IV
La pendiente que llevaba hasta el castillo era más empinada de lo que parecía al verla, todas las personas provenientes de Uaihm Dhorch estaban esforzando los músculos de sus piernas y algunos incluso respiraban agitados. El viento tampoco los ayudaba, parecía soplar desde las ventanas del castillo, frenándolos, oponiéndose y enlenteciendo su marcha.
El sendero, hecho de la misma piedra pulverizada que recubría las paredes de las construcciones del pueblo, brillaba y emitía destellos al reflejar la luz de Coch y Melyn. Los buscadores del tesoro se abrieron en abanico, algunos se atrevían a subir por fuera del sendero, pero ninguno se alejaba demasiado de la luz que marcaba el camino hacia las riquezas que esperaban descubrir. Por desgracia, ninguno de ellos parecía haber oído que no todo lo que brilla es oro.
De todos los árboles de los alrededores se elevaron kavkas, cuyas siluetas se percibían cuando cruzaban por delante de las lunas al volar en círculos alrededor del sendero. Los chillidos y gritos se fundían en la oscuridad de la noche en una disonancia atronadora. Varias de las aves comenzaron a bajar en picada directo a las cabezas de las personas. Algunos buscaban esconderse entre los árboles, otros se echaban al suelo y se cubrían con los brazos y varios optaron por regresar por donde habían venido y volver al pueblo. Esos últimos no fueron perseguidos en ningún momento, las kavkas les permitieron marcharse libremente. La mayoría de las personas, sin embargo, usaba lo que tenía a mano para protegerse sin dejar de avanzar. No hubo demasiados heridos, y los que lo fueron sufrieron apenas algunos rasguños por los picos de las aves que tuvieron problemas para frenarse.
Hacia la mitad de camino, cuando la pendiente se hacía más inclinada, el viento se detuvo de forma abrupta. Incluso hubo momentos en que una suave brisa soplaba desde el sur, dando en las espaldas de quienes subían, casi ayudándolos en la tarea. Los metros entre las personas y el castillo se acortaban y las kavkas atacaban de manera frenética. A medida que se esforzaban más por impedir el avance de los humanos, se produjeron mayor cantidad de cortes por culpa de sus patas y picos.
Cuando una distancia mínima separaba al grupo de la cima de la colina, un alarido agudo, femenino y de ultratumba, atravesó el aire y sumergió la noche en un silencio abrumador. Una a una las aves cesaron sus ruidos, dejaron de dar vueltas y fueron a posarse en las piedras de las colinas aledañas, observando. Sus plumas temblaban y sus picos se abrían pero no eran capaces de emitir ningún sonido. Ya era tarde, no habían escuchado.
Llegaron a la entrada del antiguo castillo, su fachada tenía algo de la misma piedra oscura y brillante, pero la mayor parte estaba rota o astillada. Los laterales de la torre estaban destruidos y la madera de la puerta principal mostraba signos de un importante deterioro por culpa de los hongos y la humedad. La soledad y el abandono se presentaban como los únicos habitantes de aquella construcción.
—¿Y ahora? ¿Hay que ir adentro? —preguntó Ioan mientras se recogía el cabello rubio en una cola y se secaba la frente de sudor y sangre.
Los que alcanzaron la cima dieron vueltas alrededor del castillo, algunos entraron en el antiguo edificio, tratando de hallar el lugar donde estaba el tesoro antes que los demás. Otros rondaban en busca de alguna señal que indicara que debían empezar a cavar, imaginando que lo encontrarían bajo tierra y no en algún escondite.
Wen alzó la cabeza hacia las lunas, luego observó a las kavkas, que estaban posadas sobre las piedras y los árboles del lado izquierdo de la colina, pero no en el derecho.
—Vamos para allá —le indicó en voz baja a su compañero, señalando el sendero donde se ubicaban los pájaros.
—¿Estás segura? Ya nos atacaron dos veces.
—Pero ya no lo están haciendo. Es muy sospechoso que estén solamente de un lado, ¿no te parece? Además, si miras bien, en ese costado hay rastros del brillo de la piedra.
