❈ 43
Perseo no respondió a mi pregunta sobre sus costumbres a la hora de dormir.
Me hizo deslizarme en primer lugar entre las mullidas mantas mientras que él se retrasó unos instantes para deshacerse de la túnica que había llevado en la fiesta, revelando la fina camisa blanca que llevaba debajo, acompañándome segundos después; me quité con cuidado la diadema que su prima me había enviado y la coloqué sobre la mesita que había junto a uno de los costados de aquella monstruosa cama. El corazón empezó a aporrearme dentro del pecho cuando Perseo me siguió, metiéndose conmigo entre aquellas lujosas ropas de cama.
Pensé en lo extraño que resultaba que nuestros cuerpos se encontraran el uno junto al otro; pero estaba conforme con mi decisión de haber detenido las cosas antes de que llegaran a mayores. Notaba la cabeza embotada a causa del bebedizo que me había hecho tomar, el mismo que él empleaba cuando tenía noches difíciles; ahora que todo había terminado mi cuerpo empezaba a acusar lo sucedido. Era posible que Perseo hubiera hecho desaparecer las heridas, pero no había sido así con el cansancio que venía aparejado a esa ausencia de adrenalina.
Rodé sobre mi costado hasta quedar cara a cara con él. Sus ojos azules parecían resplandecer en la penumbra de su dormitorio mientras me observaba en silencio, quizá esperando a que el sueño viniera a por mí.
Alcé la mano con esfuerzo y mis dedos acariciaron su mejilla, la suavidad de su piel que hizo que mis yemas cosquillearan.
El azul de sus ojos se tornó cálido ante mi improvisado gesto. La timidez e indiferencia con los que me había tratado tiempo atrás se habían desvanecido después de que hubiera podido explicarse conmigo, exponiendo sus motivos; Perseo no había dudado un instante en mostrarse a corazón abierto, en mostrarse por completo. Sin límites, sin secretos.
La familiar sensación de mi propia culpa enroscándose en mi estómago me recordó que yo no le había devuelto aquel ápice de confianza por su parte. No le había confesado quién era en realidad, como tampoco que había aceptado su ayuda para estar más cerca del círculo del Emperador, buscando información sobre aquel hombre. Sus planes.
A través de las brumas del pesado sueño que estaba comenzando a arrastrarme consigo pensé en que Perseo se había enamorado de una mentira.
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Los primeros rayos de sol incidieron sobre mí, arrancándome de la dulce oscuridad sin sueños y pesadillas que me había cobijado después de que el brebaje de Perseo hubiera surtido efecto. Me removí entre las suaves y cálidas mantas que me rodeaban, además de un confortante brazo que se encontraba rodeando mi cintura; la tregua a la que había llegado con mi cabeza llegó a su fin cuando por mi mente desfilaron fragmentos de algunos de los sucesos que tuvieron lugar en la fiesta que Aella había celebrado la noche anterior. Especialmente los relacionados con Rómulo y sus dos amigos.
Las sienes me punzaron, haciendo que soltara un ligero gruñido de malestar. El cuerpo que había a mi lado, que presionaba contra el mío como un muro de protección adicional a las mantas que nos cubrían, se removió al escuchar mi sonido; no me hizo falta que girara mucho mi cuello para comprobar que Perseo estaba despierto: sus ojos azules, completamente despejados a pesar de la dura noche a la que tuvo que hacer frente, ya se encontraban clavados en mi rostro.
Las palabras se me atoraron en mitad de la garganta. Mis traicioneras mejillas ardieron cuando tuve que obligarme a rodar sobre mi costado —haciendo que ciertas partes de nuestros respectivos cuerpos se rozaran, recordándome su invitación a que pasáramos la noche de un modo ligeramente distinto al que pasamos al final— y poder observarnos cara a cara.
¿Qué era lo correcto en aquella situación? Perseo había desnudado su corazón la noche anterior, después de salvarme de las garras de su amigo Rómulo; yo misma había reconocido que también sentía algo por él, a pesar de que fuera un nigromante... o el heredero de una poderosa gens dentro del Imperio. ¿En qué punto nos dejaba eso? La noche pasada no había transcurrido del modo en que hubiera deseado y el brebaje que Perseo me había dado para ayudarme había hecho que cediera al sueño antes de poder continuar con la conversación.
Tampoco el nigromante me había presionado para hablar, consciente de que quizá no fuera el momento idóneo para tomar ese tipo de decisiones.
