Un croissant pa' mi body serrano
— ¡Tonta, tonta, tonta, tonta!
Su mano me frena en seco. Pero sigo obstinada a irme y cerrar éste capítulo de mi vida. Porque es lo que es, no voy a engañarme. Un capítulo erróneo.
— ¿Qué haces? —Le pregunto, girándome hacia él, enfadada conmigo misma, por no ser la adulta que debería ser.
—Ir a por todas. —Respiro, me tomo mi tiempo para ordenar mi cabeza que es un huracán en éste momento.
Le miro, me mira y me suelto de su agarre.
—Eres un error. Algo que no tenía que ocurrir y encima, la culpable soy yo. No debí darte pie a nada.
Mis palabras duelen, parece una idiotez ¿a qué sí? dado el poco tiempo que le conozco y dada nuestra situación... Pero duele de igual forma. Llámame tonta o llámame equis.
Mis latidos truenan en mi pecho, soy consciente de la mirada que tiene con esos ojazos que me quitan el sentido, de su metro noventa, su ancha espalda y la mandíbula apretada, soportando mis palabras.
Entonces, cuando veo que no va a hablar, continúo cagándola.
—Pero... ¿Nos has visto bien? ¡Somos ridículos! Todo el mundo ahí dentro lo piensa. Cualquier persona, con solo mirarnos, lo piensa. Para ti será una aventura fascinante ir haciendo muescas en el cabecero de tu cama, pero yo soy una mujer con obligaciones. Tengo un hijo con otro hombre. Estoy divorciada y me quedan menos años de los que crees, para ser menopáusica perdida. ¡Pregunta, vamos! ¡Pregunta a Carlos o a Amalia lo que opinan de nosotros!
— ¿Ya has terminado?
—Sí. Y tú también.
— ¿Puedes escucharme un momento?
—Cristian, no.
—Por favor, Raquel. Escúchame.
Ahora soy Raquel, no Primero B. Algo se me clava en el pecho y hace que me retuerza. Pero claro, ¿qué esperaba?
Su expresión cambia. En el fondo sabe que tengo razón, que esto, no nos lleva a ningún lado. Me sujeta de las manos y se lo permito por última vez. Va a ser una despedida definitiva.
Pienso en el poco tiempo que le llevará pasar página a lo que sea que hay entre nosotros y eso, por alguna razón, me duele, más de lo que debería.
En un abrir y cerrar de ojos, me pone las esposas reglamentarias.
— ¿Qué haces?
Saca el móvil sin contestarme y llama por teléfono pidiendo una patrulla al lugar en el que nos encontramos. Después, sin quitarme la mirada de encima ni un sólo segundo, cuelga.
—Lo siento, pero tenemos que hablar.
— ¡Cristian, no tiene gracia! ¡Suéltame ahora mismo! Juro que me pondré a gritar.
—Estás montando un numerito en plena calle.
— ¡No! ¡Tú lo estás montando! ¡¡Cristian!! Ésto es claramente, brutalidad policial. —Llega la patrulla con las luces encendidas. Un hombre y una mujer bajan del vehículo y dan las buenas noches. — ¡Por Dios! ¡Otra vez no!
Sonríe descaradamente y me planta un beso, que en un principio, soy incapaz de resistir. Aparto la cara y le miro tan enfadada que no vuelve a intentarlo.
El poli de la patrulla baja del coche y se acerca.
—Buenas noches.
—Buenas noches, compañero. —Responde Cristian sin mirarle. Sacando la placa del bolsillo para enseñársela.
Comienza a salir toda la gente del bar y yo quiero morir de vergüenza. Todo el mundo nos mira, todo el mundo ve las esposas alrededor de mis muñecas y todo el mundo es consciente de que mi cabreo va en aumento.
—No te pienses que voy a olvidarme de la que me estás liando.
El hombre que acaba de llegar, uniformado, no entiende absolutamente nada. — ¿Qué está pasando aquí?
Carlos se acerca al compañero y sonríe.
