❈ 33
Comprobé mi petate por décima vez, intentando ocultar mi propio nerviosismo.
Habían pasado dos días desde que había recibido el visto bueno por parte del líder de mi facción. Dos días desde que aquel mecanismo se había puesto en marcha, desde que Cassian me acompañara de regreso a casa... una casa que no volvería a pisar en mucho, mucho tiempo.
Las instrucciones que recibí en respuesta a mi mensaje afirmativo, donde explicaba que estaba dispuesta a aceptar la generosa oferta del heredero de la familia, me indicaban que esperara en un punto concreto donde alguien vendría a por mí. Por lo que allí me encontraba: esperando, a la vez que procuraba mantener a raya el nudo de nervios que llevaba acompañándome desde hacía un buen rato.
Miré a ambos lados de la calle, contemplando a los esclavos y sirvientes de mayor jerarquía que iban de un lado a otro, atareados con los recados de sus respectivos señores; dejé que mis ojos vagaran, intentando descubrir si alguno de ellos era la persona encargada de venir a buscarme.
No me sorprendió ver al esclavo que vino a buscarme a mi casa atravesar a la multitud, abriéndose paso hacia donde yo aguardaba. Sus ojos me recorrieron de pies a cabeza, deteniéndose en mi morral.
Cassian y yo habíamos llegado a la brillante conclusión de que no sería seguro para mí llevar mucho encima, por lo que me había limitado a meter algunas prendas de ropa y unos pocos objetos con gran valor sentimental.
El hombre bajó la cabeza en un rápido saludo antes de indicarme mediante señas que le siguiera.
No estábamos lejos de la propiedad de la gens Horatia. Reconocí el camino que habíamos seguido en aquel lujoso carruaje hasta que el esclavo torció abruptamente por el callejón que formaba el muro que rodeaba los terrenos de la mansión con el muro de la propiedad vecina; entendí que estábamos rodeándolo para acceder por otra de las puertas con las que debía contar el lugar.
Escuché a mi acompañante aclararse la garganta, preparándose para hablar.
—Eudora se negó a que volvierais a entrar por la puerta principal, dijo que eso sería un insulto —me explicó a media voz, incluso sonaba avergonzado.
Concluí que Eudora debía ser aquella mujer que nos había recibido, la misma que no había perdido oportunidad de usar su afilada lengua para intentar asustarme, evitando tener que cumplir con la orden que habría recibido por parte de uno de sus superiores, el heredero de la familia, de darme un puesto dentro del servicio.
Sin embargo, no había logrado su propósito.
Esbocé una tentadora sonrisa mientras seguía al esclavo a lo largo de aquel callejón hasta que divisamos unas puertas casi escondidas: la puerta trasera. La entrada que debía usar siempre el servicio.
—Lo último que querría sería insultar a la familia que me ha brindado una oportunidad —respondí.
Eudora sería un obstáculo en mi misión, estaba segura. La mujer había dejado desde el primer momento que yo no le resultaba una persona grata; era más que previsible que haría todo lo que estuviera en su mano para sacarme de allí. Pero, en aquel juego, yo también podía ser una gran contrincante.
El metal crujió contra las piedras del suelo cuando el esclavo empujó una de las verjas para permitirme el paso. Un coqueto —además de discreto— camino llevaba directamente a lo que parecía ser la zona trasera de la casa, la parte del edificio donde se encontraban los establos, huertos y demás dependencias de las personas que se afanaban en trabajar para la honorable familia.
Atravesamos con rapidez y en silencio la distancia que había entre las verjas y aquel pequeño patio trasero donde pude ver a los primeros trabajadores ocupándose de sus respectivas: hombres cargando sacos; otros que se encargaban de tirar de las riendas de poderosos ejemplares de caballos para dirigirlos hacia los establos; mujeres cargando con cestas y cubos... Niños corriendo de un lado a otro.
Me asombró toparme con semejante cantidad de gente.
—Es una propiedad grande —me explicó el esclavo—. Aquí es donde vive la rama principal de la gens Horatia, junto con su cabeza de familia. Aunque solemos acoger a multitud de... visitantes.
Asentí de manera distraída mientras continuaba observando aquel jaleo que reinaba en aquel lugar. Luego me obligué a apartar la mirada para seguir de cerca al esclavo, que mantenía sus ojos clavados en el frente y no estaba en absoluto sorprendido por todo lo que nos rodeaba; cruzamos el patio y nos internamos en unas grandes puertas que conducían a unas cocinas de aún mayor tamaño.
