Capítulo 2

En un enorme anfiteatro oscuro, repleto de alumnos encorvados sobre las hojas y lapiceras de sus pupitres, concentrados y sumidos en el estupor silente propio de cualquier examen parcial, un chico se ajetrea en la sencilla tarea de permanecer callado.

—¡Dejá de decir boludeces y decime cuál es la presión parcial de oxigeno! —susurra el muchacho aislado por la lejanía de un par de bancos de todos los demás. Las voces en su cabeza no se detenían: «Destrucción, muerte, caos... », solo él las podía escuchar.

Un par de alumnos giraron sus cabezas molestos por el ruido a mitad de su examen de fisiología, se oyó un chistido proveniente del fondo exigiendo afonía en tanto el muchacho al que todos habían catalogado de «el esquizofrénico» levantaba una mano en señal de disculpa mientras se encogía de hombros intentando no denotar que la vergüenza lo había invadido. 

Para dispersar su mente, echó una ojeada al lugar en donde se encontraba: butacas en filas concéntricas cubrían un aula gigantesca y circular, cada silla a mayor altura que la anterior, como emulando una gran escalera en embudo repleta de alumnos, lápices y hojas, y con un pequeño pupitre frente al pizarrón de la zona más baja. Algunas ventanas cerradas impedían que los efectos del otoño invadieran la sala, había tubos de calefacción dorados adornando pobremente las paredes oscuras y entre tanta calma, la figura amenazadora de un profesor hacía chillar los nervios de los estudiantes mientras que el mismo subía las gradas hasta alcanzar la postura del joven que había alterado la paz ficticia de aquel lugar en un primer momento.

«Muerte, robos, furia», las voces en su cabeza no paraban.

—¿Pasa algo, señor...?

—Crew —se apuró a completar con su voz amable y formal—; y no, por mí no se preocupe.

El profesor observó con tristeza la imagen del universitario que le devolvía la mirada: ojos ambarinos, piel clara, un cabello duro y lacio como el de un toro moreno, su figura era pequeña pero maciza y la forma en que se movía algo torpe. No parecía ser ese tipo de muchachos que se encontrara en problemas, y sin embargo los males que lo aquejaban estaban en la boca de todos.

—Ya es la tercera vez que debo de llamar su atención durante este parcial. Sé que no es fácil para usted y que está nervioso, pero procure no distraer a sus compañeros, por favor. Puede que para ellos tampoco sea nada simple.

Dremian cerró los ojos resoplando un par de veces con lentitud. Hubiera querido agregar un «Lo dudo» a sabiendas de que con eso habría bastado para remarcar su posición de iniquidad con respecto a los demás, pero ¿en verdad quería marcar eso? No, al contrario; de ser posible preferiría que nadie lo notara. De ser posible preferiría que aquella diferencia no existiera. Pero así era, y lo tenía que aceptar mientras luchaba contra ello.

—Lo voy a intentar, profesor. —El letrado le sonrió con la pena inundándole esos ojos celestes que habían sido aclarados por los años y se retiró a paso cansado bajando con dificultad las gradas del anfiteatro. Las voces en su cabeza volvieron a comenzar.

«Maldito insulso, basura inmunda, que muera... »

Tener a alguien así hablándote al oído en los momentos menos oportunos no era precisamente algo interesante de experimentar, pero el chico se había acostumbrado a tal punto que le resultaría raro si fuera de otra forma. Inclinando la cabeza para no ser detectado, Dremian regresó a sus susurros.

—¿Vas a ayudarme o no? —Sabía la respuesta, pero no perdía nada con insistir—. Solo quiero saber la presión parcial de oxígeno en las arterias.

«No... tú quieres curar la inmundicia salvando vidas humanas. Solo Yo la voy a curar al exterminarlos».

La voz se oía carrasposa cada vez que al fin lograba decir algo coherente, pero eso, lejos de desmotivarlo, lo llenó de emoción: por fin había conseguido captar la atención de esa cosa. No es que fuera la primera vez, pero le resultaba muy conveniente justo en este momento.

—Ayudame con este examen y te prometo que apenas salgo, llamo a los chicos para salir a celebrar.

«Mientes... ». Lo oyó dubitativo.

—Yo sé que te gustan las fiestas. Dale, dame una manito.

Hubo un corto lapso de silencio como si por fin sus extorsiones dieran en el blanco, y es que él, un experto en fiestas, tenía bien en claro que las voces solían lanzar muchas menos maldiciones cuando el ambiente se volvía febril.

«Bien... la respuesta es 42 milímetros de mercurio».

¡Por fin! Había conseguido que las voces le hicieran caso en algo, lo cual era alentador, solo que algo no cuadraba.

