❈ 46
Roma.
Roma
Roma.
Aquel nombre golpeó dentro de mi cabeza como lo haría un martillo, haciendo que todo se tambaleara a mi alrededor. La mujer que tenía ante mí era la responsable de la muerte de mi madre, la nigromante a la que había jurado que haría pagar por ello; la mujer que me sostenía había sido la encargada de irrumpir en el mercado aquella mañana, tantos años atrás, para llevarse a mi madre. Haciéndola desaparecer.
Salí de mi estupor al recordar mis promesas, mi juramento de venganza. Sin embargo, aún seguía conmocionada por aquel turbio descubrimiento: Roma era la madre de Perseo. Aquella mujer que me miraba con una expresión de auténtica preocupación era la puta del Emperador.
El grito de Ptolomeo llamándola se repitió, en esta ocasión más cerca de donde nos encontrábamos. Mis ojos lograron apartarse del rostro casi cubierto de Roma, bajando hasta el suelo, donde estaba tendido el cadáver de Vita; una muerte que correspondía a aquella maldita nigromante.
La madre de Perseo.
Aquel pensamiento parecía habérseme quedado grabado en la cabeza, repitiéndose en bucle. Una parte de mí no era capaz de concebir que Perseo compartiera lazos de sangre con la mujer a la que había jurado matar en venganza por el asesinato de mi propia madre; de manera inconsciente me vi asolada por aquellos años en los que decidí unirme a la Resistencia, en lo poco que había conseguido averiguar sobre la misteriosa nigromante que compartía cama con el Emperador. Su perra preferida, como decían algunos insidiosos susurros en la ciudad.
Los ojos plateados de Roma —ya no era capaz de llamarla de otro modo, ahora que conocía su verdadera identidad— me miraron antes de que sintiera sus manos empujándome con brusquedad por los hombros, provocando que retrocediera hasta acabar en uno de los recovecos que había en el pasillo y que servía para lucir los bustos de algunos antepasados de la familia.
—No digas una sola palabra —me advirtió, a pesar de que seguía estando muda de la impresión tras pronunciar su nombre—. No te muevas.
Se apartó de mi improvisado escondite y la vi dando un ligero toquecito con la punta de su bota al cuerpo de Vita justo en el momento en que los pesados pasos de Ptolomeo alcanzaban aquel rincón del pasillo.
Me tensé entre las sombras, temiendo que algo saliera mal.
—¿Qué significa esto? —tronó la poderosa voz de Ptolomeo al descubrir el cuerpo de una de las doncellas de su nieta tendido en el suelo. Quizá sabiendo que sin pulso.
Desde mi escondite solamente podía ver a Roma, que se encogió de hombros indolentemente bajo la pesada capa que llevaba.
—Me ha atacado —declaró— y yo me he defendido.
Oí el estrépito antes de ver a uno de los mayordomos, el mismo que había recibido a Roma en aquella primera ocasión, se arrodillaba junto a Vita y trataba de encontrarle el pulso. El hombre alzó la cabeza hacia su señor y negó varias veces, respondiendo a la silenciosa pregunta de Ptolomeo.
El abuelo de Perseo dio un amenazador paso hacia Roma, quien no pareció en absoluto atemorizada por ello.
—La has matado —gruñó.
La nigromante ladeó la cabeza y pude ver que esbozaba una media sonrisa.
—Ella ha intentado hacer lo mismo conmigo —replicó, para luego añadir—: ¿Has estado prometiendo favores a cambio de mi cabeza?
A pesar de que sonó como un comentario jocoso, en el fondo de sus palabras se advertía una sutil amenaza. No era ningún secreto que Ptolomeo detestaba a Roma y que había intentado separarla por todos los medios de su hijo, pero ¿habría sido capaz de ello? ¿Habría hecho promesas de peso si alguien conseguía acabar con la vida de la nigromante?
Ptolomeo no respondió a la pregunta, lo que dejó una pequeña duda en el aire.
—¿Qué estás haciendo aquí, Roma? —preguntó el hombre.
—Mientras mi hijo sigue con el Emperador, él me ha enviado aquí para ver cómo iban las cosas —respondió la otra, pero no sonó sincera.
Estaba mintiendo.