Procuré no quedarme boquiabierta cuando llegamos a aquella zona, a rebosar de personas que se afanaban por amasar, cocinar y cuidar de los fuegos que ardían en las enormes chimeneas que había en una de las paredes. Contra lo que creí, aquel lugar tampoco era nuestro destino: nos movimos entre las largas mesas de madera y nos dirigimos hacia la puerta. No pude evitar sentir un escalofrío de familiaridad al ver que aquel sitio se asemejaba dolorosamente al interior del palacio del Emperador.
Nuestros pasos resonaban contra los suelos mientras continuábamos caminando.
Eudora nos esperaba al final de aquel pasillo, de brazos cruzados y con una expresión que denotaba lo mucho que deseaba que no me encontrara allí. El esclavo bajó la cabeza automáticamente al encontrarnos en presencia de aquella mujer, como si la temiera.
Ella hizo un gesto desdeñoso con la cabeza para despacharlo e intuí una sombra de alivio en el rostro del esclavo mientras daba media vuelta, marchándose a toda velocidad por donde habíamos venido.
Los ojos de Eudora me recorrieron de pies a cabeza del mismo modo que había hecho el hombre que nos acababa de dejar, pero en el fondo de sus iris atisbé un inconfundible brillo de desdén.
—Espero que haya dejado todos sus asuntos del pasado bien cerrados —sonó a advertencia, pero no me amedrentó.
Pegué el morral contra mi pecho, hundiendo los dedos en el áspero tejido para controlar mi temperamento. Para impedir poner en riesgo la misión el primer día, demostrándoles a aquellos que no confiaban del todo en mí —o que guardaban dudas— que tenían razón.
No iba a darles a ninguno de ellos, incluyendo a Eudora, aquella gratificante satisfacción.
—Por supuesto —asentí.
La nariz de la mujer se arrugó de aquel familiar modo que recordaba de mi anterior encuentro.
—¿Tenéis algún conocimiento en tareas del hogar? —indagó Eudora.
Casi me reí por aquel insulto camuflado. En cambio, mantuve una expresión impertérrita y no aparté la mirada de sus ojos en ningún momento; quería hacerle saber que no me intimidaba, y que sus comentarios malintencionados no me afectaban en absoluto.
—Sé cómo se lleva un hogar —respondí.
Había ayudado a mi madre siendo niña y, cuando me fue arrebatada, aprendí sola las cosas que no había tenido tiempo, las tareas de las que se había hecho cargo mi madre. Si Eudora había esperado cruzarse con una inútil, lamentaba decirle que estaba completamente equivocada.
—Este no es el agujero del que has salido —me reprendió y sentí calor en las mejillas.
Me mordí la lengua. Ella no tenía aspecto de provenir de una familia pobre, incluso su rango dentro del servicio de la casa lo delataba: Eudora quizá pertenecía a una familia menor, el escalafón intermedio entre los poderosos perilustres y las castas más bajas de la base piramidal.
La odié por eso. Por atreverse hablarme de ese modo sin tan siquiera saber nada; estaba segura que Eudora jamás había puesto un pie lejos de aquella zona acomodada, preparada para las familias a las que la fortuna había sonreído. Familias que nunca habían pasado por lo mismo que los que vivíamos cerca de las murallas, en los barrios más humildes.
Los ojos de la mujer volvieron a recorrerme con desprecio.
—A pesar de que tu lugar debería encontrarse junto a los esclavos, se ha decidido que paséis a formar parte de las doncellas de la señorita Aella.
Pestañeé con una mezcla de confusión y alivio al escucharla. Intuía que el puesto que se me había brindado dentro del servicio era una posición que no era fácil de alcanzar, un puesto privilegiado; algo que debía ganarse y que a mí me habían dado de manera discrecional.
Provocando que la mala opinión que Eudora tenía de mí empeorara aún más.
La mujer leyó el desconcierto en mi rostro por la revelación y sus labios esbozaron una sonrisa cruel.
—¿Sabe en qué consisten las tareas de una doncella, señorita Devmani? —me preguntó con venenosa suavidad—. ¿O debería explicárselo?
Me recuperé milagrosamente de mi momentáneo estupor, alzando la cabeza de manera obstinada. Tanto ella como yo sabíamos que no sabía en qué consistía el papel de una doncella, que nunca había tenido que preocuparme por ello. Que el término me resultaba vagamente familiar debido a los susurros que corrían por la ciudad de los escándalos que rodeaban a los perilustres, pero nada más.
