Capítulo 34. El poder del conocimiento

Marangatú saboreó la fruta de sabor agridulce, atribuyéndole a las características del conocimiento. Pronto, los trozos que atravesaron su garganta hicieron efecto y sintió cómo su cuerpo se iba rejuveneciendo. También, recibió una inmensa energía interna que parecía acumular la esencia misma del universo entero. Poco a poco su cuerpo empezó a crecer, hasta al punto de percibir a Yerutí y Angapovó como moscas.

— ¿Con que así se siente ser un dios? – exclamó Marangatú, mirando sus manos - ¡Es fascinante!

Dirigió su mirada hacia los dos daimones y, con un solo soplido, los mandó tan lejos que casi les perdió de vista.

Luego, tomó entre sus manos los restos de llamas que aún permanecieron en el árbol e hizo que le cubriesen todo el cuerpo. Así, decidió jugar con esos dos daimones que quedaron atrapados en la morada de los dioses, ya que a su vista solo eran unos insectos.

Yerutí comenzó a temblar. Ahora ella estaba ahí, varada en un sitio extraño y sin posibilidad de escapar. Angapovó, por su parte, intentó mantenerse alerta pero su cara se encontraba pálida por el terror. Sin embargo, miró fijamente a la joven daimon y le dijo:

— Ten calma y mantente alerta. Recuerda lo que te enseñé sobre tus sentidos.

— Pero estamos ante un monstruo aterrador. ¿Cómo conseguiremos vencer a esa cosa?

— Sí. Es imposible vencerlo. Pero recuerda: Marangatú es solo un humano. Si los relatos son ciertos, su cuerpo no resistirá por mucho tiempo. Así es que tendremos que mantenernos alejados y resistir.

Lastimosamente, Marangatú apareció delante de ellos, rodeándolos con sus llamas. Y extendiendo su mano hacia arriba, la bajó de inmediato con la intención de aplastarlos.

Angapovó consiguió esquivarlo, pero una pequeña flama esquiva se depositó en una de sus alas y perdió el equilibrio. Yerutí trepo sobre el daimon salvaje y apagó esa llama con sus manos, quemándose en el acto.

— ¡Ja ja ja! ¡Qué divertido ser una deidad! ¡Podría matarlos ahora mismo, pero prefiero jugar un rato hasta cansarme! ¡Y será por muuucho tiempo! – dijo Marangatú, con un tono de voz propio de un sádico.

Su cuerpo volvió a incrementarse, pero esta vez, Yerutí notó que la piel del chamán se estaba descascarando. Así es que solo era cuestión de tiempo para que se autodestruyera por completo. Aún así, ¿Podrían resistir hasta que llegase ese lapso? Debía acelerar ese proceso.

Dando una rápida inspección del torso de Marangatú, notó una abertura en su pecho, en donde posiblemente podría introducirse fácilmente con ese tamaño. Así es que señaló hacia esa zona y le dijo a Angapovó:

— ¡Lánzame ahí, a la altura de su corazón!

— ¿Qué? ¿Estás loca? ¡Puedes morir! – se negó Angapovó

— ¡Es la única forma de detenerlo! ¿Crees que resistiremos por mucho tiempo? ¡Apenas puedes sostenerte en el aire! – insistió Yerutí, viendo las alas lastimadas de su amigo y mentor.

Angapovó mordió sus labios y puso una expresión de desacuerdo. Pero, al final, decidió seguir el plan de Yerutí y, tomándola de las muñecas, giró sobre si mismo para poder lanzarla en esa apertura de forma más rápida y efectiva. Cuando creyó que era suficiente, la soltó y la joven daimon se perdió en esa zona.

Marangatú, por su parte, pensó que el daimon salvaje lanzó a su amiga entre las llamas para poder escapar sin ningún estorbo. Así es que se rio y bramó:

— ¡Sí que eres desalmado al sacrificar a esa chica! Pero no importa, tendrás doble diversión, sucio daimon.

Yerutí logró entrar en esa apertura con éxito. En el interior del cuerpo del chamán no había llamas, pero si vio una complicada red de venas y arterías que estaban chorreando sangre por la cantidad de fluidos que debían distribuir por toda esa inmensa estructura corporal. La joven daimon agudizó los oídos y escuchó los latidos del corazón. Ya se encontraba cerca.

Mientras buscaba el órgano, recordó ese encuentro con el guardián de la oscuridad, a quien le quiso arrancarle el corazón para hacerse con la llave. Anahí le había dicho algo de que el corazón es una de las moradas del alma y que solo por eso las llaves podrían perder su poder si destruían ese órgano sin cuidado. Y aunque no lo supo de inmediato, de a poco comprobó que la sangre era la encargada de controlar la energía vital de un ser vivo y, por ende, brindaba la posibilidad de controlar a los espíritus de la naturaleza en ciertos humanos.

— Puede que no funcione, que me esté equivocando, pero... ¿Qué otra opción me queda? – pensó Yerutí, llena de dudas por lo que estaría a punto de hacer – No perderé nada con intentarlo... excepto mi vida. De ser así, solo espero que Angapovó encuentre la salida a este lugar.

