Capítulo 7: Hijos del Vacío

La luna llena se alzaba sobre la ciudad, proyectando sombras alargadas en las calles vacías. En lo más profundo de la casa Mori, las luces estaban apagadas, sumiendo la enorme casa en una penumbra inquietante. El viento susurraba entre las ramas de los árboles, y dentro de la casa, los ecos del pasado reverberaban, como si los mismos muros estuvieran imbuidos de las tragedias que se habían desatado entre sus paredes.

Kaede Mori, sentada en el borde de su cama, miraba fijamente la puerta cerrada de su habitación. Sentía un vacío en su pecho que ninguna cantidad de material o poder podría llenar. Hacía días que no lograba conciliar el sueño, atormentada por la imagen de Hiroki, su hijo. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía, con su mirada fría y distante, un reflejo de la distancia que ella misma había creado. Las palabras que le había dicho tiempo atrás se repetían en su mente, como un eco interminable, golpeando su conciencia con más fuerza de la que podía soportar.

Kaede no lo admitía en voz alta, pero en lo más profundo de su ser sabía que había fallado como madre. Sabía que sus acciones, sus palabras llenas de desprecio y crueldad, habían sido el catalizador del monstruo que Hiroki estaba en proceso de convertirse. Era una verdad que se negaba a aceptar, pero que día tras día erosionaba su espíritu. Incluso su propio reflejo en el espejo parecía mirarla con desprecio, como si no fuera capaz de soportar la visión de la mujer en la que se había convertido.

Mientras el silencio la envolvía, un escalofrío recorrió su espalda, y un pensamiento aterrador se infiltró en su mente: ¿Y si nunca podía enmendar lo que había hecho? ¿Y si Hiroki jamás la perdonaba?

"Eso es ridículo" —murmuró Kaede, intentando convencerse a sí misma de que sus temores no tenían fundamento. Pero, en su interior, sabía que no lo eran. La realidad se estaba desmoronando frente a sus ojos, y su poder, su estatus social, no significaban nada ante el abismo que se abría bajo sus pies.

Kaede se levantó con torpeza de la cama y caminó hasta el gran retrato familiar que colgaba en la pared del salón principal. Sus ojos se fijaron en la figura de su difunto esposo, un hombre que había sido la única conexión real con su humanidad. En vida, él había intentado ser el puente entre ella y Hiroki, pero Kaede, cegada por su propio ego y las expectativas de la sociedad, había despreciado sus esfuerzos.

"Fuiste débil" —murmuró Kaede, mirando la imagen de su marido con falsa frialdad.— "Nunca tuviste lo que se necesitaba para controlar a este... este crío."

Pero esas palabras sonaban vacías, incluso para ella misma. La verdad era más dolorosa: su esposo había sido el único que realmente amaba a Hiroki, y ella lo había despreciado por eso. Incluso después de su muerte, había profanado su memoria, usando su imagen como excusa para distanciarse aún más de su hijo, hundiéndose en una espiral de desprecio y represión.

"Madre..."

Una voz suave y temblorosa interrumpió sus pensamientos. Era Kanako, su hija mayor, que se encontraba en la entrada del salón, con los ojos llenos de incertidumbre. Kaede notó el temblor en su voz y la palidez en su rostro. Sabía que Kanako también estaba luchando contra su propia culpa. Después de todo, ninguna de las dos había estado ahí para Hiroki cuando más lo necesitaba.

"¿Qué quieres?" —respondió Kaede con frialdad, sin girarse para mirar a su hija.

"Yo... no he podido dejar de pensar en Hiroki" —confesó Kanako, acercándose lentamente.— "Madre... ¿qué hemos hecho? No puedo dejar de sentir que lo estamos perdiendo. Algo en él ha cambiado... y es nuestra culpa."

Kaede cerró los ojos, sintiendo la punzada en su corazón. Las palabras de su hija eran el reflejo de sus propios pensamientos, pero aún así, no estaba dispuesta a admitirlo. No podía permitirse mostrar debilidad, ni siquiera frente a su propia sangre.