No obstante, me mantuve en silencio.
Eudora ladeó la cabeza, quizá decepcionada por no haber logrado su propósito de incomodarme atacando mi ignorancia.
—Como doncella de la señorita Aella, tendrá un dormitorio junto a sus otras doncellas —empezó a explicarme, dando media vuelta para dirigirse hacia un corredor que se alejaba de las estancias que ocupaba el servicio—; se encuentran situados cerca de las estancias de la señorita, en el segundo piso.
Me apresuré a no quedarme atrás mientras atravesábamos pasillos y terminamos en el vestíbulo que me resultaba familiar. Vi a algunas esclavas ataviadas con viejas túnicas ir y venir mientras ponían orden en aquel lugar; nada que ver con la quietud que había reinado en la única —y primera— ocasión que puse un pie en aquella monstruosa estancia.
El corazón se aceleró dentro de mi pecho cuando Eudora cambió de rumbo para ir directa hacia las escaleras de mármol. Procuré no quedarme embobada por el lujo que me rodeaba e ignoré la punzada que sentí en el pecho a causa de la furia que me despertaba aquella visión: el mundo era dolorosamente injusto. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que seguir a Eudora hasta la segunda planta y obligarme a mantener la boca cerrada.
—El tercer piso —anunció la mujer mientras cruzábamos un largo y abierto fragmento del interminable corredor que cruzaba toda aquella planta que tenía forma de U, por lo que pude ver al contemplar el jardín interior— pertenece enteramente a los domini y al señorito; únicamente la parte del servicio que les sirve directamente a ellos tienen autorización para estar poder acceder a ella.
Giró su cabeza para mirarme por encima del hombro con una ceja enarcada a modo de silenciosa advertencia. ¿Para qué querría subir yo hasta el tercer piso, de todos modos? Allí no había nada que pudiera serme de interés, por el momento; desconocía la disposición de la casa y tendría que acostumbrarme a ella antes de empezar a conseguir información.
Le dediqué a Eudora un inocente encogimiento de hombros.
—Aquí se encuentran los dormitorios de la señorita Aella y de sus padres, que están en la otra dirección —continuó aleccionándome con aquel tono pretencioso—. Esta zona del pasillo está dedicada a la señorita Aella y a sus doncellas, cuyas habitaciones se encuentran aquí, precisamente, por cualquier necesidad que pudiera tener.
Desconecté por completo cuando empezó a parlotear sobre lo maravillosa que era la joven señorita Aella, quien había cumplido los dieciséis años y había entrado en el jugoso mercado de los matrimonios concertados; me asqueó oír la banalidad con la que trataba el tema, como si el hecho de vender a una adolescente a un desconocido a cambio de jugosas riquezas y vínculos de poder no fuera una atrocidad. Un acto espantoso.
Torcí mis labios en una mueca de desagrado cuando Eudora me explicó que los domini se estaban volcando con Aella respecto a encontrarle un pretendiente debido a que con el señorito —del que todavía desconocía su nombre— no habían tenido tanta suerte.
—Todas las propuestas de algunas grandes gens han sido denegadas por el señorito —Eudora frunció los labios, como si esa decisión no fuera de su agrado—, y eso ha creado ciertas fricciones entre él y el dominus.
Nos detuvimos frente a dos enormes puertas. Eudora se giró hacia mí, de nuevo con aquella expresión altanera que empezaba a sacarme de quicio; me obligué a dejar mis pies clavados en el suelo y las manos quietas a mis costados.
Me mantuve a la espera mientras ella apoyaba una mano sobre la madera.
—Me pregunto qué fue lo que hiciste para que se tomaran tantas molestias contigo —espetó y sus ojos relucieron.
Ladeé la cabeza de manera encantadora.
—Recuerdo que dijisteis que un viejo amigo pidió un favor a vuestro señor —nuestro, técnicamente, ya que ahora formaba parte de su posesión como miembro del servicio. En aquellos momentos no era más que un objeto más, como el resto de personas que estaban en la misma situación que yo.
Eudora frunció los labios. No me moví mientras la mujer se acercaba con deliberada lentitud hasta donde yo me encontraba detenida; sus ojos me observaban del mismo modo que si yo fuera un asqueroso bicho que se hubiera acercado demasiado a ella.
Acercó su rostro y su aliento acarició mi oído, poniéndome el vello de punta por la sensación... y la cercanía.