—¿Le has hecho creer al Emperador con tus malas artes que podemos estar traicionándole? —casi gritó Ptolomeo.
Otro paso y el quejido que dejó escapar el hombre cuando Roma alzó una mano, deteniéndolo en seco gracias a su poder como nigromante. La capucha que cubría su cabeza cayó, liberando aquellos bucles oscuros que yo había visto en el retrato que Perseo guardaba en su dormitorio.
—¿Tienes algo que temer, Ptolomeo? —insinuó la mujer—. ¿Será que los rumores de tus enemigos te han señalado, convirtiéndote en un posible obstáculo para nuestro señor?
Vi cómo los dedos de Roma se doblaban hacia su palma, haciendo que el hombre al que tenía prisionero en su propio cuerpo emitiera un sonido ahogado, casi de asfixia.
—Deberías saber, Ptolomeo, que yo jamás iría contra los intereses de la familia Horatia —prosiguió ella con voz peligrosa—. A ojos de la Ley sigo siendo una de vosotros, por mucho que tú quieras negarlo.
—Entonces, ¿qué... qué haces aquí...? —preguntó el abuelo de Perseo con evidente esfuerzo.
—Ya te lo he dicho: el Emperador me ha enviado aquí —repitió Roma con impaciencia—. Al parecer alguien le dijo que ibas a tener invitados especiales esta noche... y quería saber si era cierto.
Ptolomeo jadeó ante la presión de la nigromante.
—Los visitantes de Assarion están aquí por la gracia del Emperador —declaró el hombre, desvelando la identidad de sus invitados. Aquellos a los que el Usurpador tenía tanto interés por conocer—. Es pura diplomacia, vinieron ellos a nosotros.
—Interesante —fue lo único que dijo Roma antes de soltar a Ptolomeo de su agarre.
Oí al abuelo de Perseo tomar una gran bocanada de aire.
—Sabes que somos fieles al Emperador —aseguró el hombre con tono ronco—. Que jamás intentaríamos traicionarle...
Porque Ptolomeo sabía el destino que correría si lo hacía: su gens desaparecería, sería erradicada, del mismo modo que el Usurpador había hecho con todas aquellas conformadas por ramas de nigromantes que podrían haber intentado apartarlo de su recién ganado trono.
Tal y como había afirmado Roma en el pasado, la fidelidad de Ptolomeo era forzada, basada en el miedo de las consecuencias.
La nigromante ladeó la cabeza en un gesto casi depredador, contemplando al abuelo de Perseo. Su máscara resplandeció bajo las antorchas fijadas en las paredes; los presentes parecían haberse olvidado de Vita y la tensión que llenaba el ambiente podía cortarse con un cuchillo. En especial después de que Roma hubiera insinuado que el Emperador guardaba serias dudas sobre la fidelidad de Ptolomeo y su familia; cuando ello podía desembocar en el mismo final que aquellas gens que se convirtieron en un problema para el Usurpador.
—¿Estás apelando a mí, Ptolomeo? —preguntó.
No en vano ella era la puta del Emperador, su amante. La mujer que había conseguido obtener más poder gracias a la nueva posición dentro de la corte y no parecía darle la menor importancia a las morbosas historias que corrían sobre aquella relación, por no hacer mención de los rumores sobre su futuro, ahora que la Emperatriz había dado un heredero varón a su esposo y sus responsabilidades ya habían sido cumplidas satisfactoriamente.
Si Ptolomeo quería tener una oportunidad frente al Emperador, Roma era su única salida, por mucho que odiara esa idea. Por muy difícil que le resultara dejar su odio y orgullo a un lado, la nigromante era su aliada en aquel turbio asunto.
—Como tú bien has dicho: somos tu familia —repitió Ptolomeo, con evidente esfuerzo—. No en vano te dimos un apellido, no en vano te convertimos en Roma Horatia.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar su nombre completo, lo mismo que el resentimiento que impregnaba cada palabra que el hombre había pronunciado. Entendí que la madre de Perseo, al igual que yo, debía proceder de una familia humilde, que no era ninguna perilustre por nacimiento, sino por matrimonio; Aella me había confesado que la historia entre los padres de Perseo no había sido tan bonita como todo el mundo creyó en su momento, pero que ambos se habían querido con sinceridad.
