❈ 44
El hecho de estar continuamente rodeados por ojos indiscretos hizo que nos resultara un poco complicado encontrar el modo para que pudiéramos reunirnos sin que los rumores empezaran a correr como la pólvora, exponiéndonos. Por eso mismo teníamos que beneficiarnos de la madrugada para poder vernos, siempre escogiendo un nuevo punto de encuentro; siempre moviéndonos de manera furtiva, como simples ladrones.
Tuve que poner especial cuidado con el resto de doncellas de Aella, como Vita, quien no ocultaba su abierta fascinación por Perseo y a quien había oído suspirar con asiduidad, imaginando cuán fantástica sería su vida si conseguía llamar la atención del valioso heredero de la familia. Sin embargo, no podía bajar la guardia respecto a la prima de Perseo, quien, sospechaba, tampoco me quitaba la vista de encima: Aella había supuesto que había más de lo que me había atrevido a contar cuando me interrogó al respecto. Y ella podía hacernos más daño que cualquiera de sus doncellas si llegaba a enterarse de nuestros encuentros nocturnos.
Perseo había optado por las termas familiares aquella noche, deslizando una nota debajo de mi almohada en algún momento del día mientras yo cumplía con mis tareas diarias como doncella de Aella. Ambos nos habíamos deshecho de nuestras respectivas prendas de ropa al poco de encerrarnos en aquella calurosa sala de la propiedad de su abuelo, siendo la primera vez que nos mostrábamos de ese modo ante el otro; Perseo había vuelto a hacer alarde de su fortaleza mientras que yo había fracasado estrepitosamente como la vez que le descubrí en su dormitorio durmiendo sin nada más que una sábana cubriendo su cuerpo. El nigromante había esbozado una media sonrisa al pillar mi evidente sonrojo ante aquella visión y yo había apartado la mirada, tomando como excusa el estudiar mi entorno a la vez que recogía mi desmarañada melena en un improvisado moño en mi coronilla.
En aquella semana que había transcurrido, apenas habíamos podido vernos más que un par de veces a causa de las responsabilidades que Perseo tenía con su familia... y con el Emperador. La primera nota que encontré en mi dormitorio —metida en uno de los cajones de mi desvencijada cómoda— me citaba en un punto cerca del laberinto, lo suficientemente recóndito para impedir que alguien pudiera vernos; la segunda —y última hasta aquel momento— había sido escondida entre las horquillas que empleaba para hacer el maldito recogido, en esta ocasión con un destino un poco más privado: uno de los salones vacíos de la planta baja. En ninguna de aquellas dos veces habíamos cruzado esa línea y había percibido en el nigromante una extraña cautela a la hora de desenvolverse en la relación. Escogiendo con cuidado cada uno de los pasos que tomaba, como si aquel asunto le resultara demasiado complejo.
Era evidente que el nigromante quería tomarse las cosas con calma y yo tampoco tenía ninguna prisa por llevar las cosas al siguiente nivel.
Perseo optó por disfrutar de un baño caliente en aquellas aguas, aprovechando la intimidad de encontrarnos los dos allí solos y, esperaba, pocas probabilidades de vernos interrumpidos; yo me limité a quedarme en la orilla de la piscina que eligió, contentándome con poder observarlo... Además de permitir que mi mente divagara. Recordando aquella noche, el modo en que sus fríos ojos habían recorrido mi cuerpo cuando me deshacía de aquellas horribles prendas que Al-Rijl nos obligaba a llevar a todas las chicas, incluyendo las delatoras campanillas que servían de improvisados grilletes, para tenernos siempre controladas; en aquel cuarto del palacio, Perseo me había parecido esculpido en hielo. Un monstruo sin sentimientos...
El hilo de mis pensamientos quedó en suspenso cuando noté el roce de unos labios suaves sobre mi nuca. Sonreí de manera inconsciente ante el contacto, que se deslizó con lentitud a lo largo de mi columna desnuda, provocándome un delicioso cosquilleo por la piel a su paso. Algunas gotas cayeron sobre mi espalda, haciendo que me retorciera sobre la calidez que desprendían los azulejos sobre los que estaba tumbada.
