Una de cal y otra de... ¡Qué te jodan!
He sacado el físico de mi madre, de sangre islandesa; pero el carácter... ¡Ay Dios! El carácter... ese es todo, todito, herencia de mi padre, español y orgulloso de su "Toledo emblemático."
Siempre fui "la guiri".
En el colegio, en el instituto, en la universidad y allá donde fuese; por eso, cuando conocí a Pablo,
la única persona que no se sorprendió que fuese toledana al ochenta por ciento, me conquistó. Bueno, por eso y por que estaba -y está- de "toma pan y moja".
Tres años después de nuestro primer beso, le di el "sí, quiero". Un año más tarde, llegó Álex, el gran amor de nuestras vidas, con sus ojitos azules, su pelo oscuro y esas manitas regordetas que te daban ganas de comértelas y achucharlo para siempre. Una mezcla perfecta entre Pablo, yo y el sueño que se nos hacía realidad.
Y cinco años después...
Me encontré con los papeles del divorcio sobre la mesa de la cocina, bien guardaditos en un sobre, como si una carta de propaganda se tratase. Cómo algo que llevase allí mucho tiempo, esperando a que la encontrase con ilusión y aceptación.
Pablo me miró y luego miró ese documento, mientras le sudaba la frente cosa mala, revoloteando a mi alrededor, sacándome de mis casillas, no dejaba de mirar la encimera y el sobre, a punto de un ataque de pánico.
—¿Qué pasa pastelito? ¿Te encuentras mal?
Sí, el era mi pastelito, yo su galletita y entre los dos formábamos la pareja "copón", porque decir "joder" delante de Álex, pues, como que no era plan.
«—Copón, pastelito, no le des de comer antes de cenar, que luego no quiere el pollo.»
«—Galletita, copón, ¿donde has puesto el pantalón del traje?
—Pues en la lavadora, ¿dónde sino iba a estar?
—¡Jod... Copón, te dije que no los lavases, los necesito para hoy...»
...
—He conocido a alguien... —Ni siquiera le miré, continúe con la cena, como siempre, ya que mi cerebro no era capaz de procesar esa frase. No es que me lo esperase, jamás dió signos de está mal conmigo.
Y ¡Vaya que sí era su galletita! que me hizo miguitas en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Ah, sí? ¿A quien? —Pregunté de forma casual, más centrada en preparar la cena, que en lo que me estaba contando.
—Raquel, he conocido a otra mujer...
—¿En el trabajo? —Ingenua de mí. Todas las alarmas se encendieron, cuando su silencio empezaba a ser demasiado largo. —Espera, espera, espera... ¿Qué quieres decir con "he conocido a otra mujer"?
—Necesito... necesito que... cuando puedas, firma el divorcio.
Y dicho ésto, salió de la cocina como alma que lleva el diablo dejándome allí, con las croquetas carbonizándose en el aceite y mi corazón hecho puré.
Bueno, bueno, bueno...
¿Que me estaba dejando? ¿En serio? Al principio, pensé que era una broma de mal gusto, pero con el tiempo, supe que no.
La galletita, ya no volvería a ser galletita y el bizcochito... Había encontrado otro "colacao" donde mojar el churro.
Podría haber sido una cabrona, haberme negado a firmar y comenzar con una lucha burocrática para ver quién se quedaba con el niño, la casa, el coche y los cupones del Carrefour, pero no; Pablo lo tenía todo, todito pensado.
El niño, con su "mamisaurus", que él ya se encargaría de visitarle los fines de semana, y lo demás... Para él.
No lo veis justo ¿Verdad?
Os lo explico.
Resulta que nuestra preciosa casa, fue un timo garrafal.
La constructora, se largó con nuestros ahorros y con los ahorros de nueve familias más, enamoradas de la romántica idea de vivir en el campo, a diez minutos del centro. Llevamos dos años luchando, pero como desapareció y nadie nos decía nada... Pues nos tocaba vivir en la casa de mi suegra. Bueno, mi ex suegra.
Y os preguntaréis... ¿Por qué se tiene que quedar con los cupones de Carrefour? Muy sencillo, la última compra la hizo él con su tarjeta.
Así que, cargada con maletas, juguetes, la tortuga Pikachu y poco más, nos mudamos a la casa de mis padres, que decidieron, a su vez, irse a la casa del pueblo, para dejarnos espacio.
No voy a negar que el principio fue duro, demasiado duro, pero bueno... al fin y al cabo, no me quedaba otra qué comenzar de nuevo mi vida.
¿Quién iba a decirme, que esto ocurriría, a mis treinta y siete añazos? Nadie. Sí, estoy como vosotras. Si me pinchan, no sangro.
Así que, sinceramente, Pablo... ¡Qué te jodan!
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