Capítulo 1

Aquel era el día más caluroso del año. Las temperaturas llegaron a unos sofocantes 42 grados centígrados, mientras el sol brillaba implacable en el cielo carente de nubes sobre el remoto poblado de San Antonio. Mientras algunos podían permanecer en sus casas para resguardarse del calor o concurrir a uno de los tantos arroyos que aquella zona rural brindaba, otros no podían hacerlo. Algunos desdichados debían trabajar en los sembradíos, desde el amanecer hasta el ocaso bajo el desesperante calor que no daba señales de aminorar.

Mientras manipulaba las tijeras de podar y cortaba las ramas de las plantas de yerba mate, Pedro Aguirre miraba sus manos repletas de doloras ampollas y se lamentaba. El trabajo era arduo, había que podar las altas plantas, juntar las hojas en grandes bolsas de arpillera y luego, con ayuda de otro hombre, llevar la pesada carga de casi cien kilos hasta los camiones que aguardaban para llevar las hojas hasta el secadero.

―¡Maldita sea! Espera un momento. ―Le gritó a su compañero dejando caer el extremo de la barra de metal en la cual colgaba la pesada bolsa con las hojas.

― ¿Que sucede? Debemos seguir trabajando. ―Pregunto Joaquín Heras, su compañero, fingiendo estar enojado, pero con un inmenso alivio de haberse detenido, aunque sea por un momento.

―Mis manos me duelen demasiado. Estas malditas ampollas me están enloqueciendo.

―De acuerdo descansemos un momento.

Mientras se sacudía las manos intentando que el dolor se disipara, Pedro observó una hermosa y reluciente camioneta que se aproximaba por el polvoriento camino de tierra que conectaba el centro del pueblo con la plantación. El vehículo se detuvo y del mismo descendió un hombre obeso. Un gran sombrero de paja cubría su rostro de los rayos de sol. Unos elegantes lentes oscuros cubrían sus ojos. Vestía una camisa elegante, prolijamente planchada, unos pantalones marrones y zapatos brillantes. En su mano resplandecía una pulsera dorada y un, en apariencia, costosísimo reloj.

―Mira al desgraciado de nuestro patrón. ―Le dijo Pedro a su compañero visiblemente molesto.

―¿Que hay con él?

―Solo míralo. Disfrutando de su riqueza y nosotros aquí en este calor insoportable, trabajando como burros. No te das cuenta lo injusta que es la vida. Ese maldito no ha tocado una pala en su vida, no sabe lo que es el esfuerzo, levantarse temprano cada mañana, comer poco y trabajar hasta que cada musculo de tu cuerpo arda de cansancio y sin embargo ahí está, lo tiene todo.

―Cada uno tiene lo que le toca, deberías aceptarlo. Ahora sigamos trabajando. Antes que ese mismo hombre al cual insultas nos deje sin trabajo.

El trabajo continuó durante horas interminables. La espalda le dolía tanto que parecía que se fuese a romper en cualquier instante. Finalmente, el reconfortante sonido del silbato anunciaba que era el momento del almuerzo. Pedro fue en busca de su bolso y se instaló a la sombra de un gran árbol que le proveía un ansiado refugio ante el calor que no daba tregua.

Pedro volvió a mirar sus manos, las ampollas habían explotado y la carne expuesta ardía incesantemente. La suciedad de sus manos podría provocarle una infección, pero eso no le importaba, abrió su mochila y saco un gran sándwich de mortadela que su madre le había preparado esa mañana. Mientras lo comía lentamente, su mirada se perdía en el horizonte. Su mente soñadora divagaba en ideas de cómo salir de aquella inmunda pobreza. Se imaginaba a si mismo conduciendo una gran camioneta, vestido con ropas elegantes y no con las andrajosas prendas que llevaba puestas en ese momento.

Mientras continuaba comiendo el segundo sándwich hecho con el pan que su madre había horneado la noche anterior, Pedro no pudo evitar escuchar la conversación que un grupo de hombres mantenían en su cercanía.

El hombre más viejo, de apellido Gutiérrez, les contaba algo a los demás mientras estos se burlaban de manera cruel de él. ―¡Les digo que es verdad! ―Insistía el hombre de casi sesenta años.

―Tú y tus historias de fantasmas. Seguramente solo andabas borracho. Además, si allí hubiera un tesoro, ya alguien se lo hubiera llevado. ―Le contestaba uno de los hombres mientras hacía un gesto despectivo con las manos y se alejaba. Pronto el hombre se encontró solo mientras todos se alejaron riéndose a carcajadas.

Sin poder contener su curiosidad, Pedro se acercó.