"Él es un hombre" —respondió Kaede con voz dura.— "Si no pudo soportar lo que la vida le ofrecía, es culpa suya. Nosotros le dimos todo lo que necesitaba. Si no fue suficiente, eso no es problema nuestro."

Kanako frunció el ceño, su rostro teñido de angustia. No podía entender cómo su madre seguía negando la realidad, cómo podía ser tan ciega ante el daño que habían causado. Hiroki había sido su hermano, alguien que había intentado conectar con ellas de todas las maneras posibles, solo para ser rechazado una y otra vez.

"No, madre" —replicó con un atisbo de firmeza en su voz.— "No podemos seguir ignorándolo. Hiroki es diferente ahora, pero no es por él... es por lo que le hemos hecho. Tú lo sabes tan bien como yo."

Kaede permaneció en silencio, su mirada fija en el retrato de su difunto esposo. Sabía que Kanako tenía razón. Sabía que, en el fondo, ella había contribuido a la transformación de su hijo, a la oscuridad que ahora envolvía su corazón. Pero admitirlo sería aceptar su propio fracaso, y eso era algo que su orgullo no podía permitirle hacer.

"Vete a tu cuarto, Kanako" —dijo con voz gélida.— "No necesito tus sermones esta noche."

Kanako permaneció en su lugar durante un largo momento, su mirada fija en la espalda de su madre. Sabía que no obtendría más de ella. Pero la culpa la carcomía por dentro, y sabía que no podía simplemente apartarse de la situación. Algo dentro de ella le decía que Hiroki estaba al borde de algo terrible, y si no hacían algo pronto, podría ser demasiado tarde.

"Madre... si no lo salvamos ahora, lo perderemos para siempre" —dijo finalmente, antes de darse la vuelta y salir del salón.

Kaede no respondió. La puerta se cerró tras ella, dejando a Kaede sola una vez más en la penumbra del salón. El silencio volvió a reinar, pero esta vez, estaba acompañado por el peso de la culpa que, por más que intentara ignorar, se hacía cada vez más insoportable.

Mientras la noche avanzaba, Kaede sintió cómo las sombras parecían moverse a su alrededor, susurrando verdades que no quería escuchar. Su mente regresó a los últimos días, a las veces en que había visto a Hiroki desde la distancia, con su mirada fría y calculadora. Él ya no era el mismo joven vulnerable que había despreciado durante tanto tiempo. Algo dentro de él había cambiado, y ella sabía que, de alguna manera, tenía la culpa.

Sin embargo, el pensamiento que más la atormentaba era que, aunque reconociera su error, ya no había marcha atrás. La oscuridad había echado raíces en el corazón de su hijo, y temía que el monstruo que había ayudado a crear pronto se levantaría para reclamar su venganza.

Mientras tanto con Hiroki

Hiroki observaba la ciudad desde lo alto de un rascacielos, su silueta recortada contra el cielo nocturno, mientras la luna llena iluminaba el vasto paisaje urbano. Las luces titilantes abajo parecían insignificantes a sus ojos, como si estuviera mirando un tablero de juego, y él, como el titiritero, sostenía los hilos de todos los que vivían en su mundo.

Había pasado tiempo desde su fuga, y en ese lapso, se había transformado, tanto en cuerpo como en mente. Hiroki ya no era el chico débil que los demás habían intentado quebrar. Ahora, poseía un poder que ni siquiera ellos podrían haber imaginado. Y lo mejor de todo era que ellos ni siquiera sabían lo que venía.

Hiroki movió los dedos suavemente, y con ese simple gesto, los hilos invisibles que formaban parte de su poder empezaron a vibrar en el aire, extendiéndose como una red invisible sobre la ciudad. Estos hilos, inspirados en el poder de Donquixote Doflamingo, le permitían manipular no solo objetos, sino también la mente y el cuerpo de aquellos que tocaba, destruyendo sus voluntades, convirtiéndolos en marionetas a su disposición.

—Pronto —murmuró para sí mismo, sus ojos fríos y calculadores—, todos sabrán lo que significa traicionar a Hiroki Mori.

El primer objetivo de sus futuros planes de venganza era claro: aquellos que lo habían despreciado y traicionado serían los primeros en caer. No solo los destruiría físicamente, sino que rompería sus mentes, pieza por pieza, hasta que no quedara nada de ellos más que fragmentos de los seres humanos que alguna vez fueron.