—Pídemelo bien —ronroneó Roma, disfrutando de la situación.
Hubo una pausa antes de que la voz de Ptolomeo llegara hasta el rincón donde continuaba estando oculta, siendo una testigo muda de aquella conversación tan reveladora. En aquel momento caí en la cuenta de que aquella información —las sospechas que tenía el Emperador respecto a la gens Horatia, la interesante visita que procedía de Assarion— podría resultar de utilidad a la Resistencia y sentí que mi corazón se aceleraba por aquel pensamiento, disipando la sombra que me había acompañado durante aquellos días en los que únicamente había realizado tareas domésticas para Aella.
—Por... favor.
Aquello pareció ser suficiente para la nigromante, ya que sus labios se curvaron en una media sonrisa cargada de una perversa satisfacción y volvió a encogerse de hombros, un gesto que podía significar muchas cosas.
—No prometo nada, Ptolomeo —sus palabras fueron como un jarro de agua fría para el abuelo de Perseo—. Pero haré todo lo que esté en mi mano.
Una vaga promesa. Algo que no fue suficiente para el hombre pero que, debido a la situación, a la desventaja que tenía frente a ella, optó por no presionar; murmuró unas palabras que no alcancé a distinguir en dirección a su mayordomo quien, con ayuda del tercer hombre que en todo aquel tiempo se había mantenido en silencio, cargaron con el cuerpo de Vita para llevárselo de allí.
Dejando a solas a Roma y Ptolomeo, que se observaron el uno al otro como auténticos depredadores.
—Desde ahora en adelante deberías tener mayor cuidado con las personas que tienes a tu servicio —dijo la nigromante, pensativa—. El próximo podrías ser tú.
El abuelo de Perseo no respondió a la provocación, simplemente se limitó a advertirle que la quería fuera de la propiedad antes de dar media vuelta y alejarse por el pasillo, quizá con intenciones de solucionar todo el asunto que había generado la muerte de la doncella de Aella.
Roma no movió ni uno solo de sus músculos hasta que no estuvo completamente segura de que nos encontrábamos de nuevo sin nadie que pudiese interrumpirnos. Se dirigió entonces hacia el rincón donde yo estaba escondida, apretada contra la pared y pasando desapercibida, y me tendió una mano.
Mis ojos saltaron de los suyos, aquellos iris de color plateado que me contemplaban con atención y algo de impaciencia, a la mano que todavía estaba en el aire, a la espera de que la aceptara. Recorrí sus largos dedos, sabedora de lo mortíferos que podían llegar a ser; sabedora de que habían sido esos mismos los que seguramente hubieran arrebatado la vida de mi madre sin un mero pestañeo.
—No tenemos toda la noche, ratoncito —comentó la nigromante.
Alcé mi mano y cogí la suya a regañadientes. La conmoción por la muerte de Vita se había disipado durante aquella conversación que habían mantenido Ptolomeo y ella cuando el cabeza de familia la había descubierto allí, con un cadáver a sus pies; Roma tiró de mí con energía, sacándome de mi rincón.
Entrecerró los ojos al contemplar algo en mí y un escalofrío bajó por mi espalda ante el escrutinio. Mis músculos se tensaron de manera inconsciente y me preparé mentalmente por si acaso necesitaba huir de allí lo antes posible... aunque no conseguiría llegar muy lejos; aún recordaba cómo el cuerpo de aquella chica se desplomó en mitad de su huida, cuando aquel nigromante optó por deshacerse de ella e impedir que pudiera escapar. Cumpliendo con su cometido.
Me costó mantenerme firme cuando Roma alzó su otra mano y sus dedos acariciaron la piel de mi cuello. El colgante de mi madre pareció recalentarse bajo la tela del quitón, provocándome una leve sensación de molestia; los ojos plateados de la nigromante se oscurecieron y mi boca se secó. ¿Habría llegado a la misma conclusión que ese bruto de palacio, que era mejor deshacerse de mí por los problemas que pudiera acarrearle? ¿Creía que hablaría sobre lo sucedido aquella noche?
—Parece que esa chica tenía más fuerza de lo que aparentaba —sus palabras me dejaron muda y confusa—: tienes moratones por todo el cuello.