—Tranquilo, es su forma de ir a por lo que quiere.
Cristian, me sube con cuidado a la parte trasera del patrulla y se sienta a mi lado.
—¿Puedes quitarme las esposas?
— ¿Vas a pegarme?
—Seguro.
—Tienes toda la pinta de que voy a arrepentirme por habértelas puesto.
—No lo dudes. —Saca la llave de las esposas y las abre, se las guarda y me masajea las muñecas con cuidado — ¿Qué crees que estás haciendo?
—Demostrar que estás equivocada en, al menos, la mitad de lo que has dicho. —Pongo los ojos en blanco y me preparo para escuchar lo que sea que tenga que decir, sin caer en sus redes.
— ¿Dónde vamos? —Pregunta el conductor mirando a través del retrovisor.
—Yo, a mi casa. —Respondo fulminando a todos los presentes con la mirada.
— ¿Compañero? —El policía hace una mueca, esperando la confirmación de Cristian.
—¿Vas a escucharme cinco minutos sin replicar? —Me mira, me mira, me mira y le devuelvo la mirada, lo pienso unos segundos y asiento. No puede ser tan malo. Además ya he tomado una decisión inamovible.
—Calle de Bailén. —Dice por fin.
—Gracias.
Por fin llegamos al portal. Como ninguno ha abierto la boca en todo el camino, me he dedicado a escuchar lo que decía la radio. Siempre tuve curiosidad y, me doy cuenta, que es demasiado aburrido estar escuchando toooooodo el rato a los operadores de la policía, dando alertas.
—Gracias Samuel, pasad buen servicio. Marta.
—Buenas noches. Oye. La próxima, coge un taxi.
Los dos policías se ríen y se van con las sirenas encendidas a una reyerta en la puerta de una discoteca.
Al menos eso es lo que decían por la radio.
—Bueno, aquí comienzan tus cinco minutos. —Me observa con tanta intensidad, que me pongo nerviosa. Espero a que diga algo. —¿Y bien?
Por toda respuesta recibo un ardiente beso que me transporta a las estrellas. Suena cursi, pero es la verdad. En medio del beso, su mano viaja hasta mi muslo y me sube a horcajadas sobre él. Me agarro a su cuello y rodeo su cintura con mis piernas, no vaya a ser que me de un mamporro contra el suelo y, con la mano libre, abre la puerta del portal.
Mi espalda choca contra la pared y pienso que, a este paso, no llegamos a mi casa.
Tercero A, profundiza en el beso y no puedo evitar soltar un gemido. Mi cuerpo entero está erizado y expectante. Mi cerebro grita ¡¡NO!! pero mi cuerpo, se niega a escucharlo.
Sus manos se colocan en mi culo, me eleva hasta tener mis pechos enfrente de su cara y se pasa la lengua por los labios, emitiendo un sonido seco que nace en su garganta y muere en cada una de mis terminaciones nerviosas.
Hay dos cosas que sé de seguro. La primera, que no puedo sucumbir a la tentación. La segunda, que jamás, en toda mi vida, me habían mirado como lo está haciendo él, ahora mismo.
Con los dedos enredados en su pelo, le devuelvo el beso con anhelo. Nuestras lenguas juegan y se tientan, entrelazándose y exigiéndose una a la otra.
Lo necesito, lo quiero dentro de mí, ya.
Trato de meter la mano por dentro de sus vaqueros, una misión complicada, dada nuestra postura, pero no imposible. Sujeta mi mano, evitando que prosiga y eso, me calienta mucho más si se puede, aumentando mi deseo por él.
Le gusta jugar y así me lo hace saber, cuando noto su entrepierna tan dura, sólo puedo pensar en ello.
—Voy a necesitar más de cinco minutos. —Dice contra mi boca.
Su mirada ¡Dios! ¡Su mirada! Todo él es un tren de mercancías peligrosas, como dicen mis amigas y yo soy la suicida, que se acaba de poner, en medio de las vías.
...
