Propuestas indecentes y un ramo de flores

CRISTIAN

Nos sentamos en la mesa más apartada del restaurante, con los nervios a flor de piel.

— ¿Y bien? ¿Qué necesitas?

—Quiero que me ayudes a olvidarlos. Sé que, lo que te voy a pedir, va a sorprenderte, pero... Solo tengo dos opciones... O que me hagan una lobotomía, que paso olímpicamente, porque debe ser doloroso y no me apetece ir con la baba colgando, o que me eches el polvo del siglo. No uno de esos rápidos y por compasión, sino que me empotres a lo bestia.

Me atraganto con la hamburguesa.

— ¿Cómo? ¿Ahora? ¿Aquí?

— ¡No, joder! Cúrratelo un poco.

— ¿Sabes lo qué me estás pidiendo? ¡Joder, Diana! Mira, yo lo haría, aquí y ahora. Me importaría una mierda la gente, pero sabes que no puedo.

—¿Crees que, si no fuese de vital importancia, te lo pediría?

—Sí. Estás jodidamente loca.

— ¡Bueno, vale! ¿Y qué? Estás tremendo y no eres tan gilipolllas cómo el noventa por ciento de los tíos que he conocido hasta ahora.

— ¿Crees qué vas a conseguir olvidarte de ellos por echar un polvo conmigo? Creo que, el cerebro no funciona exactamente así.

—Te estoy pidiendo un puñetero favor, no una propuesta de matrimonio.

—Y yo te estoy diciendo que no. —Me mira dolida y suspira bajando la mirada. Cojo sus manos por encima de la mesa y suspiro al igual que ella.

—Pensemos otra cosa. Hasta ahora nada está funcionando.

— ¿Acaso has intentado algo?

Me mira con una curiosidad derrotada que no es normal en ella, al menos en el poco tiempo que la conozco.

—No.

— ¿Has probado con lo más sencillo para empezar?

— ¿Cómo?

— ¡Joder! Al final voy a estar equivocada con pensar que eras listo.

Me mira exasperada. No sé que me está tratando de decir.

—A ver... ¿Has probado a decirle la verdad? Y ya de paso a comprarle un ramo de flores y no sé... ¿Algo bonito que no conlleve al sexo después?
¡Hombres...! ¡Tan simples a veces!

—Dudo que eso funcione.

                               ...

Tras despedirnos, me siento un completo gilipollas. No sé como lo voy a hacer. Tampoco puedo quitarme de la cabeza la proposición de Diana. ¿Tan mal está cómo para pedirme que le haga olvidar? Sé que si accedo a su petición, después nos sentiremos como el culo. Tiene que haber alguna forma de poder ayudarla, pero no así.

Decidido a hacer el completo idiota, sigo su consejo. Compro un ramo de flores. ¡Joder! Ni siquiera sé si le gustan. Le compro una de las tarjetas que tienen en el escaparate de la floristería y me quedo en blanco. No sé que escribir.

El dependiente me mira extrañado. Creo que no ha dejado de mirar mis tatuajes en ningún momento y yo, no soy el típico que haga estas cosas, así que me obligo a no salir de allí.

— ¿Qué desea?

—Unas flores... Es lo que vendéis aquí ¿No?

— ¿Algún tipo en particular?

—Pues... ¿Qué tal esas?

— ¿Va de entierro? — ¿Pero qué cojones?

—No... ¿Por?

—Entonces esas mejor no.

—Joder... Quiero unas flores, para una mujer. Con una tarjeta. Punto.

Salgo de la tienda con Veinticinco rosas, un peluche que lleva escrito "I love you", una tarjeta diciendo lo "mucho que quiero arreglar las cosas". Aparte de tres tipos de cajas de bombones, diferentes. Según el vendedor, si con esto no la conquisto, entonces es que << la he cagado de forma monumental y ya nada lo hará>>.

Es la hora de la verdad y estoy nervioso, para que voy a engañarme. No sé si llamar al telefonillo o directamente abrir con mi llave la puerta del portal. Al final decido subir y plantarme en su puerta. Llamo al timbre y espero unos segundos que se me hacen eternos. Nada. Vuelvo a llamar y me paso la mano por el pelo cuando una cabreadísima Raquel me abre unos centímetros la puerta.

Así no empezamos bien.

— ¿Qué crees que estás haciendo? —Le muestro todo lo que el vendedor me ha endiñado como el <<kit completo del perdón>>. Y en verdad, no sé de qué tengo que ser perdonado. Simplemente necesito hablar y que me escuche.

