El tesoro del condenado

—Por aquí —indicó Rose a su compañera. Ésta asintió una vez y la siguió por el camino que las llevaría fuera del castillo. Ambas caminaron con sumo sigilo, sintiendo el murmullo casi insoportable que sus capas creaban a medida que avanzaban, e intentando a su vez que la suela de sus botas no produjeran demasiado ruido al chocar con helado suelo de piedra.

—Sabrán que nosotras lo robamos —aseguró Jane en lo que bajaban las escaleras con disimulada paranoia. Y no era para menos. Lo que llevaba dentro del ridículo que sostenía el cinturón de cuero alrededor de su cintura, y a su vez se hallaba escondido bajo su capa era igual a una ejecución inmediata.

—Solo si lo gritas —le reprendió la otra joven en voz baja junto a una dura mirada—. Intenta mantenerlo contigo y eleva esa capucha —ordenó al final, una vez notó que el reluciente cabello rubio platino de su compañera sería lo primero en delatarlas. Su falta de color lo volvía una luz en la oscuridad. Por otra parte, su cabello, tan rojizo como su propia sangre también debía ser ocultado por su capa, pues incluso la más mínima luz lograba que destacara en cualquier ambiente. De no ser por la oscuridad de sus ropas, habrían sido descubiertas mucho antes de incluso ingresar al castillo.

Se detuvieron al final de las escaleras al escuchar dos pares de pasos encaminarse hacia ellas, se aferraron a la pared a su derecha, y esperaron a que los recién llegados no decidieran utilizar ese camino. Segundos de tensión tomaron posesión de sus respiraciones, en los que las voces fueron aumentando su volumen, y Jane sintió algo punzante en su muslo izquierdo. Rezó entonces por que el ridículo no hubiera sido rasgado por su ocupante, pues en tal caso no tendrían menos que problemas.

Rose sacó entonces un par de los cuchillos alojados en su cinturón, y tras asomar la cabeza echó un vistazo a los guardias acercándose, descubriendo así que solo hacían el habitual recorrido nocturno. Sin embargo, se hallaban a una distancia peligrosamente cercana a ellas, y si no hacía algo en aquel instante, quizá no podría después.

Acatando las órdenes de su mente, se tomó la libertad de dar un paso adelante, y antes que ninguno fuera capaz de reaccionar, lanzar uno de sus cuchillos directo a la frente de unos de ellos. En lo que éste emitía un chillido y su compañero desenvainaba su espada, lanzó el segundo, esta vez a su pecho, y corrió a él para acabar con su vida, mas no lo suficiente rápido para evitar que gritara por ayuda. Rose se lanzó hacia él con un nuevo cuchillo en mano y cortó su garganta de lado a lado, sin reparar en la sangre que caería sobre ella.

Una vez estuvo hecho siseó a su compañera para que se acercara a ella en lo que retiraba sus cuchillos de los cuerpos para luego limpiarlos con la tela interna de su capa. Casi de inmediato, a causa de la posible e inminente llegada de más guardias, ambas corrieron hacia la salida, donde la noche las recibió con una niebla espesa, y un centenar de extraños sonidos que no solo pertenecían a animales.

—¡Allí está! —exclamó Jane, señalando al carruaje ligeramente escondido entre las sombras que proporcionaba cierta zona de los altos muros de la fortaleza. Corrieron hacia el vehículo y se internaron en él, justo cuando los primeros guardias salieron del castillo.

—¡Que no escapen! —vociferó uno de ellos. En el mismo momento que los arqueros se ubicaron en posición de ataque, el cochero ordenó a los caballos iniciar su marcha. Cabalgaron con furia hasta pasar por debajo del portón del castillo, que poco a poco comenzó a cerrarse en un vano intento por evitarles la huida, y se alejaron de los muros tras recibir algunos golpes de las flechas en la carrocería.