Y así caminó hasta llegar al corazón. Era un órgano tan grande como una colina, pero ya poseía algunas grietas y chorros de sangre como si fuese una bomba a punto de estallar. Tal como le había dicho Angapovó, podría esperar a que llegase al límite o acelerar el proceso. Pero como la paciencia nunca fue una virtud para ella, optó por lo segundo.

— ¡Esto es por Arandú y los guardianes, viejo de mierda! – gritó Yerutí, acercándose rápidamente al corazón y dándole un fuerte golpe en la zona donde más se profundizaba la grieta.

Debido a que volcó toda su fuerza, consiguió que ese órgano terminara de despedazarse por completo y, al instante, se vio bañada en sangre.

Por su parte, Marangatú consiguió quemar otra de las alas de Angapovó y, esta vez, el daimon salvaje no tenía nadie quien las apagara, por lo que comenzó a perder el equilibrio. Y mientras lo veía caer, el chamán sintió un fuerte dolor en el pecho que lo dejó sin aire. Después del dolor, vio cómo las llamas que cubrían su piel comenzaron a apagarse, presentando así un cuerpo carbonizado y despedazado, agrietándose rápidamente.

— ¡Noooo! ¡Esto no puede estar pasando! – rugió Marangatú, intentando sujetar los pedazos de su cuerpo que ya se estaban separando de él.

Yerutí, al terminar la misión, buscó la salida y, al encontrarla, vio cómo Angapovó ya no podía mantenerse en el aire. Así es que tomó impulso para saltar directo hacia él y rescatarlo de estrellarse contra el suelo. Ya que no podía volar, al menos usaría su cuerpo de escudo, era lo único que podía hacer por él.

Marangatú, al ver esto, intentó derribarlos con un soplido. Pero, al final, terminó por caer al vacío, preguntándose qué pudo haber salido mal.

— Mi sueño... mis planes... ¡Se supone que sería el nuevo origen! ¡Que reiniciaría un nuevo mundo! ¡Sin dioses! ¡Sin daimones! ¿Cómo pudo pasar esto?

Y ante esos lamentos, se desvaneció por completo.

Yerutí y Angapovó lograron aterrizar en el largo tronco del árbol carbonizado. Al usarse de escudo, la joven daimon resultó malherida. Por su parte, Angapovó la rodeó con sus brazos y comenzó a llorar, creyendo que la había perdido para siempre.

No pasó mucho tiempo cuando Yerutí abrió los ojos, miró fijamente a su mentor y le preguntó:

— ¿Funcionó?

Angapovó se quedó sorprendido. Luego, sonrió y le respondió:

— Sí. Ha funcionado. Pero... ¿Cómo fue que...?

— Es una larga historia.

El cuerpo de Marangatú se terminó por fragmentar en pequeñas partículas de polvo que se expandieron por la morada de los dioses. Los dos daimones permanecieron entre las ramas del árbol quemado, el cual perdió por completo todo indicio de vida. No quedaba ni una hojita, ni un tallito, ni siquiera una fruta con vida. Y para empeorar la situación, el portal se había cerrado definitivamente.

Yerutí movió lentamente su cuerpo, para comprobar que no tuviese otras fracturas. Por suerte, la consistencia del árbol era más suave comparado con el de las rocas y, a diferencia de lo que le sucedió cuando se enfrentaron a Katu, esta vez no se rompió los huesos. Aún así, sentía tanto dolor que Angapovó la tuvo que cargar sobre sus espaldas y bajar con ella así del árbol. Sus alas estropeadas le impedían remontar vuelo y pensó que necesitaría con urgencia curarlas para volver a volar.

Tras un duro esfuerzo, consiguieron llegar hasta el suelo. Angapovó, aún con Yerutí montada en sus espaldas, comenzó a caminar entre las raíces y vio que, a lo lejos, había un pequeño brote que sobresalía de entre las cenizas.

— ¿Y eso? – preguntó Yerutí

— Escuché de Anahí que el árbol vuelve a crecer – le explicó Angapovó – Quizás... el "origen de todo" está en un eterno proceso de inicio y final.

Pero no solo ese brote surgió sino que, además, aparecieron cuatro grandes pimpollos que les doblaban en tamaño. Angapovó depositó a Yerutí en el suelo y, ambos, se quedaron a mirar esas extrañas plantas a punto de nacer.

No pasó mucho cuando los pimpollos se abrieron, revelando unas hermosas flores de mburucuyá multicolores. Pero lo más destacado era que, en su interior, se levantaron cuatro figuras humanoides, con un par de aros gigantes que rodeaban sus cabezas y un cúmulo de energías doradas que sostenían en sus manos.

Tanto Yerutí como Angapovó se arrodillaron ante ellos ya que, con tan solo su presencia, se percataron de que estaban ante los mismísimos dioses, los verdaderos habitantes y protectores de la morada celestial y dueños absolutos del universo entero. 

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