—Estás muy callada —observó Perseo, húmedo tras haber estado disfrutando del agua caliente de aquella piscina.
Levanté la cabeza sobre mis manos para mirarlo desde una mejor perspectiva. Su cabello rubio se había oscurecido a causa del agua, con algunos mechones pegándosele en las sienes; sus ojos azules estaban fijos en mí, atentos. Me obligué a mantener mis ojos sobre su cara, evitando la tentación de ceder a la vocecilla de mi subconsciente que me suplicaba que deslizara mi mirada sobre el resto de su cuerpo mojado por aquel chapuzón del que había estado atenta.
—Estaba pensando en... en aquella noche —trastabillé con mi propia lengua—. Cuando me llevaste a aquel cuarto para que sustituyera mi atuendo por otro menos llamativo.
Vi sus cejas uniéndose cuando recordó el momento al que estaba haciendo referencia. Esperó a que siguiera hablando sin decir una sola palabra.
Alcé una mano de manera tentativa, cediendo a otra voz dentro de mi cabeza. El cuerpo de Perseo tembló cuando mis yemas rozaron su piel mojada; el contorno de su cuello, la línea de sus hombros y el hueso de su clavícula; casi pude escuchar cómo contenía el aliento ante mis caricias.
—Apenas me prestaste atención —continué, sin desviar la mirada de sus ojos azules.
En la penumbra de aquel cuarto, sus ojos helados de nigromante no se habían apartado de mi rostro. A pesar de lo que estaba haciendo, de cómo iban desapareciendo las vaporosas prendas de mi cuerpo, dejándolo desnudo a su vista, su mirada no había amagado con deslizarse por debajo de mi rostro en ningún momento.
Sin embargo, Perseo entendió lo que había querido decir: inclinó su rostro hacia el mío, haciendo que nuestros ojos quedaran a poca distancia. Permitiéndome ver aquel círculo de un tono casi plateado que rodeaba su pupila.
—Soy consciente de lo que se rumorea sobre los nigromantes, Jem —su aliento impactó en mis labios cerrados, arrancándome un escalofrío de anticipación—, y debo reconocer que algunos de esos rumores tienen parte de verdad.
Mordí mi labio inferior, provocando que la atención de Perseo se desviara esa zona de mi rostro, con la respiración entrecortada y el tono de sus ojos oscureciéndose ante aquel gesto por mi parte.
—¿No sentís nada? —me atreví a preguntar, con un extraño cosquilleo en el pecho ante su reacción.
Eso era lo que habíamos aprendido de la brutalidad que mostraban los nigromantes cuando eran enviados a impartir la justicia del Emperador: que estaban vacíos por dentro; cáscaras huecas que solamente cumplían órdenes. ¿De qué otro modo podía ser, si cometían tales atrocidades? ¿Qué otra cosa podía explicar aquella ausencia cuando el tirano que ocupaba el trono repartía sus órdenes y soltaba a sus perros?
Perseo tomó una bocanada de aire, mostrando de nuevo su fortaleza y autocontrol.
—Por supuesto que sentimos —contestó a media voz—. Pero nuestra instrucción nos enseñó a mantener cualquier emoción y sentimiento bajo nuestro control, encerrados en lo más profundo de nuestro ser; desde niños nos obligaron a aprender que mostrarlos era señal de debilidad... y éramos castigados.
Mi cuerpo se tensó ante aquella brizna de información por su parte sobre el tiempo que pasó aprendiendo a cómo utilizar su habilidad. A cómo endurecerse y convertirse en lo que el Emperador buscaba de ellos: sus obedientes y fieles perros. Los más peligrosos del Imperio, una de sus armas; la que le permitía mantenerse en el trono por medio del miedo que generaba el letal poder que tenían los nigromantes.