Supongo que lo nuestro es cuestión de dejar inacabado lo que empezamos, porque mi teléfono comienza a vibrar una, dos, tres y hasta seis veces, cuando me obliga a coger el móvil.
—Cógelo, puede que sea importante.
Repite mis palabras, cuando estuvimos a punto de hacer arder la habitación y una llamada de trabajo arruinó nuestros planes.
—Que dejen un mensaje.
—Esto me suena.
Vuelve a vibrar una séptima vez. Miro en la pantalla que es mi madre. Ella nunca llama tan insistente y mucho menos a éstas horas.
— ¿Mamá?
Me deja en el suelo, pero no se separa ni un milímetro de mí. Me tienta con besos en el cuello hasta llegar a mi oreja. La engancha con los dientes y su respiración me hace perder la noción del tiempo y la realidad.
— ¿Cariño? ¿Raquel? ¿Estás ahí?
—Sí... estoy aquí... ¿Pasa algo?
—No te asustes ¿vale?
Me separo de Tercero A, preocupada por la voz nerviosa de mi madre.
—Mamá me estás asustando al decirme que no lo haga. ¿Qué pasa?
—Estamos en el hospital... tu padre... tu padre ha sufrido un infarto... le están viendo los médicos... creo que se lo han pillado a tiempo.
Me quedo blanca. Toda mi sangre ha desaparecido y estoy tratando de procesar lo que me dice, mientras tiemblo.
— ¿Pero... cómo que un infarto? ¿En qué hospital?
—En La Paz. Pero no vengas que ya es tarde. Te llamo con lo que sea. Sólo necesitaba... Sólo necesitaba escuchar tu voz...
—Pero Mamá ¿Cómo comprendes que voy a quedarme en casa, con papá en el hospital y tú con esos nervios? Voy corriendo y llámame si te enteras de algo, por favor.
Cuelgo y toda la tensión que he aguantado y se ha ido acumulando, explota de pronto. Lloro y lloro y al final me derrumbo, pero tengo que llegar al hospital, de nada sirve quedarme aquí hecha un ovillo, que es lo único que quiero hacer.
—Tranquila, seguro que sale todo bien. Si es tan fuerte como tú, todo se quedará en un susto. Vamos, te acompaño. —Sé que es mala idea, pero en este momento no puedo discutir con él. Saco las llaves del coche y subo con las manos temblando y las piernas sin fuerzas. —Yo conduzco, no estás en condiciones.
No pongo resistencia. Lo cierto, es que no soy capaz, ni siquiera, de meter la llave en el contacto.
Quiero escribir a las chicas, pero tampoco me responden los dedos. Tercero A me mira un segundo y entrelaza su mano con la mía. La aprieta y eso me da el valor para dejar de llorar. Lo que menos necesita mi madre es que me derrumbe y entre en pánico.
Me repito una y otra vez, como un mantra que mi padre es un hombre fuerte y que saldrá de ésta.
<<Todo va a salir bien, todo va a salir bien, todo va a salir bien.>>
...
Corro hacia mi madre, que tiene los ojos hinchados y la mirada perdida en el suelo, con el rictus de dolor y preocupación.
—Mamá, ya estoy aquí. ¿Qué ha pasado? ¿Sabes algo? ¿Cómo está papá?
Nos fundimos en un abrazo y llora. Las dos lloramos sin poder evitarlo. Siento la presencia de Cristian detrás. Me acompaña en todo momento sin intervenir y lo agradezco.
—Hija... tu padre...
Sujeto a mi madre de los hombros y la miro a la cara con horror.
—No me digas...
—No, aún no sé nada. Estábamos cenando y se quejó del dolor en el pecho. Ya sabes como es... ¡Tan bruto! No quiso que llamase a emergencias, pero esta vez sabía que era serio... y...¡Dios mío! Le he dicho mil veces que no puede seguir comiendo como un animal, que un día vamos a tener un susto y mirale...