—No, esa es la del dióxido de carbono.

«¡Demonios, es cierto!» —Estúpida voz, habían estudiado juntos y ella tampoco se lo acordaba— «La del oxigeno era de 80 milímetros de mercurio». Bueno, al menos esa respuesta sí le resultaba factible. Se dispuso a anotarla cuando un sonido carrasposo diferente a los de su cabeza se alzó por sobre el silencio.

—¡Señor Crew! —La figura encorvada del profesor calvo y de bigote blanco que había venido a conversar con él hace unos momentos se volvía a alzar a escasos centímetros de sus narices—, ¿tendría la amabilidad de acompañar a nuestra ayudante de cátedra, Vanesa? Me temo que está distrayendo a los demás estudiantes.

—Yo... está bien... ¿Me van a tomar el examen aparte? —Los nervios lo poseían, pero aún así se esforzaba por parecer sereno. El anciano de ojos claros negó con un ademán de su cabeza.

—La jefa de cátedra insiste en tomarle el examen de manera aislada y oral para no consumir tanto tiempo. Espero que esto no le represente un problema...

—¡Para nada! —mintió—. Es más, creo que es una gran solución.

Su profesor sonrió con simpatía hinchando el pecho para así bajar las escaleras seguido por el moreno ofuscado. Se había metido en un lío y no sabía si podría escapar.

Salieron del salón y el anciano lo condujo por un pasillo poco explorado por el sesgo estudiantil hasta atravesar las puertas de chapa del área donde los profesores solían juntarse después de clases a debatir temas que le eran ajenos en su totalidad. Quizás hablaran sobre cómo combatir el hambre en el mundo y luego prendan cigarrillos de marihuana con las hojas donde anotaron las mejores respuestas; quizás se dedicaran a planificar el cuatrimestre, a criticar alumnos o a conversar sobre la posible existencia de los unicornios, jamás lo sabremos. El asunto es que allí había una señora de lentes gruesos esperándolo. Tenía un triángulo de crochét sobre sus hombros y un vestido opaco que no permitía que su físico se exhibiera de ninguna manera, mientras que al lado de ella, Vanesa, una estudiante avanzada nombrada asistente de cátedra por sus notas sobresalientes, permanecía sentada en silencio y con las manos cruzadas sobre sus piernas. La más joven vestía el clásico ambo de enfermeros que todos llevaban allí, y una suerte de boina verde musgo que le daba un aspecto interesante y sofisticado, con ese aura de belleza extraña de la cual los nerds suelen gozar sin esfuerzo ni razón que lo justifique.

—Así que, señor Crew, me han hablado alguna que otra cosa sobre usted.

—¿Cosas malas? Espero no haber venido a justificarlas.

La señora rió.

—No se preocupe, no son nada grave, pero debido a su... enfermedad, nosotros consideramos que esta sería la mejor forma de tratar la materia.

—Yo no tengo ninguna enfermedad —Los orbes negros ensanchados por el par de anteojos de gruesos cristales se dirigieron curiosos a la figura del joven que la acababa de contradecir—. Según los psicólogos, esto no me aísla de la realidad en ningún grado, por lo que no pueden hablar de esquizofrenia ni ningún desorden, ni nada por el estilo.

La jefa de cátedra juntó algunas hojas de la mesa acomodándolas entre sus manos mientras aceptaba con vehemencia.

—Cierto cierto, incluso dijeron que no había motivos para preocuparse en su desempeño para con la profesión, aunque usted bien sabrá, ante toda situación lo primero es adaptarse y ser precavidos.

—Es verdad.

—Muy bien, adaptemos el examen para que usted pueda rendir sin incomodar a sus compañeros. —Un sonido de picaporte cerrándose lo alteró haciendo que girara su vista hacia la puerta donde pudo encontrar el nombre de la jefa de cátedra grabado: Gabriela Storman—. Comencemos: ¿Cómo definiría frecuencia respiratoria?

—Es el número de respiraciones que realiza un ser vivo en un intervalo de tiempo específico, y que suele expresarse en respiraciones por minuto.

—¿Cantidad?

—En recién nacidos o niños de hasta un año de edad es de 30 a 50 respiraciones por minuto, en niños de preescolar de 20 a 30 respiraciones, al alcanzar la edad escolar llega a los 18 a 25 respiraciones por minuto, y en adolescentes y adultos baja a 12 a 20 respiraciones por minuto.

—Bien, en adultos está un poquito alta, es de 12 a 16, pero bien. ¿Qué es y cómo se calcula el volumen minuto?

