
Los brazos estuvieron a punto de fallarme cuando pensé en la posibilidad de que el recién llegado fuera el propio Ptolomeo, pero mi corazón se detuvo cuando reconocí a la persona que se encontraba a algunos metros, con toda su atención puesta en una muda Eudora que se aferraba a la fusta como si fuera un bote salvavidas.
La mirada de Perseo era fría y su rostro estaba inexpresivo, tal y como había aprendido como nigromante. Su mortífero poder brotaba en oleadas desde todo su cuerpo, permitiéndonos al resto que lo sintiéramos en nuestros propios huesos, advirtiéndonos de ese modo de que podría usarlo en cualquier momento.
No se molestó tan siquiera en dirigirme una breve mirada, como yo tampoco traté de llamar su atención.
—¿Qué significa esto? —su voz sonaba aparentemente tranquila, pero había un punto de dureza en el fondo de sus palabras.
Eudora se cuadró de hombros frente a uno de sus señores, el que algún día ocuparía el puesto de su abuelo.
—Estábamos aplicando un castigo a una de las doncellas descarriladas de su prima, amo —se excusó, comedida y formal.
Los ojos de Perseo se desviaron en mi dirección, que frunció el ceño al contemplar mi espalda desgarrada por los golpes y la sangre que había por toda mi espalda.
La discusión que habíamos mantenido aquella misma mañana, antes de que Eudora viniera a buscarme, se repitió dentro de mi cabeza y sentí un ramalazo de miedo. ¿Dejaría que Eudora continuara con los golpes? ¿La detendría?
—Quiero saber el motivo —exigió Perseo.
Los labios de Eudora se fruncieron, sorprendida por el aparente interés que estaba mostrando el joven amo respecto a cómo llevaba a cabo sus responsabilidades. ¿Era la primera vez que intervenía en este tipo de situaciones? ¿Por eso la mujer parecía tan sorprendida y algo contrariada? Me estremecí cuando los fríos ojos de Perseo volvieron a desviarse hacia donde yo me encontraba paralizada, sintiendo un ardor infernal allá donde la fusta de Eudora me había golpeado una y otra vez.
—Amo, no creo...
—He dicho que quiero saber el motivo —Perseo interrumpió a Eudora y su tono de voz hizo que el frío se extendiera por mi piel.
La mujer pareció encogerse sobre sí misma, atemorizada. Incluso la mano en la que sostenía su maldita fusta tembló cuando oyó la amenaza implícita en el tono de su señor: no le convenía contrariarle. Su futuro se encontraba en las manos de Perseo y él no era un heredero común, sino algo más.
—Rompió una de las reglas, amo —dijo y Perseo apretó los labios, contrariado por no haber logrado arrancarle una respuesta menos vaga; Eudora fue consciente de ese ínfimo gesto y de las posibles consecuencias que podrían derivar de no contentar a uno de sus señores—: mantuvo relaciones con uno de los esclavos, aun sabiendo que cualquier confraternización estaba más que prohibida.
La mirada de Perseo volvió hacia donde yo me encontraba tendida, observándolo todo e intentando no desmayarme del dolor. Tras ese poderoso muro no puede ser capaz de adivinar lo que debía estar pasándosele por la cabeza. ¿Creería a Eudora?
—Supongo que habrás comprobado la veracidad de la historia —el pulso se me disparó cuando la mujer abrió mucho los ojos, delatándose.
A Perseo tampoco se le pasó por alto.
—Mi señor, hay rumores sobre ella... sobre su procedencia —las excusas brotaron atropelladamente de la boca de Eudora, sabiendo que había cometido un error—. Confío en la fuente que me hizo llegar la información.
—Me gustaría saber quién es esa fuente, Eudora.
Los nervios se dispararon en la mujer, demostrando lo reacia que se encontraba ante la idea de compartir quién le había dicho que yo me había encontrado con un esclavo en las termas, permitiéndole a ella tergiversar la historia a su modo para conseguir su propósito de castigarme con brutalidad.
Perseo ladeó la cabeza, consciente de la renuencia de la ama de llaves.
—Mi abuelo se sentiría decepcionado de averiguar sobre estas irregularidades a la hora de castigar a una de las doncellas de Aella —la mujer bajó la cabeza, derrotada—. Es evidente que te has sobrepasado de tus límites, golpeándola por un hecho que ni siquiera sabemos si ha sucedido. ¿Quién fue el esclavo con el que supuestamente estuvo? ¿Quién es la persona que te hizo llegar ese rumor? No has cumplido bien con tu comedido, Eudora: te has extralimitado y, por ello, también serás castigada.