Ayumu, Kanako, Kaede, Nao, y Kokujin... Todos estaban en su lista. Y no tendría prisa. Cada uno de ellos sería sometido a una tortura única, personalizada, que jugaría con sus miedos más profundos y con los pecados que intentaban ocultar.

Ayumu había sido la primera en demostrar su verdadera naturaleza retorcida cuando, sumergida en su propio masoquismo, lo había dejado indefenso mientras se entregaba a Kokujin sin mostrar una pizca de remordimiento. Ella sería la primera. No solo la haría sufrir físicamente, sino que la atormentaría con su propio deseo de ser controlada. Hiroki sabía que ella anhelaba el dolor, el sometimiento, pero él la empujaría a sus límites, hasta que el placer se convirtiera en agonía pura. Los hilos que controlaba se enredarían en su cuerpo, como si fueran serpientes vivas, presionando su piel y manipulándola como un juguete roto.

—Ayumu... te haré rogar por el final —susurró, sonriendo con malicia al imaginar su sufrimiento.

Pero no se detendría ahí. Kanako, su propia hermana, sería próxima. Ella, quien había actuado con indiferencia durante tanto tiempo, negándose a ver el daño que le causaba. Ella sería destruida de una manera más personal. Hiroki sabía que Kanako vivía bajo la sombra de la culpa, aunque no lo admitiera. Con sus hilos invisibles, sembraría en su mente una creciente paranoia, haciéndola creer que todos a su alrededor la traicionaban, que cada sonrisa que recibía era una burla oculta. La haría dudar de su propia cordura, mientras la realidad y la fantasía se mezclaban en su mente. Y cuando Kanako estuviera al borde del colapso, Hiroki aparecería, para mostrarle que siempre había estado observándola desde las sombras.

Kaede, su madre, sería una experiencia diferente. Hiroki sentía que ella ya estaba rota, pero no completamente. Su plan para Kaede sería meticuloso y lento. La torturaría emocionalmente, haciéndola revivir cada decisión errónea que tomó como madre. Los hilos de su poder penetrarían en su mente, obligándola a enfrentar imágenes de su difunto esposo, reprochándola, mientras escuchaba las voces de aquellos a quienes había despreciado. Su mayor castigo sería su propia culpa. Hiroki no necesitaría hacerle daño físico; su mente haría todo el trabajo. Kaede se destruiría a sí misma.

Y luego estaba Nao. De todos, Nao era la que más odiaba a Hiroki, sin razón aparente más allá de un odio irracional y profundo. Pero Hiroki sabía cómo manejar a personas como ella. Con Nao, sería cruelmente ingenioso. Usaría sus hilos para controlar su cuerpo, no de manera visible, pero lo suficiente para que, poco a poco, perdiera el control sobre sus propios movimientos, haciéndola pensar que se estaba volviendo loca. Le haría creer que estaba perdiendo el control de su propia vida, mientras él la guiaba desde las sombras, moviendo cada uno de sus pasos hacia su destrucción.

Finalmente, Kokujin. Kokujin, quien había representado todo lo que Hiroki despreciaba. La fuerza bruta, el dominio físico, la arrogancia de quien se cree superior. Hiroki no tendría piedad con él. Su plan para Kokujin sería tan físico como mental. Lo sometería a torturas que no solo romperían su cuerpo, sino también su espíritu. Kokujin, quien alguna vez se había deleitado en controlar a los demás, conocería el verdadero significado de la sumisión bajo las manos de Hiroki. Le haría sentir lo que es estar completamente indefenso, atrapado en un cuerpo que ya no le obedecía.

Todo cae en su lugarpensó Hiroki mientras sus hilos seguían extendiéndose por la ciudad.

Con cada día que pasaba, su control sobre sus habilidades crecía. Podía manipular sus hilos a distancias mucho mayores, y ya no necesitaba ver a sus víctimas para controlarlas. Podía sentir sus pensamientos, sus emociones, y jugar con ellos desde kilómetros de distancia. Los hilos se entrelazaban con la realidad misma, conectando su voluntad con la de sus enemigos. Podía crear y destruir, controlar o liberar, todo con un simple movimiento de su mano.