― ¿A qué se refiere señor Gutiérrez? ―Preguntó sentándose junto a él. ― ¿A qué tesoro se refiere?

El hombre lo miró de arriba abajo. ― ¿Acaso has venido a burlarte de mí también?

―No señor, no lo hago. Solo me interesa una buena charla.

―En ese caso eres bienvenido a sentarte junto a mí. ―Dijo mientras sacaba una pequeña botella de wiski que tenía escondida en su bolsillo y le dio un gran trago. ― ¿quieres? ―Preguntó.

Pedro se negó con la cabeza. Al ver al hombre bebiendo comprendió por que los demás se burlaban de él. El señor Gutiérrez era un famoso ebrio del pueblo. Cuando era niño solía verlo pasar frente a su casa, caminando con dificultad y siempre con una botella de vino en su mano. Muchos decían que tenía una familia, y que era dueño de un importante comercio, pero que la bebida lo había hundido hasta que terminó en la calle. Luego había desaparecido por un tiempo hasta que, hace una semana, se había presentado en la plantación diciendo que había abandonado la bebida y que necesitaba trabajar. Resultó obvio para Pedro que el hombre seguía siendo solo un ebrio. Cuando estaba a punto de levantarse el señor Gutiérrez comenzó a hablarle.

―¿Sabes por qué bebo muchacho?

―No señor. No lo sé.

―Lo hago para poder soportar todas las horribles cosas que he visto en mi vida. Cosas que me atormentan. Si no fuera por la bebida, hace mucho tiempo estaría ahorcado, quizás aquí mismo bajo este árbol en el que nos encontramos.

―Y dígame señor. ¿Que ha visto?

―Puedo decirte que he visto el mal.

Pedro esbozó una pequeña sonrisa. Estaba muy cansado como para poder escapar de otra aburrida conversación con un borracho así que de todos modos se quedó.

― ¿Te ríes? Te diré algo muchacho. Yo también me reí la primera vez que me contaron la historia. También me burlé en la cara de aquel hombre cuando me dijo lo mismo que te diré a ti.

―¿Sabe señor? Esto fue una mala idea. Mejor me retiro. Que tenga un buen día.

―Se lo que buscas muchacho. Puedo verlo en tus ojos. Pero te advierto que el precio a pagar es demasiado alto.

―¿De que habla? No busco nada.

―Claro que sí. Puedo ver la avaricia grabada en tus ojos. Has venido a saber del tesoro.

Pedro permaneció en silencio. Su mirada volvió a perderse en el horizonte mientras daba un gran suspiro.

―Lo sé muchacho. Te preguntas por qué hay personas que tienen tanto y porque tú tienes tan poco. Te parece injusto venir a trabajar días tras días como un tarefero sin futuro. Yo pensaba lo mismo que tú. Ese deseo irrefrenable de ser algo más. De superar todas estas carencias y maltratos.

Pedro asintió. ―¿De que tesoro habla señor? ―Preguntó finalmente.

―El tesoro que los Jesuitas escondieron en estos bosques.

―He oído historias. Pero son solo un mito. Las reducciones de los Jesuitas que había por estos lugares desaparecieron hace siglos cuando fueron invadidas por los portugueses. No queda nada más que algunas ruinas perdidas en la selva. No hay ningún tesoro.

―Pues si lo hay muchacho. Los aborígenes que vivían en esta selva desde hace generaciones, incluso antes de la llegada de los curas españoles, buscaban minerales y oro. Según cuentan, los aborígenes le temían a un ser maligno que habitaba en las profundidades inexploradas de la selva. Este ser tenía muchos nombres, ellos lo conocían como "Añá", pero creo que tú y yo lo conocemos como el diablo.

Pedro soltó una incontrolable carcajada. ―Disculpe. No puedo evitarlo. Esto simplemente me parece muy estúpido.

―Adelante puedes reírte. Puedes tomarme por un idiota, pero se lo que vi.

―¿Usted vio un tesoro?

El hombre asintió. ―Los antiguos guaraníes le ofrecían ofrendas para mantener a esa entidad maligna en paz. Le ofrecían oro, piedras preciosas. Todo aquello que tuviera algún tipo de valor fue ofrecido durante siglos. Se dice, que en los años en que nada era ofrecido, el diablo emergía de la selva y como castigo, muchos aldeanos sufrían muertes espantosas. Así que cada año, el tesoro fue creciendo más y más. Oculto en alguna parte de la selva, el tesoro del diablo espera a ser descubierto.

―Eso es solo un mito. Un hombre mayor como usted no debería creer esas cosas.

