❈ 04
Su respuesta me produjo un escalofrío.
Quizá había intentado hacer un cumplido, pero sus palabras habían sonado casi como un reproche. Como si mi muerte le supusiera un trabajo en sus habituales responsabilidades.
Fui incapaz de responderle, por lo que me mantuve con la boca convenientemente cerrada a la espera de que el nigromante decidiera nuestro próximo movimiento. La muerte de Melissa se repitió entonces en mi cabeza, revolviéndome mi estómago vacío; el Emperador parecía haber sabido desde el principio que se le había colado un zorro en su lujoso gallinero. Incluso parecía haber tenido conocimiento de las intenciones de Melissa, queriendo llevarlo todo más lejos.
Se me puso el vello de punta al rememorar los sonidos convulsos que emitió Melissa antes de expirar.
Podría haber sido yo la que hubiera ocupado su lugar.
O Enu.
—Chica, muévete —la seca orden del nigromante me hizo salir de mi ensoñación con una pequeña llamarada de rabia.
Me acerqué hasta donde Perseo aguardaba, apretando los puños contra mis costados y obligándome a no cometer ninguna estupidez. Si el nigromante estaba dispuesto a ayudarme a salir del castillo —aunque su excusa había resultado ser demasiado hiriente—, no iba a desaprovechar la oportunidad.
Al quedarme junto a su cuerpo, aspiré una bocanada de aire por la boca, preparándome para hablar.
—No me llamo «chica».
Perseo no miró en mi dirección, tal y como había creído.
—Tampoco tengo intención de conocer tu nombre, niña.
La llama de rabia fue aumentando de tamaño dentro de mí, empezando a difuminar mis intenciones de no dejarme llevar por mis emociones. Sin embargo, la forma en la que me había llamado «niña» había logrado tocar un interruptor que muy pocas veces se encendía. Además, dudaba que a mis veinte años pudiera entrar en la categoría de niña; no después de todo lo que había vivido en los años pasados.
En aquella ocasión, el nigromante sí que ladeó la cabeza para poder dedicarme una rápida mirada, evaluándome con ella. Procuré responder a su mirada con otra cargada de desdén y contener mi propia lengua para replicar a su insinuación.
—Te llevaré hasta la parte trasera del palacio —empezó a explicarme, pausadamente—. Allí habrá menos vigilancia por lo sucedido con el Emperador; quédate en la zona de sombra y no hagas ningún ruido.
Abrí la boca para responderle, pero el nigromante no había terminado de ordenarme qué debía hacer:
—Y déjame hablar a mí.
Fruncí los labios con fuerza mientras Perseo abría la puerta y me hacía un gesto impaciente con la mano para que saliera al pasillo. Le dediqué una última mirada hastiada mientras obedecía en silencio; Perseo cerró con cuidado la puerta y se dirigió con resolución hacia el fondo del pasillo, en dirección contraria por donde habíamos venido.
Me tensé de manera inconsciente cuando Perseo giró la cabeza para mirarme, atrapando un mechón de mi pelo y observándolo con sumo interés. Apreté mis puños, intentando controlar el revuelo que ese gesto había formado en la boca de mi estómago; me resultó muy difícil descubrir amabilidad en ese simple gesto después de haber probado en mis propias carnes la brutalidad que escondía su don.
—Tienes un tono de cabello complicado.
Sacudí la cabeza para que Perseo liberara mi mechón, sintiéndome molesta por aquel comentario.
El nigromante me dedicó una mirada especulativa mientras se encogía de hombros casi para sí mismo. El final del pasillo se encontraba cerca, por lo que Perseo giró sin dudas en el recodo, que conducía a un entramado de muchos más pasillos; miré de reojo al nigromante, preguntándome si sabría qué camino seguir. Si los nigromantes que se encontraban al servicio del Emperador solían frecuentar esas zonas del palacio.
Mi pregunta fue respondida cuando Perseo abrió una vieja puerta de madera que conducía a un jardín. El mismo jardín donde el hombre de Al-Rijl nos había descargado a todas las chicas.
Tragué saliva, esperando que alguno de los soldados nos saliera al paso. Perseo, por el contrario, dio un paso al exterior; recordando sus palabras, le imité para poder cobijarme entre las sombras y la oscuridad. Seguí al nigromante de cerca, siguiendo al pie de la letra todas sus órdenes; me condujo hacia la salida más cercana, la misma que debíamos haber utilizado para entrar al principio de la noche.
Me ordenó que me detuviera con un simple movimiento de mano mientras comprobaba que todo estaba despejado. Busqué cobijo y protección entre la exuberante vegetación que quedaba cerca de la puerta que me conduciría hacia la libertad. Hacia las calles de la Ciudad Dorada.
El corazón empezó a latirme con fuerza cuando recibí otro aviso por parte de Perseo, quien me estaba indicando por señas que me acercara a él inmediatamente. Dudé unos segundos antes de abandonar la relativa seguridad de mi posición, escudriñando mi alrededor ante posibles imprevistos.
