❈ 03

          
En el camino de regreso nos vimos interrumpidos por un grupo de soldados que no llevaban máscaras. Eso significaba que no eran nigromantes, pero no les quitaba peligrosidad; llevaban en el cinto una pareja de cimitarras y por encima del hombro les sobresalía el mango de otra arma.

El nigromante que llevaba a la chica rubia desnuda fue el encargado de impartir las órdenes pertinentes:

—Id a los aposentos que usa el Emperador para este tipo de visitas —los ojos de los soldados se desviaron hacia nosotras—. Hay un cadáver y nuestro señor exige que alguien se deshaga de él. Máxima discreción.

Los soldados asintieron con severidad antes de echar a andar en la misma dirección por la que habíamos venido nosotros.

—Malditos bastardos —blasfemó.

—Tranquilo, Cleitus —dijo el nigromante que me llevaba a mí—. No me gustaría estar en la piel de ningún Sable de Hierro.

Debía estar refiriéndose al cuerpo de élite del Emperador, aquel que se encargaba de las ejecuciones públicas y persecución de los nombres que dictaba su señor. Las mismas personas que habían acompañado a aquella nigromante a apresar a mi madre en el mercado, acusada de estar vinculada con la rebelión.

Fingí no estar prestando atención a su conversación y reanudamos la marcha.

—¿Dónde... dónde nos lleváis? —escuché que tartamudeaba la chica rubia.

El nigromante que la acompañaba soltó un bufido desdeñoso.

—Con Al-Rijl —contestó.

La rubia se encogió visiblemente entre los brazos del nigromante al escuchar nuestro destino. A pesar de ser su primera fiesta en aquellos círculos tan lujosos, era evidente que llevaba atrapada en las redes de Al-Rijl lo suficiente para saber que no nos iba a recibir con los brazos abiertos, precisamente; sus ojos estaban desorbitados por el horror y había empezado a debatirse.

El nigromante que se encargaba de llevarme me lanzó una mirada de aviso, advirtiéndome de que lo que podría sucederme en caso de intentar escapar. A mis espaldas resonaban los quejidos y súplicas de la chica, quien no estaba dispuesta a regresar junto a Al-Rijl.

El estómago volvió a retorcérseme al ver aparecer a otro nigromante por el pasillo, con la vista clavada en nosotros. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza al reconocer la fría mirada que se ocultaba tras la máscara de plata; los ojos de color azul que me observaba con suma atención. Por unos segundos tuve el temor que hubiera podido descubrir que yo también formaba parte de los rebeldes, aunque no hubiera acudido allí para asesinar al Emperador.

Mi escolta soltó una carcajada al ver al otro nigromante, el mismo que me había conducido hasta los aposentos imperiales donde el Emperador se reunía con sus diversiones para pasar un buen rato.

—Perseo —le saludó.

El aludido respondió a su compañero con un simple asentimiento de cabeza. Luego desvió la mirada hacia la chica rubia, quien seguía debatiéndose en vano contra el nigromante que la tenía retenida por el brazo; un segundo después escuché el grito de dolor masculino y los pasos apresurados que se alejaban por el corredor.

Ahogué una exclamación de dolor cuando el nigromante que me tenía aferrada por el brazo me volteó con brusquedad, permitiéndome ver cómo la chica rubia trataba de huir por el pasillo; todo pareció quedarse congelado a mi alrededor cuando Cleitus, el nigromante que había retenido a la rubia que ahora huía, alzó una mano en dirección a la espalda de la prófuga.

Sentí frío cuando Cleitus usó su poder para frenar en seco a la chica. Fue como si la temperatura del pasillo hubiera caído en picado, seguida de un pellizco en la boca del estómago; luego la chica rubia se desplomó en el suelo y no volvió a moverse.

La bilis se me quedó atascada en la garganta al comprender que estaba muerta.

Con un simple movimiento de mano, el nigromante había eliminado de golpe a esa pobre chica que había intentado huir.

Desvié la mirada del cuerpo sin vida hacia Cleitus. Sus ojos castaños, lo único que podía verse tras la máscara, se encontraban indiferentes... sin ningún tipo de remordimiento por lo que acababa de hacer.

Ni siquiera había necesitado mancharse las manos de su sangre.

