❈ 45

Perseo se marchó a la mañana siguiente, demasiado temprano para un encuentro accidental en el que poder despedirme. La noche pasada no había compartido con él la extraña sensación que me había embargado, mis sospechas que pudieran confirmar si alguien nos había visto, pero ahora me resultaba absurdo mientras el peso de mis responsabilidades me golpeaba con la fuerza de un puño impactando contra mi estómago.

Lo único que había conseguido descubrir en aquel tiempo que llevaba al servicio de Aella era el compromiso que el Emperador había hecho llegar al cabeza de familia con la intención de unir su hija a Perseo para acceder al poder que atesoraba su gens. Y Darshan, intuía, no tardaría en presentarse de nuevo allí para que yo le informara de lo que hubiera podido averiguar. Que era nada.

La irritante voz de la primera de Perseo me hizo regresar al presente mientras la chica alzaba el tono para que Sabina le acercara uno de los vestidos que habían colocado para que escogiera su atuendo del día. Mi rutina bajo las órdenes de Aella me mantenía pegada a su lado, poniéndome muy complicado el poder indagar para ver qué más escondía la gens Horatia que pudiera resultarnos útil a la Resistencia.

Mis labios se curvaron inconscientemente en una sonrisa sibilina cuando vi que Aella reprendía a Sabina por haberse equivocado en llevarle el vestido que había señalado. Vita se encontraba cerca de donde yo estaba poniendo algo de orden, recordándome tener cuidado con la muchacha.

Pero Vita estaba más entretenida cuchicheando con las otras doncellas, ajena a que estuviera atenta a lo que hablaba.

—He escuchado que el joven amo ha discutido con su abuelo —se encontraba diciendo Vita, frunciendo el ceño.

Una de las chicas ladeó la cabeza, interesada en aquel tema.

—Sus discusiones no suelen ser frecuentes —comentó—. Al contrario que la señorita Aella.

El grupo sonrió de manera conspiradora al mencionar los constantes desacuerdos que existían entre nieta y abuelo, ya que Ptolomeo ya la había advertido sobre sus continuas negativas para aceptar cualquiera de los candidatos que le habían presentado para formalizar un compromiso. Ella, por el contrario, había batido sus rubias pestañas hacia su abuelo y le había asegurado que ella no tenía la culpa de haber sido educada con unos estándares tan altos para encontrar al elegido.

Fue una de las pocas veces que sentí un extraño ramalazo de camaradería con Aella y el modo en que se rebelaba contra lo que intentaban de imponerle por el simple hecho de ser mujer.

Alejé esos pensamientos y me centré en la conversación entre Vita y las otras chicas. La muchacha, que evidentemente sentía algo más que interés por el heredero de la familia, estaba preocupada por las desavenencias que habían aparecido entre Ptolomeo y Perseo.

—La escuché casi por casualidad —continuó Vita, mordiéndose el labio inferior—. Estaban en el despacho del dominus y era evidente que el ambiente entre ambos estaba algo caldeado. El dominus le estaba reclamando al joven amo que no fuera fiel a su familia y él respondió que ya se había sacrificado suficiente por ella, que no estaba dispuesto a ceder en eso.

Un extraño cosquilleo se propagó por mi cuerpo al creer entender el contexto de aquella discusión que Vita había escuchado a escondidas. Perseo me había asegurado anoche que tendría que marcharse de allí para solucionar algunos problemas de su familia frente al Emperador, y yo había llegado a la conclusión de que aquel asunto tenía que ver con la oferta que el soberano hizo llegar por medio de su madre para comprometerlo con la princesa Ligeia.

Mis sospechas se inclinaban a hacerme pensar que la discusión entre nieto y abuelo se basaba en la negativa de Perseo en acatar los deseos de Ptolomeo, que habría decidido ignorar las súplicas de la nigromante de mantenerlo lejos de las garras del Emperador.

—El joven amo llegó al extremo de decirle al dominus que estaba dispuesto a abandonar la familia... y la propiedad —agregó Vita—. Dijo que ya tenía puesta la vista en otro lugar donde poder instalarse si el dominus no respetaba su decisión.