La Habilidad del Titiritero, como él la llamaba, estaba alcanzando su punto máximo, y con ella, su sed de poder. Pero Hiroki no se conformaría con solo vengarse de quienes lo habían traicionado. Quería más. Quería controlar todo lo que lo rodeaba, y Japón sería su primer paso. Sabía que su poder ya no tenía límites. Con las conexiones que había establecido en las sombras, y con el dominio de su habilidad, comenzaría a tejer una red de manipulación que abarcaría todo el país.

—No solo dominaré a aquellos que me traicionaron. —se dijo, sonriendo con frialdad— Dominaré el mundo que me despreció.

En su mente, ya podía ver los engranajes del destino moviéndose a su favor. Su ascenso al poder no sería detenido. Los traidores sufrirían, el país caería bajo su control, y todos aquellos que alguna vez lo humillaron o subestimaron se verían arrodillados ante él.

Los hilos de su poder se movían con gracia y precisión, y Hiroki, desde lo alto, se sentía invencible, como un dios jugando con las vidas de los mortales.

Su ascenso acababa de comenzar.








Kokujin se encontraba en el gimnasio del instituto, el lugar donde siempre había dominado con su fuerza y arrogancia, donde se había impuesto sobre los demás con puños y palabras duras. Pero esta vez, mientras alzaba las pesas, una sensación diferente lo invadía. El peso no era lo único que lo aplastaba. Algo mucho más pesado, algo intangible, le envolvía la mente. Era como si una sombra invisible lo persiguiera a donde fuera.

—¿Qué demonios me está pasando? —murmuró entre dientes, dejando caer las pesas al suelo con un estruendo.

Sus manos temblaban, algo inusual para él, un tipo conocido por su control físico absoluto. Siempre había sido el más fuerte, el que imponía miedo. Y, sin embargo, ahora, el miedo lo perseguía. El rostro de Hiroki, ese maldito chico que había creído inferior en todo aspecto, se le aparecía constantemente en la mente. No podía dejar de pensar en él. Hiroki había escapado de sus garras y había hecho algo más, algo que lo hacía sentir vulnerable, una palabra que Kokujin jamás habría usado para describirse.

Miró su reflejo en el espejo, buscando consuelo en la imagen de su musculatura, en la apariencia de poder que siempre había bastado para someter a los demás. Pero ahora, esa imagen no le brindaba la misma confianza de antes. En su cabeza, las dudas y la paranoia crecían como una plaga.

—No es posible —dijo, acercándose al espejo, como si esperara encontrar la respuesta en sus propios ojos. —Ese maldito inútil... no puede haber cambiado tanto. Es un cobarde, siempre lo fue.

Kokujin intentaba convencerse, pero no podía ignorar lo que había escuchado. Rumores entre los estudiantes, susurros de lo que Hiroki estaba planeando. Nadie sabía a ciencia cierta qué era, pero todos lo sentían. Hiroki ya no era el mismo. No se trataba solo de que hubiera escapado, sino de cómo lo había hecho, con una frialdad calculada y una precisión que había dejado a todos desorientados.

No había huido por miedo, como todos esperaban. No, Hiroki había huido porque estaba tramando algo más grande, algo que escapaba a la comprensión de Kokujin. Y ese pensamiento lo carcomía por dentro. El recuerdo de cómo había intentado someter a Hiroki, de cómo había fracasado, no hacía más que aumentar su desesperación.

—¡Maldita sea! —gritó, arrojando una silla contra la pared. El golpe resonó en todo el gimnasio, pero no le trajo alivio. Kokujin no podía admitirlo, pero sabía que algo andaba terriblemente mal.

Los sueños se le habían vuelto pesadillas. Cada noche veía a Hiroki, pero no al Hiroki que había conocido, sino a una versión distorsionada, poderosa, envuelta en sombras. En esos sueños, era él, Kokujin, quien estaba indefenso, atrapado en los hilos invisibles que Hiroki manipulaba a su antojo. Sentía el control sobre su cuerpo desaparecer, mientras Hiroki lo observaba con una sonrisa fría y calculadora. Y lo peor de todo era la sensación de impotencia. Una sensación que nunca antes había experimentado y que lo estaba destruyendo desde dentro.