Contra mis propios pronósticos, la mujer no trató de convencer a Perseo para que fuera perdonada: fiel a sus votos, sabiendo lo que sucedería en caso de que los rompiera, enfrentaría las consecuencias de sus errores del mismo modo que ella obligaba a los esclavos a enfrentarlos.
Eudora se dobló en una reverencia, dejando en las manos de Perseo su situación y futuro.
—Levin —la voz de Perseo sonó demandante y uno de los esclavos abandonó su lugar dentro del cúmulo de personas que continuaban allí reunidas—. Ayuda a la chica.
Procuré que el modo en que se refirió a mí no me molestara. El hombre que atendía al nombre de Levin se apresuró a llegar hasta mí; sus brazos me rodearon con cuidado los hombros, intentando esquivar la zona abierta de mi espalda. Un siseo de dolor se me escapó entre los dientes cuando empezamos a caminar, cuando cada maldito movimiento hacía que la piel herida se estirara, aumentando la agonía.
Dioses, ¿cuántas veces había logrado golpearme Eudora antes de que Perseo apareciera?
Levin hizo que nos detuviéramos cerca de donde aguardaba el nigromante, que despachó a la multitud con un simple gesto de cabeza. Los ojos de Perseo volvieron a mí, recorriéndome de pies a cabeza; me mordí el interior de la mejilla con fuerza, dispuesta a no flaquear ante su escrutinio. Por mucho que quisiera derrumbarme y quedarme allí, aovillada.
—Acompáñala a su dormitorio.
La decepción me inundó cuando entendí que él no iba a acompañarnos. Levin asintió, solícito, y reanudó la marcha hacia el camino por el que Eudora me había conducido minutos antes; mi espalda ardía a cada paso que daba y mi visión empezó a oscurecerse. Casi podía sentir la sangre deslizándose por mi piel, haciendo que las heridas por los golpes de la mujer se abrieran cada vez más.
Entonces las piernas me fallaron, haciendo que Levin perdiera el equilibrio y ambos nos precipitáramos hasta el suelo.
El esclavo masculló una imprecación antes de que unos brazos me tomaran con firmeza, asegurándome contra un pecho que no pertenecía a Levin. El hombre miró a Perseo con miedo e intriga, seguramente preguntándose por qué su señor se tomaba la molestia de cargar conmigo. Sin embargo, tuvo la buena idea de no hacer una sola mención al respecto.
—Ve a buscar al sanador —le ordenó Perseo, impaciente—. Yo me encargaré de que llegue a su dormitorio.
La mirada de Levin saltó de uno a otro, temeroso.
—El sanador no la atenderá, amo —dijo con un hilo de voz—: ella forma parte del servicio y el dominus prohibió que cualquiera de nosotros acudiera a él.
La mandíbula de Perseo se endureció al saber que el esclavo llevaba razón: Ptolomeo no malgastaría a sus sanadores en gente como nosotros. Lo reservaría para cualquier miembro de su familia, no para el servicio.
—Busca a alguien que pueda hacerse cargo de las heridas —le espetó—. Rápido.
Levin asintió y desapareció de mi campo de visión, raudo por cumplir con las órdenes que había recibido por parte de su señor. La máscara de indiferencia que había cubierto los rasgos del nigromante cayó en el momento en que fue consciente de que nos habíamos quedado solos.
—Dioses, Jem —la preocupación se abrió paso en su semblante—. He llegado demasiado tarde.
Traté de negar con la cabeza, pero todo lo que me rodeaba parecía haberse vuelto inestable. El arrepentimiento me golpeó con contundencia, recordándome el modo en que había desconfiado de Perseo, creyendo que se quedaría a un lado, contemplando cómo Eudora proseguía con su sangrienta tarea; sin embargo, el nigromante se había enfrentado a la mujer, deteniéndola.
Por mí, a pesar de las cosas horribles que había dicho.
A pesar de las dudas que había mostrado cuando él me había ofrecido la oportunidad de huir.
—No merezco tu ayuda —logré decir antes de desmayarme.
* * *
Ahora mismo estamos tal que así con Eudora:
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