El estómago me dio un vuelco al escuchar que Perseo había llegado hasta tal punto por... por lo nuestro. A pesar de que habíamos podido conocernos mejor en aquellos pocos días que habían transcurrido, el nigromante estaba dispuesto a amenazar a Ptolomeo con dejarlo todo.

—¿Qué dijo el dominus? —inquirió la otra chica, encantada con al chisme.

Vita se encogió y yo me tensé en mi sitio, atenta a su respuesta.

—Escuché el... el sonido de un golpe y al dominus gritándole que no permitiría que el veneno que corría por sus venas le apartara de sus orígenes —contestó a media voz, angustiada por lo que había escuchado—. Dijo que no renunciaría a su heredero, aunque tuviera que hacerlo por la fuerza.

Era evidente que Ptolomeo achacaba las ideas de su nieto a su madre, la nigromante cuya sangre contaminada corría por las venas de Perseo. Yo también había sido testigo de cómo el padre de familia se enfrentaba a la mujer, acusándola de cosas horribles e insinuando que la madre de Perseo había escondido al segundo de sus vástagos para mantenerlo lejos de la gens Horatia.

La chica que actuaba de público para Vita se inclinó hacia delante, con actitud misteriosa.

—¿Por qué crees que ha sido todo esto? —bisbiseó.

El rostro de Vita se ensombreció y no aparté la mirada lo suficientemente rápido, ya que los ojos de la chica se anclaron en mí y me provocaron un escalofrío de pavor, alentando la paranoia que me había atenazado sobre la sensación de que alguien nos había visto a Perseo y a mí.

Vita escupió las palabras como si fueran una maldición:

—Una mujer.

❈ ❈ ❈

La inquietud que había logrado controlar retornó con energías renovadas después de que la doncella hubiera tenido ese tipo de reacción, mirándome con una expresión que parecía rozar el odio. Y no fue la única que se dio cuenta de ello, ya que Aella despachó a su camarilla de doncellas hasta que nos quedamos de nuevo a solas, haciendo que reviviera el modo en que mi estómago se había enroscado después de que la chica me llamara por primera vez.

Aella y yo nos miramos desde puntas distintas del dormitorio. Tras haber oído a Vita, los nervios habían tomado las riendas de la situación, provocando que casi derramara el té favorito de la prima de Perseo, entre otros errores que habían empujado a la chica a tener otra conversación a solas conmigo. Me había esforzado por estar a la altura de las circunstancias, a no dar ningún motivo que pudiera poner en peligro mi misión de permanecer en aquella enorme casa, perteneciente a una de las gens más poderosas dentro del Imperio.

La perilustre ladeó la cabeza y sus ojos me escanearon con demasiada atención.

—Hoy te noto algo distraída, Jedham —observó.

Contuve las ganas de poner los ojos en blanco ante lo evidente después de que casi derramara aquel líquido ardiendo sobre ella. En lugar de eso, bajé la cabeza para aparentar estar avergonzada por haberla decepcionado; incluso traté de alejar cualquier pensamiento de mi cabeza y centrarme en lo que más me urgía en aquellos momentos: pasar aquella prueba.

—No es un buen día, señorita —respondí en tono servil.

Una media verdad, ya que lo que había escuchado por parte de Vita me había afectado más de lo que habría querido admitir. Me preocupaba lo que Perseo había hecho, enfrentarse de ese modo a su abuelo, amenazándole incluso con marcharse de allí si no se le respetaba su decisión; porque ahora estaba segura de que su ausencia y viaje para reunirse con el Emperador tenían como único propósito el no aceptar el compromiso que le unirían con la princesa Ligeia.

Ante el silencio de Aella volví a levantar la mirada con timidez, topándome con sus ojos azules observándome con un brillo especulativo.

—¿Y tiene algo que ver la visible ausencia de mi primo en ello? —su pregunta me tomó desprevenida, haciéndome pestañear de manera exagerada.

Abrí y cerré la boca varias veces, sin ser capaz de poder decir nada. El miedo serpenteó por todo mi cuerpo al pensar en Vita y en el modo en que me había mirado, casi de manera acusatoria; además, Aella había resultado ser mucho más avispada de lo que me había parecido en un inicio. Ya lo demostró cuando hizo un par de insinuaciones sobre su primo y la posible conexión que existía entre nosotros, además de un par de advertencias hacia mí.