Los otros dos nigromantes estaban contemplando a su compañero. Ninguno de los tres parecía sentir lo más mínimo lo que había sucedido; la muerte que se había cometido injustamente.

Cleitus se encogió de hombros.

—No creo que Al-Rijl la eche en falta —se excusó.

No pude evitar mirarlo con absoluto desagrado, asqueada por haber comprobado en primera persona lo cierto que eran los rumores que corrían sobre los nigromantes. Luego tragué saliva al temer que pudiera seguir los mismos pasos que aquella chica rubia.

—Yo me encargaré de ella —intervino entonces el nigromante que habían llamado Perseo.

Cleitus y el otro se miraron entre ellos, dubitativos.

—Tenéis que deshaceros del cuerpo —señaló Perseo—. Al Emperador no le hará gracia saber que te has extralimitado en lo que te pidió.

Sus miradas se desviaron hacia el cadáver y pude apreciar que algo había cambiado en los ojos castaños de Cleitus.

Ahora observaba a Perseo con un brillo malicioso, casi perverso.

—Ya veo —comentó en tono meloso—. Si quieres tenerla un rato para ti solo no hay problema, Perseo; nosotros también necesitamos divertirnos de vez en cuando.

Me sobrevino una náusea al comprender a qué estaba refiriéndose Cleitus. El nigromante que me sostenía me soltó con brusquedad en dirección a Perseo, quien me recogió con una facilidad insultante; alcé la mirada hacia sus ojos azules, intentando adivinar si Cleitus estaba diciendo la verdad. Si todo aquello tendría el único fin de aprovecharse de mí.

En su mirada no había nada.

El vacío más absoluto.

Sus dedos se clavaron en mi piel cuando me aferró por el brazo, dando media vuelta y arrastrándome a su espalda sin responder a las insinuaciones que había hecho Cleitus; aguardé pacientemente a que llegáramos a una zona en la que solamente estuviéramos nosotros dos. Una zona en la que pudiera tener una oportunidad de huir.

Pronto nos vimos recorriendo un pasillo mucho más reducido, cumpliendo eficientemente el objetivo que tenía en mente.

Esperé unos instantes antes de empujar todo el peso de mi cuerpo hacia el suyo, haciéndole perder el equilibrio y provocando que chocara contra la pared. Escuché su exclamación de sorpresa y me abalancé para intentar propinarle un puñetazo.

Mi puño se detuvo en el aire y sentí mi brazo quedarse congelado, paralizado y pesado como si mis huesos se hubieran transformado en piedra.

Como si sangre se hubiera congelado dentro de mis propias venas.

Miré mi puño y luego al nigromante, que estaba incorporándose después del empujón y me observaba con una expresión indescifrable.

Entonces el fuego estalló en mi interior y caí de rodillas al suelo, apretando los dientes para contener un alarido de dolor. Estaba sintiendo en mis propias carnes el poder de los nigromantes...

Iba a morir.

La vista empezó a nublárseme del dolor mientras aguardaba a que Perseo decidiera matarme. Sus ojos azules parecían haber recuperado parte de su calidez, mostrándome un brillo enfadado; tenía el puño apretado, conteniéndome y manejándome a su antojo como si me hubiera convertido en su marioneta.

—¿A qué esperas? —escupí en un arranque de valor.

Mi espalda se arqueó y mis brazos quedaron colgando, flácidos, a mis costados. Notaba la columna a punto de quebrárseme y estaba empezando a costarme respirar; mis pulmones estaban siendo aplastados contra las costillas debido a la postura a la que estaba siendo sometida contra mi voluntad.

Jadeé con esfuerzo.

—Podría imitar a Cleitus —la voz de Perseo era como una daga de hielo—. De todos modos, no eres más que una vulgar prostituta. Una de las chicas de Al-Rijl que sirven para satisfacer las necesidades más bajas de los nobles.

Lo miré con todo el desprecio que pude reunir en aquel momento, forzándome a seguir respirando aunque cada bocanada que aspiraba fuera un auténtico dolor físico en mis pulmones.

—O quizá podría hacerle caso a Cleitus —un escalofrío de temor me recorrió la espina dorsal al comprender su insinuación—. Podría hacerlo y luego acabar con tu vida de la peor forma posible...

Cerré los ojos unos instantes, intentando recuperar el suficiente aliento para poder responderle.

