Capítulo 3: Ecos de la Traición y el Control

Kaede Mori estaba sola en la casa. El silencio se sentía opresivo, como si el aire mismo la aprisionara dentro de esas cuatro paredes que alguna vez fueron un hogar lleno de risas y amor. Caminaba por el salón con pasos vacilantes, y cada movimiento parecía un eco de su culpa, resonando en la vacuidad de su alma.

Todo estaba desmoronándose a su alrededor, y lo sabía. Había perdido a Hiroki. No solo físicamente, sino que había perdido su amor, su respeto, y peor aún, su humanidad.

La mente de Kaede estaba nublada, sus pensamientos erráticos, cada vez más incapaz de controlar el torrente de recuerdos que la atormentaban. Había tratado de convencerse a sí misma de que lo que había hecho era justificable, que Hiroki era débil, que se merecía ser castigado. Pero ahora, con su ausencia, la verdad la abofeteaba como un látigo desgarrando su piel.

Él no era el culpable...

Ella lo era.

Se detuvo frente al altar improvisado en el rincón del salón. El retrato de su difunto esposo, que miraba hacia ella desde un marco polvoriento, era un recordatorio constante de su caída. En un momento de furia y autodesprecio, había manchado la memoria de ese hombre, el único que alguna vez la había amado verdaderamente. Había profanado su memoria de la manera más grotesca posible, manteniendo relaciones sexuales frente a la foto de él con el bastardo de Kokujin, soltando palabras de odio y burla mientras lo insultaba a él y a su hijo.

Al caer de rodillas frente al altar no fue un acto de devoción, sino de desesperación. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero no eran lágrimas de pena. Eran de culpa.

Había cometido el peor de los pecados, no solo como madre, sino como esposa. Y ahora, todo el peso de sus acciones comenzaba a aplastarla.

—Perdóname— murmuró, su voz entrecortada y rota. —No sabía lo que hacía. No sabía...— Pero la verdad era que sí lo sabía. En lo profundo de su corazón, Kaede siempre había sabido que lo que hacía estaba mal, pero la sensación de poder, la capacidad de controlar y humillar a quienes debían ser su familia, la había cegado. Ahora, cuando ese poder se le había escapado de las manos, solo quedaba el vacío.

Cada rincón de la casa le recordaba lo que había perdido. Las fotografías de Hiroki de niño, los momentos que una vez atesoraba, ahora la quemaban como si fueran brasas ardiendo. Lo había destruido, y aunque intentaba convencerse de que aún tenía tiempo de recuperarlo, la verdad era que sabía lo que estaba sucediendo.

Hiroki estaba cambiando. La última vez que lo había visto, su mirada era vacía, fría, calculadora. No era el mismo niño que ella había despreciado. Algo dentro de él había muerto, y en su lugar había nacido algo oscuro. Algo que ella misma había ayudado a crear. Sabía que ese hijo nunca volvería a ser el mismo. Y lo peor de todo era que, en el fondo, Kaede sentía que merecía todo lo que estaba por venir.

Se lo había ganado.

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Kokujin, por otro lado, caminaba con arrogancia por los pasillos de la escuela. Siempre había sido el dominante, el líder que humillaba a quien quisiera. Su poder, tanto físico como psicológico, lo había convertido en el rey de todo aquel lugar. Pero desde hacía unos días, una sensación inquietante comenzaba a carcomerlo. Hiroki, el chico que siempre había sido una víctima fácil, no era el mismo.

Se detuvo frente a su reflejo en una de las ventanas del edificio. Sus ojos, antes llenos de confianza, mostraban una ligera incertidumbre que lo enfurecía.

—¿Quién demonios se cree que es?— murmuró, apretando los puños mientras recordaba la última vez que había cruzado miradas con Hiroki.

Antes, Hiroki lo habría mirado con miedo, con sumisión. Pero ahora, sus ojos eran diferentes. No había miedo. No había rastro de la víctima que alguna vez fue. Lo que Kokujin vio en esos ojos fue algo más inquietante: un desafío. Una amenaza silenciosa. Y aunque intentaba negarlo, una parte de él sabía que algo oscuro estaba creciendo en ese chico, algo que podría destruirlo si no tomaba medidas rápidamente.

—No tengo miedo— se dijo a sí mismo, golpeando la pared con fuerza. —Sigo siendo el rey aquí. Ese bastardo no puede... no puede tocarme.— Pero incluso mientras lo decía, su mente volvía a ese momento, a esa sonrisa maliciosa de Hiroki. Había sido demasiado tranquila, demasiado segura. Y eso lo aterraba.

No podía permitir que alguien como Hiroki lo derrotara. Kokujin había trabajado demasiado para llegar a donde estaba, para construir su reputación y dominar a los demás. Hiroki era solo un insecto, un juguete que había usado y destruido a su antojo. No podía dejar que todo eso se derrumbara por culpa de ese insecto. Pero el miedo comenzaba a infiltrarse en su mente, y cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Hiroki, calculador y frío, como si fuera un depredador acechando a su presa.

