Capítulo 3
Despertó sin saber ni dónde ni en qué momento se había dormido. La cabeza le dolía como si un bebé hipopótamo hubiera bailado el lago de los cisnes sobre ella toda la noche, y la sensación de debilidad que abordaba sus miembros no le era familiar ni siquiera evocando sus recuerdos más remotos.
—¡Despertó! —anunció la voz de Diego a su lado.
Su grupo de amigos se acercó a observarlo más de cerca intentando conciliar su se encontraba en buen estado con preguntas capciosas sobre su nombre, su edad y a quién de los dos, rubio o morocho, besaría si tuviera la obligación de elegir; pero él no estaba de humor para esos juegos.
—¿Qué me pasó? Siento como si hubiera estado en medio de una guerra.
—No creo que sepas cómo es estar en una guerra —contrarió el moreno meditabundo—, pero sí pasaste por una experiencia de mierda: tuviste un choque terrible con la moto.
Oyó a su amigo como si le estuviera explicando un sueño. Trató de recordar, pero lo único que podía acercar a su memoria eran los vasos de cerveza y a las voces de su cabeza extasiadas pidiendo por un trago más. Entonces, sus sentidos se despertaron enseñándole que se encontraba en la cama de Diego, y no en un hospital como era de esperarse.
—¿Por qué estoy aquí?
—¿No lo recuerdas? Fuiste al hospital y dijeron que estabas fuera de peligro. Entonces vinimos aquí y luego te desmayaste. Pasaste cinco horas sin reaccionar, nos preocupamos mucho. Llamamos a una ambulancia, pero dijeron que era una secuela del trauma, pero que no había razón para trasladarte a un hospital dado que tus signos vitales eran fuertes, y además ya te hicieron placas y todo eso.
—¡Pero no recuerdo nada!
Los muchachos se miraron preocupados, sin saber qué pensar. Luego de un rato, el rubicundo habló.
—Quise llamar a tu mamá, pero ya sabes.
—Sí, mejor dejarla fuera de esto.
—Exacto.
—Desde que papá murió, se desentendió de mí. Si algo así volviera a pasar, y espero que no ocurra, no la llamen.
Aceptó mientras que el tercero salía a buscar las sobras del almuerzo por considerar que su amigo podría tener hambre, pero Diego aún no había terminado de contar aquello que consideraba que el moreno debía saber.
—Dremian, algo más pasó: no solo chocaste tú, sino que destrozaste un local y tu moto se rompió.
Las voces en su cabeza volvieron a estallar «¡sí, destrucción!»
—¡No! —chilló él—. ¿Lastimé a alguien?
—Era muy tarde, así que todo estaba vacío, pero la chica que atendía esa florería consiguió tu número y te estuvo llamando desde hace varias horas. Nos cansamos de escuchar ese tono de marica que tienes y le respondimos. Dijo que el seguro la cubre, pero que eres un desgraciado.
—¿Destruí una florería?
—¡Sí! Muy marica, ¿no?
—No se me ocurre por qué.
—Porque hiciste llorar a esa chica. Los hombres de verdad no hacen eso.
Se sintió verdaderamente perverso al saber que dejó que el alcohol lo poseyera con la única consecuencia de destruir el sacrificio de una emprendedora. Imaginó a esa mujer vieja, cansada, adolorida por mil penas y sumándole a la mole de infortunios la desagradable experiencia de tener a un joven insensato que chocó su pequeño local en un dejo de ebriedad.
—Debo disculparme personalmente —finalmente concluyó.
—Será lo mejor —concordó su amigo—. Ven a la mesa, tienes que comer algo —dijo y luego se retiró a la sala donde lo esperaban el otro moreno y Carla, quien le enseñaba a hacer un truco de magia con los naipes el cual ni siquiera ella sabía explicar.
A Dremian le dolía la cabeza hasta niveles insoportables y sintió que debía tener una pequeña conversación antes de acceder al lugar donde sus amigos lo esperaban.
—Ayer a la noche, cuando estaba subiendo a la moto, después de beber, sentí que perdía el control de mi propio cuerpo y que alguien más lo tomaba. ¿Fuiste tú?
Las voces en su cabeza no contestaron.
—Te pregunté esto miles de veces, y todas ellas desacredité tu versión, pero hoy necesito que la reafirmes una vez más: ¿eres un reflejo de mi subconsciente o eres algo ajeno a mí?
El silencio le resultaba extraño y absurdo. Generalmente nunca se callaban, aunque costaba distinguir lo que decían.
—¿No me piensas hablar?