— ¿Tienes un minuto? —Me va a cerrar la puerta en las narices. Lo sé.

—No.

—Sólo quiero explicarme.

—No me debes ninguna explicación. Hasta luego.

Cierra la puerta y me frustro. ¿Por qué es tan complicado? Dejo todo en el suelo y me arrastro escaleras arriba. Quizá Diana tenga razón y lo que necesitamos para olvidar es estar con otras personas. Quizá sea lo más sencillo, después de todo.

Tengo dieciocho años, he tenido mis ligues, Raquel me dobla la edad, ha estado casada. Sabe que esto no tiene futuro y puede que yo también lo sepa. En el fondo.

Pienso y pienso cuando llaman a la puerta. Abro sin preguntar y ahí está ella. Sigue enfadada, con el ramo de rosas, las cajas de bombones y el puto peluche.

— ¿Qué es esto? —Pregunta, refiriéndose a lo que he dejado tirado ante su puerta.

—Un plan fallido.

— ¿Por qué?

—Eso me pregunto yo.

Sé que estoy más seco de lo normal. Pero me confunde. No sé como actuar en éste momento, así que le invito a pasar y cuando lo hace, tiro al suelo todo lo que lleva en las manos y la abrazo.

Al principio quiere escapar, pero no se lo permito. Necesito esto, tanto como ella. Lo sé, aunque no lo diga con palabras.

Nuestros cuerpos se acoplan a la perfección y siento mi corazón acelerado, golpeando mi pecho.
Si no la separo, acabaremos de nuevo desnudos y no quiero eso. Sí, pero después de explicarme.

—Lo que leíste...

Me mira y niega con la cabeza.

—Ahora no.

Vuelve a acurrucarse en mis brazos y la dejo ahí, por la eternidad, si hace falta.

Cuando por fin se separa, vuelve a clavar sus ojos llorosos en mí.

—Lo siento. No quiero hacerte daño.

—Pablo, se va a casar en unos meses.

Y llora. Llora sin consuelo mientras me encuentro ante la gran duda. Preguntar o dejar que se desahogue a su ritmo.

En verdad, no esperaba esta situación, pero es lo que es y yo no tengo problema en convertirme en un pañuelo si con eso, vuelvo a recuperar a Primero B.

— ¿Tienes hambre? —Asiente y le invito a tomar asiento en el sofá, mientras pienso en hacer la receta que mi abuela preparaba cuando quería levantarme el ánimo. —¿Pizza?

Sonríe, mientras se limpia la cara y aunque deseo acercarme y prometer que todo irá bien, no lo hago, porque no sé a dónde nos lleva esto.

Estoy mezclando los ingredientes de la masa, cuando siento a Raquel en mi espalda.

— ¿Puedo ayudar?

— ¿Quieres? —Sin necesidad de palabras, se coloca frente a la masa, coge un pedacito y la prueba. —¿Veredicto?

Riquissimo.

— ¡È delizioso!

Me mira con los ojos cargados de lujuria. Lo nuestro no tiene nombre.

— ¿Qué puedo hacer? Tú eres el chef.

—Voglio fare l'amore con te. (Quiero hacer el amor contigo).

Cuando se trata de ella, pierdo el sentido. Me vuelvo gilipollas perdido y todo deja de importar o tener lógica.

Nos miramos, sin creer que, después de todo, ella esté aquí.

—Cristian, quiero comportarme como la mujer adulta que soy y mantenerme alejada de lo que sea que pasa entre nosotros, pero no puedo. Estaba tan enfadada... Pero me he dado cuenta, que no tengo derecho. Eres libre como yo y no tendría que haber invadido tu intimidad. Perdóname por ello. —Sujeto su rostro entre mis manos manchadas de harina y la atraigo hacia mí. —Pero...
—Hay un pero. No quiero escucharlo. Los peros nunca traen nada bueno.
—Si estoy aquí es porque quería... No sé lo que quiero realmente... Me siento perdida tratándose de tí.

— ¿Y qué hay de malo en ello?
Mi piaci, mi fai impazzire, no puedo dejar de pensarte. (Me gustas, me vuelves loco)

—Cristian, por favor. Estoy aquí como vecina y amiga. Necesitaba darle una respuesta a mis celos y mi idiotez cuando estás frente a mí. No me lo pongas más difícil.

Y así es como terminamos de cocinar. Ella, amasando y yo controlando las ganas que me consumen de tirarlo todo y subirla a la mesa para devorarla.

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