—Es la cantidad de oxígeno que atraviesa el ciclo respiratorio en un minuto y se calcula multiplicando la frecuencia respiratoria por el volumen corriente, que es el volumen de aire que circula entre una inspiración y una espiración normal sin realizar ningún esfuerzo adicional.

—Casi... no estaría de acuerdo en la parte de decirle cantidad de oxigeno por minuto. ¿Se te ocurre otra manera de definirlo?

Los nervios lo invadieron, ¿por qué siempre tenían que ser tan puntillosos? ¡Malditos profesores! Hasta ahora había contestado dos preguntas y de ambas tuvo quejas, ¿qué más se podía esperar que un bochazo de tamaño desproporcional al agravio? De pronto, las voces en su cabeza volvieron a sonar «Zorra enferma, que tu progenie muera de lepra». Creyó que no diría nada útil a pesar de estar de acuerdo con ella por una vez en su vida, pero la voz prosiguió «No es cantidad de oxígeno, es volumen de cualquier gas».

—¿Podría ser volumen de un gas?

—¿Es pregunta o es afirmación?

—Afirmación.

—Muy bien.

¡No podía creerlo! Nunca antes las voces le habían ayudado dos veces de seguido, y sin pedírselo. Pasó años intentando conversar con ella, pero solo se dedicaba a insultar a los cuatro vientos y a planificar formas horribles de maltratar a las personas a su al rededor aprobando lo reprensible y asqueándose de cualquier acto de ternura.

El examen siguió avanzando por temas de variada complejidad donde las voces mechaban sus respuestas cada vez que Dremian se sentía entrar en duda hasta acabar con un alegre siete en su hoja de calificaciones, motivo suficiente para que accediera a cumplir con sus promesas ya enunciadas para con su ayudante macabro.

Tomó sus pertenencias, abandonó el edificio de cemento gris y caminó hasta un café cercano donde esperó paciente a poder al fin marcar desde su celular el número de su compañero de cursada al verlo salir de la facultad de medicina.

—Adiviná quién soy...

—Tengo tu número agendado, boludo.

—Ah, cierto. —Las voces volvieron a sonar «estúpido, insolente, imberbe, fanático de deportes para tontos»—. ¿Te molesta? Estoy conversando por teléfono —susurró.

«Disculpa»

—¿Volvieron las voces otra vez? —Su amigo sonó confundido, pero no lo culpaba; nadie querría ver alguien cercano así—. Che, ¿por qué no vas al médico, a ver si tenés algo?

—No, ya fui, no tengo nada excepto un amigo con cara de nabo.

—Bueno, y yo que me preocupo. Vos dijiste que solo aparecían cuando estabas muy nervioso... aunque bueno, con el examen y la forrada que te hicieron de sacarte antes para rendirlo oral me imagino que era de esperarse.

—Un poco, sí, aunque ya pasó. No me voy a hacer más drama con esa materia. Pero cambiando de tema: te estoy viendo.

Diego, el amigo de Dremian, giró tan rápido su cabeza que la melena rubicunda que la poblaba dio algunos respingos en el aire haciendo que se lo pudiera confundir fácilmente con un gato montés, imagen que causó gran diversión al moreno que lo observaba desde el café.

—Mirá para tu izquierda, salame, y venite a tomar algo. Aprobé esta porquería por fin, habrá que celebrar.

El del cabello enrojecido apagó el celular y cruzó la calle con la maleta en la mano, atravesó la puerta y se desplomó frente a su amigo que ya sorbía una infusión humeante con aires de superado. A la noche habría una reunión y tenían mucho que planear.

Tragos, música fuerte, humo de cigarro, una mesa de billar repleta del sonido de los tacos chocando contra la bocha alba, la voz en la cabeza de Dremian estaba decepcionada.

«¡Idiota! Nunca una salida digna con litros de licor y placeres de los que no se pueden disfrutar de este lado. Eres un...»

No tenía tiempo de conversar con un amigo imaginario; a pesar de que este le había traído a la memoria las cosas que previamente había estudiado, no podía darle mayor crédito a su existencia que la que se le da a una parte de su subconsciente manifestándose con rebeldía. Cualquier cosa que superara ese tipo de ideas lo arrastraría a la locura, y ya bastante había tenido con las opiniones de sus compañeros para venir ahora a darles la razón.

—Entonces, Dremian —mencionó Carla, la novia de Diego—, eres ayudante de albañil o algo así, ¿no?

—No, para nada. Trabajo con un paisajista.—Sorbió su gaseosa mientras sus amigos se burlaban de la idea de verlo con un mameluco de obrero de la construcción y preparando mezclas de cal y arena—. Termino por hacer algo parecido, pero el nombre cambia.

—Él es peón de jardinero, y encima enano. Vos imaginate como le decimos entre nosotros.