—Vi tu marca —susurró y el estómago me dio un violento giro por aquel inesperado error por mi parte, del que no había tenido constancia hasta aquel preciso instante—, sé lo que significa y de dónde vienes. Es posible que te granjearas esa amabilidad que te condujo a esta oportunidad abriéndote de piernas o manteniendo esa viperina lengua tuya ocupada, pero esto aquí no va a funcionarte.
»Esto no es el burdel del que saliste.
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No sé cuánto tiempo estuve paralizada en aquel mismo punto después de que Eudora se hubiera marchado de allí con aires de triunfo. Mis dedos seguían clavados en la piel destrozada de mi antebrazo, lugar donde antes había lucido la marca a la que la mujer había hecho referencia.
Me sobresalté cuando una de las puertas que había en la pared de enfrente se abrió con un ligero chasquido. Mis ojos se abrieron de par en par cuando vi a una chica que aparentaba tener mi misma edad emergiendo del interior de aquella habitación; llevaba su cabello negro recogido en una corona trenzada que rodeaba su cabeza y una túnica que caía hasta el suelo, abrochada sobre sus hombros con dos prendedores idénticos. Además de un fino cinturón dorado que estrechaba su cintura.
Su piel pálida pareció coger algo de color, un adorable rubor que cubrió sus mejillas y el puente de su nariz, cuando me descubrió detenida en mitad del pasillo. Sus ojos castaños relucieron un instante después.
No moví ni un músculo cuando sus ligeros pasos la condujeron ante mí. De cerca pude ver que aquella inocencia que parecía rodearla la hacía aún más bonita de lo que me había resultado desde la lejanía; la chica ladeó la cabeza mientras me estudiaba de pies a cabeza con un brillo genuino de interés.
Al menos no parecía tan hostil como Eudora, al menos por ahora.
—¿Te has perdido? —me preguntó con amabilidad.
Pestañeé.
—No —contesté—: soy la nueva doncella de la señorita...
Mi mente se quedó en blanco al no recordar el nombre de aquella chiquilla a la que iban a vender cuando dieran con una oferta lo suficientemente tentadora para los intereses de la poderosa familia.
Los labios de la muchacha que tenía frente a mí se entreabrieron al escucharme, como si la idea de que yo fuera parte de ese séquito no encajara con mi aspecto. Sin lugar a dudas parecía sorprendida, muy sorprendida.
—Así que la nueva doncella de la señorita Aella —rumió, rascándose el pómulo—. El resto de las chicas ha estado muy excitada por la noticia, a la espera de tu llegada.
Ladeó la cabeza y sus labios entreabiertos se cerraron para formar una sonrisa cargada de amabilidad.
—¿Te han mostrado tus habitaciones? —me preguntó—. Supongo que ya habrán dejado allí todo lo que necesitarás.
Negué con la cabeza, sintiéndome estúpida y odiando a Eudora por haberme abandonado sin haberme dado ni una sola instrucción sobre qué hacer. La chica debió notar el apuro en mi expresión, ya que su sonrisa se tornó comprensiva y me hizo un gesto para que la siguiera.
Sin más opción, obedecí en silencio mientras la desconocida se dirigía hacia la puerta que quedaba junto a un balcón abierto. Empujó la madera con seguridad, permitiéndome ver el dormitorio al que conducía; no se trataba de un espacio muy amplio, el suficiente para que encajaran un par de armarios, un desvencijado tocador, una cama y una mesita junto a ella.
Sobre el colchón de la cama había una pila de prendas pulcramente dobladas. Tragué saliva, abrumada por aquel dormitorio que duplicaba de tamaño al mío; la chica ya se encontraba en camino hacia la cama, donde pasó una mano por la ropa que alguien había dejado allí.
—Son los uniformes que debemos llevar y que nos distinguen como doncellas —empezó a explicarme, cogiendo la primera prenda y extendiéndola en el aire: una túnica idéntica a la que llevaba ella—. Es obligatorio que siempre los llevemos —recalcó, mirándome fijamente—, de lo contrario podrías ser castigada.
Asentí para hacerle saber que lo comprendía, dando un paso en su dirección. Mis ojos estaban clavados en la prenda de ropa que la chica —otra de las doncellas de la señorita Aella, con quien tendría que trabajar— todavía sostenía en el aire; me fijé con horror en que no tenía mangas cerradas, sino unas vaporosas tiras de tela que flotaban desde el grueso tirante del vestido, protegido por un broche dorado, hasta la zona de la muñeca, donde se ajustaba con algo semejante a una pulsera.
