(EBV) Andrew - Pt. 1
La nieve del exterior solo logró que el ambiente dentro del bar fuera mucho más placentero y cálido. Había mucho ruido gracias a las pantallas que proyectaban videos musicales de los noventa, y a las múltiples conversaciones que resonaban por todo lo alto. Incluso yo era parte del bullicio al platicar con los clientes solitarios que se quedaban en la barra.
Para ser honesto, mi trabajo no me desagradaba en lo absoluto. Sí, tenía que atender todos los días a un montón de ruidosos y alcohólicos neoyorkinos, pero de ellos aprendía demasiado. O chismeaba demasiado. Sin importar cómo fuera, todo el tiempo ocurría algo extraño o interesante en la ciudad y en mi bar. Y eso me motivaba a seguir manteniendo el negocio de mi familia.
Tener un bar muy bien ubicado en Nueva York es complicado, pero también es sinónimo de prosperidad. Mi abuelo lo adquirió después de ganarse la lotería y desde entonces se volvió nuestro negocio. Él se lo heredó a mi padre y él me lo heredó a mí cinco años atrás, después de morir de cáncer.
Gracias a las ganancias del bar pude estudiar lo que quise en una buena universidad. Y es que claro, ser parte de una población medianamente privilegiada permitió que me enfocara casi de lleno en el arte. Mi sueño era ser pintor, uno famoso. Fui un alumno sobresaliente y estuve por conseguir buenas oportunidades, hasta que me expulsaron.
A pesar de que tenía talento y seguí pintando, no obtuve ganancias ni reconocimiento. Así que me quedé en el bar para siempre. Gracias a él podía seguir con mi invisible carrera artística, decorar las paredes del establecimiento con mis cuadros y vivir bastante tranquilo en un buen departamento a un par de cuadras.
—Oye, ese sujeto se ve bastante mal. ¿Qué hacemos? —preguntó Simon, mi compañero.
Al girar un poco el rostro para ver a quién se refería, noté a un hombre al fondo de la barra. Recargaba la frente sobre el mármol y los brazos le colgaban a los costados del cuerpo; parecía dormido. Había cuatro vasos de licor vacíos a su alrededor y, a palabras de Simon, estaba a la espera de una doceava bebida.
—Ni siquiera sé si será capaz de pagar —continuó, dudoso.
—Ve a despertarlo y sácale el dinero o de lo contrario, Ray lo echará —respondí de inmediato, antes de volver a lo mío.
Esto no era para nada extraño. A diario sacábamos a una o dos personas que causaban desorden o estaban demasiado mal como para pagar. En fines de semana podían ser hasta siete u ocho, así que ya sabíamos qué hacer.
Mientras limpiaba y atendía a una pareja, oí la voz de Simon rogándole al borracho que pagara. Un minuto después, un vaso se rompió justo por ese lugar. Aquel sonido tan característico me hizo voltear de inmediato con auténtico disgusto. Que algo se rompiera solo significaba que habría problemas.
Dejé el trapo en la mesa y me acerqué a ellos. El borracho aún tenía la frente pegada al mármol y, por lo visto, había tirado el vaso accidentalmente cuando trataba de tomar su celular de la barra.
—Llama a Ray —indiqué.
Simon se alejó con rapidez mientras yo me quedaba junto al sujeto, que seguía sin alzar la cabeza. Lo sacudí por el hombro unas cuantas veces, le dije que debía pagar por el alcohol y el vaso roto y que tendría que irse. Pero no pareció importarle. Solo se quejó en alargados murmullos.
Fue entonces cuando Ray apareció con su imponente apariencia para hacerse cargo.
—No olvides traerme su billetera —dije, retrocediendo.
Ray lo sujetó por uno de los brazos y tiró de él hacia atrás, logrando que se alzara. Solo entonces pude ver fijamente al cliente. Y aquello no me gustó en lo absoluto. No cupe con la sorpresa, ni siquiera pude reaccionar. Me quedé atónito en mi sitio, sin quitarle los ojos de encima.