—No entiendo, señorita —respondí.

Los ojos azules de Aella refulgieron a causa de mi mentira. La chica se inclinó hacia mí con una expresión que reflejaba que había estado atenta a todas y cada una de mis reacciones, captando mi sutil sorpresa cuando me había preguntado sobre Perseo y el modo en que no había sido capaz de responder.

—Soy consciente del interés que siente mi primo hacia ti —habló con lentitud, entrecerrando sus ojos—. ¿Quién crees que avisó a Perseo en la fiesta?

El estómago se me revolvió cuando mencionó aquel momento que mi mente había sepultado en lo más profundo. Las manos empezaron a sudarme al recordar cómo Rómulo me había emboscado en el jardín tras reconocerme, con la intención de vengarse por lo sucedido en las calles de la ciudad, cuando me había ofrecido una generosa cantidad de oro por mis supuestos «servicios».

La mirada de Aella se afiló al contemplar mi rostro, que debía haberse puesto pálido de la impresión. Perseo había irrumpido con la fuerza de un tornado en la cocina y nunca me había preguntado cómo era posible que supiera dónde me encontraba... o lo que estaba sucediendo; ahora aquel pequeño cabo suelto por fin cobraba sentido.

Apreté mis labios hasta formar una fina línea, gesto que animó a Aella a continuar hablando.

—Vi cómo Rómulo te arrastraba por los jardines, seguido por esos dos amigos suyos —un músculo le tembló en la mejilla—. Luego oí lo que pensaba hacer contigo, así que salí en busca de ayuda. No me equivoqué al elegir a Perseo, quien no dudó un segundo en abandonarlo todo, persiguiéndoos.

Continué muda, conmocionada por la idea de que hubiera sido Aella quien hubiera puesto tas la pista a Perseo, salvándome de las intenciones de aquel perilustre que se había valido de la superioridad numérica para asegurarse la victoria.

—¿Por qué? —conseguí decir tras unos instantes en silencio.

Era una simple doncella. A la prima de Perseo no tendría que haberle importado lo más mínimo lo que me sucediera, no lo entendía; y una parte de mí desconfiaba de la acción de Aella, de lo que vendría a continuación. La chica había mantenido silencio durante los días que habían transcurrido desde la noche de la fiesta, sabiendo lo que aquel perilustre había estado a punto de hacer conmigo.

Un instante después me sentí mezquina por mis pensamientos, por la desconfianza hacia Aella cuando había sido gracias a ella por lo que Perseo había podido detener a Rómulo antes de que fuera demasiado tarde. La perilustre podía haber mirado hacia otro lado, permitiendo que el otro se saliera con la suya; Aella podía haber continuado disfrutando de su propia fiesta, en vez de ir en busca de su primo para echarme una mano. Sabiendo que Perseo sería el único capaz de detener a Rómulo.

El rostro de Aella se ensombreció a escuchar mi sencilla pregunta.

—Sabía cómo terminaría la historia —contestó con voz ronca y una apenas perceptible vacilación— y no quería que hubiera otro final así.

El peso de sus palabras pareció llenar el interior de la habitación. Mis ojos se abrieron de par en par con horror al comprender lo que realmente se escondía en su justificación sobre por qué había decidido intervenir; el corazón se me encogió dentro del pecho al contemplar a Aella, la armadura en la que se había escondido tras dejar aquella confesión flotando en el aire.

Sus ojos se habían endurecido tras una gruesa capa de hielo.

—Vos... —las palabras me fallaron—. ¿No dijisteis nada?

Podría haber hecho justicia, al contrario que yo. Ella contaba con el respaldo de su origen noble y el hecho de que su abuelo, estaba segura, montaría en cólera después de que se enterara de lo sucedido. Aquella maldita sanguijuela hubiera acabado aplastado tras la ira de Ptolomeo Horatius por lo que le había hecho a su única nieta.

Aella esbozó una sonrisa desdeñosa.

