❈ 13
Después de la profunda conversación que había mantenido con mi padre, donde había podido ver el alcance de sus sentimientos hacia mí, decidí empezar a cumplir con mi promesa. Me quedaría allí, fingiría ser una chica más hasta que las aguas hubieran vuelto a su cauce o mi padre despejara el camino de informadores y espías; me resignaría a aplazar de nuevo mi venganza.
Aquella misma mañana, mi padre se había despedido de mí con un beso en la sien, como siempre habíamos hecho cuando tenía que marcharse; en su mirada pude apreciar un recordatorio de todo lo que habíamos hablado, de la promesa que le había hecho sobre mantenerme apartada. Sobre no meterme en más líos.
Le acompañé hasta la puerta, donde nos abrazamos a modo de despedida final.
—Regresaré esta noche.
Sabía que estaba obligándose a volver a casa por mí pues, en el mes que casi había pasado fuera de allí, había preferido regresar a la base escondida de los rebeldes; no en vano el aspecto que presentaba la casa era de casi abandono porque mi padre no había puesto un pie allí a excepción de algunas paradas en la casa de manera obligatoria para no levantar sospechas de los vecinos.
Asentí ante su promesa de regreso y me quedé apoyada en la puerta mientras observaba a mi padre marcharse. Mordí mi labio inferior al contemplar su hundida espalda, producto de años cargando con multitud de peso —y no solamente me refería a un sentido físico, los secretos también tenían parte de culpa—; mi padre no tenía un empleo fijo debido a su segunda vida, prefería trabajar en cualquier puesto que se le ofreciera y que no significara responder a muchas preguntas.
Algo sencillo que nos ayudara a subsistir.
En cambio, yo ni siquiera había valorado la posibilidad de encontrar un empleo que pudiera ayudarnos a ambos a seguir adelante. Me había centrado únicamente en mi venganza, en pasar el mayor tiempo posible con los rebeldes para poder prepararme para el futuro, para saber cómo podría derrotar a esa nigromante.
Sacudí la cabeza mientras regresaba al interior de la casa. La pila de ropa sucia había alcanzado niveles críticos y mi padre jamás se atrevería a bajar hasta el pilón donde el resto de mujeres se reunía para hacer sus respectivas coladas; con un suspiro de resignación, regresé a mi diminuto cuarto para vestirme. Luego cogí el canasto que servía para llevar la ropa sucia y salí de la casa con claras intenciones.
Bajé con energía la manga del brazo donde tenía el tatuaje, cerrando la puerta a mi espalda y descendí las escaleras que llevaban a la calle. Me metí de lleno en mi papel cuando una de nuestras vecinas, la señora Hakimi, se me acercó con claras intenciones de indagar en el motivo de mi ausencia.
—Jedham, qué sorpresa verte...
Sus ojos me estudiaron de pies a cabeza, deteniéndose segundos después en mi rostro con una expresión que parecía significar que la historia ficticia que debía haber extendido mi padre coincidía con mi aspecto; a pesar de ello no me relajé en absoluto, la prueba aún no había terminado.
—Señora Hakimi —le devolví el saludo con una leve inclinación de cabeza.
—Tu padre nos tenía muy preocupados por tu salud —continuó la señora Hakimi, lanzando su primer anzuelo.
Al parecer, a mi padre no se le había ocurrido otra idea que hacerles creer a todo el mundo que estaba enferma. Tan enferma como para tener que quedarme postrada en la cama, y sin recibir ningún tipo de visita, durante todo este tiempo; en aquellos instantes agradecí mi aspecto demacrado y casi ceniciento, producto de haber estado mucho tiempo sin dormir en la casona de Al-Rijl por temor a que alguno de los clientes decidiera que le concediéramos un servicio.
Asentí con lentitud, pensando bien en mi respuesta.
—Nos cogió a todos por sorpresa, señora Hakimi —repuse con suavidad—. Sabe que soy la encargada de cuidar a mi padre...
Sus ojos se volvieron dulces al oírme hablar. Como la mayoría de mujeres de esa edad, estaban convencidas fervientemente de que era responsabilidad de nosotras cuidar de nuestros respectivos maridos, padres o hermanos; en aquella mentalidad tan cerrada, las mujeres estábamos subyugadas a tareas tan banales como permanecer en casa o criar a nuestros hijos.