—Ponlo aquí, así al menos no te acabará dañando la ropa —indicó Rose a su compañera, estirando hacia ella una pequeña bolsita de cuero una vez estuvo segura que de momento no las matarían, y advirtió que tenía problemas para mantener a raya el objeto en su ridículo—. No tardarán en seguirnos, de hecho, es un milagro que aún no nos pisen los talones, pero escucha: cuando lleguemos tú lo entregas, y yo nos protejo, ¿entendido?

Jane asintió una vez en tanto aferraba la bolsa a su cinturón. Se movieron de un lado a otro con cada sacudida que el carruaje dio conforme avanzaban por el sinuoso e irregular camino, y saltaron sorprendidas al escuchar el estallido de un arma al ser disparada. Una vez pasó el primer impacto, al cual le siguieron algunos más, Rose rebuscó por el juego de cuatro pequeños objetos esféricos, cuyo mecanismo interno a base de engranajes emitía un constante sonido que asemejaba al «tic-toc» de un reloj.

La joven asomó parte del cuerpo por la ventana de la puerta más próxima a ella, y comenzó a lanzar una por una las esferas. Al librarse de la última, una bala rozó su brazo derecho, obligándola a lanzar una maldición e ingresar de nuevo al vehículo. En tanto ella inspeccionaba la herida, las esferas desprendieron hilos de cobre que se aferraron a las ruedas y luego entre ellas en un intento por desprenderlas del vehículo. Con eso el carruaje perdió el control y dio un vuelco, saliéndose del camino y arrastrando con él a los caballos que hasta hacía un momento lo impulsaban.

—Estamos libres —aseguró Jane con cierta emoción tras contemplar la escena a sus espaldas, y la respiración tan acelerada como la de su compañera.

—No por mucho —repuso Rose en tanto se quitaba su abrigo. La herida en su brazo no era más que superficial y apenas desprendía un diminuto hilo de sangre, pero aun así resultaba molesto el roce de la misma con la prenda rasgada.

El cochero cambió de rumbo de forma tan brusca que el carruaje dio una fuerte sacudida, internándose así en el bosque que rodeaba aquella zona. Pronto la luz de luna dejó de colarse a través de las ventanas, y lo único que les hizo recordar su existencia fue el sonido que el objeto resguardado por Jane emitía.

El lejano relinchar de caballos ajenos las alertó de la inminente persecución en la que ahora se encontraban. Lo más probable era que descubrieran, además de los difuntos, el robo al consejero del rey, de modo que ya no tenían mucho más tiempo que perder.

A partir de ese momento solo tenían dos opciones: finalizar su misión o morir en el intento.

No obstante, el carruaje se detuvo de pronto, y para su sorpresa tan solo segundos después el cochero abrió la puerta izquierda del carruaje sin siquiera tocar primero.

—Señoritas, éste es el punto donde nuestros caminos se separan. No nos encontramos muy lejos de su destino. Solo deben seguir en línea recta a partir de aquí hasta encontrar la cueva más cercana al acantilado. ¿Entendieron? —explicó el avejentado hombre con rapidez, puesto que el tiempo los apremiaba. Al recibir un asentimiento por parte de ambas devolvió el gesto—. Excelente. Yo volveré al camino para distraerlos. Usted, señorita, tome de nuevo su capa, pues ese cabello podría delatarla con facilidad.

»Espero que logren su cometido, y logren librar a ese hombre de su condena.

Las jóvenes asintieron una última vez y salieron del vehículo, permitiendo que éste pudiera retirarse a toda prisa de regreso al camino. Rose tomó con gentileza el brazo de su compañera y la empujó ligeramente para recordarle que tenían que continuar. El desvío del cochero les daría algo de tiempo, pero no estaban seguras de cuánto con exactitud. Su nueva mejor opción era echarse a correr.

Fueron varias las veces que chocaron algún árbol o tropezaron y se dieron de bruces contra el suelo. La oscuridad que las rodeaba y su desconocimiento del lugar que atravesaban no ayudaban de ninguna forma a sus intentos por continuar, pues cada paso podía ser igual a un nuevo golpe, una nueva caída que retrasaba cada vez más su huida.