—También hay ciertas normas respecto a nuestro... aspecto —escuché que decía la muchacha por detrás del vestido.
Terminé de recorrer los pocos metros que me quedaban hasta donde ella se encontraba y casi le arranqué de las manos el vestido. La chica enarcó una ceja y luego señaló mi desastroso cabello rizado.
—Deberás llevarlo recogido —me explicó, su dedo cambió de dirección hasta señalar su propio recogido—: Así.
Contemplé aquella corona trenzada. Me iba a resultar imposible tratar de imitarlo sola... y en aquel instante añoré la presencia de Eo a mi lado para prestarme su ayuda; aferré con mayor fuerza el tejido del vestido. De mi uniforme.
—No te preocupes —se apresuró a añadir—: te ayudaré hasta que puedas hacerlo por ti misma.
Conseguí detener a tiempo que pugnaba por escapárseme a causa del alivio que me embargó saber que iba a contar con aquella chica, al menos hasta que aprendiera a desenvolverle sola.
Los ojos castaños de la chica relucieron cuando sonrió y tendió una de sus manos en mi dirección.
—Soy Vita, por cierto —se presentó.
Tardé unos segundos en reaccionar, aceptando aquella mano que todavía sostenía en el aire y dándole un apretón que, esperaba, hubiera resultado ser firme. Vita me sonrió de nuevo, a la espera de que yo le respondiera con la misma cortesía.
—Jedham —dije—. Me llamo Jedham.
—¿A qué familia perteneces, Jedham? —me preguntó entonces, con curiosidad.
Una sensación de frío se instaló en mi cuerpo. Vita también parecía compartir procedencia con Eudora y eso me hizo sentir repentinamente incómoda; aquella chica había sido pura amabilidad y bondad conmigo, pero una parte de mí no podía desprenderse de los prejuicios que sentía hacia chicas como ella.
Mis labios se curvaron en una media sonrisa que más pareció una mueca.
—No pertenezco a ninguna familia —respondí con cautela.
Los ojos de Vita se abrieron de par en par al escucharme. La confusión pasó fugazmente por su rostro, sin entender cómo era posible que alguien que no pertenecía a su esfera social hubiera podido acceder a un puesto que se escapaba de sus posibilidades.
Su rostro mudó a una expresión especulativa tras haberle desvelado que no pertenecía a ninguna familia, y que muy posiblemente mi lugar estuviera con el resto de los esclavos, en las cocinas o encargándome de tareas mucho más arduas.
—Quizá pueda ayudarte con el protocolo —murmuró casi para sí misma—. Es evidente que no tienes la preparación necesaria para...
Se calló de golpe, abriendo aún más sus ojos, al entender que sus palabras podían resultarme ofensivas. Yo me encogí de hombros, restándole importancia: Vita tenía razón al afirmar que mi preparación para desempeñar el papel de doncella era nula.
—Me encontraría muy agradecida por tu ayuda —dije.
Eso pareció relajar visiblemente a Vita, que recuperó la sonrisa y me hizo un gesto para que me pusiera el vestido que todavía sostenía entre las manos. Me despojé del morral que había llevado conmigo y dudé unos segundos ante la idea de quitarme la ropa delante de Vita; mientras estuve con Al-Rijl, había tenido que tragarme mi pudor frente a la anciana que nos había reconocido a Enu y a mí, luego frente a mis compañeras cuando teníamos que prepararnos.
Tomé una bocanada de aire antes de empezar a deshacerme de la ropa para ponerme aquella túnica larga. Vita tomó mis viejas prendas con cuidado, dándome la espalda de manera deliberada para que pudiera terminar de vestirme sin tener su inquisitiva mirada sobre mí; me metí dentro de la tela con premura, sintiendo lo liviana que parecía ser.
La chica se giró cuando me escuchó pelear con los broches que había sobre mis hombros. Me ayudó a colocarlos y luego ladeó la cabeza para echarme un vistazo; mis mejillas se colorearon y escondí de manera inconsciente mi brazo herido a la espalda, procurando que Vita no viera la masa que era mi piel en aquella zona donde el elemental de la tierra había eliminado el tatuaje.
—Es una suerte que sea de tu talla —comentó con alivio, luego se giró hacia la pila en la que había doblado mi ropa—. Es tu propia responsabilidad lavar los uniformes y mantenerlos limpios. Nuestro aspecto siempre tiene que ser pulcro y perfecto.