«No». Ahí estaban otra vez.
—Acabas de hacerlo.
«¡Rayos!»
Rió para sus adentros. Estaba loco, tenía que asumirlo. Ese tipo de reacciones infantiles solo podían ser un reflejo de sí mismo. La idea lo tranquilizó un poco, como esa paz que se consigue cuando se descubre que no queda nada por hacer, que la derrota es inminente y solo se puede aceptar; pero las voces volvieron a hablar para perturbarlo una vez más.
«Yo tomé el control»
—¿Tú me puedes controlar?
«No debiste sobrevivir del choque».
Se quedó sentado, mirándose las rodillas sin hablar, casi sin pensar mientras intentaba no naufragar en aquella frase. Si las voces venían de él, entonces había intentado suicidarse; pero si no lo hacían, esa cosa era más peligrosa de lo que había imaginado. Cualquiera fuera el caso, el pronóstico no podía ser optimista.
¿Qué podría hacer para calmar ese sentimiento de autoflagelación que lo estaba abordando? Porque para él era evidente que no se quería suicidar, que tan solo se sentía culpable por haber chocado contra la tienda de la mujer y era la culpa quien hablaba por él.
Decidió tomar el toro por las astas y ni bien se sintió en forma como para salir, puso sus cosas en orden y partió a la florería donde haría acto de presencia para pedir disculpas como era cristianamente debido. Así lo había educado su padre, y así debía de ser.
Llegar al lugar fue más difícil de lo que se había imaginado. No por el hecho en sí, sino por el miedo de enfrentar a una señora enfadada y con toda la razón del mundo para estarlo. La idea le recordaba a su cruel madre consiguiendo que su brío flaqueara, no obstante a lo cual, lo hizo.
Llegó sobre el mediodía, hora en que la mayoría de los locales cerraban porque casi no circulaba gente, por lo cual tendría mejores probabilidades de encontrarse a solas con la dueña para una disculpa menos penosa, aunque no la mereciera. Se reconoció a sí mismo muerto de miedo y con la quijada tiesa por la tensión, vislumbrando de lejos un local tan pequeño que si se estiraba lo suficiente podría haberlo recorrido con solo cinco pasos largos, notando el vidrio hecho añicos y el interior corroído por el fuego.
Se acercó trémulo y cabizbajo, y descubrió que a pesar de seguir en horario laboral, el único trabajo desarrollado en su interior era el de una muchacha delgaducha y morena que barría enfurecida los últimos estantes destrozados del suelo.
—Permiso —se anunció al pasar.
—Disculpe, la florería está cerrada por remodelación. —Su voz se oía apagada pero melódica. Seguramente en mejores circunstancias sería una persona con la cual se pudiera tener una agradable charla porque derrochaba simpatía, pese a la mala situación.
—Lo sé... Vine a pedir perdón; fui yo quien destruyó su local. Estoy dispuesto a hacer cuanto sea necesario para que vuelva a estar en condiciones lo antes posible.
Ella enardeció.
—¿Y tienes la cara de aparecerte? ¡Vete! No necesito tu compasión. Prefiero no tener trato con gente tan desalmada como para conducir borracho. ¿Sabes el daño que podrías haber hecho por tu inconsciencia?
—¡Lo sé! Por favor, no lo menciones. Yo no soy así, me descontrolé, por eso quiero remediarlo. Sé que puedo, si me lo permites.
—¿Podrías? Esto no se construyó con la miseria que quieren reponerme los del seguro. —Escucharlo hizo que a Dremian le doliera el pecho por la desazón. Sus amigos le habían mentido para consolarlo—. ¿Qué hubieras hecho de no haberse tratado de un local?
—No caigamos en suposiciones.
—¡¿Qué hubieras hecho?!
Volvió a desviar la mirada enfadado con la situación, pero también con la intención de aquella dama de hacerlo sentir culpable incluso sobre las circunstancias. Sacó su celular y, ante las críticas endemoniadas de la dueña de la florería, sacó varias fotografías de los destrozos que había a su al rededor.
—¡Quiero que te vayas! —insistió ella por enésima vez cuando el muchacho terminó.
—Lo haré, pero antes me gustaría saber tu nombre.
—¡Vete!
Inclinó la cara en una reverencia tímida y se retiró a paso rápido sintiéndose motivado por una idea de esas que solían consumirlo cada tanto con un empuje imposible de controlar. Tendría que hacer muchas llamadas, pero el trabajo que llevaría adelante sería, sin dudas, algo que le devolvería el orgullo que esa muchacha, y con toda la intención, acababan de derribar.
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