Pestañeé mientras Perseo y yo nos mirábamos fijamente, sin saber muy bien qué decir; o cómo abordar la situación que se nos presentaba. Había pasado la noche en su habitación, en su cama... A su maldito lado, con su reconfortante presencia envolviéndome como una segunda manta. Dejando aparte los motivos que habían propiciado el que yo terminara en aquel lugar, tenía que recordarme qué posición ocupaba Perseo dentro de aquella enorme mansión y el nutrido séquito que habría bajo sus órdenes.
Mayordomos que no tardarían mucho en llamar a la puerta... o irrumpir con suavidad allí para empezar a preparar a su señor para un nuevo día en el que cumplir con sus responsabilidades. Un nudo de tensión se afianzó en la boca de mi estómago al imaginar la incómoda escena, cuando me descubrieran en compañía de Perseo; las habladurías empezarían a correr como la pólvora y algún que otro oído indiscreto estaría más que encantado con las noticias, planificando cómo utilizar aquella información en sus propios beneficios.
Pensé en Aella, en el modo en que la chica parecía haber sabido —o al menos intuido— los motivos que habían empujado a su primo para que yo fuera aceptada como una de sus doncellas, a pesar de no necesitar una más en su séquito. No era capaz de prever la reacción de la perilustre si llegaba a enterarse de esto, pero tenía la sospecha de que no estaría complacida.
Estaba atrapada en una complicada situación de llegar a oídos de Ptolomeo, quien no volvería a ceder ante las exigencias de su nieto. Mi misión con la Resistencia estaría en peligro si el abuelo de Perseo llegaba a enterarse de los rumores que nos relacionarían a ambos; porque el cabeza de familia jamás permitiría que su valioso heredero pudiera verse entremezclado con alguien como yo. No cuando el Emperador había puesto sobre la mesa una jugosa oferta en la que ofrecía a su única hija en matrimonio.
Mordí la parte interna de mi mejilla.
—Debería marcharme —susurré.
El brazo de Perseo que continuaba rodeando mi cintura se tensó al escuchar mis palabras; incluso sus ojos azules se oscurecieron, aunque había un punto de comprensión en el fondo de ellos. El silencio que nos había envuelto se tornó pesado sobre ambos, casi asfixiante.
—Mi prima, como el resto de la casa, aún estará recuperándose de los excesos de anoche —repuso Perseo.
Aella solía despertarse tarde, pero lo hacía mucho más cuando la noche anterior había acudido a alguna de las miles de fiestas a las que era invitada. Sin embargo, y a pesar de la certeza que había mostrado Perseo al afirmar que la casa todavía estaba durmiendo, no podía arriesgarme más a verme al descubierto.
Había podido comprobar de primera mano cómo se esparcían los rumores dentro de aquellas cuatro paredes, la rapidez con la que saltaban de boca en boca. Si alguien me descubría en aquel dormitorio, podía darme por acabada y haber fracasado estrepitosamente con la misión que se me había encomendado después de haber insistido en formar parte de ella.
Casi podía ver la expresión de Darshan cuando lo supiera. El modo en que me miraría tras mi fracaso: condescendiente, puede que un punto decepcionado por haberse atrevido a encararse con el líder de mi facción, e incluso con mi padre, para echarme una mano.
Me colé con habilidad por debajo del brazo de Perseo y salí del refugio de mantas. El vestido que me había prestado Aella estaba completamente arrugado, lo que me obligaría a hacer un viaje a la lavandería para poder devolvérselo en perfectas condiciones; ni siquiera me molesté en llevarme una mano al pelo: tenía una ligera idea del aspecto que presentaba. Como el resto de mi apariencia.
Perseo se incorporó sobre los codos, observándome con una expresión meditabunda y algo ofuscada.
—Jem.
Mis dedos se quedaron congelados en el aire, a pocos centímetros de donde reposaba la diadema dorada que también pertenecía a Aella. El tono que había empleado el nigromante a la hora de pronunciar mi nombre anunciaba que lo siguiente no resultaría agradable de oír.
—¿Esto va a ser todo? —preguntó Perseo, haciendo un aspaviento con la mano para abarcarse a sí mismo, la distancia que nos separaba y a mí.
Intuí un leve tono dolido en sus palabras y luego comprendí el sentido, aquello que no se había atrevido a decir en voz alta. El corazón pareció desplomárseme dentro del pecho y la boca se me resecó mientras Perseo aguardaba a que le diera una respuesta.
Mi cabeza giró en dirección a la puerta al creer escuchar un sonido en el exterior. ¿Y si uno de sus mayordomos se encontraba allí afuera, pudiendo oírlo todo? Aquella maldita habitación no tenía muchos lugares en los que poder esconderme si fuera preciso.
