El último tren a Tombstone
El sol se ponía sobre el desierto, tiñendo el cielo de rojo y naranja. Un silbido rompió el silencio, anunciando la llegada del tren a la estación de Tombstone. Era un tren especial, equipado con una máquina de vapor que funcionaba con energía solar y un cañón de plasma en la parte delantera. Transportaba una valiosa carga: un cofre lleno de oro y joyas, robado de un banco en Dodge City por una banda de forajidos conocidos como los Cuatro Jinetes.
Los Cuatro Jinetes eran los criminales más buscados del oeste. Estaban formados por el líder, Apocalipsis, un hombre alto y fornido con una cicatriz en el rostro y un sombrero negro; Guerra, una mujer pelirroja con una mirada feroz y una escopeta recortada; Hambre, un hombre flaco y pálido con una dentadura metálica y un cuchillo envenenado; y Muerte, un hombre misterioso con una capa negra y una máscara de calavera, que nunca hablaba.
Los Cuatro Jinetes habían planeado su golpe durante meses. Sabían que el tren pasaría por Tombstone, una ciudad fantasma abandonada después de una plaga que diezmó a sus habitantes. Allí les esperaba su cómplice, Pestilencia, un médico loco que había creado un virus mortal que podía infectar a cualquier ser vivo. Pestilencia había colocado unos barriles llenos del virus en la vía férrea, listos para explotar cuando el tren pasara por encima.
El plan era simple: hacer saltar el tren, matar a los guardias, tomar el botín y escapar en unos caballos mecánicos que habían robado de un circo ambulante. Luego, repartirían el botín y se separarían, cada uno por su lado. Nadie podría detenerlos.
Pero lo que los Cuatro Jinetes no sabían era que había alguien más en el tren: un cazarrecompensas llamado Silver, que había seguido su rastro desde Dodge City. Silver era un hombre joven y apuesto, con una melena rubia y unos ojos azules. Vestía una chaqueta de cuero, unos pantalones vaqueros y unas botas de cowboy. Llevaba consigo dos armas especiales: una pistola láser que podía disparar rayos de luz y una espada de cristal que podía cortar cualquier material.
Silver había jurado capturar a los Cuatro Jinetes y cobrar la recompensa por sus cabezas. No le importaba el dinero, sino la justicia. Había perdido a su familia a manos de los forajidos cuando era niño, y desde entonces había dedicado su vida a cazarlos. Era el único que podía detenerlos
Silver se bajó del tren con cuidado, evitando ser visto por los guardias. Se acercó sigilosamente a la locomotora, donde sabía que estaba el cofre con el botín. Esperó el momento oportuno y saltó al interior, sorprendiendo al conductor. Le apuntó con su pistola láser y le ordenó que se rindiera.
- No te muevas o te quemo un agujero en el pecho -le dijo Silver.
- ¿Quién eres tú? -preguntó el conductor, asustado.
- Soy Silver, el cazarrecompensas. Estoy aquí para detener a los Cuatro Jinetes y recuperar lo que robaron.
- ¿Los Cuatro Jinetes? ¿Están en este tren?
- Sí, y pronto van a atacar. Tienes que detener el tren antes de que lleguemos a Tombstone.
- ¿Tombstone? ¿Por qué?
- Porque allí tienen una trampa preparada. Han colocado unos barriles con un virus mortal en la vía férrea. Si el tren pasa por encima, todos moriremos.
- ¡Dios mío! ¿Cómo lo sabes?
- Lo sé todo sobre ellos. Los he estado siguiendo desde hace tiempo. Son los responsables de la muerte de mi familia.
- Lo siento mucho, amigo. Pero no puedo detener el tren. Está programado para llegar a Tombstone a las seis en punto. Si lo detengo antes, se activará una alarma y los forajidos se darán cuenta.
- Entonces tendremos que hacerlo a la fuerza. Dame el control del cañón de plasma.
- ¿El cañón de plasma? ¿Para qué?
- Para disparar a los barriles antes de que exploten. Es la única forma de evitar el desastre.