—En aquel momento estaba avergonzada —me confió, abriéndose de nuevo como en aquella ocasión donde me confesó los problemas que asolaban a su primo, los problemas que ella misma tenía debido a su condición de hija de una importante gens—. Él me dijo que nadie me creería... que yo lo había buscado con mi comportamiento —sus ojos se estrecharon, contemplándome—. Estoy segura que lo sabes, pero en nuestro mundo, las mujeres apenas tenemos voz y voto: si hablaba, seguramente creyeran su versión. Creerían que yo le había buscado con ese propósito y que me había deshonrado.

Miré a Aella de un modo distinto al escuchar cómo Rómulo se había aprovechado de ella sin que la chica pudiera hacer nada después. Estaba equivocada respecto a las mujeres que pertenecían a familias pudientes: ellas también estaban desprotegidas, siempre subyugadas al poder que ostentaban los hombres. Era posible que Aella formara parte de una de las gens con más alcance dentro del Imperio, pero lo sucedido la dejaría en una situación comprometida debido a la superioridad masculina que imperaba en la sociedad. En ellos.

Pero recordé a Perseo, y el modo en que el nigromante parecía haberse salido de esa imagen preconcebida que siempre había tenido de los perilustres. De los nigromantes. De los hombres.

El heredero de la familia amaba a su prima, la había cuidado y protegido desde que era niña. ¿Por qué Aella no había acudido a Perseo? ¿O acaso sí lo había hecho...?

—Vuestro primo —no era capaz de enunciar una frase completa sin trabarme, todavía conmocionada por lo que Aella había compartido conmigo—. ¿Por qué no hablasteis de esto con él?

El fuego que ardía en la mirada de Aella se rebajó al escucharme. Sus dedos tamborilearon sobre las mantas mientras sus ojos abandonaban mi rostro para clavarse en algún punto del dormitorio; su mente se alejó de allí, vagando por sus propios —y dolorosos— recuerdos.

—Las manos de mi primo no están limpias de sangre —la voz le salió trémula, acongojada—. Sé lo mucho que sufre cuando... cuando tiene que cumplir con su deber y yo no quise... no quise que derramara más sangre, aunque fuera en mi defensa. Las grandes gens del Imperio son como una manada de lobos hambrientas por obtener más poder, sobre todo después de haber eliminado a parte de la competencia. Especialmente las grandes gens de nigromantes —añadió a media voz, con miedo.

Un escalofrío me bajó lentamente por la espalda, erizando todo mi vello. Había oído viejas historias casi olvidadas sobre aquella limpieza que había llevado el Emperador de algunas gens que podían rivalizar contra la suya en poder, convirtiéndolos en un potencial enemigo para su recién asumido trono tras haber derramado la sangre de su propia familia. Sin embargo, jamás hubiera creído que aquella purga que se llevó a cabo contra gens por cuya sangre corría el don de la diosa Zosime, la deidad prohibida por orden expresa del mismísimo Emperador.

Quizá ahora era capaz de entender la decisión del tirano, las razones que se escondían tras aquella masacre que se llevó a cabo y de las que se habló en la ciudad durante meses, llegando algunos rescoldos de aquel terrible suceso hasta los tiempos actuales.

Quizá ahora era capaz de comprender por qué el Emperador había esclavizado a los nigromantes que sobrevivieron a la carnicería.

—Si Perseo actuaba, haciendo que el resto de familias estuvieran al tanto de su condición de nigromante —Aella retomó la conversación, sacándome de mis propios pensamientos—, podrían tornarse las cosas difíciles para la gens Horatia.

Una parte de mí entendió la postura de Aella, ese feroz instinto de protección hacia su sangre, aunque le hiriera. Aunque saliera lastimada por aquella lealtad hacia su familia; tal y como había sucedido cuando no habló sobre lo que Rómulo le hizo.

Aella se levantó de la cama, haciendo que su camisón flotara hacia el suelo. En aquel instante la vi de otro modo, lejos de la impresión de niñita consentida que había tenido desde que la conocí; la prima de Perseo resultó tener una cara bien escondida en la que pude apreciar la fuerza interior, el hecho de que hubiera conseguido recomponerse después de haber terminado rota a manos de Rómulo.

—Además, existen otras formas de vengarse, ¿no crees? —añadió con una sonrisa perversa.