Ni siquiera fui consciente de que Perseo abandonaba la cama, plantándose frente a mí mientras mi cabeza continuaba atrapada en aquel incipiente temor de que pudiera echarlo todo a perder. Pero ¿acaso podía tenerlo todo? Mi misión estaba estrechamente ligada a que continuara haciendo de doncella para Aella, reuniendo toda la información que me fuera posible...
—Jedham.
Me sobresalté al escuchar a Perseo tan cerca de mí. Mis mejillas enrojecieron de manera inconsciente debido a la panorámica de su torso completamente desnudo, pero pronto me vi arrancada de aquella agradable visión cuando me obligué a alzar mi mirada hacia su rostro; su gesto estaba mortalmente serio y sus iris de color azul habían adoptado de nuevo ese tono frío. El mismo con el que me había topado cuando se escondía tras su máscara de nigromante.
Recordé la pregunta que todavía flotaba en el aire, la respuesta que no le había brindado por tener la cabeza en otra parte. Mi reacción y mi evidente falta de explicaciones habían hecho temer a Perseo que yo no estaba interesada en seguir con ello, que lo sucedido anoche sería todo lo que pasaría entre ambos.
Pero yo ya había tomado mi decisión, aunque no había tenido oportunidad de comunicársela.
Di un paso para acortar la poca distancia que había entre ambos y coloqué la palma de mi mano encima de su pecho, cerca de donde se encontraba su corazón. Percibí el temblor que recorrió su cuerpo ante el contacto, lo que denotaba cierta agitación por parte de Perseo; una prueba más de que no era como el resto de nigromantes.
Procuré que nuestras miradas estuvieran entrelazadas y dije:
—Quiero saber a dónde nos conduce esto —aquella maraña de sentimientos, el revoloteo que había en la boca de mi estómago... el calor que lo acompañaba. La necesidad que había aparecido tras aquel beso en el callejón—. Quiero arriesgarme.
Arriesgarme a continuar adelante, sabiendo que mi decisión podría encontrarse con ciertos obstáculos.
Arriesgarme por aquel chico que había salvado mi vida, poniendo en riesgo sus propios juramentos de lealtad hacia el Emperador para ayudar a una chica que iba a morir aquella noche porque había visto más de lo necesario.
Arriesgarme a pesar de que mi padre y Cassian jamás me apoyarían por haberme enamorado de un nigromante. Por haberme enamorado de un perilustre cuyo oro contribuía al reinado de aquel tirano que ocupaba un trono que había ganado derramando su propia sangre.
El aliento se me entrecortó cuando Perseo inclinó su cabeza hacia mí, apoyando su frente contra la mía y haciendo que su propio aliento acariciara mis labios como una promesa de lo que anhelaba en aquellos segundos, antes de romper la burbuja que nos había rodeado tras mi declaración.
—Intuyo que hay algún «pero» —repuso.
Mis labios se curvaron de manera inconsciente en una media sonrisa ante aquella acertada observación por su parte.
Quería estar con Perseo, pero también necesitaba permanecer en aquel lugar el tiempo suficiente para ser de utilidad a la Resistencia. Apenas había podido dar a Darshan información relevante y eso me frustraba, en especial por la actitud de mi contacto; sabía que el chico ocultaba su impaciencia debido a mis escasas averiguaciones sobre el Emperador. Ni siquiera estaba segura de que la oferta que le había hecho al abuelo de Perseo pudiera servirnos de algo.
—No creo que a tu abuelo le entusiasmara la idea de saber que te has enredado con una de las doncellas de Aella —dije con tacto.
Perseo frunció el ceño y separó su frente de la mía para poder observarnos fijamente.
—Esto no es ningún enredo —declaró con rotundidad.
Me halagó escuchar que no me veía como un simple escarceo, pero eso no quitaba el hecho de que Ptolomeo jamás estaría de acuerdo con la decisión que había tomado su nieto. No cuando había oído la triste historia de los padres de Aella, el modo en que su abuelo había dirigido la vida de su hija para obtener algo a cambio; el cabeza de familia nunca me encontraría a la altura de su nieto.
No cuando yo no podía ofrecerle nada de interés.
—Eso es algo que él no verá —repuse, ladeando la cabeza—. Necesito quedarme aquí, Perseo.
