La figura en la hoguera
Existen noches mágicas donde dos personas se miran a los ojos desde la lejanía y una sensación inefable nace entre ellos... y no, no digo en ellos porque en esos casos ya hablar de dos no tiene sentido. Ambos son una misma cosa, mismas emociones, un mismo destino. Yo quisiera haber tenido aquel tipo de encuentros de historias fantásticas, mas lo que a mí me deparó la suerte distó mucho de una realidad tan bella.
El escenario no invitaba al romance: la mañana oscura, nubarrones grises, vientos de otoño, la piel ya áspera de tanto caminar sin refugio y una misa vespertina a la cual llegué arrastrada por los brazos de mi insistente hermana, donde un par de ojos desde el otro lado del altar hicieron que todos mis preceptos se desplomaran fundiéndose con el cobre de aquella mirada. Él no pretendían captar mi atención, eso estaba claro, y sin embargo pese a toda la contradicción que aquello implicaba, lo hizo.
A mí no me importaban las cruces, ni los rezos, ni los santos. No me hice devota a sus supersticiones sino a su voz grave estirando las palabras para llenarlas de una solemnidad impropia a los tiempos en que andábamos, a sus manos rústicas ya cansadas de repartir esa mínima fracción de pan duro que le gusta a los católicos, de lavar cabezas de bebés casi como un símbolo, de llevar bolsadas de ropas y alimento a los comedores infantiles. Me hice afín a los horarios de su apretada agenda, a sus gustos un tanto extraños en lo referente a la literatura y el arte. Compartimos muchos momentos donde mi falsa faceta de religiosa fiel le generó la confianza de permanecer juntos en algunas circunstancias plagadas de intimidad y cuando creí que había creado esa energía casi magnética que unifica a las personas, decidí avanzar para encontrarme con la pared de sus absurdas creencias.
Yo lo adoraba, sí, no veía por qué él no lo hacía conmigo. Intensifiqué mis insinuaciones de la manera más vana que podría haber hecho, me rebajé hasta el borde de insistirle en probar pasar juntos sólo una noche, sólo un encuentro, y recibí como respuesta todo tipo de excusas religiosas y el aplastante peso que guardan miles de palabras gentiles que sin embargo no pretendían humillarme, pero acabaron por alcanzar el efecto opuesto.
Rendida ya de tanto juego, decidí que sería mío sin importar los medios y atravesé las puertas de tanta bruja como oportunidades se acercaran a mis manos. El efecto deseado lejos estuvo de ser real. Uno a uno todos mis hechiceros fueron fallando, pero hubo una... una pordiosera, si he de ser cierta, que aceptó facilitarme un medio por el cual pudiera tomar de cualquier modo lo que era mío por derecho propio: ser el centro de sus pretensiones físicas o emocionales.
Quizás te consuele pensarme como una desquiciada que se obsesionó con un hombre y te sientas cómodo y conforme al juzgarme desde la perspectiva del árbol que crece lejos de la enredadera, pero las semillas a veces vuelan en el viento y existen cosas que la vida nos arrima sin avisar. Yo tampoco creí que llegaría hasta este vértice, pero ahí estuve y pasó aunque ya sabía a dónde me dirigía.
Casi llegadas las tres de la madrugada, la hora opuesta a la de la muerte del Dios de mi futuro enamorado, la bruja me llevó a un lugar en el monte, una zona descampada donde el pasto ennegrecido denotaba los vestigios de un sin fin de hogueras ardiendo en ocasos ulteriores, rodeado de idolillos de arcilla negra y mil botellas cuyo contenido no adivinaba, y en ese espacio obedecí a mi interventora arrojando toda mi ropa, y ella la maldijo con palabras de un idioma que apenas supe reconocer.
Luego de un sin fin de plegarias paganas incendió mis prendas desparramando algunas brasas y comenzó a bailar en torno a ella mientras que yo derramaba mi sangre sobre las llamas, arrodillada en trozos de madera roja por el fuego hasta sentirme desfallecer. Fue la experiencia más intensa que hubiera atravesado en mi vida, pero él lo valía. Todo era por amor.
La tortura continuó por lo que me parecieron horas sin grandes avances hasta que se me terminaron las fuerzas y justo en ese momento, un estallido se propagó desde la hoguera y la bruja frenó su danza estremeciéndose como si estuviera epiléptica, cambiando a su vez todos los gestos para hablarme con una voz que no le era propia.
—Beba —ordenó la pordiosera con voz de pantera, poseída probablemente por alguna desconocida entidad, alcanzándome una de las botellas que había en la periferia. Acaté su petición tiritando por la falta de sangre en mis venas mientras ella aseguraba—. Tienes que pedir deseos mientras bebes, es de buena fortuna.
—Mis deseos son uno sólo, y éste es muy simple: yo vine aquí buscando tentar a la suerte por conseguir el amor de un hombre.
—Beba.
No comprendía sus exigencias, pero aún así cedí sin vacilar. Aunque la bebida no supiera extraña, su sola presencia hizo que mis fuerzas se estabilizaran por un corto lapso. La bruja tomó del suelo un cigarro a medio fumar y comenzó a pitarlo prendiendo su ápice en el fuego alimentado por mi sangre.