Mi rostro se contrajo en una mueca cuando apretó uno de ellos, demostrándome que tenía razón. Casi podía imaginar aquel collar de manchas purpúreas que decoraban mi piel; casi podía imaginar las preguntas que vendrían cuando alguien más las viera y yo no supiera qué decir al respecto.
Maldita sea, estaba metida en un buen lío.
Roma continuó contemplándome con una expresión inteligible, aún con sus dedos apoyados sobre las marcas que tenía en mi cuello. Las que me había provocado Vita por los celos que la reconcomían por lo sucedido con Perseo, por haber averiguado que estábamos juntos.
—Tenía ganas de deshacerse de mí —la voz me salió ronca y sentí dolor en la garganta cuando hablé. Estragos de haber sido casi estrangulada.
La nigromante ladeó la cabeza y sus labios se curvaron hasta formar una media sonrisa.
—Y creo conocer el motivo, ratoncito —dijo, haciendo que mi corazón se detuviera dentro de mi pecho—: Perseo.
Lo sabía. Aquella mujer sabía lo que había entre su hijo y yo; de algún modo que no alcanzaba a entender había averiguado la relación que había entre ambos, la que había ido forjándose en algo real desde la noche que Perseo me salvó de Rómulo y sus horribles intenciones. Mi mente se puso a trabajar a toda velocidad, buscando una excusa lo suficientemente creíble...
—Mi hijo acudió a mí, pidiéndome consejo —mis pensamientos quedaron en suspenso al escuchar que había sido el propio Perseo quien había hablado—. A los nigromantes se nos está prohibido relacionarnos más de lo necesario; se nos prohíbe tomar nuestras propias decisiones, incluso sentir.
Su hijo me lo había confesado en las termas de la familia, la noche que Vita nos vio salir juntos de allí y llegó a la conclusión que tanto temía. Los nigromantes, por mucho que los odiáramos debido a la frialdad y falta de remordimiento que mostraban cuando actuaban para su señor, habían resultado ser unas víctimas más de la crueldad y ambición del Usurpador; eran arrebatados de sus familias siendo niños para ser transformados en cáscaras vacías. Máquinas humanas que se limitaban a cumplir con las órdenes que recibían, sin hacer preguntas. Sin cuestionar.
Pero no todos eran así, había algunos que habían decidido desobedecer a sus arraigadas enseñanzas y permitir que el vacío que tenían en su interior se llenara de aquellos sentimientos que les habían prohibido terminantemente.
—Eres muy importante para él —agregó Roma en tono pensativo—. De lo contrario no se habría cuestionado a sí mismo, a lo que le obligaron a convertirse.
Abrí y cerré la boca, pero no fui capaz de decir nada.
—Respeto la decisión de mi hijo, porque yo misma rompí los votos que juré cuando fui captada para desarrollar mis dones de nigromante —hizo una breve pausa, lamiéndose el labio inferior—. Respeto la decisión de Perseo porque yo también me enamoré y quise huir de las cadenas que me retenían en aquel lugar, siguiendo aquellas órdenes. Fue gracias a Panos por lo que conseguí hacerlo... aunque no por mucho tiempo, no lo suficiente...
Una sombra de dolor cruzó su mirada plateada, oscureciéndosela. Entendí que Panos debía ser el nombre del padre de Perseo e hijo de Ptolomeo; el heredero que había fallecido por motivos que todavía desconocía y que el cabeza de familia achacaba directamente a Roma.
Y supe que la muerte de Panos era una herida que no había cicatrizado para ella.
La nigromante parpadeó y la emoción que había visto en sus ojos fue sustituida por la familiar frialdad que compartía con el resto de los suyos, como Perseo cuando se veía sobrepasado y lo aprendido tras años de educación tomaba las riendas de nuevo, recordándole que los sentimientos eran una debilidad.
Las yemas de sus dedos empezaron a calentarse sobre mi piel y mis ojos se abrieron de par en par ante la sensación, ante el poder que desprendía la mujer que me miraba con absoluta indiferencia.
—Respeto la decisión de mi hijo —repitió con voz congelada, haciendo que mi cuerpo se sacudiera de temor— pero si le haces daño a Perseo, te destrozaré hasta que no seas nada más que cenizas.