—Entonces espero que te guste la necrofilia —repliqué con osadía—. Porque vas a tener que matarme antes de ponerme un dedo encima.

Su enorme cuerpo ocupó todo mi campo de visión. Desde mi posición, Perseo parecía inmenso, monstruoso... Poderoso.

Me tenía completamente a su merced y ambos sabíamos que lo que acababa de decir era una simple bravuconería, pura palabrería; los pulmones seguían ardiéndome y los brazos habían empezado a adormecérseme debido a la postura en la que todavía me encontraba sometida.

Su dedo enguantado siguió la línea de mi pómulo, bajando hasta la comisura de mi labio hasta alcanzar el cuello. Mi respiración se agitó visiblemente, al mismo tiempo que mi corazón arrancaba a latir a toda velocidad, ante el temor que despertaba en mí su simple contacto.

—¿Crees que no sería capaz de hacerlo? —susurró en un tono amenazante.

Le sostuve la mirada, a pesar de que estaba atemorizada por mi futuro. Sus ojos azules me contemplaban con una frialdad casi inhumana, recordándome por qué el Emperador les tenía en tan alta estima; los nigromantes eran codiciados por él y había ordenado que cualquier persona que mostrara signos de poseer el don debía ser enviado al Palacio, todo ello a cambio de una jugosa recompensa.

—Entonces, hazlo —le incité.

Pero mis atrevidas palabras no sirvieron para aliviar el temor que recorría mis huesos como si fuera hielo. Tampoco me ayudó a tener que soportar la humillación física a la que estaba sometida frente al nigromante; fue un acto impulsivo, casi salido de la necesidad de sucumbir y pedirle que acabara conmigo de una vez por todas.

Jadeé de golpe cuando recuperé el control de mi propio cuerpo, cayendo a plomo sobre el suelo mientras Perseo se acuclillaba para observarme desde cerca; las pulseras resonaron en mitad del pasillo cuando intenté moverme. Mis músculos ardían debido a la brutalidad a la que se habían visto sometidos y tuve que aspirar varias bocanadas de aire hasta lograr respirar de nuevo con normalidad.

No pude evitar dirigirle a Perseo una mirada desconcertada. Una pregunta implícita que él supo entender sin necesidad de que la verbalizara en voz alta.

—Solamente mato cuando así se me lo ordena —declaró con rotundidad—. Cuando mi señor así lo decide, no cuando mis víctimas me lo suplican.

Me imaginé a Perseo llevando a cabo una ejecución, torturando al pobre infeliz frente a los ojos del Emperador, complaciéndole mientras hacía oídos sordos de las súplicas y ruegos del reo para que terminara cuanto antes.

Se me agitó el estómago por las náuseas de comprender que ningún nigromante podría sentir clemencia hacia alguien. Que estaban vacíos por dentro.

—Levanta —me ordenó.

Traté de obedecerle, quizá por el temor de sentir de nuevo en mis carnes su poderoso don, pero las piernas no parecían querer actuar. Todo mi cuerpo había cedido a los temblores, impidiéndome moverme.

Escuché el bufido de impaciencia que soltó Perseo y le dirigí una mirada que pretendía demostrarle que nada de aquello era a propósito.

—No... no puedo moverme —dije casi como una disculpa.

Me odié por parecer tan débil, dejando que el miedo que despertaban esos monstruos se hiciera con el control de la situación. Ni siquiera el odio por la muerte de mi madre logró insuflarme algo de valor.

Perseo me contempló con cautela, temiendo que todo aquello pudiera tratarse de otra triquiñuela por mi parte. Tras unos segundos de duda, terminó por cargarme sobre su hombro como si fuera un simple fardo.

Mi cuerpo seguía recuperándose de la tortura física a la que se había visto sometida, por lo que no tenía energía suficiente para poder rebatirme mientras Perseo reanudaba la marcha conmigo sobre su hombro.

Lejos de lo que había imaginado, su brazo se mantuvo sobre mi cintura todo el trayecto y no sentí su otra mano aprovechándose de mi situación. Algunas partes del uniforme del hombro se me clavaban en mi estómago desnudo, aunque yo me mantuve obstinadamente en silencio; contemplando el final del pasillo del que nos estábamos alejando.

