El templario del puente romano.
«...la hermandad está tan sacudida por el miedo y el terror que es insólito, no tanto que algunos hayan mentido, sino que algunos hayan dicho la verdad».
Parte del escrito presentado por un grupo de templarios
ante la comisión del papa Clemente V [1]
(Año 1309).
¿De qué manera conseguiría tener la mente en calma si tanto a sus treinta y dos hermanos caballeros como a él los esperaba, agazapada, la mentira, la tortura y la muerte? Para Lupo Pelagii, comendador de la Bailía de Faro [2], la convocatoria del arzobispo de Toledo en Medina del Campo, el veintisiete de abril de mil trescientos diez, significaba lo mismo que sentir, en el fragor de la batalla, la punta afilada del enemigo en el cuello. A este encuentro había sido citado, además, el maestre templario de Castilla y León, Rodrigo Yánez, algo que no auguraba nada bueno para la orden.
Respiró hondo y saltó sobre su potro de pelaje alazán. El sonido de los cascos y los relinchos no borraron la inquietud pero le trajeron al presente sus gestas en los Santos Lugares, de las que había salido victorioso con frecuencia. Voluntariamente omitió todo pensamiento acerca de la caída en manos musulmanas de Acre, último baluarte cristiano, de mil doscientos noventa. De hacerlo la amargura lo reconcomería, puesto que muchos profanos le espetaban que, con esta conquista, el Temple[3] había perdido su razón de ser, ya que además de los votos de castidad, obediencia y humildad, como monjes que eran, se habían consagrado a erigir el Reino de los Cielos y a proteger a los peregrinos en Tierra Santa, algo que ahora resultaba imposible.
Inhaló y exhaló hasta que su respiración fue acompasada mientras trotaba montado en el equino, acariciándole la crin con ternura. Debía dar imagen de tranquilidad no solo ante los caballeros, sus iguales, sino también de cara a los sargentos, escuderos, capellanes e, incluso, frente a los hermanos de oficio, permitiendo que estos últimos desarrollaran sus labores domésticas y de servicio en completa normalidad. Se veía obligado a fingir, por supuesto, aunque esta fuese una de las maneras en las que se encerraba la falsedad. Pero le pedía a Dios una y otra vez que lo perdonase: la paz de su gente, en este trance tan delicado, era más importante que un pecado suyo.
Así que le dio un golpecito en el anca a su corcel y galopó liberando la culpa, los malos presentimientos y la energía. Zigzagueó entre robles, fresnos y tojos, evitando los zarpazos de estos, pues las espinas dañarían el caballo. Se deleitó con su color amarillo brillante, que daba la sensación de haber atrapado dentro los rayos del sol. Y con su aroma dulzón, que le recordaba el sabor a miel. Llegó muy rápido al sitio que más lo reconfortaba: el puente romano.
Saltó a tierra y caminó los últimos metros que lo separaban de él. La fresca brisa con perfume a mar hizo flamear la túnica blanca, que simbolizaba su pureza, en la que destacaba la cruz roja de la sangre y la vida en honor a Cristo. Desde allí observó cómo el agua transparente jugaba contra la piedra, susurrando recuerdos de épocas lejanas. Lo consoló porque, a pesar del tiempo transcurrido desde que había desaparecido Gallaecia y la Antigua Roma, su obra seguía allí, prestando utilidad y concediéndoles a sus constructores un atisbo de inmortalidad.
Algas amarronadas flotaban al vaivén de las pequeñas olas, que los patos picoteaban. Le trajeron a la memoria los mechones ensortijados del cabello de Aalis, su esposa. Ella solía llevarlo suelto mientras corría, riendo a carcajadas, por el valle del castillo, cercano a París. Y Lupo, al perseguirla, se olvidaba de que era conde y debía atender las obligaciones para con su señor feudal, únicamente era consciente de cuánto la quería y de la dicha que lo invadía al florecer en el vientre de ella el primer hijo de ambos. Por eso cuando murió al dar a luz, junto con el bebé, los moradores se sumieron en el más absoluto silencio: con su desaparición los había abandonado la alegría. Dentro y fuera de las murallas se notaba su ausencia. Hasta la Naturaleza derramaba lágrimas, encubiertas en la tenue lluvia. Lupo agonizaba por dentro, ya que se había comprometido con Aalis cuando eran niños. Solo Dios le proporcionaba consuelo, porque sabía que en algún momento se encontrarían de nuevo y serían arropados por Él.