Me dio un par de palmaditas en el dorso de la mano que mantenía sujeta el cesto de la ropa sucia.
—Sus ruegos han sido escuchados entonces por los dioses —dijo—. Nunca antes lo había visto tan asustado.
Pensé en el temor de mi padre, en el miedo de que las cosas salieran mal y yo no regresara a casa; eran los riesgos que ambos habíamos aceptado cuando los líderes habían reunido a un nutrido grupo de rebeldes para exponer el plan y habían pedido voluntarios.
Esbocé una tensa sonrisa, sabiendo el motivo real de la preocupación de mi padre. La señora Hakimi siguió parloteando sobre las últimas novedades en el barrio, acompañándome un buen trecho mientras yo me dirigía hacia el pilón donde se reunían para hacer la colada.
—Las calles ya no son tan seguras como antes —suspiró la señora Hakimi, echando un vistazo a su alrededor—. No ahora que los nigromantes han dejado aquí su huella.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Mi padre me había confesado que, mientras yo estuve fuera, un grupo de soldados se plantó en el barrio, buscando a los que habían sido acusados de traición; aquello alteró a mi padre, pues existía la mínima posibilidad de que alguien pudiera habernos delatado frente al Emperador. Que pudieran habernos vendido.
El rostro de la señora Hakimi se contrajo en una mueca de absoluto desagrado al pasar por delante de la casa que había pertenecido a los Farrar. Como signo distintivo, habían grabado una enorme X en la fachada para señalar aquel lugar como clausurado; una advertencia de lo que había sucedido con la gente que había vivido ahí.
—Han dejado el olor a muerte por aquí —continuó la mujer—. Y han sembrado la semilla de la duda entre nosotros.
Aferré el cesto con fuerza, presa de un ataque de ira. La marcha de los nigromantes, dejando a su espalda un cúmulo de cadáveres, había creado un ambiente de desconfianza entre las personas que vivíamos en el barrio; nadie se cuestionaba si la sentencia del Emperador era correcta, si las personas que eran asesinadas eran inocentes... Nadie se preguntaba nada, preocupados por su propia salvaguarda. Empezando a sentir desconfianza por la gente que le rodeaba. Por sus propios vecinos, familiares.
Preguntándose si alguno de ellos podría ser un traidor.
—Será mejor que dejemos a un lado estos temas, es como si estuviéramos conjurando a Zosime —golpeó con los tres dedos índices sobre su pecho, gesto que pretendía alejar la presencia de la Diosa Prohibida; la diosa de los nigromantes—. ¿Traerás este año los buñuelos que hiciste para la Rajva?
La Rajva era una festividad que celebrábamos en la ciudad, cada barrio se reunía en su territorio y traía consigo algo de comida para compartir con el resto de los vecinos. Cuando mi madre seguía con vida me había enseñado la receta de unos buñuelos que siempre preparaba para ese día, por lo que había seguido con la tradición una vez estuvimos mi padre y yo solos.
Asentí y la señora Hakimi sonrió con picardía.
—Quizá este año logres encontrar un hombre a la altura, Jedham —canturreó—. No es bueno para una joven de tu edad estar sola... Sin formar su propia familia.
Contuve las ganas de poner los ojos en blanco ante la sutil insinuación de la buena mujer. Había ejemplos y ejemplos de chicas con las que había compartido mi infancia que ya estaban felizmente casadas y algunas de ellas con bebés en camino, o criando ya alguno; entendía que se hubieran criado con esos valores, que creyeran que su única función en la vida era por y para su familia. Quedándose recluidas en sus respectivas casas, cuidando a los niños y mimando a sus maridos; sintiéndose agradecidas por el dinero que traían ellos a casa.
Mi padre, por el contrario, me había brindado más libertad. Mi madre me había enseñado que había mucho más para nosotras que una casa y niños llorando; mis padres me habían animado a que buscara algo... algo más.
El sacrificio de mi padre de permitirme entrar a trabajar junto a los rebeldes era prueba de ello.