Perseo señaló la salida con un seco gesto de cabeza. Aún no terminaba de entender que hubiera decidido sacarme de palacio y que no hubiera sido una trampa; aunque no me hizo cambiar de opinión sobre los nigromantes.
Como tampoco olvidar mi venganza.
—Te recomendaría que huyeras lejos de la ciudad —escuché que me decía Perseo—. Que no volvieras con Al-Rijl.
Sacudí la cabeza levemente para apartar algunos mechones que la brisa había revuelto.
—Él es mi amo —señalé.
Su mirada se desvió levemente hasta la manga que cubría mi tatuaje.
—He oído lo suficiente de ese hombre para saber que no le va a gustar nada lo que ha sucedido —me explicó—. Aunque no hayas tenido la culpa, él te castigará por ello... y no es benevolente.
Nos quedamos en silencio unos instantes y me dio la sensación de que Perseo parecía haberse puesto pensativo.
—Cualquier vida que elijas es mejor que seguir bajo el poder de Al-Rijl —dijo al final—. Ahora eres libre de escoger qué es lo que quieres.
Quise agradecerle la ayuda que me había brindado, incluso aquel consejo improvisado que no me iba a servir en absoluto. Era evidente que no podía volver a la casa de Al-Rijl... pero por motivos ligeramente distintos a los que Perseo imaginaba; mi misión había terminado y aquella maldita sabandija debía creer que no había salido de palacio, que los hombres del Emperador se habían encargado de mí.
Sin embargo, fui incapaz de pronunciar palabra alguna. En lugar de eso asentí a modo de agradecimiento y empecé a caminar, deseando cruzar aquellas puertas y perderme entre las callejuelas de la ciudad.
No miré por encima de mi hombro para comprobar si el nigromante seguía estando allí, controlando mi huida. Luego arranqué a correr, desviándome a propósito de mi camino inicial a modo de precaución.
Sabía que no podía ir a casa, al menos aquella noche no. Así que me arriesgué a ir a una de las casas francas que usaba la Resistencia como tapadera para que pudiéramos pasar desapercibidos; todas las casas que colaboraban con nosotros tenían una señal que nos permitía distinguirlas.
Llamé a la puerta con cuidado, sin querer parecer ansiosa. Mientras esperaba que alguien me abriera, me permití echar un vistazo por encima de mi hombro para comprobar que nadie me había seguido desde que había huido de palacio.
Me sobresalté cuando la puerta se abrió con un chirrido, mostrándome a una chica con un bonito y lacio pelo de color negro al otro lado; sus ojos verdes me observaban con atención y desconfianza.
—¿Quién es, Vaali? —escuché que preguntaba un hombre desde el interior de la casa.
La chica, Vaali, no desvió la mirada de mi rostro, alzando ambas cejas en un elocuente gesto que me preguntaba quién demonios era.
—Necesito un lugar donde pasar la noche —respondí, omitiendo mi identidad.
Vaali no se movió ni un centímetro, se estaba impacientando ante mi falta de respuestas.
—Esta noche va a hacer mucho frío —añadí.
Aquella frase, una de las que solíamos usar en los hogares que colaboraban con nosotros, pareció despertar algún tipo de reconocimiento en la chica; se apartó a un lado para permitirme el paso, controlando la calle por encima de mi hombro. Nunca nos quedábamos mucho tiempo en una casa tapadera por temor a que alguien pudiera descubrirnos.
Yo tenía intención de quedarme una sola noche, suficiente para poder descansar y comprobar cómo se levantaba la ciudad a la mañana siguiente. Intentando descubrir si lo sucedido en la fiesta del Emperador traspasaba los muros de palacio y los rumores se extendían por la ciudad.
Vaali me hizo un gesto con la mano para que avanzara.
—¡Papá! —exclamó la chica mientras me guiaba hacia a un reducido saloncito; un hombre levantó la mirada al escucharnos—. Es una de ellos.
Los ojos del padre de Vaali me contemplaron con suma atención, haciéndome sentir algo incómoda.
—No me quedaré mucho tiempo —les avisé—. Una noche, a lo sumo.
El hombre asintió con severidad.
Vaali me hizo una discreta seña para que la siguiera, saliendo del saloncito para dirigirnos hacia una maltrecha escalera que subía a un segundo piso; me sorprendió toparme con una única puerta y luego otras escalerillas, mucho más endebles que las que acabábamos de subir.
Nuestro camino se detuvo en el tercer piso, que era una buhardilla que Vaali había convertido en su propio dormitorio. Al fondo había un colchón con las mantas revueltas, además de una pequeña cajonera; cuando miré a la chica, ella tenía las mejillas algo coloreadas.
—Tendremos que compartir... cama —dijo con algo de apuro.
No parecía nada cómoda con la idea, así que traté de sonreír con amabilidad.
—Necesito que me hagas un pequeño favor —repuse.