Se estremeció involuntariamente. No podía permitir que eso sucediera. Hiroki tenía que ser eliminado, de una forma u otra.




Mientras tanto, Hiroki observaba a sus víctimas desde las sombras. Cada uno de sus movimientos era frío, calculado, como un titiritero manejando los hilos de su macabra obra. Había dejado de ser el chico asustado que una vez fue. Ahora, su mente estaba completamente enfocada en una cosa: venganza.

La transformación de Hiroki no había sido inmediata. Había comenzado lentamente, con pequeños cambios en su comportamiento, en su forma de pensar. Al principio, fue la traición de Nao lo que lo había roto. Ver cómo ella, la persona en la que más confiaba, lo había utilizado y humillado fue la chispa que encendió el fuego dentro de él. Luego, fue la frialdad de su hermana, Kanako, y el desprecio absoluto de su madre lo que terminó por convertirlo en lo que ahora era.

Un monstruo en busca de retribución.

Pero Hiroki no era impulsivo. Cada movimiento que hacía estaba planeado meticulosamente, cada palabra que decía estaba pensada para provocar el máximo dolor posible en aquellos que lo habían traicionado. Sabía que la venganza no era un acto rápido. Era un proceso lento y metódico. Y eso era lo que lo hacía tan peligroso.

Observaba a Kokujin desde lejos, sabiendo que pronto llegaría su momento. Kokujin, el chico que lo había humillado y destruido frente a todos, sería el primero en caer. Pero Hiroki no planeaba simplemente derrotarlo. No, lo que tenía preparado para Kokujin era mucho peor que la simple destrucción física. Iba a destrozar su mente, su espíritu, y luego, su cuerpo. Lo iba a hacer pedazos lentamente, disfrutando cada momento de su sufrimiento.

Y no solo Kokujin. Nao, Kanako, y su madre Kaede también sufrirían. Cada uno de ellos pagaría por lo que le habían hecho, y cuando terminara, no quedaría nada de las personas que una vez fueron.

Pero primero, tenía que esperar. El tiempo era su aliado, y la paciencia su arma más letal.

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Kaede comenzó a sentir los primeros síntomas del colapso mental cuando las noches sin dormir se convirtieron en una constante. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Hiroki. Su hijo perdido, el niño que había destrozado con sus propias manos. Sabía que algo en él había cambiado. Sentía su ausencia como una carga en su pecho, un dolor insoportable que la asfixiaba lentamente.

Intentó fingir que todo estaba bien, que aún tenía el control. Pero mientras más lo intentaba, más evidente se volvía su derrota. El monstruo que había creado estaba a punto de regresar, y cuando lo hiciera, no habría redención posible.

Una noche, mientras se retorcía en su cama, Kaede sintió una presencia en la habitación. Se levantó de golpe, sudando frío, y miró a su alrededor. El cuarto estaba vacío, pero sabía que alguien la estaba observando.

—Hiroki...— susurró, su voz temblorosa. Pero no hubo respuesta. Solo el frío y la soledad que la envolvían.

Se levantó de la cama tambaleante, cada paso resonaba en el vacío de la casa, casi como si la oscuridad misma la estuviera llamando, guiándola hacia el altar en el salón. El retrato de su difunto esposo la observaba desde su marco polvoriento. Había algo perturbador en la serenidad de la imagen, algo que antes no había notado, como si los ojos del hombre la juzgaran desde más allá de la muerte.

Se detuvo frente al altar, y el remordimiento la golpeó como una ola furiosa. Recordó lo que había hecho, las acciones impensables que había tomado en ese mismo lugar. El ultraje a la memoria de su esposo, las palabras crueles que había pronunciado con arrogancia y desprecio. Fue como si el peso de toda su vida se cayera sobre ella, aplastando cualquier excusa que pudiera haberse dado. No había justificación para sus actos, y ahora estaba pagando el precio.

—¿Hiroki?— murmuró de nuevo, esperando escuchar su nombre como un susurro en la oscuridad. Pero la respuesta no llegó.

Lo que sí sintió fue una presencia, como un frío que recorría su espalda. Se giró lentamente, casi temerosa de lo que pudiera encontrar. Nadie estaba allí, pero la sensación no desaparecía. Era como si los ojos de su difunto esposo se hubieran convertido en una sombra física, una entidad que la vigilaba, cargada de desaprobación y resentimiento. Su culpa había tomado forma, y ahora la perseguía en cada rincón de la casa.

—Por favor...— murmuró, cayendo de rodillas frente al altar, sus manos temblando mientras las entrelazaba en una oración vacía. —Perdóname. Perdóname por todo lo que hice... No sabía lo que estaba haciendo...

Pero en lo profundo de su ser, Kaede sabía que sí lo sabía. Cada una de sus decisiones había sido tomada con plena consciencia. No había excusa. Había elegido su camino, y ahora el precio de esa elección era el vacío que sentía, la ausencia de su hijo, y el resentimiento que llenaba su corazón.