—¿Cuánto nos queda? —inquirió Jane tras detenerse de pronto.

—No lo sé, pero no podemos darnos la libertad de un receso. Vamos, debemos continuar.

Tras un asentimiento por parte de la Jane emprendieron la marcha otra vez, la susodicha andando con cierto cuidado de no tropezarse de nuevo y acabar en un lugar indeseado. Supieron que estaban cerca cuando la frondosidad de los árboles comenzó a disminuir y el aire se sintió mucho más fresco. Al cabo de algunos minutos más, se hallaron en un paisaje llano, donde el suelo perdía gradualmente la vegetación, hasta que mucho más adelante se lograban advertir un descenso por el cual se accedía a la cueva que el cochero había mencionado tiempo atrás. El acantilado debía encontrarse delante de ésta.

Solo quedaba ir a ese lugar y encontrarse con su objetivo. Si después de esos últimos meses habían llegado tan lejos, ya nada podría detenerlas. O al menos eso pensaron hasta que escucharon que alguien se acercaba.

Ambas intercambiaron una mirada, y se echaron a correr una vez más.

Siguieron adelante, aprovechando la distancia que por poco tiempo más los separaría, y una vez alcanzaron el inicio de la zona rocosa por la cual se bajaba hacia la cueva, se lanzaron a ella. Sintieron cada vez más cercano el galope de un caballo, o quizás más de uno, lo que sirvió como incentivo para que apresuraran el paso; cosa difícil si se tenía en cuenta que desde su lugar un paso en falso se igualaba a una caída mortal.

—¡Deténganse! —exclamó alguien detrás de ellas, pero cuando voltearon no se encontraron con nadie. Usando aquello a su favor, Rose se detuvo, tomando a su vez el brazo de su compañera.

—Tú continúa. Yo subiré y me encargaré de quien esté arriba. —Jane asintió y se retiró.

Jane bajó con algo de torpeza hacia lo que para ella fue «tierra firme». Una vez allí, sacudió parte de su capa y tras quitarse la capucha se introdujo en la única cueva dentro de su rango de visión. Caminó con sumo cuidado y lentitud, estrechando la mirada en un intento por captar algo en la oscuridad, asimismo sintiéndose nerviosa por los constantes sonidos tanto de sus botas contra el suelo como del objeto en la bolsita aferrada a su cintura.

—¡¿Dimitri?! ¡¿Señor?! —gritó la joven. De inmediato, su voz hizo eco sobre las paredes de piedra a su alrededor.

—Ya te he dicho que no me llames así, niña —refunfuñó una voz anciana, grave y rasposa. Pocos segundos más tarde se encendió una pequeña fogata cuyo fulgor iluminó de forma tenue parte del lugar, y con él a un anciano de largos cabellos canosos y descuidados, de postura jorobada y cubierto por harapos que pronto volvió su rostro hacia ella.

La joven bajó la cabeza, arrepentida.

—Lo lamento, se... Dimitri. —El anciano sacudió una esquelética mano con desdén.

—¿Quién eres? Siento mucho no reconocerte, pero este cuerpo es tan anciano que no me deja ver con claridad. Los humanos perecen tan pronto. No sé cómo soportan su efímera existencia —exclamó él entre toses antes de cruzar los brazos sobre el pecho.

—S... Soy Jane. Al fin lo recuperamos, pero tendrá que tomarlo rápido. Rose se encuentra sobre nosotros y no sé en qué situación —le informó ella en lo que se acercaba al hombre y vaciaba su bolsa—. Tome, aquí está.

Dimitri se acercó como pudo a la joven, y ahuecó sus manos juntas para recibir el pequeño dragón mecánico que ella le entregó. Sus ojos de zafiro inspeccionaron la habitación, y los engranajes expuestos que conformaban cada parte de su mecanismo no paraban de girar junto a un ligero y molesto sonido.