―Lo mismo pensaban los curas españoles cuando llegaron a evangelizar. Para ellos, que se hicieran ofrendas a un ser demoniaco era un insulto a Dios. Así que esa actividad fue prohibida. Ninguna otra ofrenda fue dada al demonio. Fue un terrible error. Al poco tiempo, la aldea fue azotada por pestes, mujeres y niños caían presa de animales hambrientos y finalmente, la reducción fue invadida por ejércitos extranjeros. Muchos murieron, el resto huyó hacia otros lugares. Pero el tesoro permanece allí, a la espera de que alguien lo encuentre.

― ¿Usted lo ha hecho?

―Así es. ―Contestó el hombre con la mirada perdida hacia el vacío como si no quisiera recordar algo espantoso.

― ¿Puede decirme dónde?

―No puedo decirte donde. Solo puedo decirte como.

―Entonces. ¿Cómo lo hago?

―Debes hacer lo que me dijeron que haga. Debes ir solo, en la primera luna llena del mes. Ve tras el viejo cementerio Intérnate en la selva y camina sin rumbo hasta que el fuego te ilumine.

― ¿Que fuego?

―Se dice que aquellas noches, el diablo merodea. Un fantasmal fuego azulado ilumina la selva en aquel lugar donde se encuentra el tesoro. Nunca brilla en el mismo lugar. Si de verdad quieres el tesoro tendrás que pagar un precio muy alto.

―¿Usted qué precio ha pagado?

El hombre permaneció en silencio. El repentino silbato que indicaba que debían volver al trabajo dio fin a la charla. Pedro intentó preguntarle algo más, pero el hombre se alejó abruptamente.

Las horas de la tarde fueron aún peores. El calor había aumentado y las bolsas cargadas con hojas de yerba mate parecían hacerse cada vez más pesadas, pero esto parecía no importarle a Pedro. Las palabras de aquel ebrio revoloteaban por su cabeza. Pensaba que quizás eran solo tonterías, pero si de verdad había oro allí, al alcance de las manos de un simple mortal, quería ser él quien lo hallare.

Cuando el sol comenzó a caer, el trabajo por fin había terminado. Pedro caminó los casi tres kilómetros que separaban la plantación de la humilde casa hecha con tablones de madera en la que vivía junto a su anciana madre.

Al llegar, allí estaba su madre, sentada en una silla mecedora bajo la sombra de una higuera, esperando pacientemente que su hijo regresara. La artrosis prácticamente le había deformado las rodillas impidiendo que pudiera caminar por mucho rato sin que sufriera espantosos dolores, así que allí, en aquella mecedora pasaba la mayor parte del día.

Su hijo la saludó dándole un beso en la frente y se sentó pesadamente en el suelo junto a ella.

―¿Te encuentras bien hijo? ―Pregunta la señora.

―Si madre, no te preocupes.

―Recuerdo esa mirada. Tienes la mirada de tu padre. Él me decía siempre que todo estaba bien. Siempre me ponía la mejor cara cuando regresaba de la plantación. Disimuló que todo estaba bien por tanto tiempo que cuando la enfermedad lo comenzó a afectar continuó diciendo que todo estaba bien, hasta que un día finalmente partió. No me hagas lo mismo que el hizo. Dime que te sucede.

―No es nada madre. Es que toda mi vida crecí aquí en esta casa. Todos los días veía a papá llegar cansado. Veía como tu trabajabas lavando ropas para otras personas. Veía como el dinero nunca alcanzaba. Vi cómo murió sin que podamos pagar un tratamiento adecuado. Y luego te he visto a ti enfermar poco a poco. Siempre me dije a mi mismo que cuando creciera me esforzaría por ser alguien, por salir de este pueblo y ahora mírame, tengo casi cuarenta años y sigo haciendo lo mismo que el hacía. Y lo seguiré haciendo hasta el día que me muera, exactamente como él lo hizo. Quiero ser alguien mamá. No quiero ser otro simple tarefero, trabajando por migajas.

―Hijo no sabes cómo lamento no haberte podido dar un futuro mejor, pero lamentablemente es la realidad que nos tocó. A veces hay que aceptar las cosas como son para poder ser felices.

―¿Felices dices?

―¿Donde vez felicidad en esto? ¿En esta miseria? ¿En esa artrosis? ¿Acaso debo estar feliz por estas malditas ampollas? No madre. No hemos sido felices en ningún momento de nuestras vidas.


Pedro se levanta furioso y entra a la casa dando un fuerte portazo. Una lágrima cae por el avejentado rostro de su madre, quien mira desde su silla mecedora como la luna llena, la primera del mes, se eleva inmensa sobre los campos.

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