Pero no por los motivos que el nigromante estaría imaginando: para él, aquel puesto de doncella me permitiría alejarme de las garras del Al-Rijl, el supuesto hombre para el que trabajaba; Perseo me había ayudado, obligando a su abuelo a aceptarme dentro del servicio, para brindarme una nueva oportunidad en la vida... y para estar más cerca de mí. La realidad es que yo había empleado aquella salida que me había dado para la causa de la Resistencia; había engañado al nigromante, inventándome una ficticia historia que había salvado mi cuello y de la que todavía no había podido deshacerme por las implicaciones que traería consigo.
La mirada de Perseo perdió la frialdad que había esgrimido desde que hubiera lanzado su pregunta sobre nosotros y sus nudillos acariciaron la línea de mi mandíbula en un silencioso gesto de comprensión. De entendimiento.
El nigromante también era consciente de mi destino si alguien hacía llegar a los oídos de Ptolomeo que su querido heredero había decidido entregar su corazón a una simple doncella. Alguien que no aportaría nada en absoluto a la gens.
—Lo haremos a tu modo —aceptó y yo me incliné sobre la punta de mis pies descalzos para rozar sus labios en un rápido beso cargado de agradecimiento—. Hasta...
Retrocedí con una expresión confusa por aquel repentino silencio.
—¿Hasta...? —repetí.
Perseo se limitó a guiñarme un ojo a modo de respuesta y luego su rostro volvió a tornarse serio; sus dedos se enroscaron con suavidad alrededor de mi muñeca, presionando su pulgar sobre el punto exacto donde percibía mi pulso. De nuevo tuve la sensación de que no iba a ser agradable lo próximo que saliera de su boca.
—Es posible que Rómulo ronde por aquí —me desveló.
El vello se me erizó al oír pronunciar ese maldito nombre. Incluso se me escapó un gruñido bajo al pensar en aquel perilustre, el mismo al que podría haber reducido por mí misma si no hubiera decidido respaldarse por aquellos dos enormes amigos suyos. A los que Perseo había reducido a cadáveres gracias a su poderosa magia como nigromante.
Sin embargo, y movido por algún extraño sentimentalismo, había decidido perdonarle la vida a Rómulo; permitiéndole que siguiera respirando a pesar de lo que había tratado de hacer conmigo. Casi podía sentir de nuevo sus sucias manos sobre mi cuerpo.
—Debería estar muerto —farfullé.
Porque ese tipo sabía demasiado. No le había costado mucho unir las piezas cuando se había topado conmigo en la fiesta; la misma chica a la que le había ofrecido unas cuantas monedas de oro a cambio de sus servicios y que, vaya casualidad, su amigo Perseo había protegido después de que saliera huyendo tras haberle golpeado con fuerza en la entrepierna y haberle tirado a la cara su sucio dinero.
La información con la que contaba era peligrosa. Especialmente ahora que Perseo y yo habíamos decidido seguir adelante, juntos.
—Rómulo intuía que nos conocíamos y anoche confirmé sus sospechas —la boca me supo a ceniza—. Podría ir a hablar con tu abuelo, contarle sobre mi tatuaje...
Una marca delatora que Perseo se había encargado de eliminar limpiamente. Pese a ello, la versión del perilustre prevalecería sobre la mía; Ptolomeo creería antes a ese malnacido que a mí, incluso si su nieto salía en mi defensa. Lo que podría complicar las cosas.
Una extraña sensación se abrió paso dentro de mí cuando vi que Perseo negaba lentamente con la cabeza, desechando el miedo que me había atenazado por el riesgo que presentaba Rómulo para nuestros intereses.
—Rómulo no hablará —me aseguró el nigromante.
—¿Cómo puedes estar tan convencido? —le pregunté.
Su mirada se ensombreció.
—Porque le advertí que habría consecuencias —contestó a media voz.
Comprendí que Perseo había utilizado su poder como nigromante para silenciar a su amigo, prometiéndole que tomaría represalias en caso de que no cumpliera con su palabra de no decir una sola palabra. Como heredero de la gens Horatia atesoraba un gran poder, pero era su condición de nigromante lo que había sido decisivo para hacer que Rómulo cooperara.
Rodeé el cuello de Perseo con mis brazos, consciente de lo incómodo que debía haber sido para él tener que hacer uso de esa baza para mantenernos a salvo. Para mantenerme a salvo a mí de nuevo.
No sabía si ambos habían tenido una estrecha relación en el pasado, si yo la habría roto al aparecer de ese modo en la vida de Perseo; lo único que sabía en aquel momento era que aquello, el hacer uso a modo de amenaza de su poder como nigromante, le había hecho daño.
Tras unos segundos, Perseo me devolvió el abrazo, agradecido por el consuelo que le proporcionaba.
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