Perseo se humedeció el labio inferior en actitud reflexiva, sumido en sus propios recuerdos sobre esos años de instrucción.
El calor que se generaba en aquella habitación de la casa hizo que el ambiente se tornara mucho más pesado. Lo mismo que descubrir que estaba equivocada respecto a lo que se nos había enseñado sobre los nigromantes: ellos podían ser verdugos... pero también víctimas de la crueldad y ambición del Emperador.
Dejé que Perseo pudiera continuar hablando, con la sospecha de que no era muy usual por parte del nigromante compartir aquello con alguien más. Su posición era complicada, ya que tenía que equilibrar sus dos identidades; las dos vidas que llevaba como agente del Emperador y heredero de una de las gens más poderosas.
—Las cosas se torcieron cuando... cuando alcanzamos la adolescencia —prosiguió Perseo, desviando la mirada—. Éramos grupos mixtos. Teníamos que convivir juntos... pasar casi todo nuestro tiempo con nuestros compañeros; tarde o temprano habría sucedido: era inevitable que aparecieran las primeras atracciones hacia cualquier miembro de nuestro grupo. Pero eso también estaba prohibido, como el resto: el deseo, la lujuria... hasta el amor. Todo eso nos volvía débiles, nos apartaba de nuestro verdadero objetivo.
»Era complicado reprimirnos, así que nuestros instructores se encargaron de brindarnos una ayuda atándonos a un poste de madera y azotándonos hasta que perdíamos la consciencia, asegurándonos que era para darnos perspectiva hacia nuestro objetivo. Si el comportamiento se repetía, obligaban a nuestros compañeros a curar los latigazos de nuestra espalda para que los instructores volvieran a abrirlos en una nueva ronda con el látigo.
Sentí algo atascándose en mitad de mi garganta al escuchar los métodos de los nigromantes que se encargaban de enseñar a los más jóvenes. La brutalidad que empleaban para obligar a sus aprendices a ocultar algo tan simple como la atracción, como permitir que desarrollaran esa parte de su vida; negándoles la posibilidad de conocerse mejor a ellos mismos.
Casi pude ver a un Perseo mucho más joven con las muñecas cruzadas y atadas sobre un poste de madera mientras un nutrido grupo de nigromantes se alzaban ante su espalda desnuda, uno de ellos portando un látigo entre sus manos. El estómago se me retorció ante esa imagen, ante la brutalidad a la que se había visto avocado por el hecho de poseer una habilidad tan mortífera como preciada al ser capaz de manipular la esencia de cualquier ser vivo.
—Era más fácil para nosotros pensar en el látigo cuando... cuando nuestros sentimientos —nuestras debilidades— volvían a llenar el vacío que nos autoimponíamos para no fallar a nuestro señor. A nuestro amo —concluyó Perseo en voz baja.
Sus ojos volvieron lentamente hacia los míos, mostrándome otra vez aquella frialdad que ya me resultaba familiar... y que ahora empezaba a entender. Porque la dura disciplina que había recibido al haber mostrar que era un nigromante estaba demasiado arraigada en su interior, siéndole difícil deshacerse de años de duros castigos; porque no podía olvidar los latigazos en su espalda, que se habían quedado grabados en su alma. Un efectivo recordatorio que le impedía deshacerse de esa coraza donde refugiaba cualquier sentimiento que pudiera emerger, por pequeño que fuera.
Acaricié la línea de su clavícula y sus aletas nasales temblaron ante el contacto entre nuestras pieles.
—¿No has estado antes con ninguna mujer? —me atreví a preguntarle.
Eso podía explicar su actitud reservada, el modo en que había conducido nuestra relación en aquellas pocas ocasiones en las que habíamos podido vernos después de que yo aceptara que quería estar con él y descubrir hasta dónde nos conducía todo aquello. Había visto inseguridad en Perseo y ahora comprendía de dónde provenía; incluso en esos mismos instantes, estando completamente desnuda en su presencia, tampoco le había visto recorrerme con la mirada.