El abrupto cambio de escena me dejó desconcertada. En nuestra huida habíamos dejado atrás los lujos de las mejores zonas del hogar del Emperador, llegando al sitio que él debía haber destinado para el servicio; sentí un ramalazo de pavor al no saber qué estábamos haciendo allí.

O qué tenía pensado Perseo.

Nos metimos en una de las habitaciones y me di cuenta de que se trataba de un dormitorio. Perseo me bajó de su hombro con cuidado, dejándome en el suelo para que me sostuviera por mí misma; me tambaleé antes de apoyarme sobre la pared que tenía más cerca.

Me agité al encontrarme en aquella habitación con Perseo. Recordándome la amenaza que me había dirigido en el pasillo; de manera inconsciente palpé a mi alrededor, buscando cualquier objeto que pudiera usar para defenderme.

Observé su espalda mientras el nigromante se movía en el dormitorio, removiendo el contenido de los cajones de los muebles que había cerca de donde se encontraba.

—No gastes energías —me advirtió, sin tan siquiera girarse a mirarme—. Te reduciría sin ningún problema.

Me dejé resbalar hasta quedar sentada en el suelo, con la espalda pegada a la pared. No había sido difícil para Perseo adivinar mis intenciones, pues las pulseras habían sido las que me habían traicionado; empecé a quitármelas con frustración, lanzándolas a un lado y haciendo un ruido de mil demonios.

Perseo se giró entonces hacia mí, con una pila de prendas entre los brazos y una mirada cargada de advertencias sobre lo que sucedería si me atrevía a hacer algún movimiento arriesgado. Le observé desde el suelo mientras el nigromante se acercaba a mí, tendiéndome la ropa y enarcando ambas cejas en un gesto cargado de elocuencia.

—Cámbiate.

Mi mirada alternaba entre el rostro de Perseo y la pila de ropa que aún sostenía entre sus manos en mi dirección. Pude ver la impaciencia reflejada en sus ojos de color azul al comprobar que seguía en el suelo, pegada contra la pared; una ligera oleada de temor me recorrió de pies a cabeza al recordar cómo había logrado manejar mi cuerpo con un simple chasquido de dedos.

—El tiempo corre en tu contra —señaló fríamente Perseo.

Cogí las prendas que me tendía y luego volví a mirarlo fijamente, de forma que captara el mensaje implícito.

—Tendrás que hacerlo delante de mí —contestó el nigromante—. Porque no me fío lo más mínimo de tus intenciones.

Mis mejillas enrojecieron al caer en la cuenta de que estaba refiriéndose a mi infructuoso intento de huida del pasillo, cuando le había desestabilizado con un brusco empujón; apreté de manera inconsciente las prendas contra mi pecho, armándome de valor para cambiarme de ropa frente a la inquisitiva mirada de Perseo.

Me puse en pie con cautela y Perseo se apartó un poco, dándome algo de espacio para que pudiera comenzar a desvestirme. Sin embargo, lo primero que hice fue empezar a deshacerme las trenzas de mi cabello, de manera que pudiera estudiar en aquel tiempo al nigromante; mi desconfianza se tambaleó unos instantes al comprobar que su mirada estaba cargada de indiferencia, como si el hecho de tener a una chica a punto de desnudarse no lo alterara lo más mínimo.

Las ondas pelirrojas cayeron sobre mis hombros una vez pude deshacerme de todas las cintas y horquillas que lo habían mantenido sujeto. Contuve el aliento cuando llevé mis manos a la cinturilla de la falda, sin quitarle la vista de encima al nigromante y tratando de adivinar su reacción solamente con su mirada como única pista; toquiteé unos instantes el tejido antes de deslizar con cuidado la cinturilla hacia abajo, sintiendo cómo caía hacia el suelo.

Luego llevé mis manos hacia la parte superior de aquel molesto traje de bailarina cuya única función consistía en mostrarme, convirtiéndome casi en un mero espectáculo... en un objeto. Nuestras miradas aún seguían conectadas, sin que los ojos del nigromante se desviaran hacia otro punto que no fuera mi rostro.

Terminé de desnudarme y apilé las dos prendas con mi pie en un rincón, tomando de la cama las prendas que Perseo había sacado de alguna de las cómodas de aquella habitación. Tuve que romper el contacto visual con el nigromante al contemplar el blusón y el pantalón que conformaba mi nuevo disfraz; en silencio di gracias de aquellas prendas masculinas, pues un vestido no habría sido nada apropiado para una huida.