Suspiró recordando: la melancolía le clavó las garras, igual que lo haría un tigre salvaje. Aquellos días transcurrieron amargos y, casi sin darse cuenta, una mañana al levantarse supo lo que debía hacer: ir a la fortaleza del Temple en París, defensora de toda la región. Visualizaba la gran torre, con cuatro más pequeñas, y el mero hecho de reproducirla en la imaginación atraía a su espíritu, como el faro a un navío en la noche más negra. Ingresó en la orden a la brevedad y le donó todos sus bienes.
Se hallaba en un punto sin retorno, no había marcha atrás. Su esposa había fallecido y ni se le pasaba por la cabeza volverse a casar, como hacían tantos hombres, nobles o villanos. En lugar de obedecer a su señor y al rey, combatiendo en numerosas guerras e incursiones sin sentido, ofrecía el brazo y su fuerza con la espada a una causa mucho más importante, armado con su inmensa fe. Los templarios sólo respondían ante el papa, sin laicos ni eclesiásticos que se interpusieran. Se enfrentaría con valentía a los enemigos de la Cristiandad en Ultramar[4].
Reclinado sobre el puente romano hizo un balance de sus logros, recreándose con la fragancia de la tierra mojada, del agua marina y del musgo aterciopelado. Durante todos estos años luchó contra los musulmanes, protegió a peregrinos y comerciantes, a veces alojándolos o recibiéndolos en casas templarias, que eran superiores a cualquier hospedaje. Ayudó a organizar la banca de la hermandad y llevó a cabo importantes misiones diplomáticas entre Oriente y Occidente. Ya mayor lo nombraron comendador de la Bailía de Faro, que incluía uno de los puertos más importantes entre La Rochelle y Lisboa[5]. Constituía el punto de desembarco para los peregrinos que venían por mar e iban a Santiago de Compostela haciendo el Camino Inglés y, también, escala de los que se dirigían a Tierra Santa y que provenían de Inglaterra, Irlanda, el norte de Europa. Las naves templarias, más que cualesquiera otras, garantizaban la seguridad de que saldrían victoriosas de sus enfrentamientos con piratas normandos o musulmanes.
Allí, mirando sin ver las gotas cristalinas de la ría, se sentía orgulloso consigo mismo, a pesar de lo negativo: no cambiaría nada de su pasado. Gracias al juramento y a todas las actividades que desarrollaba, el dolor de Lupo por Aalis y su hijo se fue apaciguando y se convirtió en el dulce recuerdo de los buenos momentos. Y, aunque no alcanzó las mismas cotas de felicidad, lo embargaba la satisfacción por el rumbo que le había dado a su existencia. A lo largo de las décadas se fue confiando y creyó que todo transcurría en una relativa estabilidad, que solo restaba progresar... Hasta la caída de Acre, que fue como un terremoto arrasando los cimientos.
Un viento repentino le enredó la capa blanca entre las piernas. Hizo ruidos ásperos, parecidos a los de los truenos, compases de música para sus pensamientos. Resultó un duro despertar. Por la cantidad de miembros fallecidos entre las filas de todas las órdenes de monjes guerreros, amén de que la realidad los obligaba a decidir qué pasos seguir. El Temple acordó madurar un nuevo camino de modo sosegado y sin precipitaciones, a diferencia de los hermanos hospitalarios, que enseguida cogieron sus barcos y se dedicaron a erradicar del Mediterráneo a los piratas musulmanes, o los caballeros teutónicos, que se sumaron a los que batallaban en el Sacro Imperio Romano Germánico contra los eslavos.
No obstante ello, acodado sobre el puente romano, Lupo Pelagii se percató de que cometieron una tremenda equivocación. Aunque lo sospechó cuando, en el otoño de mil trescientos siete, Didaco de Penna regresó a la Bailía de Faro de su misión en París, disfrazado de mendigo y con el horror lacerándole el alma.
—Lo que os tengo que informar, hermano Lupo, encierra tantas mentiras, ofensas, horrores, maldad, sacrilegios, que temo que mi voz, después de pronunciar las palabras, calle para siempre —dijo el recién llegado, temblando como un bebé sobre el hielo, mientras se acomodaba en una silla de madera frente a él; dado que no se trataba de un hombre inclinado a la exageración, un escalofrío le taladró el cuerpo al comendador por dentro, arañándole el corazón—. Me temo que el Temple está siendo atacado por todos sus enemigos al mismo tiempo y el rey de Francia, no solo les da espacio, sino que se ha convertido en el verdugo, mientras nos niega la Justicia.
—¿Felipe el Hermoso? —preguntó Lupo, anonadado—. No os comprendo...