Ella comenzó a avanzar y él la siguió, pasándose el bolso con joyas de un hombro al otro. El camino descendía un poco en el lateral de la colina y los llevaba directo a la entrada de una cueva que se abría unos metros debajo del castillo. Varias aves se encontraban posadas en las piedras de la parte superior y, al verlos, bajaron las cabezas y hundieron las alas.
A medida que iban entrando, un grupo de personas que los había visto marcharse en aquella dirección los alcanzó e ingresó con ellos, igual que una pequeña bandada de aves, que se adentró en los primeros metros de la cueva y se posó en el suelo en ambos costados, como si escoltaran su ingreso.
La penumbra reinaba en el interior de la cueva, el aroma a humedad y a musgo invadía el olfato. Los ojos tardaban unos instantes en acostumbrarse a la poca luz, y cuando lo hacían solo se veían las siluetas de las estalactitas que brotaban desde el techo. La escasa luminosidad proveniente del exterior se reflectaba en los ojos de las aves y los volvía brillantes. Sé lo que ellos sintieron porque hace muchos años lo sentí también, y el mero hecho de verlos entrar todavía traía a mi memoria el palpitar acelerado del corazón, la sangre latiendo por cada centímetro del cuerpo y la respiración dificultosa. El aire, denso y pesado, cayendo sobre una y los temblores de las piernas... Todos los años lo recuerdo como si fuese la primera vez.
Una luz provino del fondo de la cueva y el grupo, con la piel de gallina, se internó hacia ella, sin separarse demasiado los unos de los otros. Alcanzaron un espacio amplio y circular rodeado de más estalactitas y, antes de que pudieran reaccionar, algo salió volando del interior de la cueva, pasando por encima de ellos, rozándolos con sus alas, tocándolo con sus extremidades. Las mujeres presentes gritaron, también algunos hombres. Varios comenzaron a persignarse. Quise gritarles que ningún dios podría ayudarlos aquí, pero estaba forzada a quedarme callada.
El recinto se iluminó en su totalidad cuando unas antorchas ubicadas de manera estratégica se prendieron por sí mismas. Las caras de espanto y los ojos desorbitados se sucedieron cuando vieron que lo que habían considerado estalactitas en realidad no lo eran. Se trataba de decenas de enormes capullos que colgaban hasta la mitad de la distancia del techo al suelo. Sobre la pared del fondo un recipiente rectangular de cristal, lleno con una sustancia plateada viscosa, dominaba el espacio.
—¿Qué es esto?
—¿Se supone que aquí hay un tesoro?
—¡Mejor vayámonos!
Cuando un hombre amagó salir de ahí, encontró detrás de ellos una serie de humanoides con rasgos de mujer, oscurecidas por la luz lunar que entraba desde el exterior.
Del interior del tanque empezó a elevarse una figura cubierta en su totalidad por aquella sustancia que iba resbalando a medida que se levantaba. Por uno de los laterales se acercó una mujer como las que el grupo tenía detrás. Se trataba de una criatura antropomorfa con cuerpo de mujer humana, con un par de alas translúcidas plegadas en su espalda, largo cabello blanco y una túnica que la cubría hasta los pies. Tenía en sus manos de garras afiladas una tela de color claro. Se aproximó a aquella que emergía de aquel suero plateado y le tendió la tela antes de dirigir sus ojos ambarinos hacia los presentes.
Una vez que quien salía del tanque se limpió aquella sustancia, exhibió un cuerpo similar al de la otra mujer, solo que sus ojos eran tan negros como las profundidades insondables de la caverna que se extendía detrás de ella.
—Bienvenidos —habló con una voz melodiosa y de acento exótico. Devolvió el trapo a la mujer a su lado y se acercó a los visitantes, mostrando sin inhibiciones sus pechos generosos, su estrecha cintura y sus caderas redondeadas. Pasó sus manos por su piel, recorriéndola centímetro a centímetro—. Nada como un descanso embellecedor.