Me vestí apresuradamente, metiéndome las faldas del blusón bajo los pantalones y tratando de ajustar la cinturilla de éstos a mi cadera. Tras unos instantes de forcejeo hasta que logré que la prenda se mantuviera en su sitio, volví a centrar mi mirada en el nigromante.

Él se acercó hacia mí y, antes siquiera de que pudiera entender lo que estaba sucediendo, el nigromante había cogido mi antebrazo, apartando la tela del blusón y dejando al descubierto la marca de Al-Rijl.

Me mordí el interior de la mejilla al contemplar aquel grabado a fuego en mi piel. Todas las chicas que estaban bajo el yugo del hombre eran marcadas como si de ganado se tratase; mi compañera y yo no habíamos tenido más remedio que permitir que también se nos grabara aquella marca que servía para avisar a los cuatro vientos lo que éramos, a quién pertenecíamos.

De habernos negado a ser marcadas, ni Enu ni yo habríamos podido llegar tan lejos. Además, sabíamos que la marca no sería permanente, pues en la Resistencia había elementales de la tierra suficientes para poder eliminar el tatuaje de nuestra piel. Un proceso lento... a la par que doloroso.

Di un respingo involuntario cuando Perseo acarició el tatuaje con su dedo enguantado. Su mirada azul estaba clavada en mi antebrazo, contemplando las líneas que conformaban la marca de Al-Rijl con demasiada atención.

—Puedo quitártela.

No le entendí bien. Estaba tan ensimismada con la dirección que seguía su dedo sobre mi piel —con demasiada suavidad y tacto, algo extraño en un monstruo como lo era él— que no había prestado atención a sus palabras.

—¿Qué? —exhalé.

Perseo alzó la mirada hacia la mía.

—Puedo hacerla desaparecer —repitió con lentitud.

Pestañeé debido a la confusión. Me resultaba muy difícil de creer que aquel nigromante se hubiera ofrecido a eliminar la marca de Al-Rijl de mi piel, después de haberme sometido a su dominio, postrándome a sus pies en aquel pasillo, demostrándome que podía convertirme en una marioneta sujeta por sus propios hilos; no pude evitar mirarlo con desconfianza.

No debía bajar la guardia y, estaba segura, que aquel ofrecimiento debía ocultar alguna trampa.

—No —hablé con rotundidad, rechazando tajantemente su ayuda.

Ahora fue el turno del nigromante de contemplarme con confusión. Al parecer, había dado por supuesto que no dudaría ni un segundo en aceptar la mano que me estaba echando; sin embargo, no sería Perseo quien hiciera desaparecer el tatuaje de mi piel. Sería uno de los elementales que colaboraban con nosotros en la Resistencia.

Nos quedamos en silencio al escuchar jaleo en el pasillo. Ambos desviamos la mirada a la par hacia la puerta, temiendo que alguien pudiera irrumpir en aquel dormitorio, topándose con un nigromante y una chica.

Perseo soltó mi antebrazo con suavidad y se irguió. Seguimos sin decir ni una sola palabra, aguzando nuestros oídos para comprobar si alguien se acercaba a la habitación en la que nos encontrábamos escondidos; tras unos instantes totalmente inmóviles y sin emitir sonido alguno, Perseo se dirigió con cautela hacia la puerta y la entreabrió, echando un vistazo al exterior.

Mientras tanto, yo me encargué de recogerme las mangas del blusón que llevaba para tener mayor movilidad, en caso de necesitarla.

—No sé lo que ha sucedido con el Emperador —habló en un susurro— pero tienes que salir de aquí inmediatamente.

Nos miramos a través de la distancia que nos separaba.

Una parte de mí aún se resistía al embrujo del nigromante, temiendo que, aprovechando a la menor bajada de guardia, pudiera llevarme directa a una trampa; el pasillo parecía haber recuperado la calma, por lo que Perseo decidió echar otro vistazo para asegurarse.

—¿Por qué quieres ayudarme? —la pregunta se me escapó de manera inconsciente, verbalizando mis pensamientos en voz alta.

El nigromante volvió a girarse para lanzarme una prolongada mirada en la que no me transmitió nada.

—No me resulta nada agradable la idea de tener que deshacerme de tu cadáver.

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