—El hombre que usted quiere no le pertenece ni se lo puedo dar. Es de otro más grande que usted o que yo, y ya hizo su pacto, así que deje de querer robarle a otros que le puede ir muy mal.
—No es mío porque tengamos algún pacto; el amor que le tengo lo hace mío, como era antes de que las personas inventaran los pactos para tenerse en propiedad.
—Usted lo que quiere es robar y todo lo que hacemos, bueno o malo, termina volviendo con otra forma para hacernos acordar. Si hago lo que usted me pide, vamos a tener que pagar más de lo que tenemos, quizás más de lo que podamos pagar.
Habiendo llegado tan lejos yo no estaba dispuesta a aceptar un no como respuesta, tal como había sido mi manera de actuar desde pequeña. —Lo vale. Quiero hacerlo, aunque me cueste. Sólo dígame qué le tengo que dar —La dama dudó un rato, cargó su peso en un bastón a pesar de no tener cojera y sin miramientos ni explicaciones caminó hasta fundirse con el fuego intensificando la hoguera aún más—. ¡No! Vuelva, ayúdeme, no me deje así.
No voy a mentir, estaba perpleja. ¿Se había suicidado? ¿Por qué? ¿Sería para no tener que ayudarme con mi inmenso problema? ¿Acaso era preferible la muerte antes que las consecuencias de lo que pudiera suceder?
El tiempo transcurrido entre su partida y el regreso de lo que quiera que debiera salir por las llamas se me hizo eterno, y en lugar de encontrarme con la vieja emergiendo renga de en medio de la hoguera, lo único que pude distinguir fue una sombra etérea que deformaba el rumbo del humo para los lados haciendo que algo así como un hombre grandote y oscuro se parara frente a mí paralizándome por completo a causa del miedo. Pronto pude oír su voz ronca dirigirse hacia mi persona.
—¿Cuál es su nombre?
Mis músculos flaqueaban ante aquella presencia. Había algo raro en las sensaciones que me transmitía, una mezcla extraña de tristeza, terror y enojo me hacían sentir casi aplastada de sólo verla y, aunque el hacerlo requirió un exceso de mis facultades ordinarias, alcé mi voz para anunciarle mi nombre con la mayor firmeza de la que fui capaz.
—Soy Helen Rouss. ¿Cómo se llama usted?
Gruñó antes de responderme. —Mi nombre no es para usted porque alguien así no debe pronunciarlo. Yo soy más antiguo que los romances que la traen a mí, y comando un batallón de los ejércitos del infierno dispuestos a degollarla si insiste en la impertinencia de invocarme en vano.
No podía parar de temblar, mas eso no me convertiría nunca en una sumisa. Debía encontrar la manera de demostrarle que era digna de estar en su presencia, y lo haría mostrándome desafiante. —¿Usted es más viejo que el amor? —cuestioné para humillarlo, tal como había hecho él conmigo en aquel instante.
—No existe nada más antiguo que el amor —refunfuñó con su voz ronca e iracunda—. Tengo un trato que ofrecerte, inmundo humano: tú tendrás al hombre que deseas, lo sacarás de la curia y se unirán en un lecho matrimonial. No me importa lo que hagas con él, lo único que me interesa es que al niño que les nazca lo consagres a mi persona llamándome por el nombre de Potestad, el cual no me pertenece, pero tú lo harás mío. Ese hijo y yo seremos uno, y así como hoy no puedo llegar al mundo con este cuerpo, mío será el suyo, mío su destino, yo me haré tuyo.
—¿Tú serás mi hijo? ¿Te harás humano?
—No puedo hacer eso, pero sí puedo quedarme con el cuerpo de ese niño.
—¿Qué pasará con el niño?... ¿Lo matarás?
—¿Te importa?... ¿Quieres cancelar el trato?
Dudé antes de responder. —No. Te voy a parir y voy a cuidar de ti mientras seas niño, pero ni bien llegues a edad de irte te irás, y hasta que yo muera quiero que me jures que ese hombre nunca se apartará de mi lado.
—Te doy lo que me pides y tú me das lo que necesito. ¿Tenemos un trato?
—Tenemos ese trato, sólo no falles a tu palabra.
Quise estrechar su mano pero la falta de sangre hizo que trastabillara y el demonio que me hablaba se hundió nuevamente en las llamas en un movimiento brusco hasta desaparecer. El fuego se extinguió y pude ver en su lugar a la bruja moribunda quien me maldijo al despertar. Aquel acontecimiento la había lastimado, y dejó mi cuerpo desnudo deseando que pereciera en aquel lugar, pero no fue de ese modo.
Logré recuperar mis fuerzas, caminé sin vestido hasta mi vivienda y la misma noche que pude hacer pie de nuevo, el cura que tanto amaba al fin fue mío.
Abandonó sus hábitos, dejó de intentar imponerme sus mentiras y juntos engendramos a un niño, un varón hermoso y sano con el cual pude cumplir mi promesa a la Potestad con que había pactado mi destino. Sea cual sea, realmente no importaba, yo tengo a mi hombre, mi hogar y a mi niño.
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