De hecho, no entendía nada de nada. Tres años antes el soberano había dejado constancia de la piedad y del valor de la orden, concediéndole nuevos privilegios. Incluso le había solicitado al Gran Maestre, Jacques de Molay, que fuera padrino de su hijo pequeño. Más aún: durante el levantamiento del año anterior, a causa de sus medidas económicas, tuvo que esconderse durante varios días en el Temple de París y no cesaba de alabarlos. ¡¿Cómo había podido cambiar tanto?!
—Sé que os cuesta comprenderlo porque a mí me ha sucedido otro tanto —manifestó Didaco, entregándole un pergamino que llevaba escondido en la bolsa; mientras, las lágrimas le bañaban las mejillas—. Es uno de los edictos de arresto que Felipe de Francia envió a todos los funcionarios del reino.
Mientras Lupo Pelagii recorría la hoja, el rostro se le ponía cada vez más pálido. Sin podérselo creer todavía, volvió al inicio y leyó en voz alta:
—Algo amargo, algo que nos hace llorar, una cosa que solo pensarla nos horroriza y que nos aterra cuando la oímos, un crimen detestable, un acto abominable, una infamia espantosa, algo que no es de seres humanos, o mejor, extraño a toda la humanidad, ha llegado a nuestros oídos gracias al informe de numerosas personas dignas de confianza. Se trata de algo que nos asombra y nos apena y nos hace temblar con un horror violento; y cuando consideramos la gravedad de los hechos nos invade un inmenso dolor, tanto más tremendo cuanto que no podemos dudar de la enormidad del crimen, el cual configura una ofensa a la majestad divina, una vergüenza a la especie humana, un pernicioso ejemplo de maldad y de escándalo universal. Estas gentes son como bestias de carga que carecen de juicio y más aún, superan a las bestias irracionales por la asombrosa brutalidad que demuestran, pues se entregan a los crímenes más abominables con una sensualidad que incluso rechazan y evitan los mismos animales. No solo con sus actos y sus proezas detestables, sino también con sus juicios apresurados contaminan la Tierra con su obscenidad, arruinan los beneficios del rocío, corrompen la pureza del aire y traen la confusión a nuestra fe [6].
Atónito, Lupo hizo una pausa y recorrió el pergamino con la mano, como si este pudiese hablar. Didaco aprovechó para decirle:
—Alegan que somos herejes, que renegamos de Cristo y escupimos sobre el crucifijo, que disponemos de un ídolo que representa al Diablo y que se nos aparece un gato al que le hacemos reverencias, como si fuese nuestro Señor, y besamos en partes que es mejor no nombrar. Que alimentamos al ídolo y a nosotros mismos con recién nacidos asados y con los cuerpos de nuestros hermanos muertos, que nos dedicamos a la sodomía y a yacer con súcubos [7].
—¡¿Cómo es posible que alguien lo crea, después de todo el bien que hemos hecho y de la gloria que ha alcanzado nuestra orden?! —gritó el comendador, parándose y comenzando a recorrer toda la estancia con pasos acelerados y el corazón palpitándole en la garganta—. Hermano Didaco, no es probable que estas difamaciones lleguen a mayores, creo que...
—Lamentablemente no solo es probable sino que ya han arrestado a todos los templarios de Francia —lo contradijo su interlocutor—. He podido escapar de milagro... Y me temo, hermano Lupo, que la tormenta también caerá sobre nosotros.
—¿Por qué Felipe habrá dado este paso, a sabiendas de que con estas calumnias ofende, no solo a la orden, sino también a Dios? —Lo volvió a interrogar con la voz ronca por la emoción—. Explicádmelo, hermano Didaco, porque yo no salgo del pasmo...
—No dispongo de certezas para vuestros oídos sino de rumores —expresó el otro monje—. Al parecer nuestro Gran Maestre informó al Papa de que el Temple no se fusionaba con los hospitalarios. Felipe ambicionaba conquistar Jerusalén y coronarse allí rey. Y ser el Gran Maestre de todas las órdenes, además, que se convertirían en una sola...
—¡¿Rey de Jerusalén?! —Y el comendador abrió tanto la boca por la sorpresa que apenas podía articular los vocablos—. Perdimos Acre porque los musulmanes se unieron contra nosotros. Ahora todos los cristianos somos débiles, ¡¿y nos destruye porque no participamos de su sueño irrealizable?!
—No solo eso, hermano Lupo —manifestó su compañero, negando con la cabeza—. Ve en el Temple a un poderoso rival, porque solo está bajo la tutela del Papa. Además, su padre nos adeudaba una suma muy grande y que él ha incrementado con nuevos préstamos, incluso para la dote de su hija. Echó a los judíos de Francia por el mismo motivo, apropiarse de sus bienes, y ahora lo está haciendo con nosotros. Jamás hubiese pensado que se atrevería a quitarle las atribuciones al Papa Clemente, pero lo he visto con mis propios ojos mientras estaba en París. A punto he estado de correr el mismo destino que nuestros hermanos de allí: el deshonor, la tortura, la muerte. Muchos fallecen por las espantosas heridas.