❈ ❈ ❈

Suspiré y me pasé el antebrazo por mi frente húmeda. Tras la conversación con Aella me había retirado del dormitorio, buscando cualquier tarea que pudiera realizar lejos de la chica y su descorazonadora historia; la sangre me había hervido al pensar en aquel tipo, en el modo en que había conseguido que Aella no dijera una sola palabra de lo sucedido... Aunque la chica hubiera decidido no quedarse de brazos cruzados y hacer las cosas a su modo, sin poner en riesgo a Perseo y la debacle que desataría si el nigromante tomaba cartas en el asunto.

Al final había terminado cambiándole a una de las doncellas su tarea en la lavandería, terminando en aquel preciso instante. No era sencillo lavar la multitud de capas que llevaban algunos de los vestidos que usualmente empleaba Aella para su pasatiempo preferido: acudir a fiestas y socializar.

Miré mi alrededor vacío con una extraña sensación recorriéndome la columna vertebral. Las lavanderas se habían retirado hacía tiempo, después de haber terminado con sus respectivas tareas y despedirse de mí; algunos de los esclavos todavía guardaban las distancias conmigo, pero mi presencia, con el paso de los días, había terminado por ser aceptada: la cautela sustituida por la cordialidad.

Seguramente Aella y su familia estarían compartiendo su habitual cena en compañía de algunos ilustres invitados por parte de Ptolomeo. Mi propia cena estaría esperando en la cocina, si Eudora no habría decidido poner de nuevo mi paciencia a prueba; aún podía sentir su bofetón en mi mejilla, la irrisoria forma que tenía de tratarme. Intentando hacer que abandonara.

Metí el vestido en la cesta y me encaminé hacia fuera de la lavandería, donde podría colgar las prendas e impedir que se arrugaran, ya que eso supondría regresar a la lavandería para volver a ponerlas en reojo y mis manos habían tenido suficiente con aquella interminable pila de ropa. La noche había caído sobre la propiedad y podía escuchar los sonidos ahogados que llegaban desde una de las grandes habitaciones con las que contaba la planta baja y, al parecer, el lugar preferido de Ptolomeo para recibir a sus invitados para que compartieran con la familia una de sus cenas.

Mis sandalias se deslizaban por la piedra del pasillo con facilidad, mi mente ya se encontraba anhelando la dulce promesa de mi dormitorio... y aquella cama que había terminado por convertirse en mi mueble favorito dentro de la habitación. Sabía que Perseo no regresaría en unos días, lo que me brindaba un pequeño margen para que pudiera planificar mis próximos movimientos: colarme en el despacho de Ptolomeo. Indagar entre los documentos que el hombre debía tener guardados allí. Descubrir algo de utilidad que no me dejara como una inútil frente a Darshan cuando viniera buscando información.

La distancia que había entre nosotros también me ayudaría a mitigar la culpa que me clavaba sus garras al haber aceptado a espiar para la Resistencia y continuar con mi historia ficticia de cara a Perseo, quien había sacrificado mucho por ayudarme. Aún lo hacía.

Tan concentrada estaba en mis turbulentos pensamientos que no vi la sombra que salía de la nada, bloqueándome el camino. Enarqué una ceja al descubrir que se trataba de Vita, quien todavía llevaba el pelo recogido en aquella tensa corona trenzada y el quitón que nos distinguía como doncellas dentro de la jerarquía que imperaba dentro del servicio de la familia.

Me detuve a una prudente distancia de ella, contemplándola con una expresión cautelosa. No me había podido olvidar ni por un instante de la mirada que me había lanzado en el dormitorio de Aella, la sensación que me había recorrido al escuchar su respuesta sobre los motivos que habían podido empujar a Perseo a enfrentarse a su abuelo hasta el punto de amenazarle con abandonar su apellido, su familia.

—Vita —dije a modo de saludo.

La doncella entrecerró sus ojos al mirarme desde su posición, todavía bloqueándome el paso.

—¿Necesitas algo? —probé con la amabilidad.

Vita cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro. Mi táctica de intentar dejar a un lado las diferencias que arrastrábamos desde que creyera las mentiras de Sabina no habían funcionado, al parecer: la mirada de la doncella se endureció y sus labios se fruncieron hasta formar una fina línea.