El único gesto que había recibido por su parte había sido aquella trémula caricia en mi espalda tras haber dado por finalizado su baño.
Observé cómo un tenue color se instalaba en las mejillas de Perseo, casi confirmándome lo que sospechaba al respecto.
—Mi abuelo me llevó a una casa de placer cuando tenía dieciséis años, un año antes de que terminara mi instrucción como nigromante —me confió con pudor, escogiendo con cuidado sus palabras—. A él no le importaban lo más mínimo las normas que debía seguir, no cuando yo era su heredero; y por eso mismo no iba a permitir que la tradición se rompiera conmigo.
Un extraño silencio se apoderó de nosotros mientras mi mente procesaba lo que Perseo estaba contándome. Una historia de la que no parecía sentirse en absoluto orgulloso, a juzgar por el rubor de su rostro y la seriedad que transmitían sus ojos azules; pestañeé y aguardé a que el nigromante continuara.
—Pagó una generosa cantidad de oro para que yo... para que me convirtiera en un hombre, como dijo después —retomó su relato y vi que la línea de su mandíbula se endurecía—. La chica fue amable conmigo, pero mi cabeza no paraba de repetir una y otra vez lo que sucedía si traspasabas esa línea prohibida; no podía eliminar de mi mente lo que sucedería si mis instructores descubrían lo que había sucedido. El miedo y el pavor me dejaron congelado mientras ella se encargaba de todo. Fueron los minutos más desconcertantes de mi vida y, cuando terminó, la chica me llevó de regreso hasta donde esperaba mi abuelo y mintió descaradamente cuando él hizo preguntas al respecto —tomó una bocanada de aire—. Nunca quise decepcionar a mi abuelo, y creo que ella lo supo. Por eso mintió por mí y aceptó la propina que le dejó antes de que nos marcháramos.
Otra pieza pareció encajar en su lugar.
—¿Por eso salvaste mi vida? —pregunté en un susurro—. ¿Te recordaba a ella?
Sus ojos se enfriaron.
—No quería que siguieras atrapada en ese mundo, Jem —contestó, pero su respuesta fue algo evasiva—. Los ojos de esa chica no transmitían nada, aunque sus labios estuvieran curvados en una sugerente y atractiva sonrisa... Estaban muertos después de todo lo que había tenido que sufrir a manos de su propio captor; pero los tuyos no, Jedham: en los tuyos todavía había un fuego que ardía con vigor, con fuerza. Fue entonces cuando supe que no podía permitir que se apagara a causa del hombre al que estabas atada.
Me incorporé sobre los codos hasta que nuestros pechos se rozaron, haciendo que su piel se erizara. El gesto de Perseo parecía haber sido esculpido en piedra, pero su mirada delataba la vorágine que su relato había despertado en su interior; Aella no me había mentido cuando afirmó que la vida de su primo nunca había sido sencilla, no cuando había tantas expectativas puestas sobre su persona. Dudé unos segundos antes de arrastrarme sobre los cálidos azulejos hasta quedar sentada frente a él; Perseo se había sumido en un silencio extraño, quizá arrepentido de haber hablado demasiado.
Pero yo estaba agradecida de que me hubiera permitido entender algo más sobre quién era.
—No tenemos por qué apresurarnos —le aseguré, y estaba hablando totalmente en serio.
Mis —pocas— experiencias con los hombres siempre habían sido esporádicas, de una sola noche y sin ninguna expectativa de futuro. Sin embargo, jamás presionaría a Perseo para que hiciera algo con lo que no se sintiera cómodo; de igual modo que él nunca me había presionado para que yo hiciera algo con lo que no pudiera sentirme segura sobre mi decisión.
Los dos éramos novatos en aquel territorio desconocido, por lo que tendríamos que aprender juntos.
Equivocarnos juntos.
Y salir adelante del mismo modo: los dos juntos.