Mientras sollozaba, un sonido la hizo levantar la cabeza. Era suave, como un susurro distante. Algo, o alguien, se movía en la oscuridad de la casa. Se levantó lentamente, mirando a su alrededor con ojos desesperados. El miedo comenzó a tomar el control, haciéndola dudar de su cordura.

—¿Hiroki...?— preguntó de nuevo, esta vez en un susurro apenas audible.

Y entonces lo vio. Una figura en la oscuridad, parada en el umbral de la puerta del salón. No podía ver su rostro, pero sabía que era él. Hiroki había regresado.

—Madre...— Su voz era fría, desapasionada, casi inhumana. Kaede se estremeció al escucharlo. Esa no era la voz de su hijo. No podía ser.

—Hiroki... — La voz de Kaede temblaba, intentando recobrar algo de compostura. —Por favor, déjame explicarte... No sabes cómo me arrepiento...

Pero él no se movió. Sus ojos, brillando desde las sombras, eran implacables. No había perdón en esa mirada, solo un abismo de desprecio que la hacía sentir pequeña, insignificante.

—No hay nada que explicar —dijo Hiroki, su tono aún más gélido— Lo que hiciste no tiene retorno.

Kaede intentó acercarse, pero sus piernas temblaban tanto que apenas podía moverse. Quería suplicarle, rogarle que la perdonara, que todo pudiera volver a ser como antes. Pero en su interior sabía que eso era imposible.

—Me equivoqué... cometí errores...— Kaede comenzó a balbucear, el pánico apoderándose de ella— No quería hacerte daño... Solo quería que fueras fuerte... que...

—¿Fuerte?— Hiroki dejó escapar una risa baja, cínica. Dio un paso hacia la luz, dejando que su rostro se revelara por completo. Kaede se estremeció. Su hijo ya no era el joven que recordaba. Sus ojos estaban vacíos, fríos como el hielo. —¿Eso es lo que crees? ¿Que todo lo que hiciste fue para mi bien?

Kaede asintió, desesperada. Las lágrimas corrían por su rostro, pero sabía que no podía ablandarlo. El monstruo que había ayudado a crear estaba justo frente a ella, y ahora todo lo que quedaba era su inevitable destrucción.

—Fuiste egoísta, madre. Me usaste como un medio para justificar tu propia debilidad. Traicionaste a todos los que te amaban, y ahora... es mi turno.

Hiroki se acercó lentamente, cada paso suyo reverberando en el salón como un golpe de martillo. Kaede retrocedió, sus piernas finalmente cediendo cuando tropezó y cayó de espaldas. Se arrastró hacia el altar, como si la fotografía de su esposo pudiera salvarla.

—No, no... por favor...— La voz de Kaede se quebró, el miedo puro ahora gobernando cada fibra de su ser.

—Esta casa —Hiroki miró a su alrededor con una sonrisa maliciosa—. Es una tumba. Para ti. Para tus mentiras. Para todo lo que alguna vez fue bueno. Y te aseguro, madre... que yo seré el verdugo de todo esto.

Kaede intentó levantarse de nuevo, pero su cuerpo no respondía. Estaba paralizada, no por algún poder físico, sino por el terror que sentía al darse cuenta de lo que Hiroki se había convertido.

—Hiroki... No lo hagas... te lo suplico...— gimió, pero sabía que sus palabras no tendrían ningún impacto.

Hiroki la observó, impasible, y luego se giró hacia la puerta, como si el simple hecho de verla tan derrotada fuera suficiente por esa noche.

—No te preocupes, madre. Esto apenas comienza. Te dejaré un tiempo más para que reflexiones... sobre lo que has creado. Pero pronto vendré por ti.

Y, con esas palabras, desapareció en la oscuridad de la casa, dejando a Kaede sola en su propio infierno personal. Sabía que no había escapatoria, que el monstruo que había ayudado a forjar no tendría piedad. El castigo que tanto temía ya estaba en camino.

Lejos de allí, Kokujin se sentaba solo en su habitación, la cabeza gacha mientras trataba de hacer que sus pensamientos se alinearan. No podía entender lo que estaba sucediendo.

Hiroki, el chico que siempre había sido su juguete, ahora parecía ser alguien completamente diferente. Algo se había roto en él, y el Kokujin que alguna vez fue el dominante ahora sentía un escalofrío correr por su espalda cada vez que pensaba en su nombre.

—Esto es una mierda —murmuró para sí mismo, apretando los puños—. No puede estar ganando. No puede...

Pero en el fondo, sabía que algo estaba mal. Hiroki no solo estaba ganando; estaba jugando un juego mucho más grande, uno que Kokujin no podía siquiera comenzar a entender. Algo en él había cambiado, y ese cambio estaba afectando a todos los que lo rodeaban.

Y en ese momento, una risa baja y macabra resonó en su cabeza, como si la sombra de Hiroki ya estuviera dentro de su mente, manipulando cada uno de sus pensamientos.

Kokujin cerró los ojos, pero la risa no se detenía... Hiroki lo estaba controlando.

Y no había escapatoria.







Continuará...

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