La clara amenaza de lo que sucedería conmigo si Perseo resultaba herido se quedó grabada a fuego dentro de mi mente, y no lo ponía en duda: aquella mujer era mortífera, pero también contaba con la protección del Emperador, con el poder del que se beneficiaba.
Empecé a sentir el familiar calor de la rabia ascendiendo por mis extremidades, trayendo consigo viejos pensamientos que me habían acompañado desde que supiera que mi madre había desaparecido para siempre: «Acabaré contigo». Durante esos años apenas había obtenido información fidedigna, como tampoco había tenido oportunidad de encontrarme cara a cara con su asesina, con la nigromante a la que todo el mundo conocía por ser la puta del Emperador.
—No quiero hacerle daño —le aseguré.
Pero se lo haría porque pensaba acabar con la vida de Roma y saldar la deuda que teníamos pendiente, aunque ella no lo supiera. Aunque ella no me reconociera, quizá porque el rostro de mi madre había sido uno entre miles de víctimas que habían caído bajo su poder.
Los ojos de Roma resplandecieron y yo sentí la calidez en mi cuello, derramándose por mi piel y aliviando mis maltratadas cuerdas vocales: la madre de Perseo había empleado su don para eliminar las marcas de Vita, salvándome de convertirme en alguien sospechoso por su muerte.
Además de haber acabado con la doncella y el riesgo que presentaba para nosotros, después de que nos hubiera descubierto juntos.
—Recuérdalo, ratoncita —dijo Roma, dando un paso hacia atrás y apartando la mano de mi cuello—: protegeré a mi hijo de cualquiera que ose hacerle daño sin ningún tipo de remordimiento. Por mucho que pueda odiarme después.
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Eudora fue la encargada de comunicarnos a todas las doncellas y a la propia Aella lo sucedido con Vita a la mañana siguiente. Todas nos encontrábamos reunidas en su dormitorio, cumpliendo con nuestras respectivas tareas y siendo conscientes de la ausencia de una de nosotras; la noche anterior, después de que Roma se hubiera encargado de repetirme que estaba dispuesta a hacer todo por mantener a su hijo a salvo, me había encerrado en mi dormitorio y había intentado conciliar el sueño tras lo sucedido.
No lo logré.
—Me temo que cayó por las escaleras anoche —estaba diciendo en aquellos instantes Eudora, con el rostro contraído por la pena de ser portadora de tan malas noticias—; se rompió el cuello. Una de las esclavas ha sido quien ha dado la voz de alarma al encontrarse con el cuerpo. Lo siento, señorita —se disculpó ante Aella.
La chica estaba rígida, con los ojos clavados en Eudora y los labios formando una fina línea. Parecía conmocionada por la noticia de la sorpresiva muerte de Vita, pero no había rastro de una honda tristeza; a pesar de los años que habían transcurrido y en los que habían estado juntas, Aella no estaba rota de dolor.
Era su doncella, nada más.
—Gracias, Eudora —respondió la interpelada—. Transmite mis condolencias a la familia de Vita, por favor.
La mujer se dobló en una pronunciada reverencia y, con un movimiento afirmativo de cabeza, dio media vuelta para marcharse del dormitorio. Aella contempló la espalda de Eudora hasta que la puerta se cerró, haciendo que desapareciera de su vista; luego desvió sus ojos hacia cada una de nosotras, que estábamos atrapadas en un conmocionado silencio por la muerte de Vita.
Se aclaró la garganta, como si no supiera cómo proceder ante lo que tenía en mente.
—Sé que Vita era cercana a muchas de vosotras —empezó, intentando hablar con tacto—, por lo que os relevo a todas de vuestras tareas en este día tan funesto. Lamento mucho la pérdida de alguien como Vita.
Fui de las primeras en abandonar el dormitorio, agradeciendo a los dioses que Aella no me hubiera llamado para que me quedara. La prima de Perseo no podía sospechar, Eudora había sido convincente con la historia que Ptolomeo le habría hecho repetir sobre cómo había muerto Vita.
Un pequeño accidente, algo plausible que hiciera que Roma estuviera a salvo de cualquier rumor que pudiera aparecer.
La nigromante no había hecho mención a lo sucedido —a la muerte de Vita— cuando nos habíamos despedido: sabía de primera mano que yo jamás hablaría sobre ello, que no era tan estúpida para ir aireando la verdad.