Aquel borracho problemático no era nadie más que Luke Vang, un chico con el que me metí en la universidad y que, después de once años, creí que había olvidado para siempre.
No dije nada, solo observé. Ray lo arrastró fuera de la silla alta y lo condujo hacia la puerta lateral, por donde siempre sacábamos a los ebrios problemáticos. Simon abrió y finalmente lo empujaron directo al callejón poco iluminado que existía entre mi edificio y el vecino. Cayó por los escalones y se golpeó contra el contenedor de basura, pero antes de que pudiera ver más, Ray cerró de un portazo y Simon me acercó la billetera que le pedí.
—Nos debe 150 dólares —informó, antes de volver a trabajar.
Cuando el verano terminó y estuve a punto de comenzar con el penúltimo año de mi carrera en Artes, cambié de compañero de habitación. Había estado los dos primeros años con otro artista brutalmente desordenado y no podía seguir viviendo en tan horribles condiciones. Solicité un cambio, hicieron una inspección y, tras darse cuenta de que no estaba loco, me asignaron un sitio nuevo.
Fui el primero en llegar. Dejé las maletas sobre la cama y de inmediato empecé a desempacar. Comenzar de cero en una habitación impecable fue todo un placer. No más olor a cigarrillos, no más objetos y basura estorbando en el paso. Porque, si bien era un futuro artista, odiaba el caos. El orden me inspiraba.
Así que cuando conocí a mi nuevo compañero —un adolescente recién llegado que estudiaría Artes Escénicas— y descubrí que a ambos nos importaba bastante el orden, no pude estar más feliz y en paz.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó, sentado sobre el colchón y mirándome con esos ojos llenos de vida que cualquier recién egresado de preparatoria tiene.
—Andrew Gómez —le acerqué la mano para que la estrecháramos—. ¿El tuyo?
—Carven Devine —respondió con entusiasmo.
Tras esa breve presentación, decoramos nuestro espacio al mismo tiempo. Colgué en las paredes varios de mis dibujos y pinturas, un par de pósters de las bandas de rock que más me gustaban, acomodé mis libros en los estantes y la ropa en el clóset. Todo me parecía perfecto en mi nuevo mundo hasta que volteé hacia la parte de mi compañero. Y entonces lo vi.
Sobre su escritorio tenía una foto enmarcada besando en la mejilla a otro sujeto. En su lapicero había una pequeña bandera arcoíris.
—¿Tienes novio? —pregunté, sin pensarlo.
Volteó con ligera sorpresa. Noté cierta timidez en sus gestos, pero también una pequeña felicidad al asentir.
Cuando conocí a Carven experimenté una pequeña confusión. Habíamos empezado muy bien y era agradable, pero que fuera gay eliminó por un momento el resto de sus cualidades. Aquel tema me confundía e incluso me era difícil de aceptar. No sabía exactamente por qué —¿crianza?, ¿miedo?—, pero sentía un rechazo que traté de ocultar en todo lo posible para no generar discusiones ni incomodidades.
Debo admitir que al principio Carven me provocó un ligero temor. Y no porque fuese serio o pudiera defenderse de mis ideas opuestas, sino porque tenía la estúpida sensación de que podría acosarme o enamorarse de mí. Sin embargo, ese miedo irracional solo significaba otra cosa que descubriría meses más tarde.
Para sorpresa de nadie, yo también intimidé a mi nuevo compañero, pues mi apariencia no era muy sutil. Alto y de complexión ancha, con ambos brazos tatuados, el cabello largo y siempre sujeto en un moño, me gustaba la moda oscura. Lucía como el bully perfecto.
—Solo quisiera ponernos un par de reglas, ¿de acuerdo? —le pedí una vez que terminé de decorar mi espacio en la habitación—. Yo sé que a los gays les encantan estas cosas, pero por favor, solo te pido que nada de cigarrillos y nada de sexo con hombres en la habitación.
La verdad, es que yo rompí ambas reglas primero.