—No... no puede ser —susurraba Kokujin, sudando frío cada vez que despertaba en medio de la noche.

El miedo a Hiroki estaba enraizándose en lo profundo de su mente, y eso lo volvía loco. Él, el tipo que siempre había controlado a los demás, ahora sentía que su propio control se desmoronaba. Intentaba seguir actuando como el líder, manteniendo su fachada de tipo duro, pero ya no era lo mismo. Los demás comenzaban a notarlo. Kokujin se encontraba saltando ante ruidos inesperados, reaccionando con violencia innecesaria cuando alguien lo miraba demasiado tiempo. Su reputación de invulnerabilidad se estaba desmoronando, y él lo sabía.

Se quedó de pie en el centro del gimnasio, respirando pesadamente. Las luces fluorescentes parpadeaban débilmente sobre su cabeza. Todo se sentía... inestable.

—Ese maldito Hiroki... ¿Qué me hiciste? —murmuró, apretando los puños con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos.

Lo que más lo consumía era la incertidumbre. Kokujin siempre había creído que el poder lo era todo. Pero Hiroki le había demostrado que había algo más allá de la fuerza física, algo mucho más aterrador: la mente. Esa mente brillante y retorcida que ahora, sin duda, estaba planeando su caída. Hiroki no necesitaba estar presente físicamente para hacerle daño. El simple hecho de saber que Hiroki estaba ahí afuera, moviendo sus hilos, lo estaba volviendo loco.

Kokujin comenzaba a escuchar cosas, murmullos en su cabeza que no podía explicar. A veces, cuando estaba solo, sentía como si algo se moviera a su alrededor, como si los hilos invisibles de Hiroki lo estuvieran acechando, listos para atraparlo cuando menos lo esperara. Su paranoia crecía con cada día que pasaba.

Caminó hacia la puerta del gimnasio, pero antes de llegar, se detuvo. Sentía algo en su espalda, como si alguien lo estuviera observando. Se giró rápidamente, pero no había nadie. Solo el eco de sus propios pasos resonaba en la sala vacía. Aun así, no pudo evitar sentir que algo estaba allí, justo fuera de su campo de visión, observándolo, esperando.

—No, esto es una locura —dijo, negando con la cabeza. Pero la sensación no se iba. Al contrario, se hacía más fuerte.

De repente, recordó el momento en que había intentado ponerle ese cinturón de castidad a Hiroki. Él y Nao habían planeado humillarlo por completo, convertirlo en su mascota, su juguete personal, pero había fallado. Ahora, cada vez que pensaba en ese intento frustrado, sentía un nudo en el estómago. No solo por el fracaso, sino porque sabía, en lo más profundo de su ser, que había subestimado a Hiroki.

Kokujin había creído que tenía todo el poder en sus manos, que Hiroki no era más que una presa fácil. Pero ahora, las tornas habían cambiado. Era él quien estaba atrapado, no físicamente, pero mentalmente. Y lo sabía.

Sabía que Hiroki estaba acechándolo, preparando su venganza de una manera que él no podía prever. Y eso lo aterraba. No importaba cuán fuerte fuera su cuerpo; su mente estaba comenzando a desmoronarse, y eso lo hacía más vulnerable de lo que jamás hubiera imaginado.

—Maldición, —murmuró, apoyando la frente contra la pared, intentando calmarse, pero sin éxito.

El orgullo de Kokujin, esa arrogancia que había sido su sello distintivo, se estaba desmoronando. Cada día que pasaba, sentía que algo dentro de él se rompía un poco más. Su temor crecía, alimentado por el silencio, por la espera. Porque sabía que Hiroki no se había olvidado de él. Sabía que lo estaba vigilando, esperando el momento adecuado para hacer su jugada final.

Y, cuando ese momento llegara, Kokujin no estaría preparado.

Porque, por primera vez en su vida, se enfrentaba a alguien cuyo poder no entendía, alguien que lo estaba destruyendo desde adentro, lentamente, sin siquiera tocarlo.












Continuará...

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