Todas las mujeres que estaban de pie obstruyendo la salida se arrodillaron en simultáneo ante aquella figura, incluida la que le alcanzó el paño. Todas pronunciaron al mismo tiempo, como una sola voz, "Iulsa, mein dranna". Ante un gesto de su mano, todas se pusieron de pie y abrieron un pequeño sendero por el que ingresaron otras como ellas, trayendo a aquellas personas que se habían dispersado por el castillo y la colina en busca del tesoro.
—Muin pable —se dirigió a todas con voz de autoridad, con los brazos abiertos y exhibiendo su desnudez—, ha llegado el momento del año, la hora del nacimiento. Agradezco a todas ustedes la ofrenda que han traído para mí y sus hermanas. —Su mirada se fijó en los recién llegados—. Ya saben qué hacer.
Algunas de las criaturas se acercaron al grupo y separaron a las mujeres, sosteniéndolas en un lateral, mientras otras arrastraban a los hombres hacia el otro costado del recinto. Todos luchaban con brío y buscaban soltarse, hasta que la reina se acercó al muro sobre el que reposaba el recipiente en el que había estado dormida y, al tocarlo, dejó al descubierto decenas de flores blancas como las que estaban plantadas alrededor del pueblo. Un soplido de ella bastó para que pequeñas partículas brotaran de las flores y se esparcieran sobre los hombres, que de inmediato dejaron de forcejear, permaneciendo inmóviles y con la mirada perdida.
—Yo cumplí con mi parte —gritó Wen a la ayudante de la reina— y traje un hombre. Ahora quiero el tesoro.
La reina se volvió hacia ella y le sonrió de manera amplia, dejando al descubierto unos dientes afilados.
—Tu tesoro, mi querida, será aprender que no todo lo que reluce es en realidad valioso y que las cosas no siempre son lo que parecen. ¿Nunca te enseñaron a no confiar en extraños?
Con un nuevo aliento de sus labios, las flores arrojaron partículas negras sobre las asustadas humanas, que se vieron forzadas a quedarse quietas, aunque sin la gracia de la pérdida de conciencia que le fue concedida a los hombres.
—Muin pable, strarte.
Tras las palabras de la reina, todas sus súbditas se acercaron a los hombres y, con brusquedad, se los llevaron a distintos sectores de la cueva. Usaron sus garras para rasgar sus ropas y dejarlos desnudos, mientras la reina cortaba algunas de las flores, las pulverizaba entre sus manos y esparcía los restos sobre ellos.
Las criaturas, también desnudas, se zambulleron sobre ellos como fieras hambrientas, arañándolos y dejándoles marcas de garras, usándolos a su gusto. Todo tipo de fluidos corporales se desparramaban por el suelo ante la mirada atenta de la reina, que en varias ocasiones pasó su dedo por la mezcla y la saboreó con un placer que se mostraba en su expresión.
Mientras la orgía tenía lugar, las crisálidas comenzaron a resquebrajarse, para romperse poco después. De ellas salieron unas criaturas femeninas de características similares a las de las que se revolcaban por el suelo de la cueva, pero con los mismos ojos negros de la reina. Ellas tomaron el relevo una vez que las anteriores acabaron con los hombres humanos y los dejaron agotados e hipnotizados.
Mientras quienes acababan de reproducirse quitaban las crisálidas rotas y las trituraban para incorporarlas a la sustancia que cubría el tanque de la reina, las recién nacidas exhibieron sus garras afiladas y con ellas despedazaron a los hombres, comieron su carne, bebieron su sangre y ofrecieron su piel y huesos a la reina, que se encontraba en pleno éxtasis al ver a sus hijas, a su pueblo, cumpliendo con su ritual. Unos pequeños huevos fueron instalados en el techo con ayuda de la saliva de las criaturas y un poco de piel restante de sus padres humanos.
Ya conocía el ciclo, lo había visto muchas veces. Esos huevos se romperían en unas semanas y la larva que de ahí saliera formaría una nueva crisálida que colgaría del techo, se endurecería y se rompería dentro de un año para reemplazar a las criaturas nacidas esta noche, criaturas que vagarían por el mundo en forma humana contando a quien quisiera escuchar la historia del tesoro.