—¿Y tú, Jedham? —mi nombre brotando de sus labios sonó como un insulto—. ¿Qué necesitas tú?

Apoyé la cesta sobre mi cadera, intentando aparentar tranquilidad.

—Ahora mismo, lo único que necesito es que me dejes pasar —respondí.

Pero Vita no se movió.

—Me sentí culpable, ¿sabes? —mis músculos se entumecieron al oírla hacer esa confesión—. Estabas tan sola, tan perdida... Reconozco que no hice bien al creer las insinuaciones que hizo Sabina sobre ti —se detuvo unos segundos—. Hasta anoche, cuando pude confirmar mis sospechas. Las que llevaban reconcomiéndome desde hacía días.

No dejé que la sorpresa se reflejara en mi gesto. La sensación cuando salimos de las termas familiares cobró sentido entonces, tras la confesión de una dolida Vita: ella había estado observándonos desde las sombras, tomando nota de todo lo que sucedía entre Perseo y yo. ¿Nos habría seguido? ¿O habría sido algo casual?

Que Vita estuviera al tanto de mis encuentros con Perseo no era una buena noticia, en absoluto. La doncella tenía sentimientos por él, había sido consciente de ello cuando nos cruzamos por error con Perseo, el mismo día que empecé con mi papel de doncella; era evidente que la información en sus manos era algo peligroso. Muy peligroso.

Los ojos de la chica se desviaron hacia mi antebrazo, como si estuviera buscando en mi piel desnuda.

—Veo que el trabajo tan chapucero que llevabas en el antebrazo fue eliminado —me espetó con molestia—. Demasiadas pruebas que pudieran avalar lo que Sabina sabía de ti.

Ladeé la cabeza, sin permitir que las palabras de Vita pudieran afectarme lo más mínimo. Prefería que la doncella creyera eso antes de que pudiera descubrir quién era en realidad.

—La ramera del heredero —escupió Vita con resentimiento—. La mujer que se abrió de piernas para que el joven amo le abriera el mundo.

Sacudí la cabeza, apenada.

—Me entristece mucho que digas eso, Vita —dije.

—No seas condescendiente conmigo, puta —replicó la doncella—. Ni siquiera estás a mi altura.

Me mantuve en silencio, sin caer en sus provocaciones.

Entonces Vita esbozó una sonrisita y dijo:

—Eres como esa puta del Emperador.

Roma.

La nigromante que se había llevado a mi madre, arrebatándomela para siempre cuando era niña. Aquella mujer había destrozado mi vida cuando me quitó uno de sus pilares fundamentales; aquella mujer había contraído una deuda que saldaría cuando su sangre manchara mis manos y sintiera que la muerte de mi madre había quedado convenientemente pagada.

Una vida por otra.

La cesta cayó a mis pies y me abalancé hacia Vita, que retrocedió un paso, asustada por mi reacción. Sin embargo, no tuvo tiempo de huir: mi mano la aferró por el cuello y usé toda mi fuerza para estamparla contra la pared de piedra que había a mi izquierda.

La doncella dejó escapar un gemido horrorizado y dolorido a causa del impacto, pero yo apenas podía escucharla a través del rugido que se había instalado en mis oídos por la comparativa que había realizado entre Roma y yo.

Porque jamás sería como esa mujer.

Jamás.

—Retira eso —le ordené en un gruñido.

Incluso aplastada contra la pared y con mis dedos todavía rodeando su garganta, Vita tuvo la osadía de sonreírme.

—Sois el mismo tipo de persona —me respondió con voz ahogada—: sucias rameras ávidas de poder. Ratas que quieren escalar hasta lo más alto, intentando huir de las cloacas de las que salieron.

Estaba tan ofuscada en mi rabia que no vi cómo alzaba la mano, descargándola contra mi rostro y haciendo que la carne ardiera a causa del brutal contacto. Me tambaleé, permitiendo que Vita se escurriera de mi agarre, brindándole una ventaja que no tardó en aprovechar y haciendo que nuestras posiciones se invirtieran.