Silver tomó el control del cañón de plasma y apuntó a la vía férrea. Vio los barriles colocados estratégicamente a lo largo del camino. Calculó la distancia y la velocidad del tren y ajustó el ángulo del disparo. Esperó hasta el último segundo y apretó el gatillo.
El cañón de plasma lanzó un rayo de energía que impactó contra los barriles, provocando una enorme explosión. Los barriles se incendiaron y liberaron una nube de humo verde que se disipó rápidamente en el aire. El virus había sido neutralizado.
Silver suspiró aliviado y sonrió. Había logrado salvar el tren y a sus pasajeros. Pero aún le quedaba una tarea pendiente: capturar a los Cuatro Jinetes.
Se dirigió al vagón donde estaba el cofre con el botín, esperando encontrarlos allí. Pero cuando llegó, se llevó una sorpresa: el cofre estaba vacío y los forajidos habían desaparecido.
Silver frunció el ceño y miró a su alrededor. Vio una nota pegada en la pared, escrita con letras rojas:
*Silver, nos has subestimado. Hemos tomado el botín y hemos escapado por la ventana trasera del tren. Te hemos dejado un regalo: una bomba de tiempo que explotará en cinco minutos. Adiós, amigo.*
Silver sintió un escalofrío al leer la nota. Miró debajo del asiento y vio una caja metálica con un reloj digital que marcaba 4:59... 4:58... 4:57...
Silver no perdió tiempo y salió corriendo del vagón. Buscó una salida rápida y vio una moto voladora aparcada cerca de la puerta. Era una de las que usaban los forajidos para escapar. Silver se montó en ella y arrancó el motor. Se elevó por encima del tren y se alejó lo más rápido que pudo.
Mientras tanto, los Cuatro Jinetes observaban la escena desde una colina cercana. Tenían el cofre con el botín en sus manos y sonreían maliciosamente.
- Buen trabajo, chicos -dijo Apocalipsis-. Hemos conseguido lo que queríamos y hemos dejado a Silver con las manos vacías.
- Sí, ha sido divertido -dijo Guerra-. Me hubiera gustado ver su cara cuando vio la bomba.
- Yo también -dijo Hambre-. Pero no podemos quedarnos aquí mucho tiempo. Tenemos que irnos antes de que llegue la policía.
- Tienes razón -dijo Muerte-. Vamos a repartir el botín y a separarnos. Nos volveremos a ver en otro lugar, en otro momento.
Los Cuatro Jinetes se montaron en sus caballos mecánicos y se marcharon en direcciones opuestas, dejando atrás una estela de polvo.
Silver llegó a una distancia segura y se detuvo. Miró hacia atrás y vio el tren explotar en mil pedazos. El fuego y el humo se elevaban por el cielo, formando una nube negra. Silver sintió una mezcla de alivio y frustración. Había salvado el tren, pero había perdido a los forajidos.
Silver se mordió el labio y apretó los puños. No iba a rendirse. Aún tenía una esperanza: Pestilencia. El médico loco era el único que sabía dónde se escondían los Cuatro Jinetes. Silver tenía que encontrarlo y hacerle hablar.
Silver miró su reloj y vio que eran las seis y cinco. Todavía tenía tiempo de llegar a Tombstone antes de que anocheciera. Se puso las gafas de sol y aceleró la moto voladora. Se dirigió hacia el horizonte, donde se veía la silueta de la ciudad fantasma.
Silver no lo sabía, pero le esperaba una sorpresa en Tombstone. Una sorpresa que cambiaría su destino para siempre.
Silver llegó a Tombstone al caer la noche. La ciudad estaba en ruinas, con casas abandonadas y carteles desgastados. Silver se bajó de la moto voladora y la dejó aparcada cerca de la entrada. Se puso un pañuelo en la boca y la nariz para evitar respirar el aire contaminado. Buscó con la mirada el lugar donde se suponía que estaba Pestilencia.
Según la información que había obtenido, Pestilencia tenía su laboratorio en el antiguo hospital de la ciudad, donde había experimentado con los habitantes infectándolos con el virus. Silver se dirigió hacia allí, esperando encontrar alguna pista sobre el paradero de los Cuatro Jinetes.