Una vez depositada la descendencia, una de las criaturas, la preferida de la reina, se entregaría a ella y sería devorada poco a poco, ante la mirada celosa de sus hermanas. Convertirse en su alimento era un enorme honor que solo una de ellas alcanzaba cada año. Las demás, saldrían y se quedarían en el exterior, de pie alrededor del valle, rodeando el actual pueblo. Cuando las lunas desaparecieran del cielo y el sol surgiera, ellas se desintegrarían y sus cenizas servirían de alimento para las flores blancas.
Pero eso sucedería recién cuando el ritual terminara. La reina, antes de alimentarse, sirvió en un cáliz un poco de la sustancia que la mantenía en suspensión de un año al otro y forzó a las mujeres humanas a beber de él. Ninguna de ellas estaba en condiciones de negarse, su horror solo era visible en sus miradas.
Poco después de haber bebido, las vi a todas, incluida Wen, comenzar a convulsionar. Cayeron al suelo, girando sobre sí mismas, encorvándose, achicándose cada vez más. Sus pies convertidos en garras, sus brazos transformados en alas. Sus cabellos volviéndose oscuros y mutando hasta llegar a cubrir todo su cuerpo, convertido en plumas. Una nueva camada de kavkas nacía y venía a reunirse con las demás. Una vez que fueron capaces de moverse, salieron volando de aquella cueva, sus chillidos perdidos en la oscuridad de la noche acompañados por las risas festivas de aquellas criaturas. El ave que estoy segura que era Wen dirigió una última mirada a la bolsa abandonada en el suelo, de la que asomaba una diadema, antes de volar hacia la libertad.
Cuando se acercaron a mí en la entrada de la cueva las tranquilicé lo mejor que pude. Es el papel que me toca por mi jerarquía, todas me deben obediencia; es lo que me corresponde por haber sido la primera kavka, la primera víctima de la reina.
A medida que las lunas se ocultaban y amanecía, nos alejamos y contemplamos cómo el suelo de la colina empezaba a temblar a medida que las criaturas se desvanecían con el sol. El pueblo y el castillo se derrumbaron y desaparecieron frente a nuestros ojos. Esa misma noche, antes de retirarse a su sueño eterno, la magia de la reina levantaría otro pueblo y un nuevo castillo; a veces lucían iguales, a veces los cambiaba. Pero ambos aguardarían hasta la siguiente coincidencia de Coch y Melyn y a un nuevo grupo de desventurados que decidieran buscar el tesoro de Uaihm Dhorch.
Total: 6687 palabras.
Elementos de la canción:
*La idea de que las cosas los rodean, reiteradas en varias oportunidades (las aves cuando los siguen en el bosque y cuando vuelan en círculos, las flores que crecen alrededor del pueblo, rodeándolo, y las criaturas en la cueva, que también los rodean). Estas ideas responden a dos frases puntuales de la canción:
"It moves around you" (para el caso de las aves)
"It sorrounds everything"
*La afirmación de que el té hecho de las flores le dejaba gusto a pasto en la boca sale de la parte de la canción que dice "Grass comes in through the tongues" (aunque no operan con el mismo sentido en una y en otra).
*Lo que sucede en el pueblo, donde todos olvidan quiénes son y por qué están ahí, y luego la lluvia que los limpia sale de la estrofa:
"And it settles in, settles in
Settles until you forget everything
And it white wash into your skin
And you won't remember none."
Elementos del video:
*Al principio del video aparece una especie de arena gris oscura y brillante, de ahí sale la idea de las construcciones con piedras oscuras y brillantes, y los restos en el camino como señal. También el tono que adquieren las flores.
*También al principio del video, cuando empieza la canción, hay unas formas blancas que recuerdan a flores, de ahí sale la idea de las flores blancas.
*Las lunas: en varias partes aparece una luna llena y enorme que dio origen a las dos lunas centrales en el relato.
*Las crisálidas.
*El tanque con la sustancia gris.
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