Perseo se pasó una mano sobre su cabello húmedo y apelmazado, dejando a un lado la coraza en la que se había refugiado tras haberme mostrado otro pedacito de sí mismo y permitiéndome ver la calidez asomando de nuevo en sus ojos azules.
—No voy a renunciar a lo que siento, Jem —me prometió—. No voy a renunciar a ti.
Me deslicé con timidez, dándole la oportunidad de hacerse a un lado si se veía sobrepasado. Al ver que permanecía detenido en el mismo sitio, contemplándome con atención, continué hasta quedar sobre su regazo; las mejillas de Perseo volvieron a teñirse de rojo ante lo evidente, arrancándome una tenue sonrisa llena de picardía sobre cómo reaccionaba su cuerpo ante mi contacto.
—Tú decides hasta dónde quieres llegar —le dije en un susurro.
Sus brazos me rodearon y permití que me recostara sobre el suelo, a la orilla de la piscina. Alcé mi cabeza cuando se inclinó para besarme, anhelando el contacto; mis manos se apoyaron sobre sus hombros mientras Perseo cubría mi cuerpo con el suyo, haciendo que ciertas partes entraran en contacto y provocaran que un calor familiar corriera por mis venas.
Ahogué un suspiro cuando los labios del nigromante abandonaron los míos para recorrer la línea de mi mandíbula. Una de sus manos acarició tentativamente mi costado, rozando con sus nudillos la curva de mi pecho; mi vello se erizó conforme sus dedos iban descendiendo por mi cuerpo, alcanzando mi vientre y deteniéndose en mi cadera.
En aquel instante me pregunté sobre la noche que me pidió que me quedara con él. ¿Realmente se habría encontrado preparado para llegar hasta ese nivel de intimidad? Ahora que entendía un poco más a Perseo, lo que le habían hecho siendo tan joven, podía comprender la cautela con la que se movía. No sabía si habría habido alguien durante aquellos años, si habría sido azotado por haber permitido que sus sentimientos tomaran el control de la situación... o si todo aquel cuidado se debía a las imágenes de sus compañeros siendo mutilados y castigados por sus instructores a causa de sus supuestos errores.
Mi mente apartó cualquier pensamiento cuando escuché la ronquez de la voz de Perseo al decir:
—Quiero tocarte —tragué saliva y sentí cómo mi sangre bullía ante su mirada oscurecida, desbordante de aquel prohibido deseo que había aprendido a neutralizar—. ¿Puedo hacerlo?
Mi vientre se tensó ante su solicitud, ante el hecho de que estuviera esperando que yo le diera permiso para hacerlo. Volví a tragar saliva para hacer desaparecer la sequedad que parecía haberse instalado en mi boca y asentí con la cabeza; los labios de Perseo temblaron al contener una sonrisa.
Reanudó sus caricias desde mi cadera, bajando más y más. Mordí mi labio inferior cuando sentí la yema de sus dedos rozándome de manera tentativa, con su atenta mirada clavada en mi rostro para comprobar todas y cada una de mis reacciones; mi espalda se arqueó al primer contacto, provocando que sus ojos se oscurecieran todavía más.
Clavé mis dedos en sus hombros cuando volví a sentir su caricia, en esta ocasión mucho más audaz; un gemido brotó desde lo profundo de mi garganta al mismo tiempo que Perseo introducía con deliberada lentitud uno de los suyos en mi interior, provocando un placentero espasmo por todo mi cuerpo.
Dioses, hacía tanto tiempo desde la última vez...
Jadeé ante el retroceso del dedo de Perseo y al sentir su aliento acariciando mi lóbulo, haciendo que mi mente empeorara con su obnubilación.
Expuse mi cuello cuando noté cómo se movía dentro de mí, haciendo que mis piernas se encogieran y mis uñas se arrastraran al mismo ritmo que las caricias que prodigaba su pulgar contra mí. Perseo apoyó sus labios sobre la curva de mi cuello y el vello se me erizó al sentir sus dientes paseándose libremente sobre mi piel, aumentando aquella bola de calor que continuaba acumulándose en mi vientre.