La pequeña broma le valió una mueca fea a Eduardo, quien al ver a Demian arrugar la cara enseguida lo relacionó con el enano gruñón de Blanca Nieves.

—Sí, pero igual ese no es su único apodo, aunque el otro se lo puso solo —acotó el novio de Carla—. Decime si lo podés adivinar.

El muchacho extendió su celular con una imagen que arrancó un fuerte «¡No!» de los labios de su enamorada.

—¡¿Sos el DJ-PerturVado?!

—Sí, es uno de mis hobbies.

El grito de la dama ocasionó que las personas de las mesas aledañas se voltearan a ver.

—¡Sos un genio a gran escala! Yo fui a varias de tus fiestas... ¿Cómo hacés para organizar todo eso vos solo?

—No, yo no hago nada solo, tengo algunos amigos que me ayudan. —Extendió ambos brazos para abrazar a Eduardo y a Diego, luego ambos morenos observaron al rubicundo con gesto poco ameno y lo sacaron de un empujón—. Eduardo es un muy buen barman, yo solo me encargo de alquilar algún galpón que se vea interesante, poner música y él pone toda la barra.

—¡Eh! Yo soy el que cobra las entradas —interrumpió Diego divertido—, y también un par de veces los ayudé a planificar el tema de las bandas.

—Sí, el también hace un poco...

—A veces.

El grupo rió con los chistes y las bromas. De pronto Carla quiso convidarle una jarra que bebían entre todos a Dremian, pero este la rechazó con su habitual cortesía.

—Él no toma —aclaró Eduardo.

—¿Pero cómo que no, si es un DJ groso? Todos los DJ toman.

—Pasa que si me pongo a tomar termino por tirar toda la fiesta abajo. No funciono bien en ese estado, y si el DJ se deprime, es porque la fiesta es un bodrio.

—Bueno, pero hoy no estás con las consolas, ni tampoco hay nadie que te esté mirando. —La chica sirvió un vaso largo hasta casi derramar—. Dale, fondo blanco.

—No, mejor yo no...

—Dale Gnomito, ni que te fueras a matar por tomar un poco una sola vez. Tomátelo todo de una, sin remordimientos.

—Pero yo no...

—¡Hasta el fondo, hasta el fondo, hasta el fondo! —canturreó el grupo que lo había acompañado. Para su sorpresa la voz se unió al coro «¡Bébelo todo!»

—Bien, pero un vasito nada más.

La amarga cerveza logró animarlo e integrarlo como nunca a su propio grupo de amigos adornados por la colorida persona de Carla, pero trago a trago su efecto se fue invirtiendo y sintió como si la conciencia se le apagase, o como si se trasladara a otro lugar, ese donde las personas aceptan que tener voces sonando en sus cabezas no es un asunto tan raro: todos las tienen, ¿habrá quien no las haya escuchado nunca?

«Tonto, tarado, inútil, vago, nunca vas a lograr nada».

Son voces comunes, voces conocidas.

«Otros son mejores que vos en lo que amás, vos no sabés hacer las cosas bien, me estás avergonzando, hay mucha gente mejor que te hace valer poco».

Voces de padres, voces de hijos, voces de amigos falsos y verdaderos, voces de amores incapacitados para amar, que no se dejan querer ni permiten sentir que lo uno vale.

«Nunca te quise, te engañé, me fallaste».

La gente le huye a estas frases cuando las escucha decir a otras personas sin saber que esa persona las va a decir una vez, quizás muchas, pero el verdadero problema llega cuando somos nosotros los que nos las repetimos. De eso no se puede escapar.

Y Dremian escapó: el alcohol hacía que las voces en su cabeza hablaran menos. Seguían doliendo, sí, pero lo hacían de otra manera.

Bebió otro vaso más —las voces canturreaban canciones alegres—; salió del bar trastabillando entre risas con sus amigos —las voces se unían al carcajeo—; subió a su moto —las voces le decían cómo acomodar los pies en el pedal porque él casi no lo recordaba—; aceleró un poco, sólo un poco, un poco más...

Llegado un punto no sabía distinguir cuáles de aquellas voces eran las que lo acosaban durante sus días de estrés y cuáles correspondían a los amigos que lo ayudaban a escapar de éstos últimos.

Las voces de Eduardo, Diego y Carla le exigían frenar, las voces en su cabeza le pedían más acción, y su voz... ¿dónde había quedado? No lo sabía, la había perdido en alguna de las líneas del velocímetro de su motocicleta.

El ruido del motor pronto lo colmó todo, y su vista se volvió negra. Entonces, el mismo Dremian se había convertido solamente en una voz más en la cabeza de otro alguien.

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