Mi cabeza chocó con brutalidad contra la piedra de mi espalda cuando fue Vita la que me aferró por el cuello con ambas manos, sacudiéndome por su propia rabia al descubrir que Perseo estaba interesado en otra mujer que no era ella.

Boqueé cuando sus pulgares presionaron con mayor fuerza en mi cuello, provocándome una arcada. La mirada de Vita se había tornado enajenada, atrapada en su dolor por aquella injusticia; por ver cómo sus sueños y planes de futuro se fragmentaban en miles de pedazos por mi culpa.

Incluso creí ver el brillo de las lágrimas en sus ojos, a pesar de los puntitos negros que habían empezado a cubrir mi campo de visión.

—No estás hecha para él —sollozó Vita—. No lo mereces.

Como si Perseo fuese un premio.

Jadeé para intentar tomar una bocanada de aire, pero el oxígeno no era capaz de pasar de mi garganta. No cuando los dedos de ella seguían presionando con furia, presa de la desesperación por deshacerse de aquel obstáculo en el que me había convertido cuando descubrió la verdad. Pensé en mis instructores, en lo decepcionados que se sentirían de verme así; había aprendido a repeler ataques, a defenderme, pero aquella doncella rota de dolor había terminado por ser una adversaria mucho más complicada de superar.

A través del pitido que se había instalado en mis oídos creí intuir el sonido de unos pasos. Mi vello se erizó al percibir más: aquella caricia de poder que pertenecía a aquellos que eran capaces de manipular la esencia de los seres vivos.

Los dedos de la doncella se quedaron rígidos sobre mi garganta y sus ojos se abrieron de par en par antes de ponerse en blanco, desplomándose en el suelo un instante después. Mi propio cuerpo resbaló por la pared hasta quedar sentado, con mi mirada clavada en el fardo en que se había convertido Vita.

Una capa negra llenó mi campo de visión y unas manos me tomaron por los hombros, sacudiéndome. Noté la aspereza en mi garganta tras haber sido casi asfixiada, el escozor en mis ojos ante el esfuerzo y una oleada de dolor por el resto de mi cuerpo...

—Vamos, ratoncito, tienes que ponerte en pie —me dijo una voz que había aprendido a reconocer.

Alcé la mirada hasta toparme con la máscara plateada que cubría la mitad superior del rostro de la madre de Perseo. Sus ojos plateados ya se encontraban observándome con un ramalazo de preocupación; sus manos tiraron de mí para intentar que me incorporara, provocándome un nudo en el estómago por el poder que aún se intuía en sus palmas.

—Jem, arriba —ordenó la mujer y sentí su magia en mis huesos, tomando el control de mis extremidades para hacer lo que deseaba.

Nos contemplamos la una a la otra hasta que yo rompí el silencio:

—¿La has... la has matado?

La nigromante frunció los labios, pero no me respondió de manera directa. Fue su postura, corregida automáticamente ante mi pregunta, lo que delató lo que no era capaz de decir en voz alta: Vita estaba muerta. Y no apreciaba ningún rastro de remordimientos en la madre de Perseo.

El sonido de otros pasos, mucho más pesados, nos interrumpió.

—¡Roma, sé que estás ahí! —la atronadora voz de Ptolomeo resonó contra las paredes de piedra—. ¿Creías que no iba a ser consciente de cuando intentaras colarte en mi propiedad?

Mi cuerpo se quedó rígido entre las manos de la madre de Perseo, cuya mirada plateada bajó hasta mis ojos, consciente de la rigidez que había cubierto mis músculos. Aun sin entender a qué se había debido aquel cambio de actitud.

—¿Roma? —repetí como una niña pequeña.

* * *

Todo el mundo un tanto decepcionado al descubrir quién estaba tras el episodio de "creo que estoy siendo vigilada" por parte de Jem (Y QUE HA RESULTADO NO SER DARSHAN, para desgracia de muchas personas)

Momento encuesta: ¿cuántas personas sospechaban sobre la identidad de la mami de Perseo? (creo que estaba cantado, pero, a modo de pequeñísimo spoiler, esto no es lo único que guarda la nigromante)

¿Quién está ansioso por ver el enfrentamiento Mayweather vs Mcgregor?

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