—¡Por la sangre de Cristo! —aulló Lupo, como un lobo en luna llena, santiguándose; a continuación quiso saber, mientras se volvía a sentar—: ¿Y creéis que el Papa Clemente se pondrá de nuestro lado?
—No, es un Papa débil y reside en Aviñón, nunca se pondrá en contra de Felipe —expresó Didaco, moviendo la mano con energía, como si aplastara una mosca—. Además Felipe ha cogido las riendas de la Inquisición poniendo a su confesor, un dominico, a cargo de todo. Ya sabéis, hermano Lupo, que los dominicos y franciscanos nos odian, así que viajan por todos los rincones mintiendo acerca de nuestras costumbres y repitiendo lo que han dicho nuestros pobres hermanos mientras les estiraban los miembros, les quemaban los huesos, los cortaban con pinzas... Pero me temo que hay algo peor...
—¡¿Peor que esto que me contáis?! —exclamó Lupo Pelagii, enfurecido, retorciéndose las manos: se sentía impotente al no ayudarlos durante el calvario.
—Sí, porque el Papa Clemente no solo no nos auxilia sino que también se ha puesto contra nosotros, por miedo al rey francés —dijo el otro monje, haciendo la señal de la cruz—. El Papa Clemente recomienda en su bula al resto de reyes que arresten a los templarios de sus dominios y gobiernen sus propiedades en nombre de la Iglesia mientras se decida sobre este tema... Me temo que pronto, comendador, os llegarán noticias formales de todo esto y los hermanos de la Bailía de Faro también correremos grave peligro.
Pero, por fortuna, el rey de Castilla y León, agradecido por el apoyo de los templarios en la lucha contra los moros y buen conocedor de la orden, no dio crédito a las calumnias. Los monjes de la zona tuvieron una tregua de varios años hasta que los citaron para que acudieran a Medina del Campo, con la finalidad de responder ante el arzobispo por las graves acusaciones. La incertidumbre rondaba a los treinta y tres caballeros templarios, que temían morir sin honra: acusados de atrocidades, sin permitirles la más mínima defensa.
Y ahora, al cruzar el puente romano, el agua de la ría me susurra la historia de Lupo Pelagii y sus hermanos, en los últimos tiempos del Burgo de Faro y su bailía. A mí, Daniela Criado, una mujer del siglo XXI, liberal y en las antípodas de sus creencias, que no entiendo de matar para vivir la fe.
No obstante ello, me recorre un estremecimiento al reflexionar en estos acontecimientos históricos. Si bien el viaje a Medina del Campo resultó bien y en mil trescientos doce, en el Concilio de Salamanca, los declararon inocentes, Clemente V suspendió el Temple a divinis y en el catorce quemaron como hereje al último Gran Maestre, Jacques de Molay. Al desaparecer la orden algunos se unieron a los hospitalarios, otros se entregaron a la vida monacal convencional y hubo quienes se integraron dentro del mundo secular.
A pesar de ello, la leyenda de los caballeros templarios permanece en el imaginario colectivo a los largo de los siglos, al punto de que soy capaz de escuchar del otro lado de la ría un alazán relinchando. Y de contemplar un estandarte en blanco y negro con la cruz encarnada en el centro, mientras acaricio, emocionada, las cálidas piedras del puente romano.
[1] Citado en la página 134 del libro Los demonios familiares de Europa, de Norman Cohn. Ediciones Altaya, S.A, Barcelona, 1997.
[2] Situada en lo que hoy forma parte de la Provincia de A Coruña, al fondo de la ría del Burgo.
[3] El rey de Jerusalén, Balduino II, en los inicios de la orden les dio a estos monjes guerreros algunas dependencias del Templo de Salomón y por ello, a pesar de que se autodenominaron Los Pobres Hermanos y Soldados de Cristo y del Templo de Salomón, pronto se les conoció como Caballeros Templarios y su organización El Templo o El Temple.
[4] Reino cristiano en Tierra Santa.
[5] Ruta gascona.
[6] Copio textualmente la orden de la página 121 del libro de Cohn antes referido.
[7] Demonios con forma de mujer.
Este cuento, como casi todas mis obras, forma parte del #ProyectoAudiolibros, que intenta poner Wattpad al alcance de las personas invidentes y con mala visión de una manera personal y cercana.
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La suerte estuvo de lado de JanePrince394, cuyo comentario era el número 83, que fue el elegido por Random.org.
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