—¿Qué me dices de ese joven...? —la repentina pregunta de la señora Hakimi me distrajo de mis pensamientos—. Kléos. Siempre se os ha visto juntos y el tiempo le ha convertido en un buen mozo.
La risa burbujeó fuera de mi garganta.
—Cassian y yo somos amigos desde niños —respondí con firmeza, sin dudas al respecto—. No hay entre nosotros más que amistad. Y cariño.
Nunca nos habíamos movido por otro plano. Cassian era para mí como un hermano; un hermano mayor que cuidaba de que no me metiera en más líos de los necesarios y que era capaz de hablarme con franqueza, sin ocultarme nada.
Lo mismo que su hermana, aunque no hubiera alcanzado la misma línea de confianza que Cassian.
Ellos eran mi familia.
Silke me había cuidado como mi propia madre una vez ella fue asesinada. Aquella mujer me había acogido bajo su ala protectora y me había ayudado cuando mi padre no había sido capaz de hacerlo; había suplido satisfactoriamente el hueco que había dejado mi verdadera madre. Y yo la quería, además de sentirme profundamente agradecida.
Silke quería una buena chica para Cassian. Lo mismo que yo.
La señora Hakimi hizo un elocuente gesto con sus cejas llenas de canas.
—Ese chico reúne los requisitos para ser un buen marido, Jedham —me aleccionó la mujer, intentando hacer de casamentera—. Os conocéis bien. Hay complicidad. El hombre que se convierta en tu marido debe ser mucho más que la persona que traiga dinero a casa; también tiene que ser un amigo, un confidente... un buen amante —se rió de su propia broma.
Mis mejillas se colorearon ante su jocosa coletilla sobre las aptitudes de un buen marido. La señora Hakimi no conocía a Cassian tanto como yo; el único compromiso serio que tenía era para con su familia... y con los rebeldes.
Sentí alivio al divisar el pilón y escuchar el jolgorio de la zona, las voces de las mujeres que charlaban entre ellas. Las risas de los niños que corrían los unos detrás de los otros, jugando entre las cestas.
Miré a la señora Hakimi con una convincente expresión de disculpa, a pesar de estar deseando perderla de vista.
—Hazme caso, jovencita —dijo la señora a modo de despedida—. Un buen partido no se encuentra todos los días y no es bueno que una mujer esté sola...
Ignoré el ligero temblor que sacudió su menudo cuerpo, como si la idea de una mujer soltera la produjera escalofríos de pavor, y me despedí de ella con educación, encaminándome después hacia el pilón.
Esquivé un grupo de niños que peleaban entre ellos y busqué un hueco donde poder colocarme. El tiempo que había pasado con Al-Rijl me había hecho olvidar lo que suponía llevar a cabo esa tarea en concreto.
—¡Jem! —una chica apareció en mi campo de visión, esgrimiendo una sonrisa de genuina alegría.
Le respondí la sonrisa con otra de manera automática. Eo era una versión femenina de Cassian, con aquel largo y liso cabello de color negro que le llegaba casi por la cintura y unos ojos verdes que resaltaban contra su piel tostada; todo en Eo llamaba la atención, logrando que tuviera una larga lista de pretendientes.
—Eo —contesté.
La hermana menor de Cassian no dudó un instante en quitarme la cesta que llevaba y cargársela contra la cintura.
—Cass dijo que estabas enferma y, cuando intenté visitarte, tu padre se negó en rotundo; al igual que mi hermano cuando me descubrió tratando de ir a tu casa a escondidas —dijo con un ligero tono de reproche.
Mi rostro se contrajo en una mueca.
—No quería que pudieras contagiarte, Eo —expliqué, preguntándome por qué mi padre no me había dicho que ella había tratado de verme.
Ella hizo un desdeñoso aspaviento con la mano que tenía libre. Sus ojos verdes relucían de alivio y alegría de verme tan... recuperada; de manera inconsciente, y aprovechando que mi amiga me había liberado de la pesada cesta, comprobé que mi manga cubriera la zona donde tenía el tatuaje de Al-Rijl.
—Lo importante es que ya estás curada —esgrimió con emoción—. Mamá también estaba muy preocupada por ti. ¡Ven, hay hueco junto a nosotras!