Vaali me miró con curiosidad, a la espera de que siguiera hablando.
—Tienes que buscar a alguien por mí —le expliqué—. Y decirle que estoy aquí.
La chica siguió mirándome sin apenas pestañear. Por unos segundos se me pasó por la cabeza la idea de que no iba a colaborar conmigo, que era demasiado arriesgado; el silencio pareció alargarse más de lo necesario.
Seguramente Enu ya hubiera corrido un mensaje para la Resistencia informando de mi desaparición... además de lo que había sucedido durante la fiesta.
—Puedo hacerlo —aceptó ella.
Saber que iba a ayudarme hizo que un peso que se había afianzado en la boca de mi estómago perdiera parte de su agarre. No quería seguir imaginando qué habría sucedido después de que el Emperador me hubiera elegido como diversión para aquella noche, pero necesitaba urgentemente que supieran que estaba bien.
—Cassian Kléos —dije sin un ápice de duda.
Vaali asintió.
—¿Sabes dónde puedo encontrarlo? —preguntó con suavidad.
Pensé en Cassian y no me resultó difícil adivinar qué estaría haciendo en aquellos instantes. Sonreí sin poder evitarlo, provocando que Vaali me mirara con muchísima más atención, sin entender mi reacción.
—En la Taberna de los Tres Genios —respondí automáticamente.
Aquel antro era conocido en toda la Ciudad Dorada debido a las continuas disputas que los borrachos que acudían con asiduidad al local formaban por cualquier nimiedad. También servía como escenario perfecto para tener reuniones de dudoso contenido, como las que tenían los que intentaban atraer más gente a la causa.
El rostro de Vaali pareció perder algo de color al conocer su destino. Aunque luego recuperó parte de su aplomo.
Observé en silencio cómo Vaali se dirigía hacia las escaleras que bajaban al segundo piso. Al ver mi gesto, me explicó que debía cerciorarse de que su padre se había quedado dormido para poder proceder a la búsqueda; cuando la vi desaparecer por la escalera, tragué saliva de manera inconsciente. Cuando me quedé a solas, me atreví a acercarme a la única ventana que iluminaba el interior de aquella buhardilla; retiré con cuidado la manga que cubría mi antebrazo, mostrándome la marca que Al—Rijl siempre usaba en sus chicas.
La acaricié con el pulgar, repitiendo el ofrecimiento que me había hecho el nigromante de eliminarla de mi piel. Los rumores que corrían sobre ellos también hablaban de su capacidad —mucho más desarrollada que la de los elementales de tierra— para la sanación... entre otras cosas; era cierto que podía haber aceptado la ayuda de Perseo para que quitara aquella monstruosa marca de mi antebrazo de manera mucho más rápida y quizá menos dolora que si acudía a un elemental de la tierra, pero un ápice de duda me había impedido hacerlo.
Escuché un sonido y solté de golpe la manga, cubriendo de nuevo la marca y girándome para ver aparecer la cabeza de Vaali por el hueco de la escalera. Tenía una media sonrisa en los labios, indicativo de que las cosas estaban marchando tal y como ella quería; se dirigió hacia donde me encontraba, abriendo los postigos de la ventana y asomándose al exterior.
Luego metió de nuevo la cabeza, dedicándome una amplia sonrisa.
—Volveré pronto —prometió.
No me dio tiempo siquiera a despedirme de ella. La observé en silencio mientras salía al tejado, recorriéndolo como si aquella no fuera la primera vez que lo hacía; sus movimientos no tenían ningún tipo de titubeo, y pronto desapareció de mi vista.
Las dudas empezaron a corroerme ante la multitud de imprevistos a los que no había prestado la suficiente atención. Empezando por el hecho de que la taberna que solía frecuentar Cassian no estaba relativamente cerca de aquí, también era posible que aquella noche no estuviera allí; por no hablar del hecho de que el padre de Vaali podía interrumpir en la buhardilla en cualquier momento para comprobar cómo iban las cosas por aquí arriba.
Intenté moverme lo menos posible, intentando reducir al mínimo el ruido que hacía en aquel sitio. Empecé a sentirme nerviosa por mi desconocimiento de cómo estaba la situación; estaba preocupada por Enu, pues desconocía lo que había sido de ella desde que había abandonado aquel salón repleto de perilustres.
Tras un prolongado período de angustia en aquella buhardilla —en la que había terminado por sentarme en el duro colchón en el que dormía Vaali y contemplar un rincón casi escondido bastante personal—, escuché el sonido de unos pasos; me incorporé de golpe justo cuando Vaali entraba por la ventana, haciéndose a un lado para dejar a otra persona.
Me puse en pie de un salto al ver al tipo encapuchado que había traído consigo Vaali. Recordé que no le había proporcionado ningún tipo de descripción, simplemente le había dado un nombre.
El extraño se retiró con cuidado la capucha, mostrándome una sonrisa que conocía desde que era niña.
—¿En qué lío te has metido ahora, Jem?
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