—No voy a renunciar a ti —repitió contra mi cuello.
«Yo tampoco.»
Con un sobresalto, me di cuenta de la firmeza de aquella promesa dentro de mi cabeza y de lo rápido que Perseo se había colado dentro de mi piel, profundizando hasta alcanzar mi corazón.
❈ ❈ ❈
Nos quedamos detenidos a las puertas que conducían a las termas familiares, de nuevo vestidos y con las mejillas sonrojadas a causa de lo que habíamos estado haciendo los últimos minutos. Perseo se inclinó para acunar mi rostro entre sus manos, acercando el suyo; en sus labios se adivinaba una inconfundible sonrisa de satisfacción y sus ojos azules parecían relucir con vida propia.
Mis manos le aferraron por el cuello abierto de la camisa que llevaba, avergonzándome de aquella súbita necesidad de arrastrarlo de regreso al otro lado de las puertas y quedarnos allí un poco más de tiempo.
Contuve un suspiro cuando sus pulgares acariciaron mis pómulos y sus labios quedaron más cerca de los míos. Lo suficiente como para que yo pudiera inclinarme y...
—Estaré fuera de casa un par de días —dijo Perseo a media voz, rompiendo la burbuja en la que había quedado atrapada.
Pestañeé, despejándome de golpe.
—¿Es cosa de tu abuelo? —pregunté.
Últimamente Ptolomeo había recurrido a su nieto con más asiduidad, enviándole a cumplir con sus deberes de heredero para con la familia. No conocía con exactitud en qué consistían aquellas visitas que realizaba Perseo y que, en ocasiones, le mantenían lejos de la propiedad; pero quizá tuvieran alguna información útil que yo pudiera proporcionarle a Darshan.
Perseo negó con la cabeza.
—Son cosas... del Emperador —respondió con renuencia.
Fruncí mi ceño.
—¿Vas a tener que...? —no fui capaz de terminar mi pregunta, sintiendo cómo mi estómago se retorcía de angustia.
Perseo era un nigromante y había sido educado a la fuerza para no sentir absolutamente nada cuando llevaba a cabo las órdenes que recibía por parte de su señor. Sin embargo, yo sabía que todo aquello le pasaba factura, por mucho que pudiera fingir lo contrario; el bebedizo que me proporcionó aquella noche era una prueba que avalaba mis sospechas.
Él negó de nuevo.
—Es un... asunto familiar que he de resolver —me explicó de manera escueta.
La comprensión atravesó mi cuerpo como si de un rayo se tratara. Era evidente que el tema del compromiso de la princesa con Perseo todavía no parecía haberse cerrado; el propio Perseo se había negado en rotundo cuando su abuelo le había preguntado al respecto, pero existía la posibilidad de que Ptolomeo no se hubiera dado por vencido. A pesar de las advertencias de la nigromante —la madre de su nieto— para tratar de convencerle de que no siguiera adelante con la propuesta; que la rechazara.
Ladeé la cabeza mientras apretaba con más fuerza la tela de su camisa entre mis puños.
—Me dirías si algo va mal, ¿verdad? —pregunté.
Perseo besó mi frente y sonrió.
—No tienes de qué preocuparte, Jem —me prometió—. Volveré antes de que puedas echarme siquiera de menos.
Le respondí dándole un golpe juguetón en el hombro hasta que todo mi cuerpo se agitó, presa de una extraña sensación.
Procurando no alarmar sin motivo a Perseo, escaneé el pasillo abierto que mostraba los enormes jardines con los que contaba la propiedad. Entrecerré los ojos para intentar ver algo entre la oscuridad, cualquier cosa que pudiera dar una explicación al modo en que mi vello se había erizado...
Como si hubiera alguien espiándonos.
* * *
Descripción gráfica de: no perder el tiempo
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top