Silver entró al hospital con cautela, iluminando el camino con una linterna. El lugar estaba lleno de polvo y telarañas, y olía a muerte. Silver vio varios cadáveres en las camas, algunos con signos de haber sido mutilados o diseccionados. Silver sintió un escalofrío y siguió avanzando.
Llegó a una puerta que tenía un cartel que decía: "Laboratorio". Silver la abrió y entró. Se encontró con una escena macabra: había tubos, frascos, jeringas y otros instrumentos médicos esparcidos por el suelo. En una mesa había un ordenador encendido, con una pantalla que mostraba una imagen de un virus. Y en una silla había un hombre atado, con cables conectados a su cabeza. Era Pestilencia.
Pestilencia era un hombre viejo y calvo, con una bata blanca manchada de sangre. Tenía unas gafas rotas y una barba descuidada. Su rostro estaba pálido y sudoroso, y sus ojos estaban inyectados en sangre. Parecía estar sufriendo un gran dolor.
Silver se acercó a él y le apuntó con su pistola láser.
- Hola, Pestilencia -le dijo Silver-. Soy Silver, el cazarrecompensas. Estoy aquí para hacerte unas preguntas.
- ¿Qué... qué quieres? -balbuceó Pestilencia.
- Quiero saber dónde están los Cuatro Jinetes. Tú eres su cómplice, ¿verdad?
- Sí... sí... yo les ayudé... les di el virus... pero no sé dónde están... ellos me traicionaron... me dejaron aquí... me conectaron a esta máquina... me están torturando...
- ¿Qué máquina? ¿Qué hace?
- Es una máquina de lectura mental... ellos querían saber lo que yo sabía... sobre el virus... sobre otros proyectos... pero yo no les dije nada... resistí... pero ellos no se rindieron... aumentaron la potencia... me están quemando el cerebro...
- ¿Y cómo puedo detenerla?
- No puedes... no puedes... solo ellos tienen el código... el código para apagarla...
- ¿Qué código? ¿Dónde está?
- No lo sé... no lo sé... solo ellos lo saben...
Silver frunció el ceño y miró el ordenador. Vio que había una ventana que pedía una contraseña para acceder al sistema. Silver pensó que quizás allí podría encontrar alguna información sobre los Cuatro Jinetes.
Silver decidió intentar adivinar la contraseña. Pensó en las posibles opciones: el nombre de alguno de los forajidos, el nombre del virus, el nombre del tren, el nombre de la ciudad...
Silver probó varias combinaciones, pero ninguna funcionó. El ordenador le mostraba un mensaje de error cada vez que fallaba.
Silver se impacientó y decidió usar su espada de cristal para romper el ordenador. Pensó que quizás así podría acceder al disco duro y extraer los datos.
Silver sacó su espada de cristal y la clavó en el ordenador, haciendo saltar chispas y humo. El ordenador se apagó y dejó de emitir sonidos.
Silver sonrió triunfalmente y se dispuso a abrir el ordenador para sacar el disco duro.
Pero entonces ocurrió algo inesperado: la máquina de lectura mental también se apagó, liberando a Pestilencia de su tormento.
Pestilencia abrió los ojos y respiró aliviado. Miró a Silver con odio y le dijo:
- Has cometido un grave error, Silver. Has activado el protocolo de autodestrucción.
- ¿Qué? ¿De qué estás hablando?
- El ordenador y la máquina de lectura mental estaban conectados. Si uno se apagaba, el otro también. Y si ambos se apagaban, se activaba el protocolo de autodestrucción. El laboratorio va a explotar en diez segundos. Y tú vas a morir conmigo.
- ¡No puede ser! ¡Tienes que estar mintiendo!
- No, no miento. Mira el reloj.
Silver miró el reloj que había en la pared y vio que marcaba 9:59... 9:58... 9:57...
Silver entró en pánico y buscó una salida. Vio una ventana y corrió hacia ella. La rompió con su espada de cristal y saltó por ella.
Pero era demasiado tarde: el laboratorio explotó justo cuando Silver salía por la ventana, lanzándolo por los aires.
Silver cayó al suelo, herido y sangrando. Miró hacia el hospital y vio una bola de fuego que iluminaba la noche. Silver sintió un dolor insoportable y perdió el conocimiento.
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