«De lo contrario, habrá castigo», completé dentro de mi cabeza. Había podido intuir que las normas que imperaban dentro de aquella casa eran demasiado estrictas e inflexibles, lo mismo que las personas que se encargaban de comprobar que se cumplieran al pie de la letra. La intuición me decía que Eudora sería la encargada de aplicar los correspondientes castigos... y no dudaba en que disfrutaría si yo fuera la persona a la que tendría que castigar.
—Ven —me pidió Vita, dirigiéndose hacia el tocador que había pegado contra una de las paredes—. Te peinaré.
Obedecí, maniobrando con las faldas pegadas de aquel atuendo. La silla estaba dura, pero me acomodé como bien pude mientras Vita rebuscaba en los cajones del viejo mueble, sacando horquillas y un peine.
Contemplé en el espejo cómo maniobraba con mi cabello y mi rostro se contrajo en una mueca de dolor cuando trató de cepillarme. Vita se apresuró a disculparse y sus dedos fueron mucho más gentiles cuando empezaron a separar los mechones para dar inicio al proceso de trenzado.
Gracias al reflejo pude ver la mueca de concentración de Vita y cómo mis mechones se movían de un lado a otro, dando forma a la corona trenzada, idéntica a la que recogía su cabello oscuro.
—¿Es tu color natural? —preguntó, haciendo referencia a mi pelo.
El vello se me puso de punta cuando en mis oídos resonó aquella misma pregunta, pero por parte de un perilustre que había estado interesado... en mis servicios. Me sacudí de encima aquellos recuerdos y me obligué a mirar a Vita a través del espejo.
Sus dedos se habían detenido y sus ojos estaban ya clavados en los míos, a la espera de mi respuesta.
—Sí.
No entendía qué interés podía provocar que tuviera el cabello de aquel rojo; en la zona en la que había nacido, lejos de la influencia perilustre, sí que era extraño encontrar a alguien que no tuviera el cabello en un tono que oscilaba del negro más oscuro al castaño claro.
Vita sonrió.
—Es un color muy bonito —me alagó.
Lo único que pude hacer fue encogerme de hombros, sin saber cómo tomarme aquel cumplido.
Cuando terminó de prepararme, me alisé el vestido de manera nerviosa mientras contemplaba mi nuevo aspecto en el espejo del tocado; las sienes me dolían levemente debido a los tensos que se encontraban los mechones que luego se retorcían para formar la trenza que rodeaba mi cabeza. Pero, en general, la imagen que me devolvía la mirada era aceptable.
Distinta.
Seguí a Vita hacia la salida del dormitorio. La muchacha empezó a instruirme en mis nuevas responsabilidad, supliendo el silencio al que me había castigado Eudora tras marcharse sin decirme nada más; en aquella ocasión me concentré en cada palabra que salía de los labios de Vita, memorizándolas para luego repetirlas hasta que se me quedaran grabadas a fuego en la mente.
Vita me indicó que nos reuniríamos con el resto del pequeño séquito de doncellas de Aella en los jardines de la mansión. Caminamos por el pasillo con tranquilidad, con ella centrada en ayudarme a habituarme con las tareas a las que tendría que hacer frente de ahora en adelante; sin embargo, el sonido de unos pasos desde la escalera nos obligó a frenar hasta detenernos.
El corazón se me detuvo dentro del pecho cuando apareció por las escaleras, descendiéndolas con actitud llena de urgencia, como si tuviera prisa por llegar a algún lado; mis ojos se abrieron de par en par cuando el muchacho descendió lo suficiente para contemplar su rostro.
A mi lado, Vita se puso pálida y se apresuró a dejarse caer sobre una rodilla con la cabeza gacha en señal de sumisión y respeto. Una parte de mí sabía que tenía que hacer lo mismo, pero estaba congelada en el sitio; mis ojos clavados en aquellas facciones que me resultaban familiares, provocándome un escalofrío de pavor.
Porque conocía aquellos angulosos pómulos, los carnosos labios que se encontraban entreabiertos a causa de la sorpresa y los ojos de color azul que estaban fijos en mí. Alzó el brazo y pasó sus dedos por su cabello rubio oscuro ensortijado, un gesto que delataba su creciente nerviosismo.
Le conocía.
Era el chico a cuyo amigo había agredido aquel día en el mercado cuando trató de comprarme creyéndome ser una prostituta; el mismo que Eo me había descrito cuando la acompañé, antes de que saltara la voz de alarma con los nigromantes.
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