Luego de dos meses viviendo juntos, aprendí a no cuestionar su vida. Que fuera gay o no comenzó a darme igual porque, realmente, era el roomie perfecto. Ordenado, limpio, callado casi gran parte del tiempo. Solo hablaba en voz alta cuando ensayaba, pero incluso me avisaba con anticipación para no molestarme.
Además, le gustaban mis pinturas y también pintaba de vez en cuando. Como tenía interés en el arte, me pedía consejos, algunas asesorías, opiniones. Carven era tranquilo, dedicado, paciente.
Nos entendíamos muy bien, por eso seguíamos siendo excelentes amigos en el presente e incluso de vez en cuando visitaba el bar junto a su esposo, el mismo con el que tuvo una relación a distancia durante la universidad, que aparecía en la foto de su escritorio y a quien conocí en su boda.
—Andrew, ¿te importa si uno de mis amigos se queda en la habitación un rato? —me preguntó cierto día—. Vamos a salir, pero estamos esperando a alguien más.
Asentí, sin problemas. Estaba más concentrado en una pintura que debía entregar dentro de una semana, así que mientras no me interrumpieran, cualquiera podía quedarse. Estuve trabajando durante una hora, hasta que llamaron a la puerta y su amigo apareció. Apenas y me giré para saludarlo.
Carven y su acompañante hablaron de cosas que solo ellos entendían. Se reían y bromeaban, lo que me causó un poco de envidia interna, ya que yo no tenía muchos amigos. La mayoría me consideraba serio e intimidante, así que las interacciones con mis compañeros se limitaban a conversaciones banales o trabajos en equipo. El resto del tiempo solo éramos mis cuadros y yo.
—Pero ya no pensaré en él... —escuché de fondo—. Seguro ahora es feliz en Corea.
Instantes después, oí el chasquido de un encendedor. Aquello me hizo voltear al instante con cierto disgusto, pues sabía lo que significaba. Tenía un cigarrillo entre los dedos y la flama a punto de encenderlo, pero Carven lo detuvo para pedir que no fumara en la habitación.
—Hombre, tienen ventanas enormes —contestó con indiferencia, aún dispuesto.
—Te dijo que no —reafirmé en voz alta.
Luke Vang siempre hacía lo que quería, aunque otras personas lo regañaran o provocara disgustos. Era un hombre de espíritu bastante libre, así que cuando le dije que no podía fumar en mi habitación, se sorprendió e irritó. Primero me echó una mirada furtiva, después un comentario sarcástico que por fin causó que lo viera directo a la cara.
—En lugar de preocuparte por otros, deberías preocuparte por la perspectiva de tu pintura. Está mal hecha.
Nunca antes un extraño había criticado tan directamente alguno de mis cuadros, salvo los profesores porque ese era su trabajo. El resto de compañeros, otros estudiantes y amigos solo observaban y elogiaban, por lo que el comentario de Luke desentonó. Solté el pincel y me giré de lleno en su dirección, mostrando auténtica molestia.
—Y apuesto a que tú eres el jodido Canaletto.
En mi pintura retrataba uno de los jardines principales de la universidad, que elegí precisamente por la cantidad tan atractiva de colores. Rebosaba de plantas, flores, los árboles yacían más frondosos que nunca y el edificio frente a él me parecía llamativo. Tomé varias fotografías y usé mi favorita de referencia.
—En realidad soy fotógrafo y también me gusta ese jardín. —Se acercó con cuidado, olvidándose del cigarrillo—. Mira, estas líneas están mal.
Mientras me señalaba los errores, sacó su celular y me mostró una fotografía bastante profesional del mismo jardín, tomada desde un ángulo parecido al mío. Las comparó unas cuántas veces y entonces, me di cuenta de que tenía razón, por más que odiara admitirlo.
—No pinto, pero me encanta la realidad —me sonrió, ignorando el enrojecimiento de mis mejillas provocado por el ego dañado.