Cuando el animal posó sus patas sobre el anciano, desplegó sus alas y se ubicó en posición de vuelo, antes de comenzar con un grácil aleteo que lo mantuvo en el aire durante unos segundos, hasta que de pronto se impulsó con rapidez al pecho de su antiguo y legítimo dueño. Jane dio un paso atrás y emitió un sutil chillido cuando el hombre gritó con fuerza y cayó al suelo. Estuvo tentada a acercarse y preguntar qué sucedía, ignorando que el dragón mecánico acababa de fundirse en su pecho.

Una ola de gritos cada vez más guturales por parte del hombre y una luz cegadora llenaron el lugar. Jane no supo qué hacer o decir ante el fenómeno, de modo que corrió hacia donde creyó que se hallaba la salida.

Rose advirtió un poco tarde que ya no tenía ningún tipo de arma con la que defenderse.

Pasado un intenso enfrentamiento, en el que había perdido sus cuchillos tras deshacerse de dos de los caballeros que las habían seguido, acabó en el suelo por descuido propio, con la hoja de una espada besando la piel de su cuello.

—Entrégalo —exigió el último de los hombres del rey que se había mantenido con vida, empujando la hoja apenas un poco; lo suficiente para crear un diminuto corte sobre la piel.

—Jamás. Ése es un tesoro que nadie a excepción de su legítimo dueño puede poseer —declaró la joven—. Máteme si así lo desea, pero es demasiado tarde para que nadie lo tome de nuevo.

Dicho aquello, tomando una profunda respiración, el caballero se preparó para rebanar el cuello de la muchacha, pero antes de lograrlo un par de garras se aferraron a sus hombros y lo lanzaron lejos. Rose se levantó exaltada, y sonrió al ver que Jane montaba al majestuoso dragón que acababa de salvarla.

Antes que el nadie más lo hiciera, se arrastró para tomar la espada, cuyo dueño parecía asombrado por la presencia del dragón, el cual se posicionó algunos metros detrás de la pelirroja. Ésta se acercó a él y posó la punta de la espada en su cuello, uno de los pocos lugares de su cuerpo que no era protegido por su armadura.

—Se irá de aquí y advertirá al resto de los suyos que mi compañera y yo nos lanzamos desde el acantilado. Nos perdimos en el mar, y con nosotras el animal mecánico, ¿entendido? —indicó ella con firmeza, advirtiendo una expresión de duda en el rostro del caballero. Él desvió su atención hacia el dragón, de quien una mirada bastó para que asintiera, y asustado corriera de regreso al bosque, pues perdió de vista su caballo conforme el enfrentamiento con la muchacha se llevaba a cabo.

Rose se volvió en dirección a Jane y al dragón que durante toda su vida había visto atrapado en el cuerpo de un mortal. Parecía mentira que el relato donde él afirmaba que su verdadera apariencia estaba encerrada en un pequeño animalito mecánico acabara de probar su veracidad.

—Ustedes me han despojado de mi condena. Estoy en una deuda con ambas que quizás nunca alcanzaré a saldar —exclamó el animal, bajando la cabeza a modo de reverencia—. En cualquier momento futuro, si me necesitan yo estaré ahí. Solo llámenme de la única forma que me han conocido.

Satisfecho con el asentimiento que recibió por parte de cada una, se sacudió un poco, y luego de un momento emprendió el vuelo hacia solo Dios sabía dónde.

—¿Y ahora? —preguntó Jane.

—Y ahora buscamos una nueva vida —respondió Rose.

Ambas observaron entonces al dragón desaparecer con una sonrisa, felices de haber logrado su objetivo. Debían admitir que al principio les costó creer la historia de Dimitri; no obstante, él se las había arreglado para convencerlas de la antigua condena que el actual consejero del rey le había impuesto largo tiempo atrás.

Pero por supuesto, ésa es otra historia.

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