—Mamá, todo va a salir bien. Papá es muy fuerte y cabezota. Tanto como yo.
Ahora mismo, no me creo mis palabras. Soy cabezona como él, pero hace meses que he perdido las fuerzas y ésto, me mata.
Volvemos a abrazarnos, cuando siento una mano cálida en mi hombro. Miro su procedencia y trato de contener las lágrimas.
—Voy a por un café. ¿Necesitáis algo?
Su voz es un susurro, como un calmante a mis nervios.
—Dos tilas, por favor.
Veo como se aleja y acompaño a mi madre a tomar asiento.
— ¿Te trata bien?
Abro los ojos de par en par. Lo cierto es que esa pregunta me pilla desprevenida.
—Es mi vecino. Del tercero A.
Asiente y no sé como tomármelo. Tampoco quiero pensar en ello. Ahora no.
Diez minutos más tarde, Cristian aparece con dos vasos de papel humeante, llenos de tila. Le sonrió como puedo y rodeo el vaso con mis manos, con la vista perdida en su contenido. Sé que ha estado haciendo tiempo, para dejarnos intimidad.
—Gracias, cielo, eres muy amable. —Mi madre le sujeta la mano en un suave apretón y un momento después lo suelta, obligándose a sonreír.
Apenas entiendo lo que hablan. Simplemente me concentro en que todo salga bien y que no tarden mucho más en darnos noticias.
Soy un manojo de nervios, cada vez que se abre la puerta y sale un médico. Y esos nervios empeoran, cuando pasan de largo sin decirnos nada.
— ¿Familia Fernández García?
Nos ponemos en pié como si tuviésemos un resorte en el trasero, cuando el médico se acerca a nosotras. Su cara, no revela nada y las manos comienzan a sudarme.
—Sí, soy su esposa. ¿Cómo está?
—Su marido ha sufrido un infarto de miocardio. Le hemos administrado fármacos anticoagulantes y le hemos practicado una angioplastia. Se encuentra estable.
Suspiramos las dos a la vez.
— ¿Cuándo podremos verle?
—En un par de horas. Por ahora sigue con anestesia. Cualquier duda que tengan, las enfermeras, en la habitación, les atenderán.
—Gracias Doctor, gracias, gracias.
Mi madre respira por fin, como yo, que sigo temblando como un flan.
Volvemos a sentarnos tras descargar la mayor parte del peso que nos está oprimiendo. Por fin, soy consciente que el oxígeno vuelve a mis pulmones y, aunque el Doctor nos haya tranquilizado, sigo nerviosa por mi padre y por mi madre, que está al borde de un ataque.
—Todo va bien. Ya ha pasado todo. Papá es fuerte.
—¿Y Álex? ¿Cómo está mi pequeño?
—Se lo llevó Pablo con Mar y Alberto. Hace mucho que no les ve.
Pone su mano sobre la mía e intenta dibujar una sonrisa en sus labios. Luego mira a mi jovencísimo vecino.
— ¿Cómo te llamas muchacho?
—Soy Cristian. Encantado de conocerla.
Se acerca, le planta dos besos y yo le observó actuar tan natural, como yo soy incapaz de hacerlo. Por algún motivo, no estoy nerviosa por él, o al menos, no tengo espacio en mi cuerpo para darle la importancia que debería.
—Voy a avisar a las chicas. Ahora vengo. Cristian, te llevo a casa.
—No te preocupes, buscaré un taxi.
—Insisto. Es lo mínimo que puedo hacer... —Me mira, me mira, me mira y se me olvida por una décima de segundo que estoy en el hospital, esperando a ver a mi padre, con mi madre al lado, siendo espectadora de nuestra conversación. —Mamá, no tardo.
—Tranquila.
—Al menos deja que te acompañe hasta que llegue el taxi.
Pasa la mano por mi espalda para dejar que pase primero, se gira a mi madre y vuelve a darle dos besos mientras se despide.
—Encantada de conocerte, Cristian. Espero que volvamos a vernos en otras circunstancias...
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