Antes de que pudiera contestar cualquier cosa —porque Luke en serio me dejó en blanco—, llamaron a Carven para avisar que ya los esperaban abajo. Luke salió de la habitación con un rostro totalmente complacido, sin despedirse ni mirar atrás.
El bar estaba vacío y silencioso. Simon barría y Ray acomodaba los vasos y copas para que se vieran presentables al día siguiente. Las camareras ya se habían ido y yo me hallaba sentado en una de las sillas altas de la barra, como un cliente más.
Tenía entre los dedos la identificación de Luke, que robé de su billetera casi en secreto. La miré fijo durante varios minutos, con el corazón un poco acelerado. Admiré la fotografía y lo comparé con su yo del pasado, cuando recién nos conocimos y él solo tenía 18. De repente me invadió la melancolía.
No sabía que lo extrañaba. De hecho, no había pensado en él después de que me expulsaron. Nuestra separación dolió, pero con el tiempo creí haberlo dejado atrás. Su nombre no volvió a cruzarse por mi mente, ni siquiera después de que se volviera un fotógrafo y galerista famoso. Mi vida tenía otras desgracias y prioridades más necesarias a recordar, o eso creí.
—Nos vamos, Andrew —Simon me interrumpió, ya con su mochila al hombro—. Te vemos mañana.
Me despedí de ambos y los acompañé a la puerta principal antes de cerrarla con llave. Apagué las luces, acomodé el último par de cosas y, ya listo, me preparé para salir. Guardé la identificación de Luke en mi propia billetera, me abrigué bien porque afuera estábamos a varios grados bajo cero, y me dirigí a la puerta lateral. Se llegaba más rápido a mi apartamento atravesando el callejón.
En cuanto abrí, noté que Luke seguía ahí. Yacía sentado y recargado contra el contenedor de basura, quieto, con la cabeza agachada. La nieve se acumuló sobre su cuerpo, indicador evidente de que llevaba mucho tiempo ahí. Sin pensármelo dos veces, me acerqué para averiguar si se encontraba bien. En estas épocas mucha gente moría de frío en la calle.
Le quité la nieve de los hombros y la cabeza, lo sacudí mientras le llamaba. Palmeé un poco sus mejillas, examiné su rostro, que estaba bastante pálido. Insistí un poco más antes de llamar a emergencias, hasta que reaccionó. Apenas y abrió los ojos, le tembló el cuerpo.
Sin decir nada, volví al bar para buscar con qué cubrirlo. Tomé una de las cobijas que le ofrecíamos a los clientes que se quedaban en las mesas de la terraza y, con dificultad, lo envolví. Después lo rodeé con ambos brazos y lo alcé desde el suelo. Aunque fue complicado, cooperó con sus débiles piernas para ponerse de pie.
Nos encaminamos a toda prisa al interior del bar, con él apoyándose de mí en todo momento porque continuaba bastante ebrio. Cerré la puerta, encendí una luz y lo dejé sentado en la mesa más cercana mientras iba a buscar un calentador. Luke siguió en silencio, moviéndose apenas y estrechando con fuerza la cobija que lo cubría.
Fui a la bodega y busqué durante varios minutos el calentador de los empleados. En cuanto lo hallé, corrí de vuelta al establecimiento donde se quedó a solas. Pero mientras me acercaba, escuché movimiento y choques de cristal.
Giró la cabeza hacia mí en cuanto me vio, sobresaltado. Sostenía con ambas manos un vaso de vodka que se sirvió a una velocidad mucho más rápida que sus pasos para entrar conmigo.
—Sabes que esto calienta mejor. —Tenía más de diez años sin escuchar su voz y la sensación fue paralizante.
Se bebió el licor de un solo trago antes de que pudiera decirle cualquier cosa. Dejó el vaso sobre la barra en un movimiento un poco agresivo y, por fin, caminó con torpeza hacia la misma silla alta de la que lo echamos. Lo observé como si fuera un fantasma, mezclando la confusión y el miedo.