La seguí a través de la multitud de mujeres que parloteaban al mismo tiempo que lavaban. Reconocí a Silke en un rincón, afanándose contra un vestido que pertenecía a Eo; su mirada se iluminó al escuchar a su hija advirtiéndole de mi presencia. Dejó el vestido húmedo sobre el borde para ponerse en pie y poder abrazarme.
La estreché contra mis brazos, aspirando su familiar aroma a especias.
—Jem, cariño —dijo—. Gracias a los dioses que apareces, ¡me tenías muerta de la preocupación!
—He estado enferma —apunté con apuro.
Eo depositó la cesta en el suelo y yo agarré la primera prenda para proceder a lavar. Silke me estudiaba con atención, buscando cualquier signo que avalara mi enfermedad; tragué saliva mientras me apresuraba a hundir la prenda en el pilón, rezando para que Silke no me preguntara por qué no me arremangaba la túnica que llevaba puesta y que era de un tejido lo suficientemente oscuro para no transparentarse.
—Supongo que Cassian no fue a visitarte lo suficiente —mis palmas arañaron la piedra por la impresión; Silke también había optado por retomar su tarea y Eo se había colocado al otro lado para ayudarla—. Ha estado raro estas últimas semanas.
Vi que Eo negaba con la cabeza, nada conforme con el comportamiento que debía haber tenido Cassian.
—Ha desaparecido más tiempo que de costumbre —continuó reflexionando Silke—. Poniendo de excusa que Taqiy le estaba doblando el trabajo... que requería de su presencia porque se veía desbordado con los pedidos...
Froté con energía la camisa que estaba en el agua, tratando de no ceder al pánico que presionaba en mi interior. Cassian siempre había ido con cuidado, procurando dejar a su familia al margen de todo; me resultaba difícil de creer que algo se le hubiera pasado por alto, algo que pudiera haber levantado las sospechas de su madre.
—Sé reconocer una mentira, Jem —cuando la miré creí ver en sus ojos que no estaba haciendo referencia únicamente a su hijo mayor, sino a mí también.
Tragué saliva, agobiada por no saber qué hacer en esa situación.
—He valorado la posibilidad de que esté viéndose con alguien pero... pero no estoy segura de ello —Silke bajó la mirada hacia el agua del pilón; Eo también había dejado de lavar para observar a su madre con preocupación—. Mi corazón me dice que mi hijo está haciendo algo... algo grave. Peligroso.
Pude percibir el terror de una madre ante la mínima probabilidad de perder a su hijo. Vivíamos rodeadas de muerte, escuchábamos a diario las desgarradoras historias de familias que perdían a sus miembros... si no eran exterminadas al completo; Silke no quería formar parte de ellos.
Estaba preocupada por Cassian y yo no podía contarle nada. Mi posición era comprometida, pues los dos bandos tiraban de mí en sus respectivas direcciones; obligándome a posicionarme de un lado o del otro.
—Tú conoces a Cassian —dijo, alzando su mirada hacia la mía; tenía los bordes enrojecidos—. Él... él debe contártelo todo, no hay secretos entre vosotros. Por favor, Jem, dime... dime si Cassian está metido en... en algo peligroso.
Eo también me miraba con intensidad, deseosa de conocer si yo sabía algo que ellas ignoraban. Me sentí sucia conmigo misma, pues tenía todas las respuestas que ambas anhelaban conocer; sin embargo, respetaba a Cassian y sabía que era su expreso deseo no involucrar a nadie de su familia.
—No —la palabra me supo a bilis cuando la escupí—. Quizá haya... una chica. No estoy segura de ello, Cassian no suele compartir conmigo mucho sobre esos asuntos.
Eo se mostró aliviada ante la posibilidad de que todo se reducía a un problema con una chica; vi cómo esbozaba una media sonrisa antes de volver a sus quehaceres. Silke, al contrario que su hija, mantuvo su mirada clavada en mi rostro. Haciéndome recordar su anterior comentario sobre las mentiras.
Tras unos angustiosos segundos en los que nos sostuvimos la mirada, Silke fue la primera en romper el contacto visual.
Y tuve la amarga sensación de que no había creído ni una sola de mis palabras.
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