La mano me tembló ligeramente cuando aferré el picaporte de la puerta de mi habitación. Aquel pequeño gesto de Aella me había brindado unas jugosas horas libres para que pudiera empezar a planificar mi venganza; además, tenía información que Darshan podía transmitir a la Resistencia, haciendo que mi misión continuara adelante y yo permaneciera en aquel lugar.
La tensión embargó todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo cuando entré en mi dormitorio. Los años y la experiencia me habían enseñado a fiarme de mi instinto, y en aquel momento se encontraba alerta: no estaba sola. Cerré mi puño y me preparé para un posible ataque. Una emboscada.
Pero todo se tambaleó cuando una figura apareció, llenando todo mi campo de visión y haciendo que mi corazón trastabillara.
Me había asegurado que su visita al Emperador se trataba de un asunto familiar, pero su atuendo demostraba que no había sido del todo así, que el Usurpador había requerido de sus servicios de nuevo.
Mordí mi labio inferior con fuerza al contemplar a Perseo con su máscara de nigromante, con aquella capa de color negro que le asemejaba a la misma Muerte. Él alzó una mano para retirar el objeto plateado de su rostro, permitiéndome ver el gesto de preocupación que se ocultaba debajo.
Un instante después me encontraba entre sus brazos, aspirando un ligero aroma a quemado y otro metálico que no tardé en reconocer: sangre. Perseo olía a sangre y yo no estaba segura de querer saber por qué.
Por eso mismo me concentré en su abrazo, en la presión de sus brazos a mi alrededor, en la calidez de su aliento sobre mi coronilla y en su presencia allí, a pesar de los riesgos que existían si alguien le había visto colarse en mi habitación.
—¿Estás bien? —su pregunta sonó ahogada.
Alcé la mirada hacia sus ojos azules.
—Mi madre me lo ha contado todo —aclaró Perseo al percibir mi confusión.
Mis dedos se cerraron alrededor de la tela de su capa, atrapándola entre mis puños. Él nunca había mencionado a su madre hasta este momento, siempre tan reservado con todo lo relacionado con ella; ahora empezaba a entender a qué se debía aquel silencio por su parte. ¿Se avergonzaba de la persona en la que se había convertido?
—¿Por qué no me dijiste quién era? —pregunté.
Perseo se mordió el labio inferior con algo de indecisión.
—Te vi hablando con ella en la fiesta de Aella —contestó a media voz—. Toda la ciudad cree que es... —su mandíbula se endureció y sus ojos relampaguearon de ira—. Todo el mundo la llama de ese horrible modo, tratándola como tal. Pero tú no, Jem.
—Porque no lo sabía —protesté.
Y era cierto. Al principio había sentido miedo por el hecho de que la nigromante podía detener mi corazón con un simple chasquido de dedos; luego aquel miedo se diluyó en curiosidad y agradecimiento cuando Roma salvó mi vida en varias ocasiones, protegiéndome de Ptolomeo... Hasta que averigüé su nombre.
Y supe que era la mujer a la que había jurado asesinar por la muerte de mi madre.
—Mi madre no es el monstruo que todo el mundo cree —insistió Perseo.
La rabia despertó en mi interior al escucharle.
Ella había matado a mi madre, me la había arrebatado cuando era niña y no parecía haber guardado ningún remordimiento. Cuando la acechó en el mercado, atacándola... ¿habría sabido que era madre? ¿Le habría importado lo más mínimo saber que iba a dejar a una niña huérfana? ¿O simplemente se habría limitado a cumplir con las órdenes del Emperador?
—¿No es la puta del Usurpador? —mi voz sonó cargada de resentimiento.
El rostro de Perseo se volvió de piedra.
—Mi madre no es su amante —reiteró el nigromante con vehemencia, esquivando aquella sucia palabra que había terminado por pertenecer a la mujer.
Pero no le creí porque sabía que no era cierto. Todo el mundo sabía que Roma calentaba la cama del Emperador desde hacía años, que había ganado poder gracias a ello, logrando salir del anonimato al que había estado condenada, por mucho que la Emperatriz hubiera intentado deshacerse de ella por el enredo que mantenía con su marido.
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