Se veía muy diferente al Luke que conocí, en el mal sentido. Tenía grandes ojeras cubriéndole los ojos, la piel pálida, el rostro absorbido y el cabello descuidado. Su rostro reflejaba dolor, agotamiento, desesperanza. Sufría, no sabía por qué, pero me recordó a lo que producía la pérdida.
Me senté a su lado, sin quitarle los ojos de encima. Recargó la barbilla sobre una de sus manos y se balanceó ligeramente, sin mirarme. Veía a la nada.
—Estás muy mal, necesito que me digas si alguien puede pasar por ti —dije, con la voz un poco temblorosa.
—No me delates, por favor... —se cubrió el rostro con la mano desocupada—. Nadie puede saber que vine, recién salí de rehabilitación.
Pregunté por su familia, pero esta salió a un viaje de emergencia y él se quedó por trabajo. Quedarse solo era la excusa perfecta para terminar en un sitio como este y destruir los avances que tuvo en el último par de meses. Pero, aunque se sintiera avergonzado, también le producía gracia la situación.
Sonrió con amplitud por varios segundos, de la misma forma en la que lo hacía cuando pasábamos el tiempo a solas. Después de todo, sí que quedaba algo de Luke en su interior, algo de lo que me gustaba.
Esa vista al pasado causó que no dejara de preguntarme qué había sucedido, por qué lucía y se comportaba tan mal, qué lo orilló a terminar en rehabilitación. Habían pasado bastantes años desde la última vez que lo vi, así que no era descabellado que algo en su vida le hiciera cambiar drásticamente. Para ser honesto, me daba pena.
—¿Y dónde piensas quedarte? —pregunté, preocupado.
—Aquí —señaló la mesa con el índice, en torpes movimientos—. Contigo.
Luke comenzó a visitar a Carven con más frecuencia. Se quedaban un rato en la habitación y después se iban con el resto de sus amigos o a pasear a solas. Siempre me saludaba si me hallaba en la habitación y otras veces se acercaba a ver lo que pintaba.
Después de su observación tuve mucho más cuidado al retratar e incluso mis profesores reconocieron cambios positivos en mi trabajo. Por más que odiara escuchar las opiniones de Luke, muchas de ellas me servían, así que perdoné su constante intromisión y simplemente le dejé hablar.
Con el paso del tiempo, su estadía en nuestra habitación se prolongó. Al principio se quedaba poco menos de una hora, pero dos meses más tarde muchas de sus visitas se alargaron hasta el anochecer. Algunas veces aparecía con comida para los tres y justo en esos ratos, cuando tenía que interrumpir mi inspiración, hablábamos.
A Luke le apasionaba la fotografía y gracias a su talento consiguió una beca bastante buena para la universidad. Era un estudiante destacado, como yo, así que nuestras charlas duraban mucho. Temas sobre composición, luces, paisajes, referencias e incluso emociones. Amábamos transmitir humanidad a través de nuestro trabajo y esa era, para mí, la cosa más importante que teníamos en común.
—A veces siento que sobro entre ustedes —bromeó Carven, interrumpiéndonos en una de esas muchas conversaciones.
Su chiste me resultó gracioso, así que me reí. Después le dije que no tuviera miedo de involucrarse en la charla porque sabíamos que también le gustaba el arte. En realidad, no había captado sus palabras, pero Luke sí, por eso no dijo nada y se puso rojo hasta el cuello. Y eso tampoco lo entendí de inmediato, sino tiempo después.
Cierto día, cuando me hallaba trabajando en mi habitación porque no tenía clases, llamaron a la puerta. La hora no coincidía con el horario de Carven, pero de igual forma me levanté creyendo que habría olvidado sus llaves. No obstante, me llevé una gran sorpresa al encontrarme con Luke.
Primero saludó y después preguntó por Carven, bajo la excusa de que habían quedado de verse. Solo que él no aparecería hasta dentro de dos horas. Le dije que, si no tenía algo más que hacer durante ese rato, podía quedarse para que viera mi nueva pintura, que era un retrato de lo que alcanzaba a ver desde mi lado de la ventana.
Dejó su mochila en la cama de Carven y acercó una silla para sentarse a mi lado. Tuvimos una charla habitual sobre lo que hacía, las referencias, el concepto. Pero tan pronto como todo eso quedó claro, nos quedamos en silencio.
Por alguna razón inexplicable, me sentí incómodo. Seguía con los trazos, pero también miraba hacia él de reojo. Él de repente revisaba su celular, otras veces veía hacia el cuadro, pero gran parte del tiempo parecía observarme.
—Oye, ¿aceptarías que te tome unas cuántas fotos? —me preguntó, rompiendo un poco con la tensión—. Desde este ángulo creo que te ves bastante inspirador.
Paré con lo que hacía, ya que su propuesta me resultó inesperada. Para ser honesto, yo no me consideraba atractivo ni llamativo, así que recibir una atención así me desorientó. Lo miré con confusión, creyendo que mentía.
—Solo serán para practicar, no se las mostraré a nadie —trató de convencerme.
Me fotografió mientras pintaba. Al inicio me resultó difícil, ya que el instinto natural de cualquiera ante una cámara es posar o esconderse. A veces quería ocultarme tras el cuadro o bajo las sábanas, pero tres fotos después solo pensaba en acomodarme de forma que me viera genial. Cuando Luke notaba cualquiera de esos comportamientos, me pedía que actuara natural y fingiera que él no estaba ahí.
Tomó fotos por al menos quince minutos, no solo a mí, sino también a los alrededores, a mi espacio, a todo lo que él consideraba que era "yo". Su ojo y el mío amaban la realidad, pero sentía que el suyo era aún más profundo cuando algo en serio le interesaba. Y para ese momento, empecé a darme cuenta hacia dónde iba su interés.
—¿Quieres probar? —me preguntó, descolgándose la cámara y tendiéndomela como si no costara miles de dólares—. Te explico.
Se paró por detrás y me acomodó la correa sobre el cuello antes de que pudiera responder. Después, extendí las manos para sostener la cámara. La examiné por un momento, miré a través del visor y presioné varios botones al azar creyendo que con alguno se tomaría una fotografía.
Entre risas, Luke se acercó para ayudarme. Asomó la cabeza por encima de mi hombro, extendió los brazos y me sujetó las manos por encima para guiarme. Podía sentir su respiración contra mi espalda, la calidez de su piel y también la fuerza con la que me sostenía. Llevó uno de mis dedos al botón correcto y juntos lo presionamos para tomar la primera foto, que era justo hacia la ventana, hacia lo mismo que llevaba horas pintando.
Me sentí raro. De repente su cercanía me produjo un inexplicable nerviosismo, más cuando pegó su mejilla contra la mía para tratar de ver por el mismo visor. Era la primera vez que un chico me quitaba el aliento simplemente con su cercanía, así que al principio no fui capaz de ponerles nombre a mis emociones.
Quizás él también notó mi inestabilidad, así que avanzó con poco cuidado. Soltó su cámara para tomarme de la barbilla, girar mi cabeza en su dirección y finalmente besarme en los labios.
Solo entonces, algunas cosas en mi vida cobraron sentido, como la razón por la que me producían rechazo esta clase de relaciones. Temía que pudieran gustarme. Y así fue.
Nuestro primer beso fue corto, seco, como se esperaría de un par de jóvenes que no estaban del todo seguros de sus sentimientos. Al separarnos, nos miramos a los ojos, yo con sorpresa y él con vergüenza. Su cara estaba roja; seguro la mía también.
—Me atraes desde hace mucho, Andrew —confesó, retrocediendo.
No supe qué responder. Mi corazón latía aprisa, mi mente no procesaba nada y de mis labios no salió ninguna oración. Solo seguí mirándolo, atónito. No era posible que me atrajera otro chico, no era posible que me involucrara con él, pero ambas cosas sucedían en ese momento y las ganas de seguir eran mayores a mi razón.
Yo no solía tener relaciones serias. Estuve con una chica en preparatoria con la que duré dos meses y de resto, la relación más seria de ese presente fue con la universidad y el arte. Algunas chicas me gustaron durante esa época y disfruté de un par de encuentros casuales, pero con hombres, ninguno. Luke sería el primero, aunque no el único.
Al inicio traté de tomármelo como lo que era; una atracción, algo casual. Conocía a Luke lo suficiente como para estar seguro de que a él tampoco le iban las relaciones amorosas, pues terminó muy mal con su último exnovio y desde entonces, solo le importaba la satisfacción física. Fue más sencillo corresponderle tras ser consciente de eso.
Dejé la cámara sobre su escritorio y me levanté de la silla para besarlo de vuelta, alimentando el calor que comenzaba a sofocarme. A pesar de que nunca estuve con un chico, no notaba mucha diferencia con las mujeres, por eso, y para mis adentros, acepté con menos dificultad que ambos me gustaban. Nos besamos apasionadamente por varios minutos, sentados sobre la cama, con él tomando el control.
Sin separarnos, Luke comenzó a meter la mano entre mis piernas, acariciándome. Un minuto más tarde, ya tenía una muy notoria erección. Supe entonces que rompería una de las dos reglas que tenía con Carven; nada de sexo con hombres. Pero en ese momento, me importó muy poco.
—Déjame ayudarte con esto —interrumpió, con la voz jadeante.
En cuanto asentí, me desabrochó los pantalones, expuso mi excitación para ambos y, después de mirarlo por un instante, se lo metió a la boca. Me cubrí los labios para no ser tan ruidoso, aunque fue inevitable. Sujeté su cabeza para que no se apartara, sutil. Fueron alrededor de tres minutos continuos y muy placenteros, hasta que tuve que apartarlo porque me iba a venir. Se alzó solo un poco y usó la mano en los últimos segundos. Yo cerré los ojos y me dejé llevar, hasta que el cansancio se apoderó de mí.
Me dejé caer en la cama, viendo hacia el techo. Recuperé el aliento por varios segundos y me sequé el sudor de la frente. Él se recostó a mi lado, todavía rojo y excitado. Era mi turno de complacerlo antes de quitarnos la ropa.
Lo besé en los labios, después en el cuello. Deslicé mis dedos bajo su camiseta y toqué con suavidad parte de su espalda, abdomen y principalmente su pecho. Hundió la cara en mi hombro, jadeó acorde a mis movimientos. Pero justo cuando estaba por empezar a desvestirlo, un celular nos interrumpió.
—Carajo... —Se apartó con un poco más de brusquedad de la esperada.
Hurgó en uno de sus bolsillos traseros y contestó de inmediato, sin ver el nombre. Yo continué abrazado a él porque no quería abandonar nuestra cercanía.
—Creí que nos veríamos hoy para almorzar —escuché al otro lado de la línea—. ¿Estás ocupado?
—No... —respondió, sin ocultar su falta de aliento—. Dame un par de minutos. Enseguida llego.
Colgó sin despedirse y, como si se hubiera olvidado de lo que hacíamos previamente, apartó mis brazos y se levantó en automático. Ni siquiera se acomodó la ropa o el cabello, solo se dirigió a la cama de Carven para tomar su mochila e irse.
—¿Estás bien? —le pregunté, acercándome a prisa—. ¿Por qué te vas tan de repente?
—Lo siento, Andrew, olvidé que debía verme con Jonah. —Incluso sus vívidas expresiones se tornaron sombrías.
Ver a Luke destrozado afuera de mi bar me resultó preocupante, pero no nuevo. Desde la universidad se sumergía en los excesos y siempre dejaba que alguien más se hiciera cargo de su vida para que no tuviera que pensar en ella. En general, era un chico muy dependiente y gran parte del tiempo se dejaba controlar por las personas incorrectas. Uno de ellos era Jonah Colbert, su mejor